6

La vista preliminar

A la mañana siguiente, cuando sonó el toque de llamada, los kriegies se agruparon como de costumbre en desordenadas formaciones, salvo Lincoln Scott. El aviador negro permaneció aparte, en posición de descanso, con las manos enlazadas a la espalda y las piernas ligeramente separadas, a diez metros del bloque más próximo, esperando que lo contaran como a todos los demás prisioneros. Su rostro mostraba un gesto duro, inexpresivo, con la vista al frente, hasta que hubieron completado el recuento y el comandante Clark ordenó que rompieran filas. Entonces dio media vuelta sin vacilar y se dirigió a paso de marcha hacia el barracón 101. Desapareció por la puerta sin decir una sola palabra a los otros kriegies.

Durante unos instantes Tommy pensó en seguirlo, pero al final se abstuvo de hacerlo. Los dos hombres no habían hablado sobre el hallazgo del cuchillo, salvo un breve comentario que había hecho Scott para negar todo conocimiento del mismo. Tommy había pasado una noche agitada, con pesadillas, despertándose más de una vez en la oscuridad sintiendo una desapacible y deprimente frialdad a su alrededor. Se dirigió rápidamente hacia la puerta principal, al tiempo que indicaba a Fritz Número Uno que le diera escolta. Vio que el hurón lo miraba como dudando, como deseando rehuirlo, pero cambió de parecer, se detuvo y esperó. Pero antes de que Tommy alcanzara al hurón, fue interceptado por el comandante Clark. Éste exhibía una sonrisa pequeña, burlona, que no ocultaba sus sentimientos.

– A las diez de la mañana, Hart. Usted, Scott, el canadiense que le ayuda y cualquier otro hombre que le eche una mano. La vista se celebrará en el teatro del campo. Es de suponer que actuaremos ante un numeroso público, con la sala abarrotada a más no poder. ¿Qué clase de actor es usted, teniente? ¿Se cree capaz de ofrecer una buena representación?

– Lo que sea con tal de mantener a los hombres ocupados, comandante -replicó Tommy con sarcasmo.

– De acuerdo -repuso Clark.

– Confío en que me proporcione entonces las listas de pruebas y testigos, comandante. Tal como exige el reglamento militar.

– Si lo desea… -Clark asintió con la cabeza.

– Sí. También necesito examinar físicamente las supuestas pruebas.

– Como guste. Pero no veo…

– Ésa es la cuestión, comandante -le interrumpió Tommy-. Lo que usted no ve.

Saludó y, sin esperar a que el oficial le diera una orden, dio media vuelta y se dirigió hacia Fritz Número Uno. Pero apenas había dado tres pasos cuando oyó la voz del comandante estallar como una granada a su espalda.

– ¡Hart!

Tommy se detuvo y dio media vuelta.

– ¿Señor?

– ¡No le di permiso para retirarse, teniente!

– Lo lamento, señor -respondió Tommy poniéndose firmes-. Tenía la impresión de que habíamos concluido la conversación.

Clark aguardó unos treinta segundos antes de devolver el saludo.

– Eso es todo, teniente -dijo bruscamente-. Nos veremos a las diez en punto.

De nuevo Tommy se volvió y echó a andar a toda prisa hacia el hurón que le estaba esperando. Pensó que había corrido un riesgo, aunque calculado. Era preferible que el comandante Clark se enfureciera con él, porque eso serviría para impedir que se encarnizara con Scott. Tommy suspiró profundamente. Pensó que las cosas no podían estar peor para el aviador negro, y por enésima vez desde el hallazgo del cuchillo de fabricación casera, la víspera, Tommy experimentó un profundo abatimiento. Tenía la sensación de que apenas tenía idea de lo que hacía, de que en realidad no había hecho nada, y comprendió que si no se le ocurría un plan efectivo, Lincoln Scott se enfrentaría a un pelotón de fusilamiento.

Mientras caminaba, meneó la cabeza, pensando que quedaba muy bien decir que era preciso descubrir al verdadero asesino, pero lo cierto era que no sabía por dónde empezar. En aquel segundo, pensó con nostalgia en las sencillas tareas de navegante que había realizado a bordo del Lovely Lydia. Buscar una referencia, utilizar una carta, tomar nota de una señal, hacer unos simples cálculos con una regla, sacar el sextante, mirar desde su punto de observación y trazar el rumbo de regreso. Interpretar la posición de las estrellas que resplandecían en el cielo y hallar el camino de regreso a casa. Tommy creía que era fácil. Y ahora, en el Stalag Luft 13, se enfrentaba a la misma tarea, pero no sabía qué herramientas utilizar para navegar. Avanzó con paso rápido, sintiendo la humedad del amanecer que impregnaba el aire a su alrededor. Sería otra buena jornada para volar, pensó. Qué ironía. Era preferible que hubiera niebla, que granizara o estallara una tormenta. Porque si hacía un día cálido y despejado, significaba que morirían hombres. Le parecía que la muerte se correspondía mejor con los días grises y fríos, en las épocas gélidas y húmedas del alma.

Fritz Número Uno le esperaba restregando los pies en el suelo. Hizo un gesto indicando que deseaba fumar. Tommy le dio un par de cigarrillos.

El hurón encendió uno y guardó el otro en el bolsillo de la cazadora.

– No abundan los buenos cigarrillos americanos desde que el capitán Bedford ha muerto -dijo observando con tristeza el hilo de humo. Sonrió con amargura-. Quizá debería dejar de fumar. Es mejor que fumar este sucedáneo de tabaco que nos dan.

Fritz Número Uno echó a caminar cabizbajo, como un perro desgarbado y larguirucho al que el amo ha castigado.

– El capitán Bedford tenía siempre una gran cantidad de pitillos -añadió-. Y era muy generoso. Se ocupaba de sus amigos.

Tommy asintió, pendiente de lo que decía el hurón.

– Eso dicen también los hombres que compartían con él el dormitorio.

Casi exactamente, pensó Tommy. Palabra por palabra.

– ¿Cree que el capitán Bedford -continuó Fritz Número Uno- era apreciado por muchos hombres?

– Eso parece.

El hurón suspiró, sin aminorar el paso.

– No estoy seguro de esto, teniente Hart. El capitán Bedford era muy listo. Trader Vic era un buen apodo para él. A veces los hombres también se muestran listos. No creo que los hombres listos sean tan apreciados como quizá crean. Además, en la guerra, creo que no conviene ser tan listo.

– ¿Por qué, Fritz?

El hurón hablaba con tono quedo, sin alzar la cabeza.

– Porque la guerra está llena de errores. A menudo mueren los que no debían morir, ¿no es cierto, teniente Hart? Mueren los hombres buenos, los malos sobreviven. Se mata a inocentes. Mueren niños como mis dos primos, pero no los generales. -Fritz Número Uno imprimió una inconfundible aspereza a las palabras que acababa de pronunciar con tono quedo-. Se cometen tantos errores, que a veces me pregunto si Dios observa realmente. Creo que no es posible evitar los errores de la guerra, por listo que sea uno.

– ¿Cree que la muerte de Trader Vic fue un error? -preguntó Tommy.

El hurón meneó la cabeza.

– No. No quiero decir eso.

– ¿Entonces qué quiere decir? -preguntó Tommy bruscamente, pero en voz baja.

Fritz Número Uno se detuvo. Alzó la vista rápidamente y lo miró a los ojos. Parecía dispuesto a responder, pero en aquel preciso momento miró sobre el hombro de Tommy, hacia el edificio de oficinas desde el que el comandante administraba el campo. Entonces, de improviso, cerró la boca y meneó la cabeza.

– Llegaremos tarde -dijo en voz baja.

Esta fiase no significaba nada, porque no tenían que acudir a ningún acontecimiento, salvo a la vista, que iba a celebrarse al cabo de varias horas. Hizo un breve y vago ademán, señalando el recinto británico, y conminó a Tommy a que se apresurara. Pero ello no impidió a Tommy volverse y mirar el edificio de administración, donde vio al comandante Edward Von Reiter y al Hauptmann Heinrich Visser en los escalones de entrada, inmersos en una conversación aderezada con gestos bruscos, a punto de alzar sus voces airadamente.


Phillip Pryce y Hugh Renaday esperaban a Tommy junto a la entrada del recinto británico. Hugh, como era habitual en él, se paseaba de un lado a otro, describiendo círculos alrededor de su viejo amigo, que manifestaba su impaciencia con más discreción, arqueando las cejas y frunciendo los labios. Pese a que hacía una espléndida mañana, soleada y tibia, llevaba la sempiterna manta en torno a los hombros que le daba un aspecto Victoriano. Su tos parecía inmune a las ventajas del tiempo primaveral, subrayando gran parte de las palabras que pronunciaba con unos sonidos secos y broncos.

– Tommy -dijo Pryce al ver al americano acercarse rápidamente hacia ellos-. Hace una mañana tan excelente que propongo que demos un paseo. Caminaremos y charlaremos. Siempre he pensado que el movimiento estimula la imaginación.

– Más malas noticias, Phillip -le respondió Tommy.

– Pues yo tengo una noticia interesante -contestó Hugh-. Pero tú primero, Tommy.

Mientras los tres hombres caminaban en torno al perímetro, dentro del límite marcado por la alambrada de espino y torres de vigilancia del recinto británico, Tommy les contó lo del hallazgo del cuchillo.

– Seguro que lo colocaron allí para comprometer a Scott -dijo-. Toda la farsa fue orquestada como un acto de magia carnavalesco. ¡Ale hop! El arma del crimen. La supuesta arma del crimen. Me enfureció ver cómo Clark manipulaba a Lincoln Scott para que accediera a que registraran sus pertenencias. Apuesto mi seguro de soldado que ya sabían que el cuchillo estaba allí. Luego fingieron registrar sus cosas, las pocas que tiene y, ¡qué casualidad!, retiran la cama y comprueban que un tablón está suelto. Quizá Scott ni siquiera sabía que existía un escondrijo debajo de las tablas del suelo. Sólo los veteranos del campo saben de la existencia de esos espacios. Una actuación transparente a más no poder…

– Sí -comentó Pryce-, pero por desgracia eficaz. Por supuesto, nadie se percatará de la transparencia, pero la noticia de que han hallado el arma del crimen emponzoñará aún más el ambiente. Y revestida de una apariencia de absoluta legitimidad. La cuestión, Tommy, no es cómo lo colocaron allí, sino por qué. Ahora bien, el cómo quizá nos conduzca al por qué, pero también podría ocurrir a la inversa.

Tommy meneó la cabeza. Se sentía un poco avergonzado, pero habló apresuradamente con el fin de disimularlo. Aún no había dado aquel salto lógico.

– No tengo una respuesta a eso, Phillip, salvo la obvia: para cerrar todas las escapatorias a través de las cuales pudiera escabullirse Lincoln Scott.

– Correcto -dijo Pryce haciendo un pequeño ademán en el aire-. Lo que me parece muy interesante es que al parecer nos hallamos, de nuevo, en una situación insólita. ¿No observas lo que ha ocurrido, hasta el momento, con cada aspecto del caso, Tommy?

– ¿Qué?

– Las distinciones entre la verdad y la mentira son muy finas y sutiles. Casi imperceptibles…

– Continúa, Phillip.

– Bien, en cada situación, con cada prueba que ha aparecido hasta ahora, Lincoln Scott se ve en la ingrata obligación de tener que ofrecer una explicación alternativa al hallazgo de una prueba. Es como si nuestro aviador negro tuviera que desmentirlo todo diciendo: «Permítanme ofrecerles otra explicación razonable para esto, lo otro y lo de más allá.» ¿Pero está capacitado el joven señor Scott para hacer eso?

– Ni mucho menos -murmuró Hugh-. No me costó nada hacerle morder el anzuelo, y yo estoy de su parte. Por lo visto Clark sólo tuvo que decir: «Si no tiene usted nada que ocultar…» para que Scott cayera en su trampa.

– No -convino Tommy-. Es muy inteligente, pero siempre está enfadado y es condenadamente tozudo. Es un luchador, un boxeador y creo que está acostumbrado a pelear. A mi entender, no es buena combinación para un acusado.

– Cierto, cierto -terció Pryce, sonriendo-. ¿No te hace pensar esto en un par de preguntas?

Tommy Hart dudó unos instantes antes de responder con vehemencia.

– Bien, han asesinado a un hombre, el acusado es negro, un lobo solitario y nada apreciado por sus compañeros, lo cual le convierte en el blanco perfecto para prácticamente todo el mundo implicado en el tema, aparte del montón de pruebas que hay contra él y que son difíciles de rebatir.

– Un caso perfecto, ¿quizá?

– Sí, hasta ahora.

– Lo cual no deja de chocarme. En mi experiencia, los casos perfectos son raros.

– Debemos crear un escenario menos perfecto.

– Precisamente. Así pues, ¿dónde nos encontramos?

– Metidos en un lío -respondió Tommy sonriendo con tristeza.

El anciano también sonrió.

– Sí, sí, eso parece. Pero no estoy completamente seguro. ¿No crees, en cualquier caso, que va siendo hora de que utilicemos esas desventajas en nuestro provecho, sobre todo el comportamiento agresivo del señor Scott?

– De acuerdo. ¿Pero cómo?

– Ése es el eterno problema -repuso Pryce soltando una sonora carcajada-. Tanto para un abogado, Tommy, como para un comandante militar. Ahora escucha un momento a Hugh.

Tommy se volvió hacia el canadiense, que parecía a punto de estallar en carcajadas.

– Una buena noticia, cosa insólita y rara en el Stalag Luft 13, Tommy, de las que hasta ahora andábamos escasos. He dado con el hombre que examinó al capitán Bedford justamente donde dijiste que estaría, en el barracón de los servicios médicos.

– Estupendo. ¿Y qué dijo?

– Me explicó algo muy curioso -contestó Hugh sin dejar de sonreír-. Dijo que Clark y MacNamara le ordenaron que preparara el cadáver de Bedford para ser enterrado. Le dijeron que no realizara ninguna autopsia, ni siquiera superficial. Pero el hombre no pudo contenerse. ¿Y sabes por qué? Porque es un joven ambicioso, un teniente más listo que el hambre, condecorado por su valor, a quien no le gusta obedecer órdenes idiotas y que da la casualidad que ha pasado los tres últimos años trabajando en una funeraria que regenta su tío en Cleveland, al tiempo que ahorraba dinero para estudiar medicina. Lo reclutaron poco después de que terminara el primer semestre. Anatomía general, eso fue lo que aprendió en la facultad. De modo que al ver el cadáver el chico se sintió picado por una curiosidad «académica», por así decirlo. Atraído por detalles tan encantadores como el rigor mortis y la lividez.

– Hasta ahora me gusta.

– Pues bien, reparó en algo muy interesante.

– ¿Qué?

– No mataron al capitán Bedford rebanándole el cuello. Un corte en la yugular no provoca una gran hemorragia.

– Pero la herida…

– Sí, sí, murió a causa de ella. Pero no se la produjeron de este modo…

Hugh se detuvo, se llevó el puño al cuello como si sostuviera un cuchillo y lo movió rápidamente en sentido horizontal como si se rebanara el cuello.

– Ni así…

Esta vez Hugh se colocó frente a Tommy y movió la mano violentamente a través del aire, como un niño jugando a pelear con una espada.

– Pero eso…

– Eso fue lo que pensamos. Más o menos. Pero no, el bueno del doctor cree que la herida que le produjo la muerte… Te lo demostraré.

Hugh se puso detrás de Tommy y lo rodeó rápidamente con el brazo derecho, asiendo al americano debajo de la barbilla con su recio y musculoso antebrazo, alzándolo unos centímetros al tiempo que utilizaba la cadera como punto de apoyo, de forma que los pies de Tommy apenas rozaban el suelo. Simultáneamente, Hugh levantó la mano izquierda, crispada en un puño, como si sostuviera un cuchillo, y golpeó a Tommy en el cuello, justo debajo del maxilar. Un golpe seco y contundente, no un corte, sino una incisión con la punta imaginaria del cuchillo.

El canadiense depositó de nuevo a Tommy en el suelo.

– Jesús -dijo Tommy-. ¿Fue así como ocurrió?

– Correcto. ¿Te fijaste con qué mano sostenía el cuchillo?

– La izquierda -Tommy sonrió-, y Lincoln Scott utiliza la derecha. En todo caso, utilizó la derecha cuando por poco asesta un puñetazo a Hugh. Muy interesante, caballeros. Jodidamente interesante. -Tommy pronunció la palabrota con un respingo, lo cual hizo sonreír a los otros-. ¿Y en qué datos basa su oportuna conclusión nuestro joven doctor en ciernes?

– De entrada, en el tamaño de la herida, y después en la falta de desgarros alrededor de la misma. Verás, un corte presenta un aspecto muy distinto del de una incisión ante el ojo de un experto, aunque semiformado y parcialmente instruido.

– ¿Y un estudiante de primer año de medicina se percató de esto?

Hugh sonrió de nuevo.

– Un estudiante de medicina muy interesante -repuso emitiendo una breve risotada-. Con unos antecedentes singulares.

– Díselo, Hugh -terció Pryce, sonriendo también-. Esto es delicioso, Tommy, sencillamente delicioso. Un hecho casi tan suculento como una buena loncha de rosbif acompañada por una generosa porción de salsa.

– Vale. Suena bien. Dispara.

– Nuestro hombre de la funeraria se encargaba de organizar los funerales de todos los gángsters de Cleveland. Todas las víctimas asesinadas por las mafias locales. Absolutamente todas. Al parecer, antes de la guerra hubo numerosos conflictos de intereses en esa hermosa ciudad. Nuestro doctor en ciernes se encargó de colocar en sus respectivos ataúdes tres cadáveres que presentaban el mismo tipo de herida en el cuello, y, dada la natural curiosidad del chico, preguntó a su tío al respecto. Su tío le explicó que ningún asesino profesional le rebanaría el cuello a su presa porque eso produce demasiada sangre. Es muy engorroso y difícil. A veces el desgraciado a quien acaban de rebanar el cuello tiene aún fuerzas suficientes para sacar una de esas pistolas del calibre treinta y ocho que suelen utilizar los gángsters y disparar unos cuantos tiros, lo cual, como es lógico, impide que el asesino se bata rápidamente en retirada. De modo que emplean otra técnica. Un estilete de hoja larga que clavan en el cuello de su víctima con un gesto ascendente, tal como te he demostrado. De este modo le sajan las cuerdas vocales hasta el cerebro y el único sonido que se percibe es un pequeño borboteo, y el tipo cae fiambre. Es una técnica limpia, apenas deja rastro de sangre. Bien hecha, sólo te arriesga a desgarrarte la camisa cuando el cuchillo pasa sobre el otro brazo.

– Y por supuesto -se apresuró a decir Tommy- le clavan el cuchillo…

– … Por detrás… -le interrumpió Hugh-. No de frente. Es decir…

– … Que fue un asesinato y no una pelea -le cortó Tommy-. Un ataque por la espalda, no un enfrentamiento entre dos hombres. Con un estilete. ¡Qué interesante!

– Precisamente -dijo Hugh emitiendo una breve carcajada-. Una buena noticia, como te dije. Por más defectos que tenga Lincoln Scott, no me da la sensación de ser un tipo que mata a otro acuchillándolo por la espalda.

Pryce asintió, escuchando atentamente.

– Y existe otro aspecto no menos intrigante sobre este estilo de matar.

– ¿A qué te refieres? -inquirió Tommy.

– Es el mismo método de silenciar un hombre que el que enseñan en las brigadas de comandos de Su Majestad. Limpio, eficaz y rápido. Y, por extrapolación, quizá lo enseñen tus compatriotas americanos en los rangers. O en algún servicio clandestino.

– ¿Cómo lo sabes, Phillip?

El anciano vaciló antes de responder.

– Me temo que sé algo sobre las técnicas de adiestramiento de los comandos.

Tommy se detuvo y miró atónito al frágil abogado.

– No te veo como un comando, Phillip -dijo riendo, pero cuando Pryce se volvió hacia él, la risa se disipó, pues observó que el rostro de su amigo, ceniciento incluso a la luz del sol, reflejaba un dolor que parecía reverberar en lo más profundo de su ser.

– Yo no -dijo Pryce con voz entrecortada-. Mi hijo.

– ¿Tienes un hijo? -preguntó Tommy.

– Phillip -terció Hugh-, nunca nos dijiste…

Pryce alzó la mano para que cesaran las preguntas de los otros dos hombres. Durante unos instantes, el anciano parecía casi translúcido. Su piel tenía un color cerúleo, como un pez. Al mismo tiempo, avanzó un paso hacia ellos, pero tropezó, y Tommy y Hugh se apresuraron a sostenerlo. Pryce volvió a levantar la mano y luego, de manera sorpresiva, se sentó en el suelo, en el sendero que discurría por el perímetro del campo. Miró con tristeza a los dos aviadores y dijo lenta y dolorosamente.

– Amigos, lo lamento. Tuve un hijo. También él se llamaba Phillip.

Unas pocas lágrimas se habían acumulado en los párpados arrugados del teniente coronel. Su voz sonaba como cuero agrietándose bajo la tensión. A pesar del llanto, Pryce sonrió, como si su profundo pesar fuera, en cierto modo, divertido.

– Supongo, Hugh, que él es el motivo por el cual estoy aquí.

Hugh se inclinó sobre su amigo.

– Phillip, por favor…

Pryce meneó la cabeza.

– No, no. Debí contaros la verdad hace tiempo, chicos. Pero os la oculté. Decidí poner al mal tiempo buena cara. Seguir adelante ¿comprendéis? No quería convertirme en una carga más pesada de lo que soy…

– No eres una carga -repuso Tommy.

Él y Hugh se sentaron en el suelo junto a su amigo, que empezó a decir algo mientras dirigía la vista sobre la alambrada, hacia el mundo que se extendía más allá de la misma.

– Mi Elizabeth murió al comienzo del bombardeo alemán de Gran Bretaña, en 1940. Yo le había pedido que se fuera al campo, pero era testaruda. Deliciosamente testaruda, era la cualidad que más amaba en ella. Era valiente y no estaba dispuesta a permitir que un pequeño cabo austríaco la obligara a abandonar su hogar, por más malditos bombarderos que nos enviara. De modo que le dije que cuando sonaran las sirenas, se metiera en el refugio, pero a veces prefería esperar sentada en el sótano a que los ataques cesaran. Sobre nuestra casa cayó una bomba de doscientos veinticinco kilos. Al menos ella no sufrió…

– Phillip, no tienes… -dijo Hugh, pero el anciano sonrió y meneó la cabeza.

– Entonces nos quedamos solos mi hijo y yo. Él ya se había alistado. Diecinueve años, y ya era oficial en el regimiento escocés. Faldas y gaitas girando al son de ese ruido chirriante que los escoceses llaman música, espadas de hoja ancha y tradiciones. Su madre era escocesa, y creo que él pensaba que se lo debía. El regimiento escocés, el clan de los Fergus y el clan de los Mac Diarmid. Hombres duros. Habían recibido instrucción como comandos, habían combatido en Dieppe y en St. Nazaire. Cuando mi hijo venía a casa de permiso me mostraba algunas de las técnicas más exóticas que había aprendido, entre ellas cómo silenciar a un centinela, que era precisamente lo que hemos descubierto aquí. Me contó que su instructor, un escocés bajito y musculoso con un acento que volvía casi incomprensibles sus palabras, siempre concluía sus charlas sobre matar con la siguiente frase: «Recuerden, caballeros: siempre limpiamente.» A Phillip eso le encantaba. «Limpiamente», me decía mientras yo trinchaba la carne, y se echaba a reír. Tenía una risa franca y alegre. Emitía unas estentóreas carcajadas que a la menor provocación estallaban como un volcán. Le encantaba reír. Incluso cuando jugaba al rugby, en sus tiempos de escolar, sonreía y reía mientras la sangre le chorreaba de la nariz. Cuando su madre murió a consecuencia del ataque aéreo, pensé que dejaría de ser alegre, pero a pesar de la profunda tristeza que le embargaba, seguía teniendo una alegría irreprimible. Gozaba de la vida, se deleitaba con ella. Todos le querían. No sólo yo, su aburrido padre que lo adoraba, sino sus compañeros de escuela, los jóvenes que frecuentaba en fiestas y demás acontecimientos sociales y luego los hombres que tenía a su mando, porque todos sabían que era un buenazo, inteligente y de fiar. Un hombre que guardaba lo mejor de un niño. Parecía crecer con cada minuto que pasaba, y yo me estremecía al pensar en lo que el mundo le tenía reservado.

Pryce respiró hondo.

– En los comandos tenían una regla. Cuando se encontraban detrás de las líneas alemanas, si caías herido te dejaban allí. Una regla cruel, pero esencial, supongo. El grupo siempre es más importante que el individuo. El blanco y la misión son más importantes que un hombre.

Pryce continuó con voz entrecortada:

– Pero ése no era el estilo de mi hijo. No. Phillip era demasiado leal. Un amigo jamás abandona a un amigo, por negra que parezca la situación, y mi hijo era amigo de todos.

Hugh miraba también a través de la alambrada. Sus ojos reflejaban una expresión nostálgica, casi como si imaginara las praderas de su casa, más allá de los árboles que parecían montar guardia en el límite del bosque bávaro.

– ¿Qué ocurrió, Phillip? -preguntó.

– Su capitán recibió tres disparos en la pierna, que quedó destrozada, y Phillip se negó a abandonarlo. En el Norte de África. No muy lejos de Tobruk, en aquel desastre organizado por Rommel y Montgomery. Transportó a su comandante unos quince kilómetros a través de aquel maldito desierto, rodeados por el Afrika Korps, a hombros, el capitán amenazando con pegarse un tiro cada kilómetro, ordenando a Phillip que lo dejara, pero Phillip se negó, por supuesto. Caminaban durante el día y buena parte de la noche y se hallaban tan sólo a doscientos metros de las líneas británicas cuando Phillip entregó por fin al capitán a un par de sus hombres. Por las noches había patrullas alemanas por todas partes, las líneas eran muy fluidas y no sabías distinguir entre el enemigo y los tuyos. Era muy peligroso. Corrías el riesgo de que te dispararan desde ambos lados. De modo que Phillip ordenó a sus hombres que se adelantaran, transportando a su capitán, y él se quedó para cubrir su retirada. Se convirtió en el último hombre, con un rifle Bren y algunas granadas. Les aseguró que se reuniría con ellos de inmediato. Los otros consiguieron regresar a casa. Phillip no. No se sabe qué ocurrió exactamente. Desaparecido en combate, ni siquiera oficialmente muerto, pero por supuesto yo sé la verdad. Recibí una carta del capitán. Un hombre muy amable, profesor de Oxford antes de la guerra, que leía a los clásicos y enseñaba latín y griego. Me explicó que se habían producido explosiones y fuego de ametralladoras en el lugar donde Phillip había montado su retaguardia. Me dijo que Phillip debió de pelear desesperadamente, porque el fuego continuó durante mucho rato, sin cesar, lo cual permitió al resto del equipo ponerse a salvo. Así era mi hijo. Habría sacrificado gustosamente su vida para salvar la de otros, pero no estaba dispuesto a sacrificarla a bajo precio. Necesitaban más que un puñado de esos cabrones alemanes para acabar con él. El capitán perdió la pierna. Pero sobrevivió porque gracias a mi hijo consiguió ponerse a salvo. A Phillip le concedieron la Cruz Victoria. Murió.

Pryce volvió a menear la cabeza.

– Mi hijo era muy hermoso. Perfecto, encantador. Era un corredor incansable. Aún me parece verlo en el campo de juego al término de un partido, cuando era un chiquillo, caminando y riendo como si tal cosa, mientras los demás resollaban y se arrastraban. Rebosaba alegría. Supongo que se sintió así hasta el último momento, pese a estar acorralado por esos cabrones y haberse quedado sin munición. El día que recibí la carta del capitán, se acabaron para mí las esperanzas, Hugh. Sólo deseaba matar alemanes. Matarlos y morir yo también. Matarlos por haber matado a mi hijo. Ésa es la razón por la que me metí en el Blenheim contigo, Hugh. En realidad, el artillero a quien sustituí no estaba enfermo. Yo le ordené que me cediera su puesto, porque quería ser yo quien disparara esa ametralladora. Era el único medio que tenía de matar a esos jodidos.

Pryce suspiró. Se llevó la mano a las mejillas, tocando suavemente las lágrimas que se deslizaban por ellas.

– ¿Sabéis, chicos? -dijo mirando a Tommy y a Hugh-, en ciertos aspectos me recordáis a Phillip. Era alto y estudioso, como Tommy. Y fuerte y atlético, como tú, Hugh. Maldita sea, no quiero que os muráis. No podría soportarlo.

Se limpió las lágrimas con la manga de su camisa.

– Creo -dijo despacio, inspirando profundamente cada tres palabras-, que mi pobre y destrozado corazón se alegraría si nuestro joven e inocente señor Scott saliera de esto con vida. Ahora hablemos sobre la vista que se celebrará esta mañana.


Lincoln Scott estaba sentado en el borde de su litera, la única que había en la desierta habitación, cuando entró Tommy, acompañado por Hugh y Pryce. Faltaban unos minutos para las diez de la mañana y el aviador negro sostenía la Biblia sobre sus rodillas, cerrada, casi como si las palabras que contenía pudieran filtrarse directamente por las gastadas tapas de cuero negro y penetrar en su corazón a través de las palmas de sus manos. Cuando entraron los tres hombres, se levantó. Saludó a Tommy y a Hugh con un gesto de la cabeza y miró a Phillip Pryce con cierta curiosidad.

– ¿Más ayuda de las Islas Británicas? -preguntó.

Pryce avanzó hacia él con la mano extendida.

– Exactamente, chico. Mi nombre es Phillip Pryce.

Scott le estrechó la mano con firmeza. Pero al mismo tiempo sonrió, como si acabaran de contarle un chiste.

– ¿He dicho algo divertido? -inquirió Pryce.

El aviador negro bajó la cabeza.

– En cierto modo, sí.

– ¿El qué?

– Yo no soy su chico -replicó Scott.

– ¿Cómo dice?

– Ha dicho: «exactamente, chico». Yo no soy su chico. Ni de usted, ni de nadie. Soy un hombre.

Pryce ladeó la cabeza.

– Me temo que no acabo de entender… -dijo.

– Es la palabra: «chico». Cuando llaman a un negro «chico», lo hacen en sentido peyorativo. Era como antaño se dirigían a los esclavos. Así me llamaba el capitán Bedford, una y otra vez, tratando de provocarme. -Scott se expresaba con una voz serena pero que contenía ese tono frío y tenso que Tommy había detectado desde sus primeras conversaciones con él-. Por supuesto, no fue el primer cretino que me ofendió de ese modo desde que me alisté, y seguramente no será el último. Pero yo no soy el chico de usted ni de nadie. Es una palabra ofensiva. ¿No lo sabía?

Pryce sonrió.

– Qué interesante -dijo con evidente entusiasmo-. Resulta que un término amistoso utilizado a menudo en mi país, tiene un significado totalmente distinto para el señor Scott, debido a sus orígenes. Fascinante. Dígame, teniente Scott, ¿hay otras palabras de uso común en inglés impregnadas de significados distintos que yo deba evitar?

Scott parecía sorprendido por la respuesta de Pryce.

– No lo sé -dijo.

– Pues si las hay, haga el favor de informarme al respecto. A veces, cuando hablo con nuestro joven Tommy, pienso que hace siglos cometimos un gran error al permitiros a vosotros, los americanos, que os apropiarais de nuestra maravillosa lengua. Jamás debimos compartirla con vosotros, que no sois más que unos aventureros y unos inútiles. -Pryce hablaba a borbotones, casi con alegría.

– ¿Y qué hace usted aquí? -interrumpió Scott de forma tajante.

– Pero mi querido… -Pryce se detuvo-. ¿Mi querido muchacho? ¿Le parece aceptable, teniente?

Scott se encogió de hombros.

– Pues bien, estoy aquí para echarles discretamente una mano y ofrecerles mis conocimientos profesionales. Y antes de que comparezca usted en la vista que va a celebrarse esta mañana, quería conocerlo personalmente.

– ¿Usted también es abogado?

– En efecto, teniente.

Scott miró receloso e incrédulo al frágil anciano que tenía ante sí.

– ¿Y quería echarme un vistazo? ¿Cómo si fuera un pedazo de carne o un fenómeno de feria? ¿Qué es lo que ha venido a ver aquí? -El aviador formuló las preguntas con aspereza, casi con rabia. La atmósfera se hizo tensa.

Pryce, sin perder un ápice de su desenvoltura, dudó un instante e hizo una pausa muy teatral antes de rematar su actuación.

– Sólo esperaba ver una cosa, teniente -dijo con voz queda.

– ¿El qué? -inquirió Scott. Tommy vio que los nudillos de la mano con que sostenía la Biblia habían adquirido un tono más pálido de lo normal debido a la fuerza con que apretaba el libro.

– Inocencia -respondió Pryce.

Scott inspiró con fuerza, llenando su amplio y musculoso pecho de aire.

– ¿Y cómo puede ver eso, señor Pryce? ¿Cree que la inocencia es como una cazadora que puedo ponerme por la mañana cuando hace frío? ¿La ve en mis ojos, mi rostro o en la forma en que me cuadro ante mis superiores? ¿Acaso se trata de un gesto? ¿Una sonrisa, quizá? Dígame, ¿cómo se demuestra una cualidad como la inocencia? Me gustaría saberlo, porque quizá me resultara útil en mi situación.

Pryce parecía encantado con las preguntas que el aviador negro le disparaba como ráfagas de ametralladora.

– Uno demuestra su inocencia no fingiendo ser lo que no es.

– En ese caso tiene usted un problema -le replicó Scott-, porque yo soy así.

Pryce asintió con la cabeza.

– Es posible. ¿Siempre se muestra usted tan enfadado, teniente? ¿Siempre se vuelve contra las personas que tratan de ayudarlo?

– Yo soy como soy. Lo toma o lo deja.

– ¡Ah, una actitud muy propia de un americano!

– Soy americano. Aunque sea negro, soy americano.

– Entonces le aconsejo -dijo Phillip Pryce señalando a Tommy- que confíe en este compatriota que trata de ayudarle.

Scott entrecerró los ojos, fijándolos en el anciano aviador británico.

– ¿Mientras mis otros compatriotas tratan de matarme? -preguntó con evidente despecho-. La confianza, según he podido comprobar, es mejor depositarla en quienes se la han ganado que en quienes la reclaman. Uno se gana la confianza de los demás en situaciones extremas. En el aire, cuando vuelas ala con ala a través de una turbulencia, o cuando vuelas a través de una escuadrilla de Messerschmidts. No es fácil ganártela, y cuando la consigues no la pierdes con facilidad.

Pryce soltó una carcajada.

– ¡Desde luego! -exclamó-. Tiene usted más razón que un santo.

Acto seguido se volvió hacia Tommy y Hugh.

– El teniente es, además, un filósofo. ¡No me lo habíais dicho!

Scott parecía sentirse perplejo ante este caballero británico, flaco y casi depauperado, que no dejaba de reír, resollar y toser, y que, no cabían dudas, disfrutaba con los giros y matices de la conversación.

– ¿Es usted abogado? -volvió a preguntar Scott, con cierto aire de incredulidad.

Pryce se volvió rápidamente. Miró durante varios segundos a su interlocutor.

– Sí. El mejor que pueda conocer -respondió con intensa gravedad-. Ahora le diré qué ha de hacer esta mañana. Presta atención, Tommy.

Durante unos momentos Scott pareció dudar. Pero mientras el teniente coronel seguía hablando, empezó a asentir con la cabeza. Tommy y Hugh le imitaron, y a medida que Pryce hablaba cada vez más quedo, los otros hombres se agruparon en torno a él.


El teatro estaba en el centro del Stalag Luft 13, junto al barracón donde recibían los paquetes de la Cruz Roja y al improvisado edificio de los servicios médicos. Era algo más ancho que los barracones donde se alojaban los prisioneros, con el techo bajo, caluroso cuando la temperatura ascendía y gélido en invierno. Pero todos los espectáculos que ofrecían en él atraían a un numeroso público, desde una actuación de la banda de jazz del campo hasta una representación de Primera plana, sobre el escenario ligeramente elevado, rodeado de velas encendidas confeccionadas con latas de carne, a modo de candilejas. De vez en cuando pasaban un documental de propaganda alemana, o una película en la que actuaban unas muchachas bávaras que cantaban alegres -proyectadas por un viejo y achacoso aparato que con frecuencia rompía las cintas- ante los enardecidos aplausos de los prisioneros. Los mejores asientos, en la parte delantera de la habitación, estaban construidos con cajas de embalaje. Otros consistían en unas toscas tablas ensambladas que hacían las veces de incómodos bancos. Algunos hombres llevaban mantas para sentarse sobre ellas, apoyando la espalda contra los delgados tabiques de madera prefabricada.

Cuando el reloj tan codiciado por Vincent Bedford señalaba las diez en punto de la mañana, Tommy pasó a través de la puerta de doble hoja que daba acceso al teatro, flanqueado por Hugh Renaday y Lincoln Scott. Los tres marchaban al paso, con las espaldas bien marcadas, luciendo unos uniformes planchados y pulcros. Sus botas resonaban sobre el suelo con deliberada precisión. Los tres avanzaron al unísono por el pasillo central, la mirada al frente, el paso ágil, manteniendo la formación, como lo hace el portaestandarte en un desfile.

El auditorio estaba abarrotado. No cabía un alfiler. Los hombres ocupaban cada rincón, apretujados, estirando el cuello para no perder detalle. Otros permanecían fuera, unos grupos de aviadores escuchaban a través de las ventanas abiertas. Cuando pasaron el acusado y sus dos abogados defensores, las cabezas de los kriegies se movieron de repente, como piezas de dominó al desplomarse. Al pie del escenario habían montado una especie de estrado que consistía en dos toscas mesas situadas una junto a otra, frente a tres sillas colocadas detrás de una mesa alargada instalada en el centro de la tarima. Cada silla la ocupaba un oficial superior del campo; Lewis MacNamara se hallaba en el asiento del centro. Acariciaba un martillo de madera, de confección casera, situado sobre un pedazo de madera grueso y cuadrado. El comandante Clark, acompañado por otro oficial que Tommy había visto participar en el registro la tarde anterior, estaba sentado en la mesa de la acusación. En un rincón, en la parte delantera del escenario, se hallaba el Hauptmann Heinrich Visser, acompañado de nuevo por un estenógrafo. Estaba sentado en una silla con respaldo e inclinado hacia atrás, con la espalda apoyada en la pared, exhibiendo una expresión un tanto divertida. Los kriegies le habían concedido un poco de espacio, de forma que Visser y el estenógrafo estaban aislados; sus uniformes de color gris plomo destacando entre el mar de tejido verde oliva y cuero marrón que lucían los pilotos americanos.

La habitación, en la que sonaba un persistente zumbido mientras los curiosos comentaban impacientes el espectáculo que iban a presenciar, enmudeció cuando entraron los tres hombres. Sin decir palabra, Lincoln Scott y Hugh ocuparon sus asientos en la mesa de la defensa. Tommy, situado entre los dos, permaneció de pie, mirando fijamente al coronel MacNamara. En una mano sostenía varios textos y en la otra un bloc de notas. Los dejó caer sobre la mesa estrepitosamente y produjeron un sonido similar a una ráfaga distante de mortero.

El coronel MacNamara contempló a los tres hombres, uno a uno, fijamente.

– ¿Está preparado para empezar, teniente? -preguntó de repente.

– Sí -respondió Tommy-. ¿Va a presidir usted la vista, coronel?

– En efecto. Como oficial superior americano, tengo el deber…

– ¡Protesto! -contestó Tommy alzando la voz.

– ¿Protesta? -inquirió MacNamara mirándolo asombrado.

– Sí. Es posible que sea usted llamado a declarar como testigo en el caso. Lo cual excluye que presida la sesión.

– ¿Testigo, yo? -MacNamara parecía perplejo y algo enfadado-. ¿A santo de qué?

Pero antes de que Tommy pudiera responder, el comandante Clark se levantó de un salto.

– ¡Esto es absurdo! Coronel, su posición como oficial superior del sector americano le exige que presida esta vista. No veo qué testimonio pueda usted prestar…

– En un delito capital, la defensa -le interrumpió Tommy- debe contar con las máximas facilidades para aportar pruebas, sean éstas cuales fueran, que crea son de ayuda para su cliente. Lo contrario no sería justo, ni constitucional, sino más propio de los nazis contra cuya férula combatimos los americanos demócratas.

Con estas palabras Tommy se volvió señalando con el brazo a Heinrich Visser y el estenógrafo, que siguió escribiendo en su bloc de notas, aunque su frente parecía haber enrojecido. Visser se incorporó hacia delante dejando caer las patas delanteras de su silla sobre el suelo, como dos tiros. Parecía que fuera a levantarse, pero permaneció sentado, mirando al frente, sin abandonar su cigarrillo.

MacNamara alzó la mano.

– No debo coartar su defensa, tiene usted razón. En cuanto a mi posible testimonio, eso ya se verá. Cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él.

Al hablar, el comandante hizo un leve gesto con la cabeza indicando a Visser.

Tommy asintió también con la cabeza. A su espalda, entre la multitud de kriegies que abarrotaban el teatro, oyó unos murmullos de protesta, que pronto fueron silenciados por otras voces. Los hombres querían oír lo que decían.

– Hoy hemos comparecido aquí simplemente para que el acusado se declare culpable o inocente. Tal como usted solicitó, teniente, el comandante Clark ha compilado una lista de testigos y pruebas. Sigamos adelante con el asunto que nos ocupa, por favor.

El comandante Clark se volvió hacia Tommy al tiempo que señalaba al hombre que estaba sentado junto a él.

– Teniente Hart, éste es el capitán Walker Townsend, que me ayudará en este procedimiento.

El capitán Townsend, un hombre delgado y atlético, con el pelo castaño claro, incipiente calvicie y delgado bigotito, se incorporó a medias de la silla y saludó a los tres hombres sentados en la mesa de la defensa. Tommy dedujo que tenía treinta y pocos años.

– El capitán se encargará de los testigos y las pruebas. Para cualquier dato relacionado con esos temas, puede tratar directamente con él -continuó el comandante Clark con su seco tono militar-. Creo que de momento esto es cuanto tenemos, coronel. Podemos proceder con la declaración del acusado.

Tras unos instantes de vacilación, MacNamara dijo con voz alta y penetrante:

– Teniente Lincoln Scott, se le acusa del asesinato premeditado del capitán Vincent Bedford. ¿Cómo se declara usted?

Scott se levantó casi de un salto, pero contuvo la lengua durante unos segundos. Cuando habló, lo hizo alto y claro, con una irrefrenable intensidad.

– ¡Señor! -su voz reverberó a través de todo el auditorio-. ¡Inocente, señoría!

MacNamara hizo ademán de responder, pero Scott se le adelantó en el silencio que reinaba en la sala, volviéndose un poco, a fin de colocarse casi frente al público compuesto por kriegies. Su voz se elevó como la de su padre predicador por sobre las cabezas de los hombres.

– ¡No negaré que odiaba a Vincent Bedford! Desde el momento en que llegué a este campo, me trató como a un perro. Me insultaba, me atormentaba, me cubría de insultos obscenos y llenos de odio. Era un racista y me odiaba tanto como yo a él. ¡Deseaba verme muerto desde el momento en que llegué aquí! Todos los hombres que están aquí saben que trató de matarme obligándome a cruzar el límite. ¡Pero yo no reaccioné ante esa provocación! Cualquier otro hombre aquí habría estado justificado en pelearse con Vincent Bedford e incluso matarlo por lo que intentó hacer. Pero yo no hice nada.

El comandante Clark se levantó apresuradamente, agitando los brazos, tratando de atraer la atención del tribunal.

– ¡Protesto, protesto! -gritó. Pero la voz de Scott era más potente y siguió hablando.

– ¡Vine aquí para matar alemanes! -gritó volviéndose bruscamente y señalando con el dedo a Visser-. ¡Alemanes como él!

Visser, visiblemente pálido, arrojó al suelo el cigarrillo que sostenía en su única mano y lo aplastó con la bota. Luego hizo ademán de levantarse de la silla, pero volvió a sentarse. Miró al aviador negro con una expresión de incontenible odio. Scott le dirigió una mirada no menos áspera.

– Quizás algunos hombres en este campo hayan olvidado por qué estamos aquí -dijo en voz alta, mirando a MacNamara y a Clark y volviéndose luego hacia los kriegies que ocupaban el teatro-. ¡Pero yo no!

Scott se detuvo, dejando que en el teatro se hiciera un denso silencio.

– ¡He conseguido matar a numerosos enemigos! Antes de que me derribaran tenía nueve esvásticas pintadas en el costado de mi avión. -Scott observó las hileras de hombres y agregó-: Y no soy el único. ¡Por esto estamos aquí!

Hizo otra pausa, para inspirar un poco de aire, de forma que sus siguientes palabras resonaron a través del auditorio.

– Pero alguien en el Stalag Luft 13 tenía otros planes. Fue la persona que mató a Vincent Bedford.

Scott se irguió mientras su voz traspasaba la silenciosa atmósfera del teatro.

– Quizá fuiste tú, o tú, o el hombre sentado junto a ti -prosiguió señalando a los miembros del público con el dedo, clavando los ojos en cada kriegie que elegía-. No sé por qué alguien mató a Vincent Bedford… -Scott inspiró y exclamó a voz en cuello-: ¡Pero me propongo averiguarlo!

Luego se volvió hacia MacNamara, que tenía el rostro arrebolado pero estaba pendiente de cada palabra y parecía haber concentrado su ira en un lugar invisible.

– Soy inocente, coronel. ¡Inocente, totalmente inocente!

Luego, sin más, se sentó.

En la sala estalló una confusión de voces babélica, una explosión atropellada y excitada al tiempo que los kriegies reaccionaban a las palabras de Scott. Curiosamente, el coronel MacNamara dejó que el estruendo continuara durante un minuto antes de empezar a golpear la madera con el martillo a fin de imponer orden.

– Buen trabajo -susurró Tommy al oído del aviador negro.

– Eso les dará que pensar -repuso Scott. Hugh trataba en vano de reprimir una sonrisa.

– ¡Orden! -gritó MacNamara.

Tan rápidamente como había estallado, el estrépito comenzó a disiparse, dejando sólo el sonido del martillo. Aprovechando este vacío, Tommy retiró su silla y se puso de pie. Hizo una pequeña indicación a Scott y a Hugh, quienes también se levantaron. Los tres hombres dieron un taconazo y se colocaron en posición de firmes.

– ¡Señor! -exclamó Tommy con voz estentórea-. La defensa estará preparada para proceder el lunes a las ocho de la mañana, después del Appell.

Los tres hombres saludaron al unísono. MacNamara asintió ligeramente con la cabeza, sin decir palabra y se llevó dos dedos a la frente para devolver el saludo. Acto seguido, el acusado y sus dos abogados dieron media vuelta y, en la misma formación militar que habían empleado al entrar en la sala, abandonaron el estrado y echaron a andar por el pasillo central. Un silencio sepulcral siguió a sus recias pisadas. Tommy observó sorpresa, confusión y dudas en los semblantes que abarrotaban el teatro. Eran las reacciones que había supuesto que generaría la actuación de Scott y la suya propia. También había previsto la tensa cólera en el rostro del comandante Clark y que la reacción del coronel MacNamara sería más calculada. Pero la expresión que le había sorprendido más fue la sonrisa sarcástica, casi de gozo, que había observado en el rostro de Walker Townsend, el ayudante de Clark. El capitán había mostrado un gesto extrañamente eufórico, como si acabara de recibir una inesperada y magnífica noticia, lo cual, pensó Tommy Hart para sus adentros, era justamente lo contrario de lo que cabía esperar.

Mientras avanzaba a través de la sala experimentó un estremecimiento, casi un escalofrío que le traspasó el pecho como la primera ráfaga helada de una mañana invernal en su casa de Vermont. Pero ésta no era límpida, sino lóbrega y turbia como la niebla. Tommy sabía que en alguna parte entre el público, mirándolo, estaba el asesino de Vincent Bedford. Sin duda, ese hombre se mostraría menos eufórico ante la pública amenaza de Lincoln Scott. Es probable que incluso hubiera tomado alguna decisión.

Tommy alargó la mano con firmeza, irguió la cabeza, y abrió la puerta, saliendo apresuradamente del teatro hacia el sol de mediodía de últimos de primavera que lucía en el Stalag Luft 13. Se detuvo, resollando, y aspiró profundamente el aire oxidado, contaminado, impuro y rodeado por una alambrada de espino del campo de prisioneros.

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