Epílogo

Una iglesia no muy alejada del lago Michigan

Lydia Hart estaba en el cuarto de baño, dándose los últimos toques a su peinado, cuando dijo:

– ¡Tommy! ¿Quieres que te ayude a hacerte el lazo de la corbata? -Se detuvo, esperando una respuesta, que llegó como una negativa pronunciada a través de un sonido gutural, que era lo que ella había supuesto y le hizo sonreír mientras se cepillaba la cascada plateada que aún lucía sobre los hombros. Luego añadió-: ¿Cómo vamos de tiempo?

– Disponemos de todo el tiempo del mundo -repuso Tommy con lentitud.

Estaba sentado junto al ventanal de la suite de su hotel, desde donde podía ver la imagen reflejada de su esposa en el espejo y, cuando se volvía y miraba a través del cristal de la ventana, el lago Michigan. Era una mañana estival y el destello veteado del sol se reflejaba en la superficie del agua, de un azul intenso. Tommy había pasado el último cuarto de hora observando atentamente los veleros que realizaban ágiles piruetas a través del ligero oleaje, trazando unos dibujos aleatorios sobre el agua. La gracia y velocidad de los lustrosos veleros, describiendo círculos debajo de la blanca vela agitada por el viento, resultaba fascinante. Se preguntó por qué había preferido siempre los botes de pesca a los escandalosos motores, y dedujo que se debía a su inclinación por ciertos destinos, pero luego comprendió que le habría representado un trabajo excesivo manipular a la vez el timón y la escota mayor de un velero navegando a toda velocidad impulsado por el viento.

Bajó la vista y miró su mano izquierda. Le faltaba el dedo índice y la mitad del meñique. El tejido de la palma presentaba cicatrices de color púrpura. Pero daba la impresión de ser más inservible de lo que en realidad era. Su esposa llevaba más de cincuenta años preguntándole si quería que le ayudara con la corbata, y durante ese tiempo él le había respondido invariablemente que no. Había aprendido a hacer los lazos tanto de las corbatas que se ponía para acudir a la oficina como de los sedales que utilizaba cuando salía a pescar en su bote. Cada mes, cuando el gobierno le enviaba un modesto cheque por invalidez, él lo firmaba y lo enviaba al fondo de becas de Harvard. Con todo, su mano que había sufrido heridas de guerra había desarrollado últimamente una tendencia a la rigidez y la artritis, y en más de una ocasión se le había quedado paralizada. Tommy no había hablado con su esposa de esas pequeñas traiciones.

– ¿Crees que habrá algún conocido? -preguntó la mujer.

Tommy se apartó a regañadientes de la visión de los veleros y fijó los ojos en el reflejo de los de ella. Durante un momento entrañable pensó que Lydia no había cambiado un ápice desde que se habían casado, en 1945.

– No -respondió-. Probablemente un montón de dignatarios. Él era muy famoso. Quizás haya algunos abogados que yo conocí a lo largo de los años. Pero nadie que conozcamos a fondo.

– ¿Ni siquiera alguien del campo de prisioneros?

Tommy sonrió y meneó la cabeza.

– No lo creo.

Lydia dejó el cepillo del pelo y tomó un lápiz para delinear los ojos. Después de aplicárselo unos momentos, dijo:

– Ojalá Hugh estuviera vivo, así podría hacerte compañía.

– Sí, a mí también me gustaría que estuviera presente -respondió Tommy con tristeza.

Hugh Renaday había muerto diez años atrás. Una semana después de que le diagnosticaran un cáncer y mucho antes de que la inevitable evolución de la enfermedad robara fuerzas a sus extremidades y su corazón, el fornido jugador de jockey había tomado una de sus escopetas de caza favoritas, unas botas para la nieve, una tienda de campaña, un saco de dormir y un infiernillo portátil y, después de escribir unas inequívocas notas de despedida a su esposa, hijos, nietos y a Tommy, lo había cargado todo en el maletero del cuatro por cuatro y había partido hacia los fríos y agrestes paisajes de las Rockies canadienses. Era enero, y cuando su vehículo se negó a seguir avanzando a través de la espesa nieve en un viejo y desierto camino forestal, Hugh Renaday había continuado a pie. Cuando sus piernas se habían cansado de avanzar penosamente a través de los ventisqueros septentrionales de Alberta, se había detenido, había erigido un modesto campamento, se había preparado una última comida y había aguardado pacientemente a que la temperatura nocturna descendiera por debajo de los cero grados y acabara con él.

Tommy averiguó posteriormente a través de un colega de Hugh, perteneciente a la Policía Montada, que la muerte por congelación no era considerada una muerte atroz en Canadá. Tiritabas un par de veces y luego te sumías en un estado aletargado semejante a un apacible sueño, mientras los recuerdos de los años se deslizaban lentamente junto con el último aliento de vida. Era una forma segura y eficaz de morir, había pensado Tommy, tan organizada, sistemática y segura como había sido cada segundo de la vida del veterano policía.

No solía pensar con frecuencia en la muerte de Hugh, aunque en una ocasión, cuando Lydia y él habían emprendido un crucero a Alaska y él había permanecido despierto hasta bien entrada la noche, fascinado por la aurora boreal, confiaron en que el vasto manto de coloridas luces que adornaban el oscuro firmamento hubiese sido la última cosa que Hugh Renaday había contemplado en este mundo.

Cuando recordaba a su amigo, prefería pensar en el momento que ambos habían compartido, pescando no lejos de la casa en la que se había retirado a vivir Tommy en los Cayos de Florida. Tommy había divisado una gigantesca barracuda, semejante a un torpedo, acechando en el borde de un banco de arena, sumergida en unos palmos de agua esperando atacar por sorpresa a un incauto lucio o a un pez espada que pasara por allí. Tommy había preparado una caña giratoria provista de un señuelo consistente en un tubo rojo fluorescente y un hilo de alambre. Lo había lanzado a poca distancia de las fauces del animal. El pez se había precipitado hacia él sin vacilar y, una vez atrapado, había dado una voltereta, frenético, sus largos costados plateados alzándose sobre la superficie del agua y lanzando unas gigantescas láminas blancas a través de las olas. Hugh había conseguido pescarlo, y mientras posaba para las obligadas fotografías para enviar a casa, se detuvo un momento para contemplar las inmensas hileras de dientes puntiagudos, casi translúcidos y afilados como cuchillas, que ornaban las potentes mandíbulas del pescado.

– El arma de una barracuda -había comentado Tommy-. Me recuerda a algunos de mis honorables colegas abogados.

Pero Hugh Renaday había sacudido la cabeza.

– Visser -le había respondido el canadiense-. El Hauptmann Heinrich Visser. Éste es un pez Visser.

Tommy había vuelto a contemplar su mano. El pez Visser, pensó.

Debió de pronunciar esas palabras en voz alta, porque Lydia le preguntó desde el baño:

– ¿Qué has dicho?

– Nada -le contestó Tommy-. Pensaba en voz alta. ¿Crees que la corbata roja es demasiado llamativa para un funeral?

– No -contestó su esposa-. Muy adecuada.

Tommy supuso que la reunión de aquella mañana sería un poco como el funeral de Phillip Pryce, que se había celebrado en una de las mejores catedrales de Londres doce años después de terminar la guerra. Phillip había tenido muchos amigos importantes entre los estamentos militares y la abogacía, quienes ocuparon numerosos bancos de la catedral mientras los niños del coro cantaban con sus voces blancas en un sonoro latín. Posteriormente, Tommy y Hugh solían comentar en broma que sin duda muchos de los abogados que habían asumido la parte contraria de un caso habían asistido sólo para cerciorarse de que Phillip estaba muerto.

Phillip Pryce, según habían convenido Tommy y Hugh, había tenido una muerte extraordinaria.

El día en que había conseguido librar a un miembro conservador del Parlamento de una enojosa relación con una prostituta mucho más joven, Pryce había dejado que los miembros más jóvenes de su bufete le invitaran a una cena suntuosa, que se prolongó hasta muy tarde. Después, había pasado por su club para tomarse un brandy Napoleón de más de cien años. Uno de los mayordomos había supuesto que Phillip se había quedado dormido, descansando en una mullida butaca de orejas, con la copa en la mano, pero había descubierto que Pryce estaba muerto. Fue un ataque cardíaco fulminante. El viejo abogado sonreía de oreja a oreja, como si un ser conocido y querido hubiera estado junto a él en el momento de la muerte. Durante el funeral, el bufete en pleno, desde los más veteranos hasta los más jóvenes, habían transportado el féretro hasta el interior de la catedral, como una llorosa cohorte romana.

Había dejado un testamento en el que solicitaba a Tommy que leyera algo en su funeral. Tommy había pasado una agitada noche en el Strand Hotel, leyendo pasaje tras pasaje de la Biblia, incapaz de hallar unas palabras lo bastante nobles para honrar a su amigo. Se había levantado poco después del amanecer, profundamente preocupado, y se había dirigido en taxi a la residencia de Phillip en Grosvenor Square, donde fue recibido por el mayordomo.

En la mesilla de noche de Phillip, Tommy vio una primera edición muy manoseada y leída de la obra El viento en los sauces de Kenneth Grahame. En la guarda Phillip había escrito una inscripción, y Tommy dedujo en seguida que el libro había sido un regalo para Phillip hijo. El sencillo mensaje decía lo siguiente:


Mi querido hijo, por viejo y sabio que uno aspire a ser, es importante recordar siempre los gozos de la juventud. Este libro te ayudará a recordarlos durante los años venideros. Con todo mi cariño en la trascendental fecha de tu noveno cumpleaños, de tu padre que te adora…


Tommy descubrió dos secciones del libro que estaban subrayadas y desteñidas, como gastadas por las repetidas veces que los ojos de un niño habían pasado sobre las palabras. La primera correspondía al capítulo «El flautista a las puertas del amanecer», y decía así: «Este es el último y mejor don que el amable semidiós ha tenido el acierto de conceder a quienes se han revelado para ayudarles: el don del olvido. Para evitar que un recuerdo terrible perdure y crezca, haciendo sombra al gozo y al placer, y el nefasto y persistente recuerdo amargue posteriormente las vidas de los pequeños animales que lograron superar sus dificultades, con el fin de que fueran felices y alegres como antes…»

El segundo pasaje subrayado consistía en casi la totalidad del último capítulo, en el que los fieles Topo, Rata, Tejón y el entrañable Don Sapo se arman y atacan al ejército de comadrejas, muy superior numéricamente a ellos, derrotando a los intrusos con su rectitud y valor.

Así, esa tarde, una vez que olvidó la Biblia, Shakespeare, Tomás Moro, Keats, Shelley, Byron y demás escritores ilustres que con frecuencia prestan sus palabras para las ocasiones solemnes, se puso de pie y leyó a la distinguida concurrencia unos pasajes de un libro infantil. Lo cual, pensó más tarde, y sin duda Hugh Renaday se habría mostrado de acuerdo, resultaba un tanto inesperado y bastante chocante, que era precisamente lo que habría complacido a Phillip.

– Estoy lista -dijo Lydia, saliendo por fin del baño.

– Estás exquisita -dijo Tommy con admiración.

– Preferiría que fuéramos a una boda -respondió Lydia meneando la cabeza con un gesto encantador-, o a un bautizo.

Tommy se levantó y su esposa le arregló el nudo de la corbata, aunque no era necesario. El don del olvido, pensó él. Para que todos podamos sentirnos tan felices y alegres como antes.


Hacía un día espléndido, soleado y templado. Un día que no parecía corresponder a un funeral. Unos vibrantes rayos de sol penetraban a raudales a través de las vidrieras de la catedral, proyectando unas curiosas franjas rojas, verdes y doradas en unos gruesos trazos de color sobre el suelo de piedra gris.

Las hileras de bancos estaban atestadas de parientes y allegados. El vicepresidente y su esposa habían acudido en representación del gobierno. Estaban acompañados por los dos senadores de Illinois, un nutrido número de congresistas, docenas de funcionarios estatales y un juez del tribunal supremo ante el que Tommy había defendido años atrás a un cliente. Los panegíricos fueron pronunciados por destacados personajes del ámbito de la educación, y hubo unas prolijas, conmovedoras y casi musicales lecturas de unos pasajes de las Escrituras por parte de un joven y nervioso predicador baptista perteneciente a la vieja iglesia del padre de Lincoln Scott.

Una bandera envolvía el ataúd situado en la parte frontal de la iglesia. Ante él había tres fotografías ampliadas. A la derecha se veía a Lincoln Scott de anciano, luciendo su larga túnica académica, pronunciando un enardecido discurso ante unos graduados universitarios. A la izquierda había una foto de prensa de la década de los sesenta en que aparecía Scott, del brazo de Martin Luther King y Ralph Abernathy, encabezando una marcha por una calle sureña. La del centro era la más grande de las tres y mostraba a un Lincoln Scott, con los ojos alzados al cielo, montado en el ala de su Mustang antes de emprender una misión ofensiva por el cielo de Alemania. Tommy contempló la foto pensando que quienquiera que la había tomado había tenido la suerte de captar buena parte de la personalidad del difunto, simplemente a partir de la postura impaciente y la ferocidad de su mirada.

Tommy se sentó en el centro de la iglesia, junto a su esposa. Era incapaz de escuchar las nobles palabras de alabanza que sonaban sobre su cabeza pronunciadas por los numerosos oradores que subieron al púlpito.

Lo que oyó fue el sonido, que había olvidado, de los motores aullando durante un ataque, el agudo y sistemático estruendo de las ametralladoras mezclado con las explosiones de fuego antiaéreo fuera del aparato, disparando una lluvia de metal sobre el exterior del bombardero. Durante largos momentos, sintió que se le secaba la garganta y su camisa se le humedecía de sudor. Oyó los gritos y exclamaciones de hombres enzarzados en combate y los gemidos de los hombres abrazados por la muerte. La barahúnda amenazaba con invadir el fresco interior de la catedral. Tommy resopló al tiempo que meneaba la cabeza ligeramente, como si tratara de ahuyentar esos recuerdos cual un perro que sacude el agua adherida a su pelo. A quinientos kilómetros por hora, a seis metros sobre la superficie del mar, y con todo el mundo disparando contra ti. ¿Cómo lograste sobrevivir? El no podía responder a su propia pregunta, pero sí a la siguiente: A seis metros bajo tierra, sangrando y atrapado, sin poder salir. ¿Cómo lograste sobrevivir? Tommy respiró hondo de nuevo. Sobreviví gracias al hombre que yace en ese ataúd.

A una señal del sacerdote, todos los asistentes se pusieron en pie para entonar Onward Christian Soldiers. Las voces más potentes, pensó Tommy, sonaban a su izquierda, procedentes de los dos primeros bancos de la catedral, donde se hallaba reunida la numerosa familia de Lincoln Scott, rodeando a una negra anciana, menuda, con la piel de color café.

El sacerdote en el púlpito cerró su libro de himnos con fuerza y leyó otro pasaje de la Biblia, refiriéndose a cómo luchó David contra Goliat armado tan sólo con su honda de pastor y consiguió vencer a su adversario.

Tommy se reclinó, sintiendo la rígida madera del banco contra sus huesos. En cierto modo, pensó, todos se hallaban en aquella habitación cavernosa, escuchando al sacerdote: MacNamara y Clark (quienes habían recibido medallas y ascensos por su eficaz labor a la hora de organizar la fuga del Stalag Luft 13, aunque Tommy siempre había pensado que sólo el cabrón de Clark, que había desmentido todo cuanto Tommy pensaba sobre él al ordenar a los kriegies desarmados del barracón 107 que atacaran a los alemanes que se aproximaban con el fin de dar a Scott más tiempo para rescatarlo a él del túnel que se había derrumbado, era quien merecía los honores), y Fenelli, que ejercía de cirujano cardiovascular en Cleveland. Tommy se había encontrado con él una vez, cuando se alojaba en un hotel donde se celebraba una convención médica, y había visto el nombre del médico en la lista de oradores. Habían tomado unas copas en el bar y habían compartido unos momentos de bromas y risas favorecidas por el alcohol. Fenelli había admirado el trabajo de los cirujanos suizos que le habían operado la mano, pero Tommy le había dicho que Phillip Pryce había amenazado con pegar un tiro al médico que cometiera una chapuza, lo cual, según convino Fenelli, probablemente había servido para que prestaran mayor atención.

Fenelli le había preguntado si había conservado la amistad con Scott después de la guerra, pero Tommy le dijo que no. El otro se mostró sorprendido.

Era la única vez que había visto a Fenelli, y confiaba en que cuando observara los rostros de los asistentes al funeral viera entre ellos al médico de Cleveland. Pero no fue así. También confiaba en que Fritz Número Uno hubiera volado desde Stuttgart para asistir al funeral, puesto que el antiguo hurón estaba en deuda con Lincoln Scott. Ocho meses después de que Tommy fuera repatriado, cuando unos elementos del quinto destacamento del general Omar Bradley habían liberado a los aviadores del Stalag Luft 13, Scott había hablado a los interrogadores militares sobre las dotes lingüísticas de Fritz y su eficaz colaboración. Esto lo había conducido a un puesto como ayudante de la policía militar encargada de interrogar a los soldados alemanes capturados, cuando buscaban a los miembros de la Gestapo que se ocultaban entre los soldados y los oficiales. Posteriormente Fritz utilizó también esas dotes para ocupar un cargo de ejecutivo en la empresa Porsche-Audi en la Alemania de la posguerra.

Tommy sabía esto por las cartas que le escribía Fritz en Navidad. La primera la había dirigido a: T. Hart, célebre abogado, Universidad de Harvard, Harvard, Massachusetts. A Tommy siempre se le había antojado un misterio el que el servicio de correos la hubiera remitido a la facultad de derecho de Cambridge, que posteriormente la había enviado a Tommy a las señas de su bufete de abogados en Boston. A lo largo de los años había recibido otras cartas, que siempre contenían fotografías del delgado hurón que empezaba a echar barriga junto a su esposa, sus hijos, sus nietos y numerosos perros de distinta raza. Fritz sólo le había enviado una carta que reflejaba un estado de ánimo depresivo en todos los años transcurridos después de la guerra, una breve nota que Tommy recibió poco después de la reunificación de Alemania, cuando el ejecutivo de la empresa automovilística había averiguado a través de unos documentos de Alemania Oriental, sobre los cuales se había levantado el secreto oficial, que el comandante Von Reiter había muerto fusilado a principios de 1945. En los caóticos días posteriores a la caída del Tercer Reich, Von Reiter había sido capturado por los rusos. No había sobrevivido al primer interrogatorio.

Lydia dio un codazo a Tommy, sosteniendo el programa del funeral abierto. Tommy, que estaba distraído, se unió a los asistentes que recitaban un salmo al unísono. «Quienes nos llevaban cautivos nos exigieron que cantáramos una canción…»

De los tres hombres que habían conseguido salir del túnel y tomar el primer tren aquella mañana, dos habían conseguido regresar a casa. Murphy, el que trabajaba en una planta de envasado de carne en Springfield, había desaparecido y se le había dado por muerto.

En cierta ocasión, quince años después de haber terminado la guerra, Tommy había ganado un caso de condena por asesinato en Nueva Orleans. Había insistido a sus socios en que deseaba encargarse de él. La mayoría de los clientes del bufete eran empresas, lo cual resultaba muy lucrativo, pero de vez en cuando Tommy se encargaba discretamente de un caso criminal desesperado en un remoto lugar del país, por el que no cobraba nada y al que dedicaba muchas horas. Era una labor que no requería la presencia de los asociados que había contratado, ni de los socios con quienes había montado el bufete, aunque más de uno hacía exactamente lo mismo. Ganar casos era duro y, cuando lo conseguía, en la oficina se respiraba siempre un aire de celebración.

En esta oportunidad, pasada la medianoche, Tommy se encontró en un pequeño local de jazz, escuchando a un trompetista excelente. El músico, al ver a Tommy sentado en una de las primeras filas, estuvo a punto de desafinar. Pero había recobrado la compostura, sonriendo, y se había dirigido al público diciendo que algunas noches, cuando recordaba la guerra, tocaba con un estado de ánimo más íntimo. Luego había interpretado una versión en solitario de Amazing Grace, convirtiendo el himno en un rythm and blues, emitiendo unos prolongados trinos que habían creado en la habitación una sensación de melancolía. Tommy estaba seguro de que el músico se acercaría a hablar con él, pero en lugar de ello el director de la banda había enviado a su mesa una botella del mejor champán del local, y una nota: «Es mejor abstenerse de decir ciertas cosas. Aquí tienes la copa que te prometí. Me alegro de que también hayas logrado regresar a casa.» Cuando Tommy preguntó al gerente del local si podía dar las gracias al músico en persona, le respondieron que el trompetista ya se había marchado.

Según dedujo Tommy, la verdad sobre el asesinato del capitán Vincent Bedford, el juicio de Lincoln Scott y la fuga del Stalag Luft 13 nunca se escribieron, lo cual, pensó, podía ser aceptable. Él había pasado muchas horas, después de regresar a su casa en Vermont, pensando en Trader Vic, tratando de hallar alguna reconciliación con la muerte de Bedford. No estaba convencido de que Vic mereciera morir, ni siquiera por el error de haber traficado con una información que por desgracia había causado la muerte de seres humanos, convirtiéndole en una amenaza para los planes de fuga de otros. Pero a veces Tommy pensaba también que el asesinato de Vic era la única cosa justa que había ocurrido en el campo de prisioneros. A medida que transcurrían los años, Tommy empezó a pensar que, en definitiva, el hombre más complicado y el más difícil de comprender, había sido el vendedor de coches de segunda mano de Misisipí. Puede que fuera el más valiente de todos ellos, el más estúpido, el más malvado y el más inteligente, porque, por cada aspecto de la personalidad de Vic, Tommy hallaba una contradicción. Y por fin llegó a la conclusión de que habían sido todas esas contradicciones las que habían matado a Trader Vic con tanta precisión y eficacia como el puñal ceremonial de las SS.

Tommy miró el mismo reloj que tantas décadas atrás había lucido en la muñeca, no porque deseara saber la hora, sino por los recuerdos que encerraba en los entresijos de su mecanismo. Observó la segunda manecilla deslizándose alrededor del dial y pensó: hubo una época en que todos fuimos héroes, incluso los peores de nosotros. El reloj ya no indicaba la hora precisa y más de un operario lo había examinado con asombro, indicando que las reparaciones resultaban más costosas que el valor del reloj. Pero Tommy siempre pagaba la factura sin rechistar, porque ninguno de los operarios tenía ni remota idea del auténtico valor de aquel objeto.

Lydia dio otro codazo a Tommy. El matrimonio se puso de pie.

Transportaron el ataúd de Lincoln Scott por la nave central de la catedral al tiempo que el órgano emitía las notas de, Jesus, Joy of Man’s Desiring. Los dignatarios más importantes formaron un pelotón honorífico de portadores del féretro, detrás de los vibrantes colores de la bandera americana. Les seguían los familiares de Lincoln Scott. Avanzaban con lentitud, al ritmo impuesto por la menuda y delicada figura de cabello plateado de la viuda del aviador negro. Su paso poseía la ciencia de la edad.

Los bancos se fueron quedando desiertos al paso del cortejo. Tommy esperó a que le tocara el turno, y salió al pasillo. Tomó a Lydia del brazo y ambos abandonaron juntos la catedral.

Tommy pestañeó unos momentos, cuando el tibio sol le golpeó el rostro. Oyó una voz familiar con acento sureño, susurrarle el oído: «Muéstranos el camino de regreso a casa, Tommy.» Y él respondió en su fuero interno: supongo que logré mostrarles el camino de regreso a casa a tantos de nosotros como fue posible.

Lydia le apretó el brazo durante unos segundos. Tommy alzó la vista y vio que la familia de Lincoln Scott se había reunido a la derecha, sobre los primeros escalones de la catedral, rodeando a la viuda. Esta recibía el pésame de muchos asistentes, que aguardaban en fila para presentarle sus respetos. Tommy miró a su esposa asintiendo con la cabeza y se colocó al final de la fila.

Avanzaron lentamente, aproximándose a la viuda. Tommy trató de articular algunas palabras, pero comprobó sorprendido que no era capaz. Había pronunciado complicados y dramáticos discursos en centenares de salas de tribunal, a menudo hallando de forma extemporánea las palabras justas, al igual que había hecho en el Stalag Luft 13 en 1944. Pero en esos breves momentos, mientras avanzaba hacia la esposa de Lincoln Scott, no sabía qué decir.

Por consiguiente, cuando se detuvo ante la viuda, no tenía nada preparado.

– Señora Scott -balbuceó, carraspeando para aclararse la garganta-. Lamento mucho la muerte de su esposo.

La viuda miró a Tommy, escrutándole, con una expresión casi desconcertada en sus ojos, como si él fuera alguien que ella creía conocer pero no lograra identificar. Tomó la mano de Tommy entre las suyas y luego, como suele hacer la gente en los funerales, levantó la izquierda y cubrió la derecha de Tommy, como para consolidar el apretón de manos. Y entonces, inopinadamente, Tommy levantó su mano izquierda y cubrió la de la viuda de Scott.

– Conocí a su esposo hace muchos años… -dijo Tommy.

La viuda bajó de pronto la vista durante unos momentos, contemplando la maltrecha mano de Tommy, que estaba apoyada en la suya. Entonces le miró a los ojos y esbozó una amplia sonrisa de reconocimiento.

– Señor Hart -dijo con la melodiosa cadencia de una cantante de jazz-, me siento honrada de que haya venido. A Lincoln le hubiera complacido mucho.

– Ojalá -empezó a decir Tommy, pero se detuvo, tras lo cual continuó-: Ojalá que él y yo…

Pero le interrumpieron los ojos de la viuda, que resplandecían con manifiesta alegría.

– ¿Sabe usted lo que solía decir a su familia, señor Hart?

– No -respondió Tommy suavemente.

– Solía decir que usted fue el mejor amigo que tuvo en su vida. No su amigo íntimo, porque creo que su íntima amiga fui yo. Pero sí el mejor.

La viuda de Lincoln Scott no soltaba la mano de Tommy. Pero se volvió hacia sus hijos, nietos y bisnietos, que estaban de pie en los escalones, detrás de ella. Tommy observó todos los rostros, que estaban vueltos hacia él, mostrando la misma curiosidad, la misma solemnidad, y quizás, entre los más jóvenes, cierta impaciencia por marcharse. Pero incluso los pequeños que se mostraban impacientes se calmaron cuando habló la viuda.

– Acercaos -les dijo. Su voz demostraba una autoridad superior a su diminuta estatura-. Porque deseo presentaros a este señor. Prestad atención: éste es el señor Tommy Hart, niños. Es el hombre que se acercó para ayudar a vuestro abuelo cuando se sentía completamente solo en el campo de prisioneros en Alemania. Todos habéis oído contar muchas veces esa historia, y éste es el hombre de quien vuestro abuelo habló en muchas ocasiones.

Tommy sintió que las palabras se le atragantaban en la garganta.

– En la guerra -dijo con suavidad-, fue su esposo quien me salvó la vida.

Pero la viuda meneó con energía la cabeza como la maestra que había sido antiguamente, como rectificando a un alumno favorito pero travieso.

– No, señor Hart. Se equivoca. Lincoln siempre decía que fue usted quien le salvó a él -la viuda sonrió-. Ahora, niños -añadió con tono enérgico-, acercaos rápidamente.

Y tras estas palabras, el primero de los hijos de Lincoln Scott avanzó, tomó la mano de Tommy arrebatándosela a su madre y se la estrechó murmurando:

– Gracias, señor Hart.

Luego, uno tras otro, desde el primogénito hasta el bebé que su joven madre sostenía en brazos, la familia de Lincoln Scott se acercó a los escalones delanteros de la catedral y Tommy Hart estrechó la mano de todos.

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