17

Una noche para saldar deudas

Scott fue el primero en hablar cuando llegaron a su dormitorio en el barracón 101.

El aviador negro se mostraba por momentos deprimido y por momentos excitado, pensativo y exaltado a la vez, como si se sintiera abrumado por la angustia y la tensión del momento y no supiera cómo reaccionar ante la larga noche que se avecinaba. A ratos atravesaba deprisa la habitación, asestando puñetazos a unos adversarios imaginarios, tras lo cual se apoyaba en la pared, como un púgil en el décimo asalto que se aferra a las cuerdas para tomarse un breve respiro antes de reanudar la pelea. Miró a Hugh, que estaba tumbado en su litera como un obrero cansado tras la larga jornada laboral, y luego a Tommy, que era quien se mostraba más entero de los tres, aunque, paradójicamente, era el más voluble.

– Supongo -comentó Scott con cierto tono melancólico-, que deberíamos celebrar mi última noche de… -Vaciló, sonrió con tristeza y concluyó la frase-. ¿De inocencia? ¿De libertad? ¿De ser acusado? No, no es probable. Y supongo que no es exacto decir «libertad», porque todos estamos encerrados aquí y ninguno de nosotros es libre. Pero es la última noche de algo, lo cual ya es importante. ¿Qué os parece? ¿Descorchamos la botella de champán o la de brandy Napoleón de 100 años? ¿Asamos unos solomillos a la parrilla? ¿Preparamos una torta de chocolate y la decoramos con velitas? ¡Oh, cualquier cosa que nos ayude a pasar la noche!

Scott se separó de la pared y se acercó a Tommy. Le tocó en el hombro en un gesto que, de haber prestado Tommy más atención, habría comprendido que era la primera manifestación espontánea de afecto del aviador negro desde su llegada al Stalag Luft 13.

– Vamos, Tommy -dijo con calma-, el caso ha terminado. Has hecho lo que debías. En cualquier medio civilizado, habrías logrado crear una duda razonable, que es lo que exige la ley. El problema es que éste no es un medio civilizado.

Scott se detuvo y suspiró antes de continuar.

– Ahora sólo queda esperar el veredicto, que desde la mañana en que hallaron el cadáver de Vic sabemos cuál será.

Esta frase sacó a Tommy del trance en el que permanecía sumido desde el fin de la sesión de aquel día. Miró a Lincoln Scott y después movió lentamente la cabeza.

– ¿Qué ha terminado? -preguntó-. El caso acaba de empezar, Lincoln.

Scott lo miró perplejo.

Hugh, tendido en la litera, dijo, casi como si se sintiera agotado:

– Esta vez has conseguido desconcertarme, Tommy. ¿Qué quieres decir con eso?

De pronto, Tommy golpeó la palma de una mano con el puño y, remedando a Scott, asestó un puñetazo al aire, se volvió rápidamente y propinó un par de derechazos seguidos de un gancho izquierdo ante sus amigos. La intensa luz de la bombilla que pendía del techo arrojó marcadas sombras exageradas sobre su rostro.

– ¿Qué hago? -preguntó de pronto, parándose en seco en el centro de la habitación, sonriendo como un poseso.

– Comportarte como un loco -repuso Hugh, esbozando una sonrisa.

– Practicar irnos golpes de boxeo con un contrincante imaginario -terció Scott.

– Exactamente. ¡Has dado en el clavo! Yeso es lo que ha estado ocurriendo desde hace unos días.

Tommy se llevó una mano a la cabeza, se apartó un mechón de los ojos y aplicó el índice sobre sus labios. Se acercó de puntillas a la puerta, la abrió con cautela y se asomó al pasillo, para comprobar si había alguien observando o escuchándoles. El pasillo estaba desierto. Cerró la puerta y regresó junto a sus compañeros con una exagerada expresión de euforia en su rostro.

– ¿Cómo he podido ser tan idiota y no haberme dado cuenta antes? -dijo con tono quedo, aunque cada palabra parecía estar marcada con fuego.

– ¿Darte cuenta de qué? -inquirió Scott.

Tommy se acercó a sus amigos y susurró:

– ¿Con qué comerció Trader Vic poco antes de morir?

– El cuchillo con el que lo mataron.

– Exacto. El cuchillo. El cuchillo que necesitábamos. El cuchillo que tuvimos en nuestro poder, pero luego nos desprendimos de él, y que Visser está empeñado en encontrar. El maldito cuchillo. El maldito e importante cuchillo. De acuerdo. ¿Pero qué más?

Los otros dos se miraron.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Scott-. El cuchillo era el objeto crítico…

– No -declaró Tommy-. Todos estábamos pendientes de ese cuchillo, cierto. Mató a Vic. No caben dudas de que fue el arma del crimen. Pero Bedford obtuvo también de unos hombres desconocidos en este campo algo tanto o más importante que ese cuchillo. Ese piloto de un caza, el tipo de Nueva York, nos dijo que vio a Vic manejando dinero alemán, documentos oficiales y un horario de trenes…

– Sí, pero…

– ¡Un horario de trenes!

Lincoln y Hugh guardaron silencio.

– No pensé en ello porque, al igual que todos, estaba obsesionado con el maldito cuchillo. ¿Por qué necesitaría un kriegie un horario de trenes, a menos que creyera poder tomar uno? Pero esto es imposible, ¿no? ¡Nadie ha conseguido fugarse jamás de este campo de prisioneros! Porque aunque consiguieras atravesar la alambrada y el bosque y llegar a la ciudad sin despertar sospechas, y aun cuando consiguieras llegar al andén, para cuando el tren de las siete quince o el que sea que se dirige a Suiza entrara en la estación, el lugar estaría repleto de gorilas de la Gestapo buscándote, ya que la alarma habría sonado mucho tiempo antes en nuestro querido Stalag Luft 13. ¡Todos lo sabemos! Y todos sabemos que el hecho de que nadie haya logrado fugarse de aquí lleva meses carcomiendo al coronel MacNamara y a su repelente ayudante Clark. -A continuación Tommy bajó la voz otra octava, de forma que sus palabras eran poco más que un susurro-. ¿Pero qué tiene de particular el día de mañana?

Los otros se limitaron a seguir mirándolo en silencio.

– Mañana es diferente debido a una cosa, la única cosa que este juicio ha obligado a hacer a los alemanes. Distinta de todos los días que llevamos aquí. ¡Pensad en ello! ¿Qué es lo que no cambia nunca? Ni en Navidad ni en Año Nuevo. Ni el día más espléndido de verano. ¡Ni siquiera en el cumpleaños de ese cerdo de Hitler! ¿Qué es la única cosa que nunca varía? ¡El recuento matutino! La misma hora, el mismo lugar. ¡Lo mismo todos los días! Un día tras otro. Trescientos sesenta y cinco días al año, inclusive los años bisiestos. Como el mecanismo de un reloj, amanece y los alemanes nos cuentan cada mañana. Salvo mañana. Los alemanes han accedido «amablemente» a retrasar el Appell porque todos están preocupados de que el veredicto de este caso provoque un motín. Los alemanes, que jamás alteran su condenada rutina, mañana lo harán. De modo que mañana, única y exclusivamente mañana, retrasarán el recuento. ¿Cuánto rato, una hora, dos? ¡Oh, esas bonitas formaciones compuestas cada una por cinco hombres para contarnos! Pues bien, mañana esas formaciones no se constituirán hasta mucho después de la hora habitual.

Scott y Hugh cruzaron una mirada. Los ojos de Tommy reflejaban una euforia que contagió en seguida a los otros dos.

– Insinúas… -dijo Scott.

Pero Tommy le interrumpió.

– Mañana en esas formaciones faltarán unos hombres.

– Continúa, Tommy -dijo Scott, prestando mucha atención.

– Veréis, si sólo desapareciera un hombre, o dos, o incluso tres o cuatro, su falta podría disimularse cuando los hurones examinaran las filas, aunque no ha ocurrido nunca. Supongo que es concebible hallar la forma de darles un par de horas de ventaja. ¿Pero y si se tratara de más hombres: veinte, treinta, quizá cincuenta? La ausencia de tantos hombres sería evidente desde el primer momento durante el Appell, y la alarma sonaría de inmediato. ¿Cómo darles el tiempo suficiente de fugarse, teniendo en cuenta que es imposible que los cincuenta hombres aborden el primer tren que entre en la estación, lo que les obligaría a tomar varios trenes a lo largo de la mañana?

Hugh señaló a Tommy con un dedo al tiempo que asentía con la cabeza.

– Tiene sentido -dijo-. Es lógico. ¡Es preciso retrasar el recuento matutino! Pero no veo qué tiene que ver la muerte de Vic con una fuga.

– Yo tampoco -repuso Tommy-. Aún no. Pero estoy seguro de que está relacionado con ello, y me propongo averiguarlo esta noche.

– Muy bien, estoy de acuerdo, ¿pero qué tiene que ver el hecho de que Scott se enfrente a un pelotón de fusilamiento en todo esto? -preguntó Hugh.

– Otra buena pregunta -contestó Tommy meneando la cabeza-. Y otra respuesta que voy a obtener esta noche. Pero apostaría mi última cajetilla de tabaco a que alguien que estuviera dispuesto a matar a Trader Vic para fugarse de este condenado lugar no dudaría en dejar que Lincoln se enfrentara a un pelotón de ejecución alemán.


Pocos minutos antes de la una de la mañana, según indicaba la esfera luminosa del reloj que Lydia le había regalado, Tommy Hart percibió los primeros y tenues sonidos de movimiento en el pasillo junto al dormitorio del barracón. Desde el momento en que los alemanes habían extinguido las luces en todo el campo, los tres hombres se habían turnado para vigilar junto a la puerta, afanándose en percibir el menor ruido sospechoso de hombres que se dirigieran hacia la puerta de salida. La espera se había hecho interminable. En más de una ocasión Tommy había reprimido la tentación de reunir a los otros y salir del barracón. Pero recordó la noche en que se había despertado al oír a unos hombres hacer lo mismo, y dedujo que ese mismo trío figuraba en la lista de hombres que iban a tratar de escapar esta mañana. Era preferible seguirlos que salir precipitadamente con sus dos compañeros, sin saber por dónde tirar, y arrostrar los peligros de los reflectores o los gorilas prestos a apretar el gatillo. Tommy pensó que los barracones que ofrecían más probabilidades de ser el lugar de reunión de los presuntos fugados eran el 105, donde se había cometido el asesinato, o el 107, situado dos barracones más allá, que aunque no era el más cercano a la alambrada y al bosque, tampoco era el más alejado.

Sus compañeros estaban sentados detrás de él, en el borde de una litera, esperando en silencio. Tommy vio sus rostros bajo el resplandor del cigarrillo de Hugh.

– ¡Ahí van! -murmuró Tommy.

Sostuvo una mano en alto y se inclinó más hacia la gruesa puerta de madera. Oyó la leve vibración de unos pasos sobre las tablas del suelo. Imaginó lo que ocurría en el pasillo, a pocos metros. Los kriegies habrían recibido las instrucciones pertinentes y estarían preparados con su equipo de fuga. Lucirían prendas reformadas de paisano. Quizá llevaran una maleta o un maletín. No olvidarían tampoco unas raciones adicionales de comida, sus documentos falsos de identidad, sus permisos de trabajo y de desplazamiento; es probable que los billetes de tren los llevasen cosidos a los bolsillos de la chaqueta. No sería necesario decir nada, pero cada hombre practicaría para sus adentros, en silencio, las pocas frases en alemán que había aprendido de memoria que confiaba que le permitirían alcanzar la frontera con Suiza. Siguiendo un orden preciso, se detendrían en la puerta, esperarían a que los reflectores pasaran de largo y saldrían rápidamente. Tommy supuso que esa noche no se atreverían a encender siquiera una vela, sino que cada hombre habría contado ya el número de pasos que había de su litera hasta la puerta.

Tommy se volvió hacia los otros.

– Ni un sonido -dijo-. Ni uno. Preparaos…

Pero Scott, curiosamente, alargó las manos y asió a los otros dos por los hombros, abrazándolos, de forma que sus rostros estaban a escasos centímetros unos de otros, y habló con insólita y feroz intensidad.

– He pensado, Tommy, Hugh -dijo lentamente, con voz clara y rotunda-, que hay una cosa que debemos tener muy presente esta noche.

Sus palabras sorprendieron a Tommy, provocándole un escalofrío.

– ¿De qué se trata? -preguntó Hugh.

Tommy oyó a Scott inspirar profundamente, como si se sintiera abrumado por el peso de lo que iba a decir, creándole un problema que los otros ni siquiera imaginaban.

– Unos hombres han muerto para que el plan de esta noche se cumpla -susurró-. Unos hombres han trabajado con ahínco y han muerto para dar a otros la oportunidad de alcanzar la libertad. Dos hombres murieron atrapados en un túnel que estaban excavando y se derrumbó, poco antes de que yo llegara aquí…

– Es cierto -apostilló Hugh con tono quedo-. Nos enteramos de ello en el otro recinto.

Scott cobró aliento una vez más, antes de proseguir con voz suave aunque enérgica.

– ¡Debemos tener presentes a esos hombres! -dijo-. ¡No podemos meter la pata y estropear los planes de los que piensan fugarse esta noche! ¡Debemos andar con pies de plomo!

– Debemos averiguar la verdad -soltó Tommy de sopetón.

Scott movió la cabeza en señal de asentimiento.

– Es cierto -repuso-. Debemos averiguar la verdad. Pero debemos recordar el costo. Otros han muerto. Esta noche se saldarán unas deudas, y debemos tener esto presente, Tommy. Recordad que, en última instancia, somos oficiales del cuerpo de aviación. Hemos jurado defender nuestra patria. No mi persona. Eso es cuanto tengo que decir.

Tommy tragó saliva.

– Lo tendré presente -dijo. Tenía la impresión de que todo lo que debía hacer esa noche se habría convertido de pronto en una empresa más difícil. «Es mucho lo que está en juego», se dijo.

Hugh permaneció en silencio unos segundos antes de murmurar:

– ¿Sabes, Scott? Eres un magnífico soldado y un patriota, y tienes razón, y esos cabrones que han estado mintiendo y falseando los hechos probablemente no merecen lo que acabas de decir. Bueno, Tommy, el navegante eres tú…

Tommy observó la repentina y amplia sonrisa de Scott.

– Eso es, Tommy. Tú tienes que trazar la ruta. Nosotros te seguiremos.

No había nada que él pudiera decir. Dudando de todo salvo de que todas las respuestas residían en la oscuridad, Tommy abrió con suavidad la puerta del cuarto del barracón y echó a andar con paso decidido por el pasillo, seguido a corta distancia por sus dos compañeros. En el aire que les rodeaba no había nada excepto la oscuridad de la noche y el angustioso temor generado por la incertidumbre.

Apenas habían recorrido la mitad del barracón, cuando un pequeño haz de luz se filtró a través de las grietas de la puerta principal al pasar el reflector. Bastaron esos breves segundos para que Tommy viera a tres figuras agazapadas. Luego, con la misma rapidez con que había aparecido, la luz se extinguió, volviendo a sumir el barracón en las tinieblas. Pero Tommy había confirmado sus sospechas: había visto a tres hombres zambullirse en el océano de la noche. No consiguió identificarlos, ni vio cómo iban vestidos, ni lo que llevaban consigo. Lo único que percibió fue cómo se movían. Siguió avanzando con rapidez.

No hubo necesidad de decir nada cuando llegaron al final del pasillo y se agacharon, esperando observar el mismo movimiento cuando la luz volviera a pasar. Aparte de la ruidosa respiración de los dos hombres que había a su lado, Tommy no oía nada.

No tuvieron que esperar mucho rato. El resplandor del reflector cayó sobre la puerta, vacilando unos instantes antes de pasar de largo, iluminando algunas zonas de los otros barracones. En aquel momento, Tommy asió la manecilla de la puerta, la abrió y se sumergió en la noche como la vez anterior, dirigiéndose a toda prisa hacia las sombras que arrojaba el alero del barracón. Los otros dos le seguían a pocos pasos, y cuando los tres se apretujaron contra el muro del barracón 103, comprobaron que respiraban más trabajosamente de lo normal, teniendo en cuenta la modesta distancia que habían recorrido.

Tommy echó una ojeada a su alrededor, tratando de localizar a los hombres que habían salido antes que ellos, pero no consiguió distinguirlos en la oscuridad.

– ¡Maldita sea! -masculló.

Hugh se enjugó la frente.

– No me hace gracia estar aquí esta noche ocupando el culo de la formación -dijo sonriendo.

Tommy asintió con la cabeza, sintiéndose más animado al oír la voz del canadiense. «Culo de la formación» era la expresión que utilizaban los pilotos de cazas británicos para referirse al último hombre en una formación de ataque compuesta por seis aviones, la posición más arriesgada y peligrosa. La guerra había cumplido casi un año cuando la jefatura de cazas ordenó un cambio en la formación básica de vuelo, adoptando una V parecida a la forma en que los alemanes volaban al entrar en combate, en lugar de un ala alargada, que dejaba al último piloto desprotegido. Nadie vigilaba la cola de éste, y docenas de pilotos de Spitfires habían perecido en 193 9 debido a que los Messerschmidts alemanes se situaban detrás de ellos, sin ser vistos, disparaban una ráfaga y huían antes de que el piloto pudiera virar para enfrentarlos.

– No me hagáis caso -añadió Hugh-. ¿Adónde vamos ahora?

Tommy entrecerró los ojos tratando de escrutar la noche. Era una noche fría, despejada. El cielo estaba tachonado de estrellas y una luna parcial brillaba sobre la lejana línea de árboles, poniendo de relieve las siluetas de los gorilas apostados en las torres de vigilancia. Los tres hombres que habían abandonado el barracón antes que ellos se habían esfumado.

– ¿Nos metemos debajo del barracón, como la otra vez, Tommy? -susurró Scott-. Quizás estén allí.

Tommy meneó la cabeza, estremeciéndose sólo de pensarlo.

– No -dijo, dando gracias por la oscuridad que les rodeaba-. Rodearemos la fachada y luego el costado del barracón 105. Seguidme.

Sin aguardar una respuesta, los tres hombres se inclinaron hacia delante y echaron a correr, sorteando los escalones de acceso al barracón 103, pasando por el borde del espacio abierto y peligroso, hasta alcanzar por fin el estrecho callejón entre los barracones.

Al pasar de la zona de peligro de la fachada del barracón a la seguridad que les ofrecía el callejón, Tommy oyó un pequeño ruido sordo, seguido por una palabrota pronunciada en voz baja pero rotunda. Sin aminorar el paso, al zambullirse en la oscuridad, vio la silueta de un hombre a pocos metros, frente al barracón 105.

El hombre se había agachado para recoger un maletín que se le había caído. Estaba inclinado hacia delante, tratando de recuperarlo frenéticamente junto con unos pocos objetos que habían caído de aquél. En cuanto lo hubo conseguido, echó a correr y desapareció. Tommy comprendió al instante que era el tercer hombre de los que avanzaban delante de ellos. El tercer hombre, el que corría mayor peligro.

Como para resaltar esta amenaza, un reflector pasó sobre el lugar donde hacía unos segundos el hombre había dejado caer el maletín. La luz parecía vacilar, oscilando de un lado a otro, como si sintiera sólo una leve curiosidad. Luego, al cabo de unos segundos, desistió de su empeño y pasó de largo.

– ¿Habéis visto eso? -preguntó Lincoln Scott.

Tommy asintió con la cabeza.

– ¿Tenéis alguna idea de adonde se dirigen? -inquirió Renaday.

– Supongo que al barracón 107 -respondió Tommy-. Pero no lo sabremos con certeza hasta que lleguemos allí.

Tras echar a correr por el callejón, protegidos por la oscuridad, los tres hombres consiguieron alcanzar la fachada del siguiente barracón. Todo estaba quieto, en silencio, hasta el punto de que Tommy temió que el mínimo ruido que hicieran sonara amplificado, como un trompetazo o un bocinazo de alarma. Moverse en silencio en un mundo carente de ruidos externos es muy difícil. No se oía el sonido de los coches y los autobuses de una ciudad cercana, ni el estruendo de un bombardeo a lo lejos. Ni siquiera las voces de los gorilas bromeando en las torres de vigilancia o el ladrido del perro de un Hundführer rasgaban la noche para distraer la atención o contribuir a ocultar los pasos de Tommy y sus compañeros. Durante unos momentos, Tommy deseó que los británicos se pusieran a cantar una escandalosa canción en el recinto norte. Lo que fuera con tal de ocultar los modestos ruidos que hacían ellos.

– Bien -musitó Tommy-, haremos lo mismo que antes, pero esta vez iremos de uno en uno. Rodearemos la fachada y nos refugiaremos en las sombras de la parte lateral del edificio. Yo pasaré primero, luego Lincoln y después tú, Hugh. No os precipitéis, tened cuidado. Estamos muy cerca de la torre de vigilancia situada al otro lado del campo. El reflector casi pilló a ese otro tipo. Puede que los gorilas hayan oído algo y vigilen esta zona. Además, suele haber uno de esos malditos perros junto a la puerta de entrada. Tomáoslo con calma y no os mováis hasta estar seguros de que no hay peligro.

– De acuerdo -repuso Scott.

– Malditos perros -masculló Hugh-. ¿Creéis que olerán el miedo que siento? -El canadiense emitió una risa seca y desprovista de alegría-. No debe de ser muy difícil percibir mi olor en estos momentos. Si esos condenados reflectores se acercan más, podréis conocer el de mis calzoncillos a un kilómetro de distancia.

La ocurrencia hizo sonreír a Tommy y a Lincoln, pese a la gravedad del momento.

El canadiense asió a Tommy del antebrazo.

– Indícanos el camino, Tommy -dijo-. Scott te seguirá y yo os seguiré a los dos dentro de un par de minutos.

– Espera hasta estar seguro -repitió Tommy. Luego, inclinándose hacia delante, avanzó como un cangrejo hasta la fachada del barracón, hasta alcanzar la última sombra en el borde del espacio abierto. Se detuvo, agachándose para cerciorarse de que llevaba las botas debidamente anudadas y la cazadora abrochada, y se encasquetó la gorra. No llevaba nada que hiciera ruido, nada que pudiera engancharse en los escalones al pasar junto a ellos. Realizó un breve inventario de su persona, comprobando si llevaba algo que pudiera delatar su presencia. Todo estaba en orden. En aquel segundo de vacilación, pensó que había viajado muy lejos sin haber alcanzado su destino, pero que algunas cosas que se le habían ocultado hasta entonces estaban a punto de volverse nítidas. Cada músculo de su cuerpo se resistía a exponerse al riesgo del reflector, los perros y los gorilas, pero Tommy sabía que esas voces de cautela eran cobardes, y al mismo tiempo pensó que el zafarse de los alemanes acaso fuera lo menos peligroso que le tocara hacer esa noche.

Tommy respiró hondo y se puso de puntillas. Alzó la vista, apretó los dientes y, sin previo aviso a los otros, echó a correr frente a la fachada del barracón 105.

Sus pies levantaron unas nubecitas de polvo. Tommy tropezó con un pequeño bache en el suelo y estuvo a punto de caerse. De pronto pensó que debió de ser el mismo bache que había hecho dar un traspiés al hombre que le había precedido, pero al igual que un patinador que pierde por un instante el equilibrio, recobró la compostura y siguió adelante.

Jadeando, dobló la esquina del edificio, arrojándose contra el muro y la amable oscuridad. Tardó un par de segundos en calmarse. Los latidos de su corazón resonaban en sus oídos como el batir de un tambor, o el motor de un avión.

Esperó a que Scott atravesara la misma distancia, dejando que el silencio se deslizara a su alrededor. Aguzó la vista y el oído y miró hacia la puerta del barracón 107. Mientras permanecía atento, observando y escuchando, oyó el sonido inconfundible de una voz americana. Inclinó la cabeza hacia el punto del que provenía el sonido y lo que oyó no le llamó la atención. Las palabras del hombre traspasaron la oscuridad, aunque hablaba en susurros: «Número treinta y ocho…» En ese momento se escuchó un ruido pequeño y distante. Alguien había llamado dos veces con los nudillos a la puerta del barracón. Tommy entrecerró los ojos, y vio abrirse la puerta y a una figura, inclinada hacia adelante, que salvaba los escalones de dos en dos y entraba en el edificio.

De inmediato comprendió por qué habían elegido el barracón 107. La puerta de entrada se hallaba en un lugar resguardado del resplandor de los reflectores, en un sitio casi invisible, debido a los extraños ángulos que formaban el campo de revista y los otros barracones. No estaba tan próximo a la alambrada posterior como el barracón 109, pero la distancia adicional era fácilmente salvable. Los encargados de planificar las fugas nunca elegían los barracones más próximos a la libertad, porque eran los que los hurones registraban con más frecuencia. Tommy vio que el bosque se hallaba tan sólo a unos setenta y cinco metros al otro lado de la alambrada. Otros túneles casi habían logrado recorrer esa distancia. Por lo demás, el barracón 107 presentaba también la ventaja de hallarse situado en el lado que daba a la ciudad. Si un kriegie conseguía alcanzar los árboles, podía seguir avanzando en lugar de tratar de navegar con una brújula de fabricación casera en la densa oscuridad del bosque bávaro.

Tommy se apretó contra el muro, esperando a Scott. Suponía el motivo de la demora: un reflector estaba registrando la zona por la que acababan de pasar, moviéndose tras ellos, tratando de explorar los espacios entre los barracones.

Mientras aguardaba, Tommy oyó otro susurro y dos golpes en la puerta del barracón 107, que volvió a abrirse brevemente. Dedujo que habían llegado dos hombres del otro lado del recinto.

El reflector retrocedió hacia el barracón 101 y Tommy oyó las recias pisadas de las botas de Scott rodeando la fachada del edificio, cuando el aviador negro aprovechó esa oportunidad. También tropezó con el bache en el suelo, y al arrojarse contra el muro, junto a Tommy, emitió en voz baja un juramento.

– ¿Estás bien?

Scott cobró aliento.

– Sigo vivito y coleando -respondió-. Pero ha sido por los pelos. El reflector no cesa de pasar sobre la fachada de los barracones 101 y 103. ¡Cabrones! Pero creo que no vieron nada. Es muy típico de los alemanes. Hugh aparecerá dentro de un minuto, cuando esos gorilas orienten el reflector hacia otro sitio. ¿Has visto algo?

– Sí -repuso Tommy muy quedo-. Unos hombres han entrado en el 107. Murmuraron un número, llamaron dos veces y la puerta se abrió.

– ¿Un número?

– Sí. Tú serás el cuarenta y dos. Yo el cuarenta y uno. Una pequeña mentira, que nos permitirá entrar allí. Y Hugh, si consigue llegar hasta aquí, será el cuarenta y tres.

– Puede que tarde unos minutos. El reflector nos persigue. Y hay algo en el suelo…

– Yo también tropecé en ello.

– Espero que lo haya visto.

Los dos hombres aguardaron. Podían ver el haz de luz moviéndose sin cesar sobre el territorio que acababan de atravesar, explorando la oscuridad. Sabían que Hugh estaría agazapado, pegado a la pared, esperando su oportunidad. Pasó un rato que se les antojó eterno, pero por fin la luz pasó de largo.

– ¡Ahora, Hugh! -murmuró Tommy.

Oyó las botas del fornido canadiense que se echaba a correr en la oscuridad. Casi al instante se oyó un golpe, una palabrota en voz baja y silencio, cuando Renaday tropezó con el mismo bache con que habían tropezado Tommy y Scott.

Pero el canadiense no se levantó de un salto.

Tommy oyó un gemido quedo y ronco.

– ¿Hugh? -murmuró tan alto como pudo.

Tras un momento de silencio, ambos hombres oyeron el inconfundible acento del canadiense.

– ¡Me he lastimado la rodilla! -se quejó.

Tommy se acercó al borde del barracón. Vio a Hugh tendido en el suelo, a unos quince metros, aferrando su rodilla izquierda con un gesto de dolor.

– Espera -le dijo Tommy-. ¡Iremos a por ti!

Scott se acercó a Tommy, dispuesto a confundirse en la oscuridad, cuando un repentino haz de luz rasgó el aire sobre sus cabezas, obligándoles a arrojarse al suelo. El reflector se abatió sobre el tejado del barracón 105 y empezó a reptar como un lagarto por el muro hacia ellos.

– No te muevas -musitó Hugh.

La luz se alejó de Tommy y de Scott y permaneció suspendida junto al punto donde Hugh yacía en el suelo, abrazándose la rodilla pero inmóvil, con la cara sepultada en la tierra fría. El borde de la luz se hallaba a escasos centímetros de su bota. Estaban a punto de descubrir su presencia. El canadiense pareció alargar la mano hacia la oscuridad, como si ésta fuera una manta protectora con que cubrirse.

La luz permaneció suspendida en lo alto unos instantes, lamiendo perezosamente el contorno de la figura postrada de Hugh. Luego, lánguidamente, casi como si se burlara de ellos, retrocedió unos metros hacia el barracón 103.

Hugh no se movió. Despacio, levantó la cara del suelo y se volvió hacia el lugar donde Tommy y Scott seguían inmóviles.

– ¡Dejadme! -dijo con voz queda, pero firme-. No puedo moverme. ¡Seguid sin mí!

– No -respondió Tommy, hablando con un tono angustiado-. Iremos a recogerte cuando se apague el reflector.

Este se detuvo de nuevo, iluminando el suelo a unos cinco metros de donde se hallaba Hugh.

– ¡Maldita sea! ¡Dejadme, Tommy! ¡Esta noche estoy acabado! Kaput!

Scott tocó a Tommy en el brazo.

– Tiene razón -dijo-. Debemos seguir adelante.

Tommy se volvió bruscamente hacia el aviador negro.

– Si esa luz descubre su presencia, dispararán contra él. Y se armará la gorda. ¡No lo abandonaré! ¡Una vez abandoné a alguien, y no volveré a hacerlo!

– Si vas ahí -murmuró Scott-, acabarás matándolo a él, a ti mismo y quizás a otros.

Tommy se volvió, angustiado, hacia Hugh.

– ¡Es mi amigo! -susurró consternado.

– ¡Entonces compórtate como su amigo! -replicó Scott-. ¡Haz lo que te dice!

Tommy se volvió, escudriñando las sombras en busca de Hugh. El reflector continuaba moviéndose de un lado a otro, disparando luz a pocos metros de donde aquél yacía postrado. Pero lo que asombró a Tommy, y también debió de asombrar a Scott, fue que el aviador le aferraba el brazo con fuerza.

Hugh se había tumbado boca abajo y, moviéndose con deliberada y exasperante lentitud, avanzaba arrastrándose, apartándose de la fachada del barracón, dirigiéndose sistemática e inexorablemente hacia el campo de revista, alejándose de los hombres que se dirigían hacia el barracón 107. De paso se alejaba del haz del reflector, lo cual constituía tan sólo un alivio momentáneo, pues se dirigía directamente hacia la enorme área central del Stalag Luft 13. Era una zona neutral, una explanada oscura donde no había ningún lugar donde ocultarse, pero Tommy sabía que Hugh había calculado que si los alemanes le sorprendían allí no pensarían automáticamente que ocurría algo anormal en las oscuras hileras de barracones. El problema era que no existía la forma de regresar inmediatamente a un lugar seguro desde el centro del campo de ejercicios.

En el transcurso de las horas nocturnas que quedaban, quizás Hugh pudiera retroceder a rastras hasta el barracón 101. Pero lo más seguro era que tuviera que aguardar allí hasta que amaneciera o le descubrieran. En cualquier caso, su posición lo exponía a morir.

Tommy distinguió la tenue silueta del canadiense reptando hacia el campo de ejercicios. Entonces Tommy se volvió hacia Scott y señaló la entrada del barracón 107.

– De acuerdo -dijo-. Ahora sólo estamos tú y yo.

– Sí -respondió Scott-. Y los que esperan dentro.

Ambos hombres se encaminaron en silencio hacia las espesas sombras junto a los escalones de entrada del barracón 107. Al llegar allí, Tommy Hart y Lincoln Scott se detuvieron, llenos de remordimientos. Tommy se volvió para mirar el lugar desde el que Hugh se había alejado a rastras, pero no pudo ver la silueta de su amigo, el cual parecía haber sido engullido, para bien o para mal, por la oscuridad.

Tommy llamó dos veces a la puerta y murmuró:

– Cuarenta y uno y cuarenta y dos…

Después de una breve vacilación, la puerta emitió un leve crujido cuando alguien que se hallaba dentro del barracón la abrió unos centímetros.

Tommy y Scott avanzaron de un salto, empujaron la puerta y se precipitaron dentro del barracón.

Tommy oyó una voz, alarmada pero queda, que dijo:

– ¡Eh! Vosotros no… -Pero se disipó. Lincoln Scott y él se quedaron quietos en la entrada, observando el pasillo.

La escena que contemplaron era sobrecogedora. Media docena de velas arrojaban una tenue luz, dispuestas cada tres metros aproximadamente. El pasillo estaba lleno de kriegies, sentados en el suelo, con las piernas encogidas para ocupar menos espacio. Unas dos docenas de hombres iban vestidos como Tommy y Scott habían previsto, con ropa que les daban el aspecto de paisanos. Sus uniformes habían sido reformados por los servicios de compostura del campo, teñidos mediante unas ingeniosas mezclas de tinta y pinturas, de forma que ya no presentaban el acostumbrado color caqui y verde oliva del ejército estadounidense. Muchos hombres, como el que Tommy había visto abandonar el barracón 101, sostenían toscas maletas o maletines. Algunos lucían gorras de obreros y portaban unas falsas cajas de herramientas.

El hombre que había abierto la puerta vestía uniforme. Tommy dedujo que no tenía previsto fugarse. Asimismo, observó que cada pocos metros había unos hombres que constituían las tropas de apoyo, todos ellos vestidos de uniforme. En total, había unos sesenta sentados en el pasillo central del barracón. De éstos, quizá sólo dos docenas pensaban fugarse y aguardaban con paciencia su turno.

– ¡Maldita sea, Hart! -le espetó el hombre que había abierto la puerta-. ¡Vosotros no estáis en la lista! ¿Qué habéis venido a hacer aquí?

– Digamos que a cumplir la misión de averiguar la verdad -repuso Tommy con resolución.

Sin más, pasó sobre los pies del último hombre que esperaba salir del barracón y echó a andar por el pasillo. Lincoln Scott siguió a Tommy, sorteando también los obstáculos. La débil luz de las velas arrojaba unas curiosas sombras alargadas sobre las paredes. Los kriegies permanecieron en silencio, observando a los dos hombres que se abrían paso entre ellos. Parecía como si Tommy y Lincoln hubieran descubierto el secreto ritual nocturno de una insólita orden monacal.

Frente a ellos vieron un pequeño cono de luz proveniente del retrete situado al final del pasillo. En esos momentos salió de él un kriegie, sosteniendo un tosco cubo lleno de tierra, que entregó a uno de los hombres de uniforme que había a su lado. El cubo pasó de mano en mano, hasta desaparecer en uno de los cuartos del barracón, como si se tratara de un anticuado cuerpo de bomberos pasando cubos de agua hasta la base de las llamas. Tommy se asomó al cuarto y vio que alzaban el cubo hacia un agujero en el techo, donde un par de manos lo aferró. Sabía que extenderían la tierra por el estrecho espacio debajo del techo, por el que podía pasar un hombre arrastrándose, después de lo cual harían descender el cubo vacío, que volvería a pasar por las afanosas manos de los hombres, hasta llegar al retrete.

Tommy se acercó a la puerta. Los rostros de los hombres reflejaban angustia, a medida que otro cubo lleno de tierra era alzado de un agujero en el suelo del único retrete del barracón.

El túnel se iniciaba debajo del retrete. Los kriegies ingenieros se las habían ingeniado para levantar éste y desplazarlo unos palmos hacia un lado, creando una abertura de poco menos de medio metro cuadrado. El tubo de desagüe descendía por el centro del orificio, pero lo habían bloqueado en la parte superior. Los hombres del barracón 107 habían inhabilitado el retrete con el fin de excavar el túnel. Durante unos momentos Tommy sintió admiración por las ingeniosas mentes que habían concebido el plan. En éstas oyó una áspera y airada voz junto a él.

– ¡Hart! ¡Hijo de perra! ¿Qué diablos hace aquí?

Tommy se volvió hacia el comandante Clark.

– He venido en busca de unas explicaciones, comandante -repuso fríamente.

– ¡Haré que le acusen de desacato, teniente! -le espetó Clark, sin alzar la voz pero sin ocultar su furia-. Regrese al pasillo y espere hasta que hayamos terminado aquí. ¡Es una orden!

Tommy meneó la cabeza.

– Esta noche no lo es, comandante. Todavía no.

Clark atravesó el reducido espacio y se plantó a pocos centímetros de Tommy.

– Ordenaré que le…

Pero Lincoln Scott le interrumpió. El musculoso aviador avanzó unos pasos y clavó el dedo en el pecho del diminuto comandante, parándole los pies.

– ¿Qué ordenará que hagan con nosotros, comandante? ¿Ejecutarnos?

– ¡Sí! ¡Están entorpeciendo una operación militar! ¡Desobedeciendo una orden en combate! ¡Es una falta capital!

– Por lo visto -dijo Scott con una sonrisa de ira-, acumulo todo tipo de cargos a gran velocidad.

Oyeron unas sofocadas risas emitidas por algunos hombres, un ataque de hilaridad provocado tanto por la tensión del momento como por lo que había dicho Scott.

– ¡No nos moveremos de aquí hasta averiguar la verdad! -dijo Tommy, plantándole cara al comandante.

Clark hizo una mueca de rabia. Se volvió hacia varios kriegies que había cerca, junto a la entrada del túnel, y les ordenó entre dientes:

– ¡Apresad a estos hombres!

Los kriegies dudaron, y en aquel segundo se oyó otra voz, que emanaba un sorprendente sentido del humor, acompañada por una agresiva risotada.

– ¡Qué carajo, no puede hacer eso, comandante! Todos lo sabemos. Porque esos dos tíos son tan importantes como todos los que estamos aquí esta noche. La única diferencia es que ellos no lo sabían. Así que no deben de ser tan estúpidos como usted creía, ¿verdad, comandante?

Tommy bajó la vista y comprobó que el hombre que acababa de hablar estaba agachado junto al túnel. Vestía un traje de color azul oscuro y ofrecía el aspecto de un hombre de negocios un tanto desaliñado. Pero su sonrisa indicaba a las claras que era de Cleveland.

– ¡Eh, Hart! -dijo el teniente Nicholas Fenelli con gesto risueño-. No supuse que volvería a verte hasta estar de regreso en Estados Unidos. ¿Qué te parece mi nuevo atuendo? Elegante, ¿no? ¿Crees que las chicas en casa se me echarán encima?

Fenelli señaló su traje, sin dejar de sonreír.

El comandante Clark se volvió indignado hacia el médico del campo.

– ¡Usted no tiene nada que ver aquí, teniente Fenelli!

Fenelli meneó la cabeza.

– En eso se equivoca, comandante. Todos los aviadores que están presentes lo saben. Todos formamos parte del asunto.

En aquel momento salió un nuevo cubo de tierra de la entrada del túnel, poniendo al comandante Clark en el disparadero de seguir distribuyendo la tierra o encararse con Tommy Hart y Lincoln Scott. Clark miró a los dos tenientes y a Fenelli, quien le devolvió la mirada con una sonrisa insolente. El comandante indicó a la brigada del cubo que siguieran moviéndolo, orden que los hombres se apresuraron a obedecer, y el cubo pasó balanceándose frente a Tommy y a Lincoln. Luego Clark se agachó y preguntó en voz baja a los hombres que se hallaban dentro del túnel:

– ¿Falta mucho?

Transcurrió casi un minuto de silencio hasta que la pregunta fue transmitida a través del túnel y otro minuto hasta que hubo respuesta.

– Dos metros -respondió una voz sin cuerpo, elevándose por el agujero en el suelo-. Es como cavar una tumba.

– Sigan cavando -dijo el comandante, arrugando el ceño-. ¡Tiene que estar terminado a la hora prevista! -Luego se volvió hacia Tommy y Lincoln-. Su presencia aquí no es grata -dijo fría y sosegadamente, habiendo al parecer recobrado la compostura durante los minutos que tardó el mensaje en ser enviado túnel arriba y devuelto túnel abajo.

– ¿Dónde está el coronel MacNamara? -inquirió Tommy.

– ¿Dónde va a estar? -replicó Clark. Acto seguido respondió ásperamente a su propia pregunta-. En su cuarto del barracón, deliberando con los otros dos miembros del tribunal.

Tommy se detuvo unos instantes.

– Y redactando un discurso, ¿no? -preguntó-. Con lo cual supongo que conseguirá retrasar aún más el Appell matutino.

Clark hizo una mueca y no respondió. Pero Fenelli sí.

– Sabía que eras lo bastante listo para llegar a esa conclusión, Hart -dijo emitiendo su típica risita-. Se lo dije al comandante, cuando me propuso hacer unas alteraciones en mi declaración. Pero él no te creía capaz de ello.

– Cállese, Fenelli -dijo Clark.

– ¿Alteraciones? -preguntó Tommy.

Clark no respondió. Se volvió hacia Hart con expresión dura, iluminado por las velas que exageraban el rubor con que la ira teñía sus mejillas.

– Tiene razón al deducir que la conclusión del juicio nos ofreció una importante oportunidad que no dudamos en aprovechar. Ya tiene la respuesta a su maldita pregunta. Quítense de en medio. No tenemos tiempo que perder y menos con usted, Hart, ni con usted, Scott.

– No le creo -respondió Tommy-. ¿Quién mató a Trader Vic? -preguntó con firmeza.

El comandante Clark señaló con el índice a Lincoln Scott.

– Él -contestó ásperamente-. Todas las pruebas indican su culpabilidad desde el principio, y eso es lo que el tribunal dictaminará mañana por la mañana. Téngalo por seguro, teniente. Y ahora, fuera de aquí.

Del agujero en el suelo brotó otro cubo de tierra, que tomó un kriegie para transportarlo en silencio al corredor. Tommy era el único vagamente consciente de que muchos de los hombres que se hallaban a su espalda habían avanzado unos pasos para oír lo que se hablaba junto a la entrada del túnel.

– ¿Por qué mataron a Vic? -preguntó Tommy-. ¡Quiero respuestas, comandante!

Los hombres que abarrotaban el pasillo y los que trabajaban en la entrada del túnel dudaron unos momentos, dejando que la pregunta flotara en torno al reducido espacio, planteando la misma duda en cada kriegie.

Clark cruzó los brazos.

– No obtendrá más respuestas de mí, teniente -afirmó-. Todas las respuestas que necesita se han dicho en el juicio. Todos lo saben. ¡Ahora quítense de en medio y déjenos terminar!

El comandante se mostraba obstinado, inflexible. Tommy no sabía qué hacer. Tenía la sensación de que cerca de allí se encontraban las respuestas a todo cuanto había sucedido en el campo durante las últimas semanas, pero no sabía cómo salir adelante. El comandante había convertido su empecinamiento en una mentira inamovible y Tommy no sabía cómo derribar esa barrera. Notó que Lincoln Scott comenzaba a desfallecer, casi derrotado por este último obstáculo que se alzaba en su camino. Tommy se devanaba los sesos tratando de hallar una solución, una forma de maniobrar, pero se sentía confundido y vacío, incapaz de resolver el problema. Sabía que no podía comprometer la iniciativa de fuga. No sabía qué amenaza proferir, qué mecanismo accionar, qué inventarse para salir del punto muerto en el que se hallaba. En aquel segundo pensó que los hombres situados en el otro extremo del túnel no tardarían en huir, llevándose con ellos la verdad.

Y en el preciso momento en que ese pensamiento hizo presa en él, Nicholas Fenelli soltó inopinadamente:

– Mira, Hart, el comandante no va a ayudarte. Odia al teniente Scott tanto como lo odiaba Trader Vic y probablemente por las mismas razones. Imagino que quiere estar presente para ver al pelotón de fusilamiento alemán cuando dispare contra él. Hasta creo que le gustaría dar la orden de disparar…

– ¡Cállese, Fenelli! -dijo Clark-. ¡Es una orden!

Tommy miró al hombre que quería ser médico, el cual se encogió de hombros, ignorando una vez más al comandante.

Tommy sintió una repentina frialdad en la habitación, como si hubiera irrumpido en una bolsa de aire frío.

– No lo entiendo -dijo, titubeando.

– Claro que lo entiendes -replicó Fenelli soltando otra breve risotada que sonaba como un rebuzno y un bufido de desprecio dirigido al comandante Clark-. A ver cómo te lo explicaría, Tommy…

El médico le mostró un pedazo de papel blanco. Tommy vio el número veintiocho escrito con lápiz en el centro de la hoja. Miró a Fenelli.

– Yo soy el veintiocho -dijo Fenelli-. Para conseguir este número, lo único que tuve que hacer fue modificar un poco mi declaración. Mentir un poco. Desmontar tu defensa. Por supuesto, no esperaban tu maniobra con Visser. Les pilló desprevenidos. Fue un golpe maestro. En cualquier caso, estos tíos que hay delante de mí no son unos cabrones como yo; pagaron un precio para ocupar un lugar en esta fila. La mayoría son buena gente, Hart. Hay algunos falsificadores, algunos ingenieros y algunas ratas de túneles. Éstos consiguen los números más altos, ¿comprendes? Son los tipos que concibieron este plan, que hicieron el trabajo duro y todo lo demás. Prácticamente todo. Pero no todo. Deja que te haga una pregunta, Tommy…

La sonrisa de Fenelli se desvaneció al instante, dando paso a una expresión dura y agria casi tan elocuente como las palabras que pronunció a continuación.

– Yo soy un vulgar embustero, y conseguí el número veintiocho. ¿Qué número crees que ocuparían los hombres dispuestos a matar a otro para mantener en secreto este túnel? ¿Crees que pueden figurar a la cabeza de la lista?

Una profunda, fría y casi dolorosa sensación de pánico traspasó el corazón de Tommy y se clavó en sus entrañas. Sintió unas gotas de sudor en las sienes y notó la garganta seca. Las manos le temblaban y los músculos de sus piernas se contraían de terror.

Scott, junto a él, debió de reparar en aquel pánico, pues dijo quedamente:

– Iré yo. Tú no eres capaz de bajar allí. Lo sé. Espera aquí.

Pero Tommy meneó la cabeza con energía.

– No te creerán, aunque consiguieras regresar con la verdad. Pero a mí sí me creerán.

– Hart tiene razón -terció Fenelli desde su posición junto a la entrada del túnel-. Tú eres quien se enfrenta a un pelotón de ejecución. No tienes nada que perder por mentir. Pero todos los tíos que están aquí, los que no van a marcharse esta noche, creerán lo que Tommy les diga. Porque es uno de ellos. Lleva una eternidad en este campo de prisioneros, y es blanco como ellos. Lo siento, pero es verdad.

Scott se puso en tensión, con los brazos rígidos. Luego asintió con la cabeza, aunque era evidente que le había costado un esfuerzo hacerlo.

Tommy avanzó un paso.

El comandante Clark se interpuso en su camino.

– No lo consentiré… -empezó a decir.

– Sí que lo hará -repuso Scott con frialdad. No tuvo que decir nada más. El comandante miró al aviador negro y retrocedió rápidamente.

– Cúbreme la espalda, Lincoln -dijo Tommy-. Espero no tardar demasiado.

No esperó a oír la respuesta del aviador negro. Sabiendo que si dudaba siquiera un segundo no podría hacer lo que debía, Tommy se acercó al borde del túnel. Había velas dispuestas, sobre salientes construidos a mano, a lo largo del estrecho túnel. Un cable de teléfono, de un centímetro y medio de grosor, probablemente sustraído de la parte posterior de un camión alemán y lo bastante resistente para sostener el peso de un hombre, estaba sujeto al borde del retrete. Tommy se sentó en el borde del túnel. El hombre situado debajo izó un cubo lleno de tierra y luego se apartó, apretándose contra el muro de tierra del túnel. Tommy asió el cable y, evocando los terrores de su infancia y un sinnúmero de angustiosas pesadillas, se deslizó lentamente por el agujero gélido y desierto que le aguardaba.

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