Tommy gozó con el tumulto que había provocado entre los asistentes al juicio. Todos parecían tener una opinión y la imperiosa necesidad de expresarla en voz alta. Las voces caían en cascada a su alrededor, reflejando una mezcla de curiosidad, ira y excitación. El coronel MacNamara tuvo que utilizar su martillo repetidas veces para imponer silencio a los kriegies que abarrotaban el teatro. A su espalda, el ambiente entre la multitud de aviadores parecía cargado de electricidad. Si el juicio de Lincoln Scott por el asesinato de Vincent Bedford se había convertido en el espectáculo del lugar, Tommy le había conferido, mediante una sola maniobra, una mayor fascinación, en especial a los centenares de hombres afectados por el aburrimiento y la angustia de su cautiverio.
A la décima vez que MacNamara pidió orden en la sala, los hombres se calmaron lo bastante para que la sesión continuara. Walker Townsend se había levantado y gesticulaba como un poseso. Al igual que el comandante Clark, cuyo rostro rubicundo presentaba en esos momentos un color más acentuado que el habitual. Tommy pensó que parecía a punto de estallar.
– ¡Señoría! -gritó Townsend-. ¡Esto es inaudito!
MacNamara volvió a dar golpes de martillo, aunque en la sala reinaba el suficiente silencio para que pudieran proseguir.
– ¡Protesto enérgicamente! -insistió el capitán de Virginia-. ¡Llamar al estrado a un miembro de una fuerza enemiga en medio de un juicio americano es improcedente!
Tommy guardó silencio unos momentos, esperando que MacNamara asestara otro golpe contundente con el martillo, cosa que el oficial superior americano hizo, tras lo cual se volvió hacia la defensa. Tommy avanzó un paso y así logró apaciguar con más eficacia los ánimos de los asistentes. Los kriegies callaron y se inclinaron hacia delante para no perder palabra.
– Coronel -empezó Tommy con lentitud-, el argumento de que esta petición es improcedente no se tiene en pie, ya que todo el proceso es improcedente. El capitán Townsend lo sabe, y la acusación se ha aprovechado de la relajación de las reglas ordinarias que presiden un tribunal de justicia militar. El fiscal protesta porque le he cogido desprevenido. Al comienzo de este juicio, usted prometió a la defensa y a la acusación que les concedería suficiente margen de tolerancia con el fin de averiguar la verdad. También prometió a la defensa que podríamos llamar a cualquier testigo que pudiera ayudarnos a demostrar la inocencia del acusado. Me limito a recordárselo al tribunal. De paso, le haré notar que nos hallamos aquí en circunstancias especiales y únicas, y que es importante que todos comprobemos que la justicia de las reglas elementales de nuestro sistema judicial son aplicadas democráticamente. En especial el enemigo.
Volvió a cruzarse de brazos, pensando que su breve discurso habría resultado más eficaz con una banda de viento interpretando America the Beautiful como telón de fondo, pues habría tenido el doble efecto de enfurecer a MacNamara y colocarlo al instante en una posición en que no podía rechazar la petición de Tommy. Éste lo miró a los ojos, sin molestarse en ocultar una sonrisa de satisfacción.
– Teniente -repuso MacNamara con frialdad-, no tiene usted que recordar al tribunal sus deberes y responsabilidades en tiempos de guerra.
– Me alegra oírlo, señoría. -Tommy sabía que se la estaba jugando.
– Señoría -dijo Townsend furioso-, sigo sin comprender cómo este tribunal puede permitir que un oficial de un ejército enemigo sirva de testigo. ¿Cómo haremos para no dudar de su veracidad?
No bien hubo hablado, Townsend pareció arrepentirse de haberlo hecho, pero era demasiado tarde. Con una sola frase, había ofendido a dos hombres.
– El tribunal es muy capaz de determinar la veracidad de cualquier testigo, capitán, al margen de su procedencia y de sus lealtades -replicó MacNamara tajante, con un tono más cáustico que nunca.
Tommy miró de hurtadillas a Heinrich Visser. El alemán se había puesto de pie. Estaba pálido, con la mandíbula crispada. Miraba a Townsend con los párpados entrecerrados, como si acabara de recibir la bofetada de un rival.
Las cosas salían a pedir de boca para Tommy. Visser estaba furioso por haber sido llamado a declarar, pero el americano sospechaba que sin duda lo que más le había indignado era que alguien hubiera puesto en duda su impecable integridad nazi. Nada es más irritante que oírse llamar mentiroso antes de que uno haya tenido ocasión de abrir la boca.
MacNamara se frotó la barbilla y la nariz, tras lo cual se volvió hacia el alemán manco.
– Hauptmann -dijo con voz pausada-, me inclino a permitir esto. ¿Está usted dispuesto a declarar?
Visser dudó. Tommy le vio sopesar en aquellos segundos varios factores. Abrió la boca para responder, pero de improviso se oyó una voz proveniente del fondo del teatro que gritaba a voz en cuello:
– ¡Por supuesto que el Hauptmann prestará declaración, coronel!
Los asistentes volvieron la cabeza al unísono para ver al comandante Von Reiter en la entrada. Echó a andar por el pasillo central al tiempo que sus lustrosas botas de montar negras resonaban sobre el suelo de madera como disparos de pistola.
Von Reiter se plantó en el centro de la sala, se cuadró y efectuó un breve saludo y una reverencia simultáneamente.
– Como es lógico, coronel -dijo con tono enérgico-, el Hauptmann quedará eximido de revelar datos militares. Y no podrá responder a preguntas que puedan comprometer secretos de guerra. Pero, por lo que respecta a sus conocimientos sobre este crimen, creo que su experiencia será muy útil al tribunal a la hora de determinar la verdad de este desdichado acontecimiento.
Von Reiter se volvió un poco, haciendo una señal de asentimiento con la cabeza a Visser, antes de añadir:
– ¡Yo mismo respondo de su integridad, coronel! El Hauptmann Visser tiene en su haber muchas condecoraciones. Es un hombre de honor intachable y respetado por sus subordinados. Por favor, proceda a tomarle juramento.
Visser, con expresión impertérrita, se dirigió lentamente y de mala gana hacia el estrado, tanto más, pensó Tommy, cuando que ahora tenía la aprobación de Von Reiter y sin duda imaginaba que éste trataría de sacar alguna ventaja política de su declaración. Saludó con energía al comandante del campo y se volvió luego hacia MacNamara.
– Estoy preparado, coronel -le dijo.
El oficial superior americano le ofreció la Biblia y le indicó que ocupara la silla de los testigos.
– Señor -dijo el capitán Townsend tratando por última vez de salirse con la suya-, protesto una vez más.
MacNamara torció el gesto y meneó la cabeza.
– Aquí tiene a su testigo, teniente Hart. Puede usted interrogarlo.
Tommy asintió. Observó una pequeña y malévola sonrisa en el rostro de Von Reiter cuando éste ocupó un asiento junto a la ventana, sentándose en el borde de la silla con el torso inclinado hacia delante, al igual que los prisioneros del campo, pendiente de cada palabra que se dijera. Luego Tommy se volvió hacia Visser. Durante unos momentos, trató de interpretar la actitud corporal del alemán, su cabeza ladeada, los ojos entrecerrados, la crispación de la mandíbula y la forma en que había cruzado las piernas. «Es un hombre capaz de odiar con facilidad», pensó Tommy. El problema que se le planteaba era descifrar sus aversiones y hallar las adecuadas para ayudar a Lincoln Scott, aunque comprendió, por la furibunda mirada que Visser dirigió a Townsend, que la acusación, al poner en tela de juicio la integridad del alemán, ya había ayudado a Tommy en su afán de alcanzar el meollo de Visser.
– Diga su nombre completo y rango, para que conste en acta, Hauptmann -dijo Tommy tras un ligero carraspeo.
– Hauptmann Heinrich Albert Visser. En la actualidad ostento el rango de capitán en la Luftwaffe, asignado recientemente al campo de prisioneros de aviadores aliados número 13.
– ¿Sus obligaciones incluyen la administración del campo?
– Sí.
– ¿Y la seguridad del mismo?
Tras dudar unos segundos, Visser asintió con la cabeza.
– Desde luego. Es una obligación que todos cumplimos, teniente.
«Sí -pensó Tommy- pero tú más que otros.» No obstante se abstuvo de manifestarlo en voz alta.
Visser habló con voz sosegada y lo bastante alta como para que le oyeran todos los presentes.
– ¿Dónde aprendió a hablar inglés?
Visser hizo otra pausa y se encogió ligeramente de hombros.
– De los seis a los quince años viví en Milwaukee, en Wisconsin, en casa de mi tío tendero -respondió-. Cuando su negocio se hundió durante la Depresión, toda la familia regresó a Alemania, donde yo completé mis estudios y seguí perfeccionando mi inglés.
– ¿Cuándo partió usted de América?
– En 1932. Ni mi familia ni yo teníamos motivos para quedarnos allí. Por otra parte, en nuestra nación se estaban registrando unos acontecimientos de gran importancia, en los que estábamos llamados a participar.
Tommy asintió. No era difícil deducir a qué acontecimientos se refería Visser, el nazismo, la quema de libros o la brutalidad. Durante unos momentos observó a Visser con fijeza. Sabía por Fritz Número Uno que el padre de Visser ya era miembro del partido nazi cuando el adolescente regresó a Alemania. Su inmediato legado probablemente había consistido en la Escuela y las juventudes hitlerianas. Tommy se impuso prudencia hasta lograr sonsacar a Visser lo que necesitaba. Pero su próxima pregunta no fue cauta ni prudente.
– ¿Cómo perdió el brazo, Hauptmann?
El rostro de Visser permaneció impávido, congelado, como si el hielo que exhalaban sus ojos fuera el mejor sistema de ocultar la furia que ardía debajo de la superficie.
– Cerca de la costa de Francia, en 1939 -respondió cortante.
– ¿Un Spitfire?
Visser esbozó una pequeña y cruel sonrisa.
– El Spitfire británico es un caza propulsado por un motor Merlin de la Rolls-Royce capaz de alcanzar velocidades superiores a los quinientos kilómetros por hora. Está armado con ocho metralletas del calibre cincuenta de fuego secuencial, cuatro montadas en cada ala. Uno de esos magníficos aviones me pilló desprevenido cuando cumplía una misión rutinaria de escolta. Un desgraciado accidente, aunque logré saltar en paracaídas y salvarme. No obstante, una bala me destrozó el brazo, que me fue amputado en el hospital.
– De modo que ya no puede volar.
– Eso parece, teniente. -Visser emitió una ácida carcajada.
– Pero en 1939, justamente cuando Alemania había alcanzado sus mayores triunfos, usted no estaba dispuesto a renunciar a su carrera en el ejército.
– Nuestros triunfos, como usted los llama, eran la envidia del mundo entero.
– Usted no quería retirarse, a pesar de su herida, ¿no es así? Era joven, ambicioso y deseaba seguir formando parte de esa grandeza.
El alemán tardó unos instantes en responder.
– Es cierto -dijo al cabo de unos segundos midiendo sus palabras-. No quería renunciar a ello. Era joven y, pese a mi herida, fuerte. Tanto física como anímicamente, teniente. Estaba convencido de poder aportar aún mucho a mi patria.
– De modo que fue instruido en otras materias, ¿no es así?
Visser volvió a vacilar.
– Supongo que no hay ningún mal en reconocerlo. Sí, fui instruido en otras materias y me asignaron otras misiones.
– Ese adiestramiento no tenía nada que ver con pilotar un caza, si no me equivoco.
– Efectivamente -repuso Visser sonriendo-. Nada que ver.
– Le instruyeron en operaciones de contraespionaje, ¿no es cierto?
– No responderé a esa pregunta.
– Bien -dijo Tommy con cautela-, ¿tuvo usted oportunidad de estudiar técnicas y tácticas policiales modernas?
Visser volvió a reflexionar antes de dar una respuesta.
– Sí, tuve esta oportunidad -contestó por fin.
– ¿Y adquirió experiencia en esta materia?
– Estoy bien instruido, teniente. Siempre he terminado mis estudios, en la academia de aviación, en lenguas y en técnicas forenses, con la nota máxima. En la actualidad asumo las obligaciones que me encomiendan mis superiores e intento cumplirlas lo mejor posible.
– Y una de esas obligaciones fue la investigación del asunto que nos trae aquí. El asesinato del capitán Bedford.
– Esto es obvio, teniente.
– ¿Qué importancia puede tener para las autoridades alemanas el asesinato de un oficial aliado en un campo de prisioneros de guerra? ¿Por qué se interesaron en ello sus superiores?
Visser dudó unos segundos.
– No responderé a esa pregunta -contestó.
Un murmullo recorrió la sala.
– ¿Por qué se niega a hacerlo? -inquirió Tommy.
– Es un asunto que afecta a la seguridad, teniente. Es cuanto estoy dispuesto a decir.
Tommy cruzó los brazos, tratando de hallar otra ruta para obtener la respuesta, pero en aquellos momentos no se le ocurrió ninguna. No obstante, en su fuero interno tomó nota de un concepto significativo: si el asesinato de Trader Vic no fuera importante para los alemanes, no habrían enviado a un hombre como Visser al campo de prisioneros.
– Teniente -terció el coronel MacNamara con brusquedad-, haga el favor de atenerse al interrogatorio del testigo.
Tommy asintió con la cabeza, aunque al mismo tiempo se preguntó a qué venían esas prisas.
– De modo -dijo-, que de todos los hombres que han declarado desde este estrado, y de todos los hombres implicados en este caso hasta la fecha, cabe decir que usted es el único instruido en investigaciones y procedimientos criminales, ¿no es así? El único instruido en esta materia que examinó el cadáver de Trader Vic y la escena del crimen. El único auténtico experto que ha investigado este crimen.
– ¡Protesto! -gritó Walker Townsend.
– ¡Protesta denegada! -se apresuró a responder MacNamara-. ¡Responda, Hauptmann!
– Bien, teniente -repuso Visser con seguridad-, su compatriota, el teniente de aviación Renaday, tiene ciertos conocimientos rudimentarios basados en sus primitivas experiencias en un cuerpo de policía rural. El teniente coronel de aviación Pryce, que ya no se encuentra aquí, tenía una considerable experiencia en estos temas. Al parecer, el capitán Townsend también está bien instruido en estos procedimientos. -El alemán no ocultó su sonrisa de satisfacción al asestar un golpe contra el fiscal-. Todo ello hace que me pregunte cómo se le ocurrió concebir un escenario tan absurdo y ridículo para explicar este crimen.
Townsend golpeó la mesa con las palmas de ambas manos al tiempo que se levantaba gritando:
– ¡Protesto! ¡Protesto! ¡Protesto!
Visser calló, no sin esbozar una despectiva sonrisa de falsa cortesía mientras Townsend replicaba furioso. Detrás de Tommy, los kriegies prorrumpieron de nuevo en acalorados murmullos. Docenas de voces rivalizaban por hacerse oír.
Tras asestar varios golpes con el martillo, el coronel MacNamara logró imponer orden en la sala.
– Hauptmann -dijo volviéndose hacia Visser-, le agradecería que se limitara a responder a las preguntas que le formulen, sin añadir comentarios personales.
– Por supuesto, Herr coronel -repuso el alemán-. Lo expresaré de otro modo: mi examen de la escena del crimen y las pruebas recogidas hasta el momento indican unos sucesos distintos de los que se han expuesto aquí. ¿Lo prefiere así, señoría? ¿Desea que elimine los términos «absurdo» y «ridículo»? -preguntó Visser pronunciando estas palabras con evidente desdén.
– Sí -respondió MacNamara-. Precisamente.
Tommy tuvo la impresión de que el odio que llenaba la sala podía palparse. Se dijo que sería mejor abordar el asunto de inmediato.
– Aclaremos una cosa antes de continuar hablando del caso, Hauptmann. Usted nos odia, ¿no es así? -dijo después de carraspear dos o tres veces.
Visser sonrió.
– ¿Cómo dice?
– Que nos odia -repitió Tommy haciendo un gesto con el brazo para indicar a los kriegies congregados en la sala-. Nos odia sin conocernos. Simplemente porque somos americanos o británicos; aliados, en una palabra. Usted me odia, odia al capitán Townsend, al teniente de aviación Renaday, al coronel MacNamara y a todos los hombres sentados en esta sala. ¿No es cierto, Hauptmann?
Visser dudó unos instantes y luego se encogió de hombros.
– Ustedes son el enemigo. Hay que odiar a los enemigos de la patria.
Tommy respiró hondo.
– Esa es una respuesta demasiado fácil, Hauptmann. Parece un escolar que se ha aprendido la lección de memoria. Su odio va más allá.
Visser hizo de nuevo una pausa, midiendo bien sus palabras y pronunciándolas con voz sosegada, dura, fría.
– Nadie que haya sido herido como lo he sido yo, que haya visto a su familia, a su madre, padre y hermanas, asesinada por bombardeos terroristas, como he visto yo, y que recuerda toda la hipocresía y las mentiras dichas por su nación, puede evitar sentir ira y odio, teniente. ¿Responde esto mejor a su pregunta?
Las palabras de Visser eran como una lluvia glacial. Cada palabra golpeó a los espectadores, pues sus palabras eran, de algún modo, compartidas por sus enemigos. En aquel segundo, Visser consiguió recordar a todos que más allá de la alambrada el mundo estaba enzarzado en una guerra a muerte y que todos lamentaban no participar en ella.
– Debe de ser duro para usted encontrarse aquí -comentó Tommy lentamente-, encargado de mantener vivos a unos hombres que preferiría ver muertos.
La sonrisa de Visser no se desplazó un milímetro cuando respondió:
– Esto es casi totalmente cierto, señor Hart.
Tommy se detuvo, perplejo.
– ¿Casi totalmente? -preguntó.
Visser asintió con la cabeza.
– La única excepción, señor Hart, es su cliente. El aviador Schwarze, Scott, el cual me es indiferente.
Este comentario desconcertó a Tommy, que formuló su próxima pregunta un tanto precipitadamente, sin pensar en lo que decía.
– ¿Puede usted explicarse mejor?
Visser se encogió de hombros, casi como si ese gesto le diera tiempo suficiente para conferir a su voz un tono despectivo.
– A los negros no los consideramos humanos -dijo con calma, mirando a Lincoln Scott-. Al resto de ustedes, sí, son el enemigo. Pero él es simplemente una bestia mercenaria empleada por las fuerzas aéreas de su país, teniente. No es distinto que el perro de un Hundführer que patrulla junto a la alambrada del campo. Uno puede temer a ese perro, teniente, e incluso respetarlo debido a sus dientes, sus garras y su devoción al amo. Pero sigue siendo poco más que un animal adiestrado.
Tommy no tuvo que volverse para ver cómo Lincoln Scott se ponía rígido y crispaba los puños. Confiaba en que lograra controlarse. Tommy percibió un murmullo entre los kriegies que abarrotaban la sala, como un viento persistente soplando a través de las copas de los árboles, y comprendió que Visser acababa de contribuir a que el juicio de Lincoln Scott traspasara una línea importante.
Tommy se frotó la barbilla durante unos momentos.
– ¿Qué hace que un hombre sea un hombre, Hauptmann?
Visser no respondió de inmediato, sino que dejó que una sonrisa se extendiera sobre su rostro. Las cicatrices que tenía en las mejillas debidas a su encontronazo con el Spitfire parecían relucir. Por fin, se encogió de hombros.
– Es una pregunta compleja, teniente, que ha confundido a filósofos, clérigos y científicos desde hace siglos. No pretenderá que yo la responda aquí, hoy, en este tribunal militar.
– No, Hauptmann, pero quiero que nos ofrezca su propia definición. Su definición personal.
Visser se detuvo para reflexionar antes de responder.
– Existen muchos factores, teniente Hart. Sentido del honor. Valor. Dedicación. Combinados con la inteligencia, con la capacidad de razonar.
– ¿Unas cualidades que el teniente Scott no posee?
– No en grado suficiente.
– ¿Se considera usted un hombre inteligente e instruido, Hauptmann? ¿Un hombre de mundo?
– Desde luego.
Tommy decidió arriesgarse. Temía que la indignación que le provocaban las arrogantes respuestas del fanático alemán dominara sus emociones y se esforzó en conservar en la medida de lo posible la frialdad de su voz y la precisión de sus preguntas. Al mismo tiempo confiaba en ser capaz de recodar lo que había aprendido en el instituto. Los profesores de allí insistían en que convenía memorizar algunas grandes obras, porque algún día podía resultar necesario recitar un pasaje de las mismas. Tommy confió en que ésta fuera una de esas ocasiones.
– Ah, un hombre instruido e inteligente debe de conocer a los clásicos, supongo. Dígame, Hauptmann, ¿reconoce el siguiente pasaje?: «Arma virumque cano, Troiae qui primus ab oris Italiam fato profugus…»
Visser miró a Tommy Hart con aspereza.
– El latín es una lengua muerta, procedente de una cultura corrupta y decadente, y no figura entre mis conocimientos.
– De modo que no reconoce… -Tommy se detuvo-. Bien, no seré yo quien… -De pronto se volvió, dispuesto a arriesgarse-. ¿Teniente Scott? -preguntó en voz alta.
Scott se levantó de un salto. Miró al alemán esbozando a su vez una breve y cruel sonrisa.
– Cualquier hombre verdaderamente culto reconocería las primeras líneas de la Eneida de Virgilio -se apresuró a responder-. «Canto sobre armas y el hombre que en primer lugar llegó de las costas de Troya destinado al exilio en Italia…» ¿Quiere que siga, Hauptmann?«… multum ille et terris iactatus at alto Vi superam, saevae memorem lunoris ob iram…» Lo cual significa: «Zarandeado en tierra y en el mar por la intensa fuerza de los dioses debido a la persistente ira de la feroz Juno…»
Lincoln Scott permaneció inmóvil mientras recitaba las palabras del poeta. Los asistentes guardaron silencio durante un largo momento que pareció cargado de electricidad, después del cual Scott, sin perder su expresión de ira contenida, prosiguió en voz alta pero sosegada, sin apartar los ojos del alemán:
– Una lengua muerta, sí. Pero los versos hablan con tanta elocuencia hoy como hace siglos -dudó unos instantes antes de agregar-; pero quizá sea injusto, señor Hart, hacer a este hombre tan culto una pregunta sobre una lengua que desconoce. Quizá, Herr Hauptmann, pueda utilizar sus conocimientos para identificar esta frase: «Es irr der Mensch, so lang er strebt…»
Visser sonrió despectivamente.
– Me complace que el teniente haya leído también a los maestros alemanes. El Fausto de Goethe es una obra clásica en nuestros institutos y universidades.
Scott mostraba una expresión de fría satisfacción.
– Pero en Estados Unidos no tanto. ¿Hauptmann, tendría la bondad de traducirlo para los aquí presentes?
La sonrisa de Visser se disipó ligeramente al tiempo que asentía con la cabeza.
– «El hombre yerra, al tratar de resolver sus conflictos…» -repuso el alemán con tono enérgico.
– Estoy seguro de que comprende lo que quiso decir el poeta, Hauptmann -terminó Scott.
El aviador negro se sentó, haciendo una breve inclinación de la cabeza hacia Tommy. Tommy observó que hasta Walker Townsend se había quedado como hipnotizado por el diálogo mantenido. Miró a Visser y comprobó que mostraba un aspecto sereno, sin que al parecer el toma y daca le hubiera afectado. Tommy dudaba que en su fuero interno el alemán se sintiera tan tranquilo como aparentaba. Pensó que Visser era tan buen actor como policía, y sospechaba que parte de su fuerza obedecía a su habilidad para ocultar sus sentimientos. Tommy respiró hondo, recordando que el nazi permanecía alerta, al acecho, y era extremadamente venenoso.
– Así pues, Hauptmann, llegó el momento en que lo llamaron para que acudiera al Abort, donde había sido hallado el cadáver del capitán Bedford…
Visser cambió de postura y asintió con la cabeza.
– Veo que hemos terminado con las preguntas filosóficas para regresar al mundo real.
– De momento, así es, Hauptmann. Haga el favor de explicar a los presentes qué conclusiones sacó tras examinar la escena del crimen.
Visser se repantigó en su silla.
– Para empezar, teniente, el escenario del crimen no fue el Abort. El capitán Bedford fue asesinado en otro lugar y luego transportado hasta el Abort, donde su asesino abandonó el cadáver.
– ¿Cómo lo sabe?
– En el suelo del Abort había la huella ensangrentada de un zapato. Apuntaba hacia el cubículo donde se hallaba el cadáver. De haberse cometido el asesinato en ese lugar, la sangre habría caído en el zapato, al salir del Abort. Además, las manchas de sangre en el cadáver y en la zona del retrete indicaban que la mayor parte cayó en otro lugar.
Walker Townsend se levantó, abrió la boca para decir algo, cambió de opinión y volvió a sentarse.
– ¿Sabe dónde fue asesinado Trader Vic?
– No. No he descubierto el lugar del crimen. Sospecho que se han tomado medidas para ocultarlo.
– ¿Qué más dedujo al examinar el cadáver?
Visser sonrió una vez más y siguió hablando con tono satisfecho y seguro de sí.
– Como ha sugerido usted antes, teniente, al parecer el golpe que mató al capitán fue asestado por detrás por alguien que esgrimía un cuchillo estrecho de doble filo, sospecho que un puñal. El agresor empuñaba el arma en la mano izquierda, tal como ha deducido usted. Es la única explicación para el tipo de herida que presentaba el cuello de la víctima.
– ¿Y el arma que la acusación afirma que fue utilizada para cometer el asesinato?
– Habría producido una herida alargada, desgarrando los bordes de la misma, muy sangrienta. No la puñalada precisa que sufrió el capitán Bedford.
– Usted no ha visto esa otra arma, ¿no es así?
– La he buscado, pero sin éxito -repuso Visser con frialdad-. Un arma como ésa está verboten. Los prisioneros no pueden tenerla en su poder.
– De modo, Hauptmann, que el asesinato no se cometió en el lugar que cree la acusación; no ocurrió como asegura la acusación que ocurrió, no fue perpetrado con el arma con que la acusación afirma que fue perpetrado y ha dejado unas pruebas claras que indican unos hechos totalmente distintos. ¿Es ése el resumen de su testimonio?
– Sí. Una exposición exacta, señor Hart.
Tommy se abstuvo de decir lo obvio. Pero dejó que sus palabras flotaran a través de la sala el tiempo suficiente para que todos los kriegies presentes (que informaban de cada elemento del testimonio a los que estaban encaramados en las ventanas y a los que se hallaban en el exterior) pudieran llegar a idéntica conclusión.
– Gracias, Hauptmann. Ha sido muy interesante. Puede interrogar al testigo, capitán.
Tommy fue a sentarse al tiempo que Walker Townsend se levantaba del asiento. El capitán de Virginia parecía armado de paciencia, y mostraba también una pequeña sonrisa.
– Veamos si lo he comprendido, Hauptmann. Usted odia a los americanos, aunque vivió entre ellos casi una década…
– Odio al enemigo, sí, capitán, y ustedes son enemigos de mi país.
– Pero usted tenía dos países…
– Cierto, capitán. Pero mi corazón pertenecía a uno solo.
El capitán Townsend meneó la cabeza.
– Esto es evidente, Hauptmann. Bien, ¿cree realmente que el teniente Scott es un animal?
Visser asintió con la cabeza.
– Es rápido, es fuerte y ha recibido la instrucción necesaria para citar a grandes escritores, pero ocupa una posición inferior a la humana. Un guepardo es rápido, capitán, y el director de un zoo puede amaestrar a una foca para que ejecute unos trucos admirables. Le recuerdo, Herr capitán, que hace menos de un siglo, los propietarios de esclavos del estado del que usted proviene decían lo mismo sobre los esclavos que trabajaban en sus plantaciones de tabaco de sol a sol.
Townsend pareció sentirse momentáneamente atrapado por esta frase. El nazi era odioso, arrogante e impávido, absolutamente convencido de sus creencias. Tommy intuyó la furia que sentía el fiscal, enojado por el tono obstinado y prepotente que utilizaba Visser, pero sin saber hasta qué punto era éste capaz de perjudicar su caso. Tommy confiaba en que Townsend cayera en el lodazal creado por la arrogancia del nazi.
Pero no fue así.
En lugar de ello, el fiscal preguntó:
– ¿Por qué deberíamos creer nada de lo que usted dice?
Visser movió un poco los hombros.
– Me importa muy poco lo que crean o dejen de creer, capitán. Me tiene absolutamente sin cuidado que ejecutemos o no al teniente Scott, aunque preferiría que lo hiciéramos, porque no me parece de fiar. Lo cual, por supuesto, no es culpa suya, sino algo propio de su raza.
Townsend apretó los dientes.
– Le tiene sin cuidado, Hauptmann, pero ha subido al estrado, ha jurado decir la verdad y luego dice que Scott no cometió este asesinato…
Visser alzó su única mano para interrumpirle.
– Esto no fue lo que dije, capitán -replicó con tono divertido-. Ni siquiera lo he insinuado.
Townsend se detuvo. Arqueó una ceja y miró de hito en hito al testigo.
– Pero usted dijo…
– Lo que dije, capitán, fue que un experto vería con claridad que el asesinato no ocurrió como usted alega que ocurrió. No dije nada sobre Scott. De hecho, lo considero uno de los sospechosos principales y un hombre muy capaz de haber cometido el crimen, al margen de cómo se perpetrara.
Townsend se mostró satisfecho.
– Explíquenos cómo ha llegado a esa conclusión, Hauptmann…
Tommy se levantó apresuradamente.
– ¡Protesto, señoría!
MacNamara denegó con la cabeza.
– Usted mismo encendió este polvorín, teniente, y ahora debe atenerse a las consecuencias -le dijo-. Siéntese. Deje que el Hauptmann testifique. Ya tendrá usted oportunidad de interrogar de nuevo al testigo cuando el capitán Townsend haya concluido su turno de repreguntas.
– Utilizando su singular experiencia, naturalmente, Hauptmann -se apresuró a añadir Townsend.
– La prueba de las manchas de sangre en la ropa del teniente Scott es muy interesante -dijo el alemán tras unos segundos de reflexión-. Sobre todo las manchas en la cazadora, situadas de una forma que indica que alguien transportó el cadáver a hombros. Esto ya se ha comentado aquí. A pesar del entretenido espectáculo ofrecido por el teniente Hart con el cuchillo de fabricación casera perteneciente a Scott, quedó claro que el arma utilizada en el crimen…
– Pero usted dijo… -le interrumpió Townsend.
– Yo dije que el golpe mortal fue asestado con el otro cuchillo. El que no conseguimos hallar. Pero el capitán Bedford sufrió también unas heridas denominadas «defensivas» en las manos y el pecho. Éstas indican que se resistió, siquiera unos instantes, a su agresor, al hombre armado con este cuchillo de fabricación casera.
Durante unos instantes Townsend parecía confundido.
– ¿Pero por qué iba a ir alguien armado…?
– No se trata de una persona armada con los dos cuchillos, capitán. Las pruebas indican claramente que en este asesinato estuvieron implicados dos hombres. Mejor dicho: un hombre acompañado por su lacayo asesino, el negro Scott. Uno que se situó delante, para atraer la atención del capitán Bedford, mientras el segundo hombre, que se acercó sigilosamente, le atacaba por detrás.
Los kriegies, que llevaban un buen rato conteniendo sus emociones, no pudieron por menos de volverse hacia sus vecinos y dar rienda suelta a unas exclamaciones de asombro, sorpresa y perplejidad al oír ese testimonio. Las voces de los aviadores aliados prorrumpieron como una excitada y confusa ola que se precipitó a través de la sala hasta alcanzar a los hombres sentados al frente de la misma. Tommy no se volvió hacia ninguno de los dos hombres que permanecían junto a él, sino que tomó nota de varias e interesantes reacciones. Townsend parecía momentáneamente desconcertado, con la boca entreabierta. Visser había recobrado su aire de satisfacción y estaba repantigado en la silla, emanando un aire de superioridad. Reiter, sentado a un lado de la sala, había entrecerrado los párpados y mostraba una expresión de concentración intensa. En el centro del tribunal, el coronel MacNamara lucía un semblante pálido, demudado, la frente surcada por arrugas de preocupación.
En aquel segundo, Tommy pensó que la arrogante opinión del nazi había tenido un significado distinto para cada hombre.
El confuso sonido de las voces de los kriegies tratando de hacerse oír despertó por fin de su trance al coronel MacNamara, quien se aprestó a asestar unos enérgicos golpes con su martillo, tratando de imponer orden. El ruido cesó rápidamente.
En el repentino silencio que cayó sobre la sala, Townsend avanzó hacia el testigo esbozando también una sonrisa de víbora.
– Entiendo, Hauptmann. Un hombre poseía un arma. Un solo hombre fue visto fuera del barracón la noche del asesinato. Al día siguiente un hombre llevaba las botas y la cazadora manchadas de sangre. Un hombre sentía el suficiente odio para matar. Motivo, oportunidad, medios. Pero usted cree que dos hombres cometieron el crimen. Y basa esta fantástica suposición en la excelente instrucción que ha recibido del ejército alemán… -Townsend deslizó una larga pausa entre sus palabras, tras lo cual prosiguió con una voz cargada con el acento sureño propio de su estado natal-. ¡Vaya, vaya, Hauptmann! ¡No me extraña que los alemanes estén perdiendo esta guerra!
Visser se puso rígido al instante y dejó de sonreír.
– No haré más preguntas a este experto -dijo Townsend con tono sarcástico agitando los brazos exageradamente hacia el alemán-. Se lo devuelvo, Tommy. ¡A ver si consigue algo útil de él! -Townsend regresó a su sitio en un par de zancadas y se sentó.
Tommy se levantó, pero no se apartó de la mesa de la defensa.
– Brevemente, señoría -dijo dirigiendo una rápida mirada a MacNamara-. De nuevo, Hauptmann, le pregunto: ¿por qué está usted aquí?
– Estoy aquí porque usted me llamó a declarar, teniente -respondió Visser secamente.
– No, Hauptmann. ¿Por qué está aquí? En este campo. Vamos, vamos, ¿por qué?
Visser mantuvo la boca cerrada.
– ¿Por qué consideran los alemanes el asesinato del capitán Bedford un hecho que merece ser investigado? ¿Y por qué enviaron a este campo a alguien tan importante como usted?
Visser permaneció en silencio, pero no así el coronel MacNamara.
– ¡Teniente! -tronó-. Ya trató con anterioridad de formular esas preguntas y fracasó. ¡Sobrepasan con mucho el ámbito de las repreguntas de Townsend! ¡No las permitiré! Puede retirarse, Hauptmann Visser. Gracias por su testimonio -agregó.
El alemán se levantó, se cuadró, saludó al tribunal con gesto enérgico y miró enojado a su superior. Luego regresó a su asiento y asumió de nuevo su papel de observador. Extrajo uno de sus cigarrillos marrones y delgados de una pitillera de plata y se inclinó hacia el estenógrafo que estaba sentado a su lado, quien después de rebuscar en sus bolsillos sacó una cerilla.
El coronel MacNamara aguardó irnos momentos, tras lo cual se volvió hacia Tommy.
– ¿Qué más nos tiene reservado, teniente?
– Un último testigo, coronel. La defensa llama al teniente Lincoln Scott -dijo Tommy con firmeza.
MacNamara empezó a asentir con la cabeza pero la señal de conformidad se convirtió en seguida en un gesto negativo. Miró al comandante Von Reiter, antes de fijar de nuevo los ojos en Tommy.
– ¿El acusado es su último testigo?
– Sí señor.
– En ese caso oiremos su declaración por la mañana. Así habrá tiempo para que usted interrogue al testigo, para el turno de repreguntas por parte del fiscal y para los alegatos finales. Luego el tribunal iniciará sus deliberaciones. -El coronel sonrió con aspereza-. Esto dará a ambas partes un poco más de tiempo para prepararse.
Luego asestó un golpe contundente con el martillo, suspendiendo la sesión.