La acusación desarrolló su caso contra Scott de forma sistemática a lo largo de la jornada, siguiendo la progresión que Tommy imaginaba. El evidente racismo de Bedford, las pullas, ofensas, acusaciones y los prejuicios del profundo Sur emergieron en una declaración tras otra de los testigos. Como telón de fondo aparecía la invariable descripción de Lincoln Scott como un hombre aislado, solitario, lleno de ira, a quien Trader Vic había provocado con sus continuas manifestaciones de desprecio hasta que lo indujo a asesinarlo.
El problema, según comprendió Tommy, era que llamar «negrata» a un hombre no era un delito. Como tampoco lo era llamar «negrata» a un hombre que había arriesgado repetidamente su vida para salvar a tripulaciones de aviadores blancos, aunque debiera serlo. El verdadero delito, era el asesinato, y durante todo el día, el tribunal, los observadores alemanes y todos los kriegies del Stalag Luft 13 congregados en la sala no oyeron por parte de los testigos llamados a declarar otra cosa que lo que todos consideraban un motivo absolutamente razonable para cometer aquel acto desesperado.
En cierto aspecto macabro, no dejaba de tener sentido: Trader Vic era un cabrón racista y cruel, y Scott no podía por menos de ser consciente de ello. Ni alejarse de él. Por consiguiente habría matado al sureño antes de que Bedford aprovechara la oportunidad de hacer que su odio se concretara en una acción violenta y Scott debía morir por habérsele adelantado.
Tommy se preguntó si ésta no sería una variante de una historia que se había repetido en docenas de remotas salas de tribunales rurales desde Florida hasta Alabama, pasando por Georgia, las dos Carolinas, Tennessee, Arkansas y Misisipí. En cualquier lugar donde siguieran ondeando las Barras y Estrellas.
El que tuviera lugar en un bosque de Baviera se le antojaba tan tremendo como inexplicable.
Sentado ante la mesa de la defensa, escuchó mientras otro testigo atravesaba la sala atestada de hombres y ocupaba su lugar en el estrado.
El juicio se había prolongado hasta última hora de la tarde. Tommy escribió unas notas en una de sus preciosas hojas de papel, tratando de preparar las preguntas que formularía al testigo cuando le tocara el turno, pensando en lo sólido que resultaba el caso de la acusación. Scott se hallaba atrapado en un círculo vicioso: por inaceptable que fuera el trato que Trader Vic había dispensado al aviador de Tuskegee, esto no justificaba su asesinato. Por el contrario, la situación incidía en el más sutil de los temores que experimentaban muchos de los miembros blancos de las fuerzas aéreas: que Lincoln Scott representaba una amenaza para todos ellos, una amenaza para sus futuros y sus vidas, por el mero hecho de ostentar con orgullo un color de piel distinto. Lincoln Scott, con su inteligencia, sus dotes atléticas y su arrogancia se había convertido en un enemigo más peligroso que los guardias alemanes apostados en las torres de vigilancia. Tommy creía que esta transformación constituía el meollo del caso presentado por la acusación, y por más vueltas que le daba no sabía cómo explotarla. Sabía que tenía que presentar a Scott como un simple kriegie, un prisionero de guerra. Un hombre que padecía como todos, que experimentaba los mismos temores, que se sentía solo y deprimido y se preguntaba si algún día regresaría a casa.
El problema, comprendió, era que cuando hiciera subir a Scott al estrado, el aviador negro aparecería inevitablemente tal como era: inteligente, fuerte, enérgico, intransigente y rudo. Era tan improbable que Lincoln Scott apareciera como un hombre tan vulnerable como el resto de los prisioneros, que como un espía capturado por la Gestapo. Tommy dedujo que tampoco era probable que los hombres que estaban pendientes de cada palabra que se decía en el estrado comprendieran que en el Stalag Luft 13 todos eran, con las lógicas diferencias, iguales. Ni mejores ni peores que sus compañeros.
Había conseguido algunos pequeños triunfos. Había conseguido que cada testigo declarara que no había sido Scott quien había iniciado la tensión entre él y Vic. También había puesto de relieve, a través de todos los hombres que habían subido al estrado, que Scott no obtenía nada especial. Ni más comida ni privilegios adicionales. Nada que hiciera su vida más agradable, y sí mucho, en cambio, gracias a Vincent Bedford, que hiciera su vida más ingrata.
Pero aunque el poner estas cosas de manifiesto había ayudado, la esencia del caso se mantenía incólume. La compasión no era duda, y Tommy lo sabía. La compasión tampoco constituía una línea de defensa, sobre todo para un inocente. Es más, en cierto modo, empeoraba las cosas. Cada kriegie se había preguntado, en algún momento, dónde residía su propio límite. En qué punto los temores y las privaciones a los que se enfrentaban a diario desbordarían el control que tenía sobre sus emociones. Todos habían visto a hombres enloquecidos por el síndrome de la alambrada al tratar de fugarse, para acabar, con suerte, en la celda de castigo, y si no tenían suerte, en la fosa común que había detrás del barracón 113. Lo que la acusación pretendía era avanzar lenta pero de forma sistemática hasta poner al descubierto el límite de Scott.
El coronel MacNamara, sentado frente a él, tomaba juramento a un testigo. El hombre alzó la mano y juró decir la verdad, al igual que ante un tribunal normal. MacNamara, pensó Tommy, cuidaba al máximo todos los detalles con el fin de dar un mayor aire de autenticidad al asunto. Quería que el juicio pareciera real y no una burda farsa montada en un campo de prisioneros y con un jurado manipulado.
– Diga su nombre para que conste en acta -tronó MacNamara como si existieran actas oficiales, mientras el testigo se sentaba rígidamente en la silla y Walker Townsend se aproximaba a él. El testigo era uno de los compañeros de cuarto. Murphy, el teniente de Springfield, Massachusetts, que se había encarado con Tommy en el pasillo, uno de los hombres que habían provocado más conflictos durante la semana pasada. Era bajo y delgado, no llegaba a los treinta años y tenía las mejillas salpicadas por unas pocas pecas que le quedaban de la infancia. Era pelirrojo y le faltaba un diente, cosa que trataba de ocultar cuando sonreía.
Tommy miró sus notas. El teniente Murphy figuraba hacia la mitad de la lista de testigos que le había proporcionado Townsend, pero le habían llamado a declarar en primer término. Amenazas y antipatía entre el difunto y el acusado. No se podían ver ni en pintura. Eso fue lo que Tommy vio en sus notas. Asimismo, sabía que Murphy era uno de los hombres que le había visto con la tabla manchada de sangre. Pero sospechaba que si le interrogaba al respecto, mentiría.
– Es el último testigo que declarará hoy -les informó MacNamara-. ¿No es así, capitán?
Walker Townsend asintió con la cabeza.
– Sí, señor -respondió. En sus labios se dibujaba una sonrisa. Tras unos instantes de vacilación, el fiscal pidió a Murphy que describiera las circunstancias de su llegada al Stalag Luft 13. También pidió al teniente que les ofreciera unos breves datos sobre su persona, combinando ambas cosas, de forma que todos los hombres que estaban presentes en la sala pensaran que la historia de Murphy era análoga a la suya.
Cuando el testigo comenzó a declarar, Tommy no prestó mucha atención. Estaba obsesionado con la idea de que se hallaba más próximo a la verdad sobre el asesinato de Trader Vic, aunque el motivo se le escapaba. El problema era obtener esta versión alternativa de uno de los testigos, pues, por más vueltas que le daba, no sabía cómo conseguirlo. Scott era quien le había acompañado en la visita nocturna al lugar donde él creía que se había cometido el asesinato. Pero Scott era la persona menos indicada para relatar esta historia desde el estrado. Parecería una historia fantástica destinada a apoyar su inocencia. Daría la impresión de que Scott trataba de protegerse. Sin la tabla manchada de sangre para respaldar su versión, todo tendría la apariencia de una burda mentira.
Tommy sintió náuseas. La verdad es transparente, las mentiras tienen sustancia.
Respiró hondo, mientras Walker Townsend seguía formulando a Murphy las acostumbradas preguntas sobre sus orígenes, que el teniente respondía rápida y solícitamente.
«Estoy perdiendo», pensó.
Peor aún. Con cada minuto que pasa, un hombre inocente se halla más próximo al pelotón de fusilamiento.
Tommy miró a Scott de reojo. Sabía que el aviador negro era consciente de esto. Pero su rostro seguía siendo el de una máscara imperturbable. Lucía la habitual expresión de ira profunda y contenida.
– Bien, teniente -dijo Townsend alzando la voz y haciendo un ademán al hombre que ocupaba la silla de los testigos. Hizo luego una pausa, como para impartir mayor peso a su pregunta-: Es usted de Massachusetts, ¿no es cierto?
Tommy, preocupado por los diversos pensamientos que se agolpaban en su mente, seguía sin prestar mucha atención. Townsend formulaba sus preguntas con un talante lánguido, parsimonioso, empleando un estilo distendido y amable que inducía un estado de distraída placidez en la defensa. A los fiscales, pensó Tommy, les gustaba el peso del testimonio tanto como la espectacularidad. Diez personas repitiendo lo mismo una y otra vez era preferible a una persona recitándolo con tono enfático.
Pero la siguiente pregunta llamó la atención de Tommy.
– Massachusetts es un estado cuyo clima progresista y civilizado en materia racial es bien conocido en toda la Unión, ¿no es así, teniente?
– Sí, capitán.
– ¿No fue uno de los primeros en crear un regimiento compuesto enteramente por negros en la guerra de Secesión? ¿Un valeroso grupo dirigido por un insigne comandante blanco?
– En efecto, señor…
Tommy se levantó.
– Protesto. ¿A qué viene esta lección de historia, coronel?
– Le concederé cierto margen de tolerancia -respondió MacNamara haciendo un gesto ambiguo con la mano-, siempre que el fiscal procure ir al grano.
– Gracias -contestó Townsend-. Me apresuraré. Usted, teniente Murphy, es de Springfield. Ha residido toda su vida en esa hermosa ciudad de ese estado, famosa por ser el lugar natal de nuestra revolución. Bunker Hill, Lexington, Concord…, esos importantes lugares están cerca de Springfield, ¿no es cierto?
– Sí señor. En la parte oriental del Estado.
– Y durante su infancia, no era raro que tratara con negros, ¿cierto?
– Cierto. Tuve a muchos compañeros negros en la escuela y en el trabajo.
– De modo, teniente, que no se le puede calificar de racista.
Tommy volvió a levantarse.
– ¡Protesto! El testigo no puede llegar a esa conclusión sobre su persona.
– Capitán Townsend -intervino MacNamara-, le ruego que vaya al grano.
Townsend volvió a asentir.
– Sí señor. Lo que me propongo, señor, es demostrar a este tribunal que aquí no existe una conspiración sureña contra el teniente Scott. No sólo hemos escuchado la declaración de hombres provenientes de estados que se separaron de la Unión. Los llamados «estados eslavistas». Me propongo, señoría, demostrar que hombres procedentes de estados con una larga tradición de coexistencia armoniosa de razas están dispuestos, miento, están ansiosos de declarar contra el teniente Scott, ya que presenciaron unos actos que la acusación considera cruciales en la secuencia de hechos que desembocó en un detestable asesinato…
– ¡Protesto! -gritó Tommy poniéndose en pie-. El discurso del capitán está destinado a inflamar los ánimos del tribunal.
MacNamara miró a Tommy.
– Tiene razón, teniente. Se acepta la protesta. Basta de discursos, capitán. Prosiga con las preguntas.
– Deseo resaltar que el mero hecho de que alguien provenga de una determinada parte de Estados Unidos no le hace más o menos acreedor a la verdad, coronel…
– Ahora es usted quien nos está dando un discurso, señor Hart. El tribunal es muy capaz de juzgar la integridad de los testigos sin su ayuda. ¡Siéntese!
Tommy se sentó a regañadientes, y Lincoln Scott se inclinó hacia delante y murmuró:
– ¡Menuda armonía racial! Murphy empleaba la palabra «negrata» con tanta frecuencia como Vic. Pero la pronunciaba con un acento distinto, eso es todo.
– Ya me acuerdo -repuso Tommy-. En el pasillo. Cuando le interrogue se lo recordaré.
Townsend se dirigió a la mesa de la acusación. El comandante Clark extrajo de debajo de la misma la sartén oscura de metal que Scott había fabricado para prepararse la comida. El comandante se la entregó a Townsend, quien se volvió y se acercó al testigo.
– Ahora, teniente, voy a mostrarle un objeto que hemos introducido como prueba. ¿Reconoce esto, señor?
– Sí, capitán -respondió Murphy.
– ¿Por qué lo reconoce?
– Porque observé al teniente Scott construir esa sartén, señor. Scott estaba en un rincón del cuarto del barracón 101 que compartíamos. Fabricó la sartén con un pedazo de metal proveniente de uno de los recipientes de desechos de los alemanes, señor. He visto a otros kriegies hacer lo mismo, pero pensé que Scott parecía tener cierta experiencia en el trabajo del metal, porque ésta era la mejor versión de una sartén que yo había visto en todos los meses que llevo aquí, señor.
– ¿Y qué observó a continuación?
– Vi que le había quedado un fragmento de metal con el que había empezado a formar otro objeto. Utilizó un trozo de madera como martillo para alisar los bultos y las combaduras, señor.
– Haga el favor de contar al tribunal qué más vio.
– Me ausenté un breve instante de la habitación, señor, pero cuando regresé vi al teniente Scott envolviendo el asa de este fragmento de metal que le sobraba con un viejo trapo.
– ¿Qué le pareció que había construido?
– Un cuchillo, señor.
Tommy se levantó de un salto.
– ¡Protesto! El fiscal pide al testigo que saque conclusiones.
– ¡Protesta denegada! -bramó MacNamara-. Continúe, teniente.
– Sí, señor -repuso Murphy-. Recuerdo que pregunté a Scott, allí mismo, para qué diablos necesitaba eso. Era casi tan grande como una espada…
– ¡Protesto!
– ¿Por qué motivo?
– Es hablar de oídas, coronel.
– No lo es. Prosiga, por favor.
– Quiero decir -insistió Murphy- que nunca había visto a nadie en este campo fabricar nada semejante…
Townsend volvió a acercarse a la mesa de la acusación. El comandante Clark le entregó el cuchillo. El fiscal lo sostuvo en alto ante sí, casi como lady Macbeth, y lo blandió varias veces.
– ¡Protesto! -gritó nuevamente Tommy-. Estos gestos teatrales…
MacNamara asintió con la cabeza.
El sureño sonrió.
– Por supuesto, señoría. Bien, teniente Murphy, ¿es éste el artilugio que vio usted fabricar al teniente Scott?
– Sí -contestó Murphy.
– ¿Le vio utilizar alguna vez este cuchillo para preparar la comida?
– No señor. Al igual que muchos de nosotros, tenía una pequeña navaja plegable que resultaba más eficaz.
– ¿Así que Scott no empleó nunca este cuchillo con un propósito justificado?
– ¡Protesto!-Tommy volvió a ponerse en pie.
– Siéntese. Éste es el motivo por el que estamos aquí, teniente Hart. Responda a la pregunta, teniente Murphy.
– No le vi emplear nunca el cuchillo con un propósito justificado, no señor.
Townsend dudó unos instantes antes de preguntar:
– Cuando vio usted al teniente Scott fabricar este cuchillo ¿le preguntó para qué lo necesitaba?
– Sí señor.
– ¿Y qué le contestó, teniente Murphy?
– Recuerdo sus palabras con exactitud. Dijo: «Para protegerme.» Entonces le pregunté de quién quería protegerse, y Scott respondió: «De ese cabrón de Bedford.» Ésas fueron sus palabras, señor. Tal como las recuerdo. Y luego me dijo, espontáneamente, sin que yo le preguntara nada: «¡Debería matar a ese hijo de puta antes de que él me mate a mí!» Eso fue lo que dijo, señor. ¡Lo oí con toda claridad!
Tommy se levantó, empujando su silla hacia atrás con tal violencia, que cayó al suelo estrepitosamente.
– ¡Protesto! ¡Protesto! ¡Esto es improcedente, coronel!
MacNamara se inclinó hacia delante, con el rostro encendido, casi como si le hubieran interrumpido en medio de una tarea agotadora.
– ¿Qué es lo que le parece inaceptable, teniente? ¿Las palabras que pronunció su cliente u otra cosa? -preguntó el oficial superior americano con desdén.
Tommy respiró hondo, mirando a MacNamara con la misma aspereza con que el coronel le había mirado a él.
– Mi protesta es doble, señor. En primer lugar, este testimonio constituye una sorpresa para la defensa. Cuando pregunté al testigo qué iba a declarar, repuso, «sobre las amenazas y la antipatía…». No dijo una palabra sobre esta supuesta conversación. Creo que se trata de un invento. De unas mentiras, destinadas a influir injustamente…
– Puede sacar a relucir este tema durante el turno de repreguntas, teniente.
Walker Townsend, sonriendo levemente, con una ceja arqueada, interrumpió.
– Señoría, no veo ningún engaño en las palabras del testigo. Éste dijo al teniente Hart que iba a declarar sobre amenazas. Y esto es precisamente lo que hemos oído del teniente Murphy. Una amenaza. La acusación no tiene por qué asegurarse de que el teniente Hart se prepara adecuadamente buscando información adicional de un testigo con anterioridad al juicio. El teniente Hart hizo una pregunta al testigo y obtuvo una respuesta, y si consideraba que el testimonio podía perjudicar a su cliente debió tratar de aclarar el tema…
– ¡Señoría, esto es injusto! ¡Protesto!
MacNamara meneó la cabeza.
– Debo insistir, teniente Hart, en que se siente. Debe aguardar su turno de preguntas. Mientras tanto, guarde silencio.
Tommy permaneció de pie, apoyando disimuladamente una mano en el borde de la mesa. No se atrevió a mirar a Lincoln Scott.
Walker Townsend sostuvo en alto el cuchillo de fabricación casera.
– «¡Debería matar a ese hijo de puta!» -tronó, la ira que contenía su voz acentuada por el tono suave que había utilizado anteriormente-. ¿Cuándo dijo eso?
– Uno o dos días antes de ser asesinado -repuso Murphy con tono solícito.
– ¿Asesinado con un cuchillo? -inquirió Townsend.
– ¡Sí señor! -contestó Murphy.
– ¡Una profecía! -exclamó Townsend con aire satisfecho-. Y este cuchillo, el cuchillo del teniente Lincoln Scott, está manchado con la sangre del capitán Bedford.
Se acercó a la mesa de la acusación, depositó el cuchillo violentamente sobre la superficie de madera de la mesa. El ruido resonó a través de la silenciosa sala del tribunal.
– La defensa puede interrogar al testigo -dijo tras una pausa para dar mayor efecto a sus palabras.
Tommy se levantó, ofuscado por la ira, las dudas y la confusión que le invadían. Abrió la boca, pero en aquel preciso momento el coronel MacNamara alzó la mano para interrumpirle.
– Pospondremos el turno de repreguntas hasta mañana por la mañana, teniente. Concluiremos la sesión con el tiempo justo para presentarnos al Appell vespertino, ¿no es así, Hauptmann?
Por primera vez en aproximadamente una hora, Tommy se volvió hacia el alemán manco. Visser asintió con la cabeza, pero no respondió de inmediato. Durante varios segundos, el alemán miró al teniente Murphy, mientras el copiloto del Liberator se movía incómodo en la silla. A continuación Visser recorrió lentamente la sala con la vista, deteniéndose en Lincoln Scott y en Tommy Hart, luego en el fiscal y sus ayudantes y por último en el coronel MacNamara.
– Tiene razón, coronel -respondió-. Creo que es el momento oportuno para suspender la sesión.
Visser se levantó y el estenógrafo cerró su bloc de notas.
MacNamara dio unos golpes con su martillo.
– Se suspende la sesión hasta mañana. Nos reuniremos aquí inmediatamente después del recuento matutino. ¡Teniente Murphy!
– ¿Sí, señor?
– No debe comentar su testimonio con nadie. ¿Entendido? Absolutamente nadie, ni la acusación, la defensa, ni amigos ni enemigos. Puede hablar del tiempo o del ejército. Puede hablar de la repugnante comida, o de esta repugnante guerra. Pero no puede hablar de este caso. ¿Me explico?
– ¡Sí señor! Perfectamente.
– Muy bien -dijo MacNamara con tono enérgico-. Puede retirarse -alzó la vista y miró a los hombres congregados en la sala-. Todos pueden hacerlo.
MacNamara se levantó y los kriegies se pusieron en pie, cuadrándose cuando los miembros del tribunal se levantaron de la mesa y abandonaron con solemnidad el teatro. Luego salieron el comandante Clark y el capitán Townsend, que apenas pudo reprimir una sonrisa de satisfacción al pasar junto a Tommy, y acto seguido, Visser y el resto de los alemanes, salvo un par de hurones que exhortaron a los kriegies a desalojar la sala. Sus exclamaciones de «Raus! Raus!» resonaron en el aire detrás de Tommy.
Tommy cerró los ojos un momento y escudriñó la vacía oscuridad que había tras sus párpados. Al cabo de unos segundos los abrió y se volvió hacia Lincoln Scott y Hugh Renaday. Scott miraba al frente, los ojos fijos en la silla vacía de los testigos. Sin pestañear. Rígido.
– Bueno -dijo Hugh con calma inclinándose hacia delante-, eso ha sido un cañonazo de advertencia. ¿Cómo vamos a demostrar que ese cabrón miente?
Tommy abrió la boca para responder, aunque no estaba seguro de lo que iba a decir, pero Scott le interrumpió.
La voz del aviador negro, seca, rasposa, reverberó ligeramente en la sala. Estaban solos.
– No era mentira -dijo en tono quedo, casi como si le doliera pronunciar esas palabras-. Era verdad. Eso es palabra por palabra lo que dije a ese asqueroso hijo de perra.
Cuando concluyeron el Appell vespertino y regresaron a su dormitorio en el barracón 101, Tommy echaba chispas. Dio un portazo y se volvió hacia Scott.
– Podía habérmelo dicho -le espetó, alzando el tono de la voz como cuando un motor se acelera-. Me habría sido útil saber que había amenazado con matar a Bedford antes de que éste fuera asesinado.
Scott abrió la boca para responder, pero se detuvo. Se encogió de hombros y se sentó bruscamente en el borde del camastro.
Con las manos crispadas en unos puños, Tommy comenzó a caminar en círculos ante el negro.
– ¡Me ha hecho parecer un idiota! -gritó-. ¡Y usted ha quedado como un asesino! ¡Me aseguró que no sabía nada sobre ese maldito cuchillo y ahora resulta que lo fabricó con sus propias manos! ¿Por qué no me lo dijo?
– Después de irme de la lengua delante de Murphy -dijo Scott de mala gana-, lo metí en el lugar donde guardo mi caja de la Cruz Roja. A la mañana siguiente había desaparecido. No volví a verlo hasta que Clark lo sacó de ese escondite del que yo no sabía nada, debajo de la litera.
– Genial -contestó Tommy furioso-. ¡Es una bonita historia! ¡Seguro que todo el mundo se la tragará!
Scott alzó de nuevo la vista como si se dispusiera a responder, pero cambió de opinión.
– ¿Cómo quiere que le defienda si no me cuenta la verdad, Scott? -preguntó Tommy sulfurado.
Scott abrió la boca, pero no dijo nada. Estaba sentado con la cabeza agachada, casi como si rezase, hasta que por fin suspiró profundamente y murmuró:
– No lo sé.
Tommy lo miró boquiabierto.
– ¿Qué?
Scott alzó ligeramente la cabeza y miró a Tommy.
– No quiero que me defienda -repuso con lentitud-. No necesito que me defienda. ¡No debería encontrarme en una situación en que deba ser defendido! ¡Yo no he hecho nada más que decir la verdad! ¡Y si esas verdades a usted no le gustan, no puedo hacer nada para remediarlo!
Con cada frase, Lincoln se fue tensando hasta ponerse en pie, con las manos crispadas.
– Vale, amenacé a ese cabrón. ¿Y qué? ¡Fabriqué ese cuchillo delante de Murphy! ¡Con ello no violé ninguna regla, porque no hay reglas! Dije que lo mataría. ¡Tenía que decir algo, coño! No podía quedarme de brazos cruzados, sin hacer caso de lo que ese cabrón decía. ¡Tenía que hacerle comprender que yo no era un negro débil de carácter, aterrorizado e ignorante a quien él pudiera hostigar y someter cada minuto de su jodida vida! ¡Tenía que advertir a ese asqueroso racista que aunque yo estuviera solo aquí no iba a aguantarlo! ¡Que no iba a quedarme acojonado en un rincón y doblegarme ante él, tragándome toda la mierda que me echara encima, como otros! ¡No soy un esclavo! ¡Así que fabriqué esa condenada espada y dije que estaba dispuesto a utilizarla! ¡Porque lo único que los malditos Bedfords de este mundo comprenden es la misma violencia que ellos emplean contigo! ¡Se comportan como cobardes cuando les plantas cara, y eso fue lo que hice!
Scott permaneció inmóvil en el centro de la habitación, enfurecido.
– ¿Lo entiende ahora? -preguntó a Tommy.
Tommy se levantó, plantándose delante del aviador negro.
– Usted no es libre -repuso secamente, subrayando cada palabra con un breve ademán, como si golpeara el aire-. ¡Ni usted, ni yo ni ninguno de los que estamos aquí!
Scott sacudió la cabeza enérgicamente de un lado a otro.
– Quizá sea usted un prisionero, Hart, como Renaday, Townsend, MacNamara, Clark, Murphy y todos los demás, pero yo no. Quizás hayan derribado mi avión, me hayan encerrado aquí y me ejecute un pelotón de fusilamiento por un crimen que no he cometido, pero jamás me consideraré un prisionero. ¡Ni por un segundo! Soy un hombre libre, atrapado temporalmente detrás de una alambrada de espino.
Tommy se disponía a responder, pero calló. Ese era el problema, el meollo del asunto. El problema de Scott era infinitamente más profundo que una mera acusación de asesinato.
Tommy comenzó a pasear en círculo por la pequeña habitación, reflexionando.
– ¿Se ha fiado alguna vez de un blanco? -preguntó de sopetón.
Scott retrocedió un paso, como si hubiera recibido un golpe en la mandíbula.
– ¿Qué?
– Me ha oído perfectamente -contestó Tommy-. Respóndame.
– ¿Que si me he fiado? ¿A qué se refiere?
– Ya sabe a qué me refiero. ¡Conteste!
Scott entrecerró los párpados, dudando antes de responder.
– Ningún negro, hoy en día, llega a ningún sitio sin la ayuda de unos blancos de buena fe.
– ¡Esto no es una respuesta!
Scott abrió la boca, se detuvo y sonrió asintiendo con la cabeza.
– Lleva razón. -Después de otra pausa, agregó-: No, nunca me he fiado de un blanco.
– Pero estaba dispuesto a utilizar su ayuda.
– Sí. En la escuela, sobre todo. Y la iglesia donde predica mi padre se beneficia de algunas obras de caridad.
– Pero cada sonrisa que usted esbozaba, cada vez que estrechaba la mano a un blanco, era mentira, ¿no es así?
Lincoln Scott emitió un pequeño suspiro, casi como si ese diálogo le divirtiera.
– Sí -repuso-. En cierto modo, sí.
– Y cuando les estrechaba la mano, eso también era mentira.
– Podría interpretarse así. Es muy simple, Hart. Es una lección que aprendes de pequeño. Si quieres llegar a algo, tienes que apoyarte sólo en ti mismo.
– Pues gracias a su afán de apoyarse sólo en sí mismo -dijo Tommy pausadamente-, en los últimos días sus perspectivas han disminuido notablemente. -No se molestó en ocultar su sarcasmo, el cual molestó a Lincoln Scott.
– Puede que sea así -contestó éste-, pero cuando oiga la orden de fuego al comandante del pelotón, sabré que nadie me robó lo más importante para mí.
– ¿Qué?
– La dignidad.
– Que no le servirá de nada cuando esté muerto.
– En eso se equivoca por completo, Hart. Esa es la diferencia entre usted y yo. Yo deseo vivir tanto como cualquier otro. Pero no estoy dispuesto a convertirme en alguien distinto para sobrevivir. Porque ésa sería una mentira más grave que las que han dicho desde el estrado.
– Es usted un hombre difícil de comprender, Scott -comentó por fin meneando la cabeza-. Muy difícil.
Scott sonrió enigmáticamente.
– Da usted por sentado que quiero que me comprendan.
– De acuerdo. Pero tengo la impresión de que sólo está dispuesto a rebatir estas acusaciones a su estilo.
– Es la única forma en que sé hacerlo.
– Bien, pues en este caso vamos a hacerlo de forma distinta, porque tal como están las cosas no vamos a ganar.
– Lo comprendo -repuso Scott con tristeza-. Pero lo que usted no comprende es que hay distintos tipos de victorias. Ganar en este tribunal de pega no es tan importante para mí como negarme a convertirme en lo que no soy.
Tommy se quedó tan sorprendido por esta frase que tardó unos momentos en responder. Pero el repentino silencio que cayó entre ambos hombres fue interrumpido por Hugh Renaday. Había permanecido de pie, apoyado en la pared, observando y escuchando, en silencio, el airado diálogo entre Hart y Scott. De pronto avanzó hacia ellos, meneando la cabeza, y dijo con tono de reproche:
– Sois un par de idiotas.
Los otros dos se volvieron hacia el canadiense.
– Ninguno de vosotros es capaz de ver el conjunto de la situación.
En aquel instante Scott pareció animarse un poco.
– Pero usted va a explicárnoslo.
– Así es -replicó Hugh-. ¿Dónde está Phillip Pryce cuando más le necesitamos? ¿Sabes, Tommy? Si está muerto y te está mirando desde algún sitio en lo alto, al oírte seguro que le habrá dado un soponcio.
– Es posible, Hugh. Explícate.
Hugh se paseó por la habitación unos segundos, tras lo cual encendió un cigarrillo.
– Usted, Lincoln, pretende reformar el mundo. Desea un cambio, siempre y cuando no tenga que cambiar usted mismo. Y tú, Tommy, estás tan obsesionado con seguir las reglas del juego que no has reparado en lo injustas que son. Estáis locos, ninguno de vosotros se comporta con un mínimo de sensatez.
Hugh señaló a Scott y prosiguió:
– Usted se convirtió en el hombre ideal para que le acusaran del crimen. Alguien en este maldito campo quería matar a Trader Vic y lo hizo, y usted era la víctima propiciatoria perfecta sobre la que ese tipo hizo recaer las sospechas. ¿Sí o no?
Scott asintió con la cabeza.
– No es la forma más elegante de expresarlo, pero es cierto. Todo parece indicar que es así.
– Y no pudo ponérselo más fácil a Townsend para que le acusara del crimen.
Scott volvió a asentir.
– Pero… -empezó a decir.
Hugh meneó la cabeza con energía.
– ¡No me hable de «peros», «quizás», «quién sabe» y esas zarandajas! Sólo hay una forma de resolver esta situación, y es ganar el caso, porque a la fin y a la postre, es lo único que cuenta. No cómo gane, ni por qué, ni siquiera cuándo. Pero tiene que ganar, y cuanto antes se dé cuenta de ello, mejor para todos.
Scott se detuvo. Luego asintió con la cabeza.
– Es posible.
– ¡No hay vuelta de hoja! Piense en ello. Ha estado tan ocupado demostrando que es mejor que todos los que estamos aquí, que ha olvidado que es exactamente igual a todos. Y tú, Tommy, no has hecho lo que aseguraste que haríamos, pelear con uñas y dientes. ¡Utiliza tus propias mentiras contra ellos!
Hugh se puso a toser violentamente.
– ¿Acaso no te enseñó nada Phillip? -Observó la punta del cigarrillo, arrancó la brasa y la arrojó al suelo, la aplastó con el pie y se guardó la colilla a medio fumar en el bolsillo de su camisa-. Tengo hambre -dijo-. Ya va siendo hora de que comamos. No me explico qué hago aquí hablando con un par de mentecatos como vosotros. Queréis ganar pero queréis hacerlo de forma correcta, porque de otro modo os parece inaceptable. ¡Esto es una guerra! ¡Cada segundo mueren cientos de personas! ¡No se trata de un combate de boxeo con las normas del marqués del Queensberry! ¡Debéis pelear, maldita sea! ¡Dejad de jugar limpio! Hasta que los dos os sentéis a hablar y decidáis lo que debéis hacer. ¡Que caiga la peste sobre vosotros!
– Una plaga -le rectificó Scott sonriendo.
– De acuerdo, una plaga -replicó Hugh.
– Eso dice Mercucio a Capuletos y Montescos poco antes de morir -continuó Scott-. «¡Que caiga una plaga sobre vuestras casas!»
– ¡Mercucio y Shakespeare llevaban razón! -Hugh se acercó a su litera y sacó de debajo de la misma un paquete de comida de la Cruz Roja.
»Maldita sea -dijo, como si le sorprendiera el limitado contenido del paquete-. Sólo me queda uno de esos espantosos paquetes de la Cruz Roja inglesa. ¡Un té que no sabe a nada, unos arenques incomibles y demás porquerías! Espero que tú tengas algo mejor, Tommy. De Estados Unidos, la tierra de la Abundancia.
– ¿En qué consistía la ración de comida alemana esta noche, Hugh? -preguntó Tommy tras reflexionar unos instantes.
Hugh alzó la cabeza y repuso dando un respingo:
– Lo de siempre. Kriegsbrot y esa repugnante morcilla. Phillip solía enterrarla en el jardín, aunque estuviéramos muertos de hambre. No era capaz de comérsela, ni yo, ni nadie de este recinto. No entiendo cómo pueden comerla los alemanes.
«Morcilla», pensó de pronto Tommy Era un elemento habitual en la dieta que los alemanes suministraban a los kriegies, que éstos rechazaban sistemáticamente aunque se murieran de hambre. La salchicha era repugnante, unos gruesos tubos de lo que los prisioneros suponían que eran menudillos congelados mezclados con sangre del matadero, a lo que daban consistencia mezclándola con serrín. Lo cocinaran como lo cocinaran, sabía a rayos. Muchos hombres la enterraban, como solía hacer Pryce, confiando en que sirviera de abono para la tierra. A veces, las tropas de los recintos británico y americano que integraban la compañía teatral la trituraban y la utilizaban como atrezzo para una escena que requería sangre.
Tommy se volvió de pronto hacia Scott.
– ¿La ha probado alguna vez? -le preguntó.
– En un par de ocasiones la acepté y traté de hallar la forma de cocinarla, pero me pareció incomible, como a todo el mundo.
– ¿Pero le dieron su ración?
– Sí.
Tommy asintió con la cabeza.
– Hugh -dijo lentamente-, coge un par de cigarrillos y ve a ver si encuentras a alguien que tenga un pedazo de salchicha. La más asquerosa y repulsiva morcilla alemana que puedas hallar, cámbiala por los cigarrillos y tráela. Se me ha ocurrido una idea.
Hugh miró a Tommy perplejo.
– Como quieras -dijo encogiéndose de hombros-. Pero creo que te has vuelto loco. -Se palpó la camisa para asegurarse de que llevaba cigarrillos y salió al pasillo.
En cuanto se cerró la puerta, Tommy se volvió hacia Scott.
– Bien -dijo-. Hugh tiene razón. Si usted no tiene inconveniente, creo que ha llegado el momento de dejar de jugar según las reglas de los otros.
Tras dudar unos instantes, Scott asintió con la cabeza.
El coronel MacNamara recordó al teniente Murphy que seguía estando bajo juramento cuando el aviador volvió a sentarse en el centro de la improvisada sala del tribunal. Todos ocupaban el mismo lugar que la víspera: la defensa, la acusación, los centenares de kriegies amontonados en los pasillos, Visser y el estenógrafo en su rincón habitual y los solemnes miembros del tribunal que presidían la sesión.
Murphy asintió, se movió un poco para instalarse cómodamente en su asiento y esperó a que Tommy Hart se acercara a él con una pequeña sonrisa de satisfacción.
– De Springfield, Massachusetts, ¿no es así?
– Sí -respondió Murphy-. Nací y me crié allí.
– ¿Y dice usted que trabajó junto con negros?
– Así es.
– ¿Se trataba con ellos a diario?
– A diario, sí señor.
– ¿Qué tipo de trabajo realizaba?
– Mi familia compartía la propiedad de una pequeña empresa de productos cárnicos. Era una pequeña empresa local, pero abastecíamos a numerosos restaurantes y escuelas de la ciudad.
Después de reflexionar unos momentos, Tommy prosiguió con lentitud.
– ¿Productos cárnicos? ¿Se refiere a bistecs y chuletas?
– Sí, señor. Unos bistecs tan gordos y tiernos que no necesitabas cuchillo para partirlos. Solomillo, filete -añadió-, y unas chuletas dulces como el caramelo. Costillas de cordero. De cerdo. Y hamburguesas, las mejores del Estado, sin duda. Se me hace la boca agua de pensar en esa carne, asada al aire libre en una barbacoa.
Las palabras del aviador suscitaron al mismo tiempo risas y gemidos entre los presentes. Un murmullo recorrió la sala, variaciones del mismo tema, a medida que un hombre susurraba al de al lado: «¡Qué daría yo por comerme un buen filete a la parrilla, con cebolla y setas…!»
Tommy dejó que las risas se disiparan, esbozando una pequeña sonrisa irónica.
– Una empresa cárnica debe de ser un negocio bastante sucio, ¿no es cierto, teniente? Animales despedazados, vísceras, sangre, excrementos, pelo… Hay que desechar lo inservible y conservar sólo las partes útiles, ¿no?
– Así es, teniente.
– Y los negros trabajaban en la sección de los desperdicios, ¿no es así, teniente? Me imagino que esos negros con los que usted trabajaba no tenían unos empleos bien remunerados. Eran quienes se encargaban del trabajo sucio. El trabajo sucio que los blancos no querían hacer.
Murphy vaciló unos instantes antes de responder.
– Ése era el trabajo que al parecer querían.
– Claro -replicó Tommy-. ¿Por qué iban a querer otro mejor?
El teniente Murphy no respondió a la pregunta. Los asistentes guardaron de nuevo silencio.
Tommy caminaba describiendo un pequeño círculo delante del teniente Murphy, primero de espaldas, luego volviéndose hacia él. Cada gesto que hacía estaba destinado a poner nervioso al testigo.
– Dígame, teniente Murphy, ¿quién es Frederick Douglass?
Tras reflexionar unos momentos, Murphy meneó la cabeza.
– Creo que un general del estado mayor de Ike.
– No -repuso Tommy lentamente-, durante muchos años residió en su estado, teniente.
– Nunca he oído hablar de él.
– No me extraña.
Walker Townsend se puso en pie.
– Señoría -dijo con tono irritado e impaciente-. No entiendo el propósito de estas preguntas. El teniente Hart aún no ha interrogado al testigo sobre su declaración en el juicio. Ayer se quejó de las lecciones de historia ofrecidas por la acusación, pero hoy vuelve con unas extrañas preguntas sobre un hombre que murió hace muchos años…
– Coronel, fue la acusación quien sacó a relucir el tema del «progresismo» racial del teniente Murphy. Yo me limité a abundar en él.
– Permitiré estas preguntas siempre y cuando se apresure y vaya al grano, teniente -repuso MacNamara con hosquedad.
Tommy asintió con la cabeza. Lincoln Scott, sentado a la mesa de le defensa, murmuró a Hugh Renaday:
– Es de agradecer que nos arrojen un hueso.
Después de hacer una breve pausa, Tommy se volvió de nuevo hacia Murphy, que se removió una vez más en su asiento.
– ¿Quién es Crispus Attucks, teniente?
– ¿Quién?
– Crispus Attucks.
– Jamás he oído ese nombre. ¿Otro personaje de Massachusetts?
– Lo ha adivinado, teniente -replicó Tommy, sonriente-. Afirma usted que no tiene prejuicios raciales, señor, pero no es capaz de identificar al negro que murió durante la infame masacre de Boston, cuyo sacrificio fue celebrado por nuestros padres fundadores en ese momento crucial de la historia de nuestra nación. Ni reconoce el nombre de Frederick Douglass, el gran abolicionista muchos de cuyos escritos han sido publicados en su noble Estado.
Murphy miró furioso a Tommy, pero se abstuvo de responder.
– La historia no era mi disciplina favorita en la escuela -contestó con rabia al cabo de unos instantes.
– Es evidente. Me pregunto si hay algo más que usted no sabe acerca de los negros.
– Sé lo que dijo Scott -le espetó Murphy-. Lo cual es mucho más importante que una lección de historia.
Tommy dudó unos instantes.
– Ya entiendo -dijo asintiendo con la cabeza-. No es usted muy inteligente, ¿verdad, teniente?
– ¿Qué?
– Inteligente. -Tommy comenzó a disparar una pregunta tras otra, adquiriendo velocidad al tiempo que alzaba la voz-. Me refiero a que tuvo usted que trabajar en la empresa familiar, porque no era lo bastante inteligente para independizarse, ¿no es así? ¿Cómo consiguió ascender a teniente? ¿Acaso conocía su padre a algún pez gordo? A propósito de esa escuela donde dice que estudiaban negros. Seguro que no obtuvo unas notas tan altas como ellos, ¿me equivoco? Y seguro que gozó obligando a esos negros a limpiar la porquería mientras usted se dedicaba a ganar dinero, ¿no? Porque si les hubiera dado la menor oportunidad, hubieran realizado el trabajo que usted desempeñaba mucho mejor que usted mismo, ¿no es cierto?
– ¡Protesto! ¡Protesto! -gritó Walker Townsend-. ¡La defensa está formulando diez preguntas a la vez!
– ¡Teniente Hart! -dijo el coronel MacNamara.
Tommy se volvió hacia Murphy.
– Les odia porque le atemorizan, ¿no es cierto?
Murphy se abstuvo también de responder a esa pregunta, limitándose a mirar a Tommy con cara de pocos amigos.
– Teniente Hart, se lo advierto -le reprendió MacNamara dando unos golpes con el martillo.
Tommy retrocedió unos pasos y miró a Murphy a los ojos a través del reducido espacio que los separaba.
– ¿Sabe, teniente Murphy? Sé lo que está pensando ahora.
– ¿Ah, sí? -replicó Murphy entre dientes.
Tommy sonrió.
– Está pensando: «Debería matar a este hijo de puta…» ¿No es cierto?
– No -contestó Murphy con tono hosco-. No pienso eso.
Tommy asintió con la cabeza, sin dejar de sonreír.
– Por supuesto que no. -Se irguió y señaló a los asistentes y a los kriegies que estaban agolpados frente a las ventanas, pendientes de cada palabra que se pronunciaba en la sala del tribunal-. Estoy seguro de que todos los presentes creen la negativa del teniente. A pies juntillas. Debo de estar completamente equivocado…
Las palabras de Tommy destilaban sarcasmo.
– Estoy convencido de que usted no pensó «debería matar a este hijo de puta…», y eso que recibió una décima parte del trato injurioso al que Trader Vic sometió a Lincoln Scott todos los días desde el momento en que el señor Scott llegó al Stalag Luft 13.
– Lo dijo él -insistió Murphy-, no yo.
– Por supuesto -respondió Tommy-. Pero el teniente Scott no dijo «voy a matar a ese hijo de puta», ni «tengo que matar a ese hijo de puta», ni «voy a matar a ese hijo de puta esta noche…». No dijo nada de eso, ¿me equivoco, teniente?
– No.
– Dijo lo que cualquiera habría dicho en esas circunstancias.
– ¡Protesto! Son meras conjeturas -gritó Townsend.
– Lo retiro -repuso Tommy-. Porque no queremos que el teniente Murphy especule sobre nada.
MacNamara miró a Tommy con enojo.
– Ya ha expuesto usted su argumento -dijo-. ¿Ha terminado de interrogar al testigo?
– No del todo -contestó Tommy sacudiendo la cabeza.
Luego se acercó a la mesa de la acusación y tomó el cuchillo.
– Teniente Murphy, ¿solía usted, u otros hombres en el dormitorio del barracón, comer junto con el teniente Scott?
– No.
– Pero en todos los dormitorios, los hombres comparten su comida y se turnan para prepararla, ¿no es cierto?
– Eso creo.
– ¿Pero a Scott lo excluían?
– Él no quería participar…
– Ya, claro. Prefería morirse de hambre a solas.
Murphy miró de nuevo a Tommy, furioso.
– De modo que el teniente Scott comía sólo -continuó Tommy-. Imagino que también se preparaba él mismo la comida.
– Sí.
– Por lo tanto, usted no puede estar seguro qué cuchillo utilizaba para preparar su comida, ¿verdad?
– Tenía una navaja. Le vi utilizarla.
– ¿Observaba siempre al teniente Scott mientras éste se preparaba la comida?
– No.
– De modo que no sabe si alguna vez utilizó este cuchillo de fabricación casera.
– No.
Tommy se acercó a la mesa de la defensa sosteniendo el cuchillo. Hugh se agachó, tomó un paquete que tenía a sus pies y se lo entregó a Tommy. Este dejó el cuchillo en la mesa, cogió el paquete y se aproximó al testigo.
– Usted es experto en carnes, teniente, dado que su familia posee una empresa de envasado de productos cárnicos. Lo cual es una suerte para usted. Sería trágico que tuviera que depender de su intelecto para abrirse camino en la vida…
– ¡Protesto! -gritó Townsend-. ¡El teniente Hart está ofendiendo al testigo!
– Se lo advierto, teniente -dijo el coronel MacNamara con frialdad-. No persista por ese camino.
– De acuerdo, coronel -se apresuró a responder Tommy-. No quisiera ofender a nadie…
Miró con desdén al teniente Murphy, el cual le observó con evidente inquina.
– Haga el favor de identificar este objeto, teniente.
Murphy tomó a regañadientes el paquete de manos de Tommy Hart y lo abrió.
– Es una morcilla alemana -dijo con una mueca-. Todos la hemos visto. Es lo que suelen darnos de comer.
– ¿Quién la come?
– Nadie que yo conozca. Todos prefieren morirse de hambre antes que probarla.
– ¿La comería usted, que es un experto en productos cárnicos?
– No.
– ¿De qué está hecha, teniente?
Murphy volvió a torcer el gesto.
– Es difícil de precisar. La morcilla que nosotros elaboramos en Estados Unidos es gruesa, sólida y está preparada con los ingredientes adecuados y plenas garantías higiénicas. Nadie se pone enfermo por comer nuestras morcillas. ¡Vaya usted a saber lo que contiene esta morcilla! Una gran cantidad de sangre de cerdo y demás desechos, embutidos en tripa. Más vale no saber de qué está hecha.
La morcilla tenía una consistencia gelatinosa. Su color marrón oscuro estaba teñido de rojo. Emanaba un olor pestilente.
Tommy la sacó del paquete y la sostuvo en alto para mostrarla al público. Algunos asistentes rieron no demasiado tranquilos al contemplarla.
Tommy volvió a la mesa de la defensa, tomó el cuchillo de fabricación casera y algunas de sus preciadas hojas de papel. Antes de que la acusación pudiera reaccionar, envolvió el asa del cuchillo con el papel, cubriendo el trapo manchado de sangre. Luego alzó el cuchillo con un gesto teatral, al tiempo que Walker Townsend se levantaba de un salto y protestaba por enésima vez. Tommy hizo caso omiso de la protesta, así como de los golpes del martillo que sonaron en la mesa del tribunal. Empuñando el cuchillo, lo clavó de pronto en el centro de la morcilla, partiéndola en dos. Luego la partió en otros dos trozos, asegurándose de que el asa envuelta con las hojas de papel embebiera la sangre que desprendía aquella inmundicia. Por la sala se extendió un intenso hedor a podrido y los kriegies que se hallaban cerca de la mesa de la defensa emitieron una exclamación de repugnancia.
Tommy pasó por alto las reiteradas protestas del fiscal y se plantó delante del teniente Murphy. Alzó la voz y silenció a los presentes con su pregunta.
– ¿Qué ha observado usted en el papel, teniente? -dijo-. Me refiero al papel con que he envuelto el asa del cuchillo.
Murphy hizo una pausa antes de responder.
– Parece sangre -contestó encogiéndose de hombros-, gotas de sangre.
– ¡Aproximadamente la misma cantidad de sangre que manchó el trapo y que la acusación afirma, sin prueba alguna, que pertenece a Trader Vic!
Tommy se alejó unos pasos de la silla del testigo y gritó:
– ¡No haré más preguntas!
Tomó el cuchillo, retiró el papel del asa y lo sostuvo en alto para que todos los presentes pudieran contemplar las manchas de sangre. Acto seguido se acercó a Townsend para entregarle el papel, pero el fiscal no quiso saber nada. Entonces Tommy clavó el cuchillo en la mesa y lo dejó vibrando como un diapasón en medio de la sala del tribunal, que había vuelto a enmudecer.