Nota del autor

Hacía tres meses que mi padre había iniciado el primer curso de carrera en la Universidad de Princeton cuando Pearl Harbor fue atacado. Al igual que muchos hombres de su generación, se apresuró a alistarse, y al cabo de poco más de un año volaba como navegante a bordo de un bombardero Mitchell B-25 sobre aguas cercanas a Sicilia. El Green Eyes fue derribado en febrero de 1943, después de bombardear a baja altura un convoy alemán que transportaba tropas de refuerzo destinadas al Afrika Korps de Rommel. Mi padre, junto al resto de la tripulación del Green Eyes, fue rescatado del océano por los alemanes. Inicialmente pasó unas semanas en un campo de prisioneros de guerra en Italia, en Chieti, antes de ser conducidos en furgones al Stalag Luft 13, cerca de la frontera alemana con Polonia, en Sagan, Alemania. Ahí pasó buena parte de la guerra. En un estante de su casa, ocupando un lugar de honor, hay una primera edición de El expreso de Von Ryan, una novela clásica sobre las aventaras de unos presos que tratan de fugarse, escrita por David Westheimer. Contiene una sencilla pero afectuosa dedicatoria del antiguo kriegie: «Querido Nick… Ojalá hubiera sido así…»

Cuando yo era un adolescente, en mi casa no se solía comentar la experiencia de mi padre en el campo de prisioneros de guerra. Ni se hablaba sobre raciones de hambre, privaciones, fríos glaciales, terror y tedio omnipresente. El único detalle sobre el cautiverio y las vicisitudes que soportó mi padre que nos contaron cuando éramos niños, fue cómo había obtenido de la organización YMCA los libros que necesitaría para estudiar la carrera en Princeton. Los había estudiado de cabo a rabo, reproduciendo los cursos que habría seguido de haber sido un estudiante en la facultad, y a su regreso a Estados Unidos convenció a la universidad para que le permitieran someterse a los exámenes de dos años en seis semanas, a fin de poder graduarse con su clase. La extraordinaria hazaña de mi padre asumió un valor mítico en nuestra familia. La lección era bien simple: es posible crear una oportunidad a partir de cualquier situación, por dura que sea.

Esa oportunidad que él aprovechó en 1943 se convirtió en la fuente de inspiración de La guerra de Hart. Pero, aparte de este reconocimiento, cabe destacar que los personajes, la situación y el argumento de la novela son creación mía. Aunque pasé mucho tiempo durante los últimos dieciocho meses asediando a mi padre a preguntas sobre sus experiencias, en pos del rigor y la verosimilitud, la responsabilidad por lo que se describe en las páginas de la novela es mía. El mundo de mi novela ambientada en el Stalag Luft 13 está compuesto por varios campos de prisioneros. Los hechos que forman la novela, aunque basados en la realidad de la experiencia en un campo de prisioneros de guerra, son imaginarios. Los oficiales que aparecen en estas páginas, tanto alemanes como aliados, no guardan relación con hombres reales, ni vivos ni muertos. Toda semejanza con personas vivas es pura coincidencia.

Unos treinta y dos aviadores de Tuskegee fueron derribados y capturados por los alemanes durante la guerra. Por lo que he podido colegir, ninguno experimentó el ostracismo y el racismo que padece Lincoln Scott. Los peores prejuicios a los que debían enfrentarse les aguardaban en Estados Unidos. Hay un libro excelente, Black Wings, que describe cómo esos hombres excepcionales rompieron la barrera del color en las fuerzas aéreas. Existe asimismo una pequeña pero merecida pieza expuesta sobre ellos en el Museo del Aire y el Espacio en Washington. Una de las ironías del racismo es que cuando los hombres de Tuskegee consiguieron superar las severas normas que les habían impuesto, se habían convertido en los mejores pilotos y bombarderos del cuerpo de aviación. Los hombres de Tuskegee participaron en más de mil quinientas misiones de combate sobre Europa. Y uno de los hechos más deliciosos de la guerra es que jamás perdieron a un bombardero que escoltaban en manos del enemigo. Ni uno solo. Pero pagaron un precio por ello. A fin de mantener esta increíble marca, más de sesenta de esos hombres jóvenes sacrificaron su vida.

Existen numerosos y excelentes libros sobre la experiencia de los kriegies. La obra de Lewis Carlson titulada We Were Each Other’s Prisoners, constituye una fascinante colección de narraciones orales. La historia del Stalag Luft 13, escrita por Arthur Durand, es muy completa. Sitting it Out, de David Westheimer, es una detallada y elegante crónica de su época en los campos de prisioneros de guerra. (Yo tomé prestada la letra procaz de Gatos sobre el tejado de su estimable libro.)

En cierta ocasión en que conversaba con mi padre -creo que hablábamos sobre el temor y la comida, dos temas que tienen más puntos en común de lo que cabría suponer-, mi padre dijo de pronto: «¿Sabes?, mi estancia en el campo de prisioneros fue quizás una de las cosas más importantes que me han ocurrido. Seguramente cambió mi vida.» Teniendo en cuenta lo que mi padre ha conseguido a lo largo de los años, cabe decir que el cambio que experimentó debido a su experiencia en la guerra, sin duda fue para bien. Pero ésta es una observación que puede aplicarse a toda una generación de hombres y mujeres.

A veces pienso que vivimos en un mundo tan obsesionado con mirar hacia delante, que a menudo olvida volver la vista atrás. Con todo, algunas de nuestras mejores historias residen en la estela que dejamos a nuestro paso, y sospecho que por duras que sean esas historias, contribuyen a indicarnos hacia dónde nos dirigimos.

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