7

La ruleta del ratón

Después de la vista, Lincoln Scott quedó solo en su dormitorio. Se mostraba estimulado por los acontecimientos de esa mañana. Había estrechado la mano de Tommy Hart y de Hugh Renaday, tras lo cual se había arrojado al suelo sin transición para realizar unos ejercicios abdominales a toda velocidad. Quedaron en reunirse más tarde para planificar el siguiente paso y Tommy dejó a Scott en la habitación. El aviador de Tuskegee se puso a danzar en una esquina de la habitación, boxeando contra contrincantes imaginarios, asestando contundentes golpes con la izquierda y derechazos capaces de tumbar al otro sobre la lona, utilizando la intensa luz diurna que se filtraba por la ventana del cuarto de literas y que arrojaba la suficiente oscuridad en las esquinas para crear las sombras necesarias para un combate simulado.

Hugh vio a un hurón husmeando por el barracón 105, clavando su artilugio de metal en la tierra de un pequeño huerto junto al barracón. El hurón le pidió tres cigarrillos a cambio de acompañar a los dos hombres de regreso al recinto británico, donde iban a informar a Phillip Pryce sobre la sesión de la mañana. Tommy negoció con él y le convenció para que aceptara sólo dos pitillos, tras lo cual los tres hombres atravesaron rápidamente el campo de ejercicios hacia la puerta principal. Se estaba disputando un partido de béisbol, y unos hombres hacían gimnasia en un lado del campo, contando en voz alta y al unísono. Ambos grupos aminoraron el ritmo cuando pasaron los otros, como si tomaran nota. Tommy se preparó para encajar un ataque verbal, pero nadie dijo nada, no se oyeron abucheos, ni obscenidades, ni improperios.

Tommy interpretó eso como un signo positivo. Si habían logrado sembrar la duda entre los kriegies con la fuerza de la declaración de inocencia de Lincoln Scott, ya tenían mucho ganado. Quizá los tres jueces habían comenzado a plantearse también esos interrogantes.

Tommy deseaba conocer más datos sobre los dos oficiales que se habían sentado junto a MacNamara en el tribunal. Había tomado nota de averiguar quiénes eran, de dónde venían y cómo habían llegado al Stalag Luft 13. Pensó que acaso las circunstancias de la captura de cada kriegie podrían arrojar luz sobre quiénes eran, o en quiénes se podían convertir, y decidió comentárselo a Phillip Pryce. También pensó que debía tratar de comprender mejor al coronel, puesto que, en última instancia, no era probable que los dos hombres sentados junto a él en el tribunal votaran en su contra. Recordó lo que Phillip Pryce había dicho el primer día, «todas las fuerzas implicadas», y comprendió que debía afanarse en responder a esa cuestión.

Tommy caminaba a paso rápido, como un caballo a medio trote, espoleado por la importancia de las cosas que debía hacer. Dedujo que Hugh también se sentía azuzado por sus pensamientos sobre el caso, porque el canadiense le seguía sin rechistar ni preguntarle a qué venía tanta prisa. Pero el hurón alemán les seguía arrastrando los pies, con pereza, y en más de una ocasión los dos aviadores le indicaron que se apresurara.

– Tommy -dijo Hugh en voz baja-, debemos hallar el lugar del crimen. Con cada hora que pasa el asunto se enfría más. El hombre que buscamos ha tenido más que suficientes oportunidades de cubrir sus huellas. Es más, tengo mis dudas de que logremos descubrirlo.

Tommy asintió con la cabeza. No obstante, agregó:

– Tengo una idea, pero debo esperar un poco.

Hugh dio un bufido y meneó la cabeza.

– Jamás lo hallaremos -repitió.

El guardia les abrió la puerta. Tommy tomó nota de que los gorilas que la custodiaban empezaban a acostumbrarse a sus idas y venidas con Hugh, lo cual podía resultarles muy útil, aunque no sabía exactamente en qué sentido. Atravesaron la zona entre ambos recintos y oyeron cantar hombres en el edificio de las duchas. Renaday empezó a tararear la melodía al reconocer la letra de Mademoiselle from Armentières, entonada, como de costumbre, a pleno pulmón.


… Mademoiselle from Armentières, parlez-vous? Mademoiselle from Armentières, parlez-vous? A Mademoiselle from Armentières no le han echado un polvo en cuarenta años, hinky-stinky parlez-vous…


Como muchas de las canciones británicas, ésta databa de la Primera Guerra Mundial y su letra se hacía cada vez más obscena.

Tommy estaba distraído mirando el edificio de las duchas cuando de pronto oyó a su espalda una orden emitida con la característica brusquedad alemana, la cual sofocó los ecos de la canción.

– Halt!

El hurón se quitó con rapidez el cigarrillo de los labios y se puso firme. Hugh y Tommy se volvieron hacia el lugar del que procedía la voz. Vieron a un ayudante en mangas de camisa bajar casi a la carrera los peldaños del edificio de administración y cruzar el polvoriento camino hacia ellos. Era algo insólito. A los oficiales alemanes no les gustaba que los kriegies les vieran sin su uniforme, ni dar la impresión de que llevaban prisa, a menos que un oficial de mayor graduación hubiera emitido una orden perentoria.

El ayudante se acercó apresuradamente a ellos. Aunque sólo chapurreaba el inglés, consiguió hacerse entender:

– Hart, por favor, venir conmigo. Usted, Renaday, volver a casa…

El ayudante señaló el recinto británico.

– ¿Qué ocurre? -inquirió Tommy.

– Venir conmigo, por favor -repitió el ayudante, agitando los brazos para subrayar la premura de la situación-. No deber hacer esperar, por favor…

– Pero quiero saber qué ocurre -insistió Tommy.

El rostro del alemán se contrajo en una mueca y propinó una patada al suelo, levantando una polvorienta nube de tierra.

– Es una orden. Ver al comandante Von Reiter.

Renaday arqueó las cejas.

– Qué interesante -comentó en voz baja. Se volvió hacia el hurón, que no había movido un músculo, y dijo-: De acuerdo, Adolf, vamos. Te esperaré con Phillip, Tommy. Una orden muy curiosa, en verdad -añadió.

El oficial alemán, que parecía sentirse aliviado desde que Tommy había accedido a acompañarlo, sostuvo la puerta abierta para que el americano entrara en el edificio de administración. Cuando entró, algunos de los oficinistas sentados ante sus mesas alzaron la vista, pero al ver al oficial que le seguía volvieron a bajarla y la fijaron en los documentos que tenían ante sí. La burocracia militar alemana era constante y minuciosa; a veces daba la impresión de que odiaba el ingenio y la creatividad de sus prisioneros. El oficial empujó a Tommy hacia el despacho del comandante, lo cual hizo que éste se parara en seco, diera media vuelta y mirara irritado al ayudante. Cuando el oficial retrocedió, retirando las manos, Tommy volvió a girarse, echó a andar deprisa hacia el despacho de Von Reiter y abrió la puerta.

El comandante estaba sentado detrás de su mesa, esperando. Frente a sí había una sola silla, de apariencia incómoda, dispuesta para que la ocupara Hart, cosa que éste hizo cuando Von Reiter le indicó que se sentara. Pero tan pronto como Tommy se hubo sentado, el alemán se levantó como si pretendiera intimidarlo con su imponente presencia. Von Reiter iba también en mangas de camisa; su camisa blanca y hecha a medida relucía bajo el sol que penetraba a raudales por el ventanal que daba a ambos recintos. El cuello almidonado oprimía el recio cuello del oficial. La Cruz de Hierro que lucía en torno al cuello, negra como el azabache, resplandecía sobre la inmaculada pechera. Su oscura guerrera colgaba de un gancho en la pared, junto a un lustroso cinturón de cuero negro con una Luger enfundada. El comandante se acercó a su guerrera y retiró una imaginaria pelusa de la solapa.

– ¿Cómo van sus investigaciones, teniente Hart? -inquirió con voz pausada, volviéndose hacia Tommy.

– Estamos en las primeras fases, Herr comandante -respondió Tommy midiendo sus palabras-. El Hauptmann Visser podrá sin duda informarle de cualquier detalle que usted precise.

Von Reiter asintió con la cabeza y se sentó de nuevo en su silla.

– ¿Se mantiene en contacto con usted el Hauptmann Visser?

– Se toma su trabajo con seriedad. Está pendiente de todo.

Von Reiter movió ligeramente la cabeza en señal de asentimiento.

– Lleva usted aquí muchos meses, teniente. Es un veterano, como dicen los americanos. Dígame, señor Hart, ¿la vida en el Stalag Luft 13 le parece… aceptable?

La pregunta asombró a Tommy, pero trató de disimular. Se encogió de hombros de forma exagerada.

– Preferiría estar en casa, Herr comandante, pero me alegro de estar vivo.

Von Reiter asintió sonriendo.

– Ésta es una cualidad que comparten todos los soldados, ¿no es así, Hart? Por dura que sea la vida, es preferible disfrutar de ella, porque es fácil encontrar la muerte en una guerra, ¿no le parece?

– Sí, Herr comandante.

– ¿Cree usted que sobrevivirá a la guerra, Hart?

Tommy inspiró profundamente. Ésta era una pregunta, formulada sin rodeos, que ningún kriegie formulaba, ni siquiera en broma, porque abría de inmediato la puerta a todos sus temores más recónditos e incontrolables, aquellos que le hacían despertarse por la noche con sensación de ahogo, los que durante el día le hacían contemplar desesperado la alambrada de espino. Invocaba los nombres y los rostros de todos los hombres que habían muerto en el aire a su alrededor y de todos los hombres que seguían vivos, pero que estaban destinados a morir dentro de más o menos tiempo. Tommy suspiró y respondió de forma ambigua, esforzándose en la terrible pregunta.

– Hoy estoy vivo, Herr comandante. Espero seguir así mañana.

Von Reiter le clavó sus ojos penetrantes. Tommy pensó que su rigidez ocultaba a un hombre de notable capacidad intelectual y estricta formalidad: una mezcla realmente peligrosa.

– Sin duda, el capitán Bedford pensó lo mismo el último día de su vida.

– No sé qué pensaría -mintió Tommy.

El alemán siguió mirándolo de hito en hito. Al cabo de un momento, prosiguió con sus preguntas:

– Dígame, Hart, ¿por qué odian los americanos a los negros?

– No todos los americanos los odian.

– Pero muchos, ¿no es cierto?

Tommy asintió.

– ¿Por qué?

– Es complicado -repuso Tommy meneando la cabeza-. No lo sé bien.

– ¿Usted no odia al teniente Scott?

– No.

– Es inferior a usted, ¿no?

– No da esa impresión.

– ¿Y cree en su inocencia?

– Sí.

– Si ha sido acusado falsamente, como afirma, tendremos muchos problemas. Muchos. Tanto su comandante como yo mismo.

– La verdad es que no me he planteado esta cuestión, Herr comandante. Es posible.

– Sí, en eso lleva razón. Quizá no convenga que examine el problema, teniente. Por otra parte, puede que Scott sea culpable, en cuyo caso usted sólo se limita a cumplir con su deber. A los americanos les gusta demostrar al mundo lo justos y nobles que son. Hablan sobre derechos y leyes, sobre los padres fundadores de la patria y sobre sus documentos: Thomas Jefferson, George Washington y la Declaración de Derechos, pero creo que olvidan el orden y la disciplina. Aquí, en Alemania, tenemos orden…

– Sí. Ya lo he visto.

– Y el Stalag Luft 13 no es la excepción.

– Supongo.

Von Reiter hizo otra pausa. Tommy se movió nervioso, impaciente por salir de allí. No sabía qué buscaba el comandante, lo cual le hacía sentirse incómodo y temeroso de ofrecerle de forma involuntaria alguna información importante.

El alemán emitió una sonora carcajada.

– A veces, teniente, creo que con respecto a la justicia a los americanos les importa más la fachada que la verdad. ¿No está de acuerdo conmigo?

– No he pensado en ello.

– ¿De veras? -Von Reiter miró a Tommy perplejo-. ¿Y es un estudioso de las leyes de su país?

Tommy no respondió. Von Reiter volvió a sonreír.

– Dígame, teniente Hart, tengo una curiosidad: ¿qué es más peligroso, que Scott sea culpable o que sea inocente?

El americano guardó silencio, absteniéndose de responder a la pregunta. Sintió el sudor que le empapaba las axilas y le pareció que la temperatura de la habitación había aumentado. Deseaba marcharse, pero estaba clavado en la silla. La voz de Von Reiter sonaba áspera y penetrante. En aquel segundo Tommy pensó que el comandante era un hombre que veía secretos dentro de secretos, y se dijo que su uniforme arrugado y su envaramiento eran tan engañosos como las miradas crípticas e inquisitivas del Hauptmann Visser.

– ¿Peligroso para quién? -respondió con cautela.

– ¿Qué resultado costará la vida a más hombres, teniente?

– No lo sé. No tengo por qué saberlo.

Von Reiter se permitió emitir una breve y seca risotada al tiempo que tomaba una hoja de papel de su mesa.

– Usted es de Vermont, ¿no es así?

– Sí.

– Es un estado parecido a esta región. Bosques frondosos e inviernos fríos, según tengo entendido.

– Tiene numerosos y espléndidos bosques y una estación invernal larga y fría, sí -contestó Tommy pausadamente-. Pero no se parece a esto.

Von Reiter suspiró.

– Yo sólo he estado en Nueva York. En una sola ocasión, pero he visitado muchas veces Londres y París. Antes de la guerra, por supuesto.

– Yo no he viajado tanto.

El comandante permaneció unos momentos mirando a través de la ventana.

– Si el teniente Scott es declarado culpable, ¿cree que su coronel exigirá realmente un pelotón de fusilamiento?

– Eso debería preguntárselo a él.

El comandante frunció el ceño.

– Nadie ha escapado del Stalag Luft 13 -dijo con lentitud-. Sólo los muertos, como los desdichados hombres que excavaban el túnel, y, ahora, el capitán Bedford. La situación seguirá sin cambios. ¿No cree, teniente?

– Nunca trato de adivinar el futuro -replicó Tommy.

– ¡La situación seguirá sin cambios! -repitió Von Reiter con vehemencia. Se apartó de la ventana y le preguntó-. ¿Tiene usted familia, teniente Hart?

– Sí.

– ¿Esposa? ¿Hijos?

– No. Todavía no -repuso Tommy titubeando.

– Pero habrá una mujer, ¿no?

– Sí. Me espera en casa.

– Confío en que viva usted para volver a verla -dijo Von Reiter bruscamente. Agitó la mano indicando a Tommy que podía retirarse. Tommy se levantó y echó a andar hacia la puerta, pero Von Reiter dejó caer otra pregunta como por descuido.

– ¿Canta usted, teniente Hart?

– ¿Que si canto?

– Como los británicos.

– No, Herr comandante.

El alemán volvió a encogerse de hombros sonriendo.

– Pues debería aprender. Como yo. Es posible que después de la guerra escriba un libro que contenga las melodías y las letras de las repugnantes canciones británicas, lo cual me reportará algún dinero para hacer mi vejez más llevadera. -El comandante emitió una sonora carcajada-. A veces debemos aprender a aceptar también lo que odiamos -dijo.

Luego dio la espalda a Tommy y se puso a contemplar los dos recintos a través de la ventana. Tommy salió raudo del despacho, sin saber muy bien si acababa de recibir una amenaza o una advertencia, pensando que ambas eran quizá la misma cosa.


Mientras se dirigía apresuradamente hacia la habitación que ocupaban Renaday y Pryce, pasó junto a unos hombres que jugaban a la ruleta del ratón en uno de los dormitorios. Media docena de oficiales británicos se hallaban sentados en torno a una mesa, cada uno con una modesta pila de cigarrillos, chocolate u otro producto que sirviera de apuesta. En el centro había una cajita de cartón provista a los lados de orificios de ventilación. Los hombres gritaban, bromeaban y se insultaban. Las obscenidades de los pilotos americanos solían ser breves y brutales. Los británicos, sin embargo, gozaban las exageraciones y el florido lenguaje de sus ataques verbales. El eco de sus voces reverberaba en la habitación.

Pero a una inopinada señal del croupier, un piloto alto y desgarbado dotado de una espesa barba, que lucía una vieja manta gris anudada en la cintura, a modo de falda escocesa o de disfraz, los hombres callaron al instante. Entonces levantó la tapa de la caja y atrapó a un ratón que asomaba tímidamente la cabeza por el borde.

La ruleta del ratón era bien simple. El croupier empujaba y azuzaba al ratón hasta que éste caía sobre la mesa, tras lo cual miraba en derredor suyo a los hombres que aguardaban con la respiración en suspenso y sin mover un músculo. La única regla era que nadie podía hacer nada para atraer al ratón; por fin, el aterrorizado ratón de los kriegies echaba a correr en una dirección, apresurándose hacia lo que creía fervientemente que era la presencia menos peligrosa y la libertad. El hombre que estaba más cerca de ese punto era declarado vencedor. El problema de la ruleta del ratón era que, con frecuencia, el animal trataba de huir por el espacio entre dos hombres, lo cual provocaba fingidas disputas para dirimir cuáles habían sido sus auténticas intenciones.

Tommy se paró unos instantes para observar el juego, hasta el momento en que el animal trató inútilmente de escabullirse, luego siguió adelante mientras el juego concluía entre sonoras carcajadas y discusiones.

Al alcanzar la puerta del cuarto de literas, vio que había un tercer hombre sentado junto a Pryce y Renaday, que alzó rápidamente la cabeza cuando apareció Tommy. El extraño era un joven de pelo oscuro y tez clara, muy delgado, como Pryce, con unas muñecas estrechas y el pecho hundido, lo cual le confería el curioso aspecto de un ave. Lucía gafas con montura de alambre y al sonreír torcía la boca hacia la izquierda, casi como si todo su cuerpo se inclinara en esa dirección. Cuando Tommy avanzó hacia ellos, los tres hombres se pusieron en pie.

– Tommy, te presento a un amigo mío -dijo Hugh entusiasta-, Colin Sullivan. De Emerald Isle.

– ¿Irlandés? -preguntó Tommy mientras estrechaba la mano del forastero.

– Sí -respondió Sullivan-. Irlandés y Spitfires -añadió.

A Tommy le costó imaginárselo tratando de controlar un caza, pero se abstuvo de decirlo.

– Colin nos ha ofrecido generosamente su ayuda -dijo Phillip Pryce-. Enséñaselo, muchacho.

El irlandés se agachó y Tommy vio que tenía una voluminosa carpeta de dibujo semioculta debajo de la litera.

– En realidad -explicó Sullivan a Tommy-, irlandés, Spitfires y tres aburridos años en la Escuela de Dibujo de Londres antes de dejarme convencer por esa filfa patriótica que me ha traído aquí.

Sullivan abrió la carpeta y entregó a Tommy el primer dibujo. Era una visión sombría del cadáver de Trader Vic, en el retrete del Abort, plasmada en las distintas tonalidades grises creadas por el carboncillo.

– Lo dibujé a partir de los detalles que recordaba Hugh -dijo Sullivan, sonriendo-. Supongo que sabe que los canadienses, unos tipos peludos, brutos y salvajes como los indios y con la imaginación de un búfalo, no cuentan con dotes para la descripción poética, a diferencia de mis paisanos y yo mismo -afirmó, dirigiendo una breve sonrisa a Hugh Renaday, el cual contestó con una mueca aunque se mostraba visiblemente satisfecho-. De modo que hice cuanto pude, habida cuenta de mis limitados recursos…

Tommy pensó que el dibujo captaba a la perfección la figura del asesinado. Era a la par siniestro y brutal. Sullivan había utilizado unos pocos toques de pintura para mostrar las exiguas manchas de sangre que había en el cadáver del americano. Éstas destacaban con fuerza, contrastando con los tonos más oscuros de los trazos del lápiz.

– Es fantástico -dijo Tommy-. Es exactamente el aspecto que presentaba Vic. ¿Tiene más dibujos?

– Sí, claro -repuso Sullivan sonriendo-. No precisamente lo que mi viejo profesor de dibujo debía de tener en mente cuando nos recomendaba una y otra vez que empleáramos lo que tuviéramos a mano, y aunque yo hubiera preferido a una fraulein desnuda posando provocativamente con una sonrisa de gratitud…

Entregó el segundo dibujo a Tommy. En éste resaltaba la profunda herida en el cuello.

– Yo colaboré con él en este boceto -dijo Hugh-. Ahora, lo que debemos hacer es mostrárselo al yanqui que examinó el cuerpo, para asegurarnos de que se ajusta a la realidad.

Tommy examinó otro dibujo, en este caso del interior del Abort, que mostraba las distancias y los distintos puntos. Una nítida flecha adornada con unas plumas señalaba la huella sangrienta en el suelo. El último boceto consistía en una reproducción de las copias de la huella de bota que había realizado Hugh en la escena del crimen.

– Mucho mejor que mis torpes intentos -dijo Renaday, sonriendo-. Como de costumbre, esto ha sido idea de Phillip. Sabía que Colin era amigo mío, pero a mí, por supuesto, no se me había ocurrido pedirle que colaborara en el caso.

– Ha sido divertido -repuso Colin Sullivan-. Desde luego más interesante que hacer el enésimo dibujo de la torre de vigilancia nordeste. Es la que refleja mejor la luz crepuscular y la que todos los que hemos asistido a clases de dibujo plasmamos cada día que no llueve.

– Sus dibujos son estupendos -comentó Tommy-. Nos serán de gran utilidad. Se lo agradezco de todo corazón.

Sullivan se encogió de hombros.

– Bueno, para decirlo sin rodeos, soy irlandés y católico, señor Hart, de modo que, como podrá imaginar, en Belfast me han tratado como a un negro tantas veces o más que a Lincoln Scott en Estados Unidos. Así que estoy encantado de echarles una mano -dijo con voz pausada.

A Tommy le llamó la atención la súbita e intensa vehemencia del menudo irlandés.

– Son excelentes -dijo de nuevo. Cuando se disponía a continuar con sus alabanzas, le interrumpió una voz fría y queda que sonó a su espalda.

– Pero contienen un error -se oyó.

Los aviadores aliados se volvieron y vieron al Hauptmann Heinrich Visser en el umbral, contemplando desde la puerta el dibujo que sostenía Tommy.

Ninguno de los cuatro hombres respondió, sino que dejaron que el silencio cayera sobre el pequeño espacio, invadiendo la habitación como un olor fétido arrastrado por una brisa rastrera. Visser avanzó, sin dejar de observar el dibujo con una expresión pensativa y concentrada. En su única mano portaba un pequeño maletín de cuero marrón, que depositó en el suelo a sus pies, al tiempo que se inclinaba hacia delante y señalaba con el índice el dibujo que mostraba con detalle la escena del crimen.

– Aquí está -dijo, volviéndose hacia Renaday y Sullivan-. La huella de la bota se hallaba a varios pasos de allí, cerca del cubículo del Abort. Yo mismo calculé la distancia.

Sullivan asintió con la cabeza.

– Puedo rectificarlo -dijo con calma.

– Sí, hágalo, teniente -respondió Visser, alzando la vista del dibujo y fijándola en Sullivan-. ¿Piloto de un Spitfire, ha dicho usted?

– Sí.

Visser carraspeó.

– Un Spitfire es un excelente aparato, comparable a un 109.

– Es cierto -repuso Sullivan-. Imagino que el Hauptmann tiene una experiencia personal con Spitfires -el irlandés señaló el brazo que le faltaba al oficial alemán y agregó-: No debió de ser una experiencia agradable.

Visser no respondió, pero palideció un poco y Tommy observó que le temblaba el labio superior. Asintió con la cabeza.

– Lamento su herida, Hauptmann -dijo Sullivan, adoptando una cadencia y un acento irlandeses aún más marcados-. Pero creo que puede considerarse muy afortunado. Ninguno de los hombres que pilotaban los 109 que yo derribé consiguieron salvarse. Se encuentran en el Valhala, o donde sea que ustedes los nazis piensan que van a parar cuando mueren por la patria.

Las palabras pronunciadas por el irlandés cayeron como mazazos en la habitación. El alemán se irguió y miró al joven artista con ostensible cólera, pero su voz no reveló la rabia que experimentaba, pues se expresó con palabras sosegadas, frías e inexpresivas.

– Quizá sea cierto, señor Sullivan -dijo con lentitud-. No obstante, usted está aquí, en el Stalag Luft 13. Y nadie sabe con certeza si volverá a ver algún día las calles de Belfast, ¿no es así?

Sullivan no respondió. Se miraron con aspereza, sin concesiones. A continuación Visser se volvió de espaldas.

– Se ha equivocado usted en otro detalle, señor Sullivan -agregó.

El alemán se volvió ligeramente hacia Tommy Hart.

– La huella de la bota apuntaba en sentido contrario. Hacia allí -dijo indicando la parte posterior del Abort, donde habían hallado el cadáver-. A mi entender -continuó fríamente-, se trata de un dato importante.

Una vez más, ninguno de los aviadores aliados respondió. Visser se volvió de nuevo para dirigirse a Phillip Pryce.

– Pero usted, teniente coronel Pryce, ya se habrá percatado de ello, y, sin duda, comprende su importancia.

Pryce se limitó a mirar fijamente al alemán, que esbozó una desagradable sonrisa, devolvió el boceto a Tommy Hart y se inclinó para abrir su maletín de cuero. Con gran destreza, utilizando su única mano, logró extraer de éste una pequeña carpeta de color tostado.

– Me llevó bastante tiempo conseguir esto, teniente coronel. Pero cuando por fin lo hice, su contenido me fascinó. Créame que se trata de una lectura de lo más interesante.

Todos guardaron silencio. Tommy, tenso, respiraba con trabajo.

Heinrich Visser miró el expediente que sostenía en la mano. Cuando comenzó a leer, su sonrisa se disipó.

– Phillip Pryce. Teniente coronel del escuadrón 56 de bombarderos pesados, destinado en Avon-on-Trent. Recibió su graduación de oficial en la RAF, en 1939. Nacido en Londres en septiembre de 1893. Estudió en Harrow y Oxford. Se graduó entre los cinco alumnos más destacados en ambas instituciones. Sirvió como ayudante de aviación en el estado mayor durante la Primera Guerra Mundial. Obtuvo varias condecoraciones. Se licenció como abogado en julio de 1921. Socio fundador de la firma Pryce, Stokes, Martin y Masters. Participó como abogado defensor en una docena de procesos por delitos capitales, todos ellos revestidos de gran sensacionalismo, que acapararon los titulares de prensa y la atención del público, sin perder ninguno…

Se detuvo y alzó la vista, hacia Pryce.

– ¡Sin perder ninguno! -repitió el alemán-. Un historial ejemplar, teniente coronel. Extraordinario, asombroso, y probablemente muy remunerativo. A su edad no tenía ninguna obligación de alistarse, pudo haberse quedado en casa durante toda la guerra gozando de las comodidades que le había procurado su posición y sus notables éxitos profesionales.

– ¿Cómo ha obtenido esa información? -preguntó Pryce con sequedad.

Visser meneó la cabeza.

– No esperará usted que le responda, teniente coronel.

Pryce respiró hondo, lo cual provocó un violento acceso de tos, y negó con la cabeza.

– Por supuesto que no, Hauptmann -dijo luego.

El alemán cerró el expediente, lo devolvió a su maletín y miró a cada uno de los allí presentes.

– No perdió un solo caso por un delito capital. Una marca impresionante, aun tratándose de un abogado insigne. ¿Qué me dice de este caso, en el que ha estado colaborando con el joven teniente Hart con gran habilidad y discreción a la par? ¿No prevé que puede convertirse en su primer fracaso?

– No -contestó Pryce sin dudarlo.

– Su confianza en su amigo americano es admirable -dijo Visser-. Que no comparten muchos más allá de estas cuatro paredes. Aunque, después de la actuación de esta mañana, es posible que algunos modifiquen sus opiniones.

Visser acarició el maletín que sostenía bajo su único brazo.

– Su tos, teniente coronel, parece severa. Creo que debería ponerle remedio antes de que empeore -dijo el alemán con tono firme.

Luego, despidiéndose con un movimiento de la cabeza, dio media vuelta y salió de la habitación. Las punteras metálicas de sus botas resonaban sobre las maltrechas tablas del suelo como disparos de ametralladora.

Los cuatro aviadores aliados permanecieron callados unos instantes, hasta que Pryce rompió el silencio.

– El uniforme es de la Luftwaffe -dijo con voz débil-, pero es un hombre de la Gestapo.


Más tarde, Tommy se dirigió apresuradamente a través del recinto sur hacia la tienda de campaña de los servicios médicos, para entrevistarse con el ayudante del gerente de la funeraria de Cleveland. La aparición de Visser le había dejado preocupado. Por un lado, el alemán parecía querer ayudarles, ya que había señalado los errores en los dibujos de la escena del crimen. Pero todo cuanto decía encerraba una clara amenaza. Pryce se había sentido muy turbado por aquellas intenciones ocultas.

Mientras caminaba con rapidez a través de las sombras que invadían los senderos que separaban los barracones que alojaban a los prisioneros, se puso a pensar en el juego de la ruleta del ratón. El desdichado ratón no le inspiraba sino compasión.

Vio a un par de aviadores de pie frente al barracón de los servicios médicos, fumando. Al aproximarse Tommy se apartaron para cederle paso.

– ¿Cómo van las cosas, Hart? -preguntó uno de ellos.

Tommy halló al teniente Nicholas Fenelli en una pequeña estancia destinada a reconocer a los enfermos. Había una mesilla, unas cuantas sillas con respaldo y una encimera cubierta por una tosca sábana blanca. La habitación estaba iluminada por una bombilla que pendía del techo. Un par de baldas de madera clavadas en la pared contenían sulfamidas, aspirinas, desinfectantes, cremas, vendas y compresas. Era una modesta provisión; todos los kriegies sabían que era peligroso enfermar o resultar herido en el Stalag Luft 13. Una enfermedad sin importancia podía complicarse con facilidad debido a la falta de material médico, pese a los esfuerzos de la Cruz Roja por mantener el dispensario en condiciones. Los prisioneros aliados sospechaban que los alemanes sustraían sistemáticamente sus preciosas medicinas para enviarlas a sus hospitales, en los que había una gran carencia de recursos, por más que los comandantes de la Luftwaffe lo negaran. Pero cuanto más lo negaban, más convencidos estaban los kriegies de que les robaban.

Cuando entró Tommy, Fenelli, que estaba sentado detrás de la mesa, alzó la mirada.

– El hombre de moda -observó extendiendo la mano-. Caray, menuda actuación la suya esta mañana. ¿Tiene previsto un bis para el lunes?

– Estoy en ello -respondió Tommy, echando un vistazo a su alrededor-. ¿Sabía usted que jamás había puesto los pies aquí?

– Tiene usted suerte, Hart -contestó el otro-. Sé que no es gran cosa. Maldita sea, lo mejor que puedo hacer es abrir un divieso con lanceta, limpiar unas ampollas o encajar una muñeca. Aparte de eso, el paciente lo tiene mal. -Fenelli se repantigó en la silla, miró a través de la ventana y encendió un cigarrillo-. Procure no caer enfermo, Hart -dijo señalando las medicinas-. Al menos hasta que crea que Ike o Patton están a las puertas acompañados por una columna de carros blindados.

Era bajo, pero de hombros anchos y brazos largos y fuertes. Su pelo negro y rizado le cubría las orejas, y llevaba una barba de varios días. Tenía una sonrisa franca y un talante desenvuelto y seguro de sí.

– No pienso hacerlo -respondió Tommy-. ¿De modo que quiere ser médico?

– Así es. Regresaré a la facultad de medicina en cuanto consiga salir de aquí. No creo que tenga muchos problemas con la clase de anatomía general después de lo que he visto desde que el Tío Sam me requirió. Calculo que he visto expuesta cada parte del cuerpo humano, desde los dedos de los pies hasta los sesos, gracias a estos putos alemanes.

– Trabajó usted en una funeraria de Cleveland…

– Le conté todo esto a su amigo Renaday. Es cierto. No es un lugar tan desagradable para trabajar como pueda pensarse. Si trabajas allí siempre puedes contar con un empleo fijo. Nunca hay escasez de fiambres. Bueno, como le dije a su amigo canadiense, con quien por cierto no me gustaría pelearme. Pues bien, le dije que, en cuanto vi la cuchillada en el cuello de Trader Vic, comprendí lo que había ocurrido. No era preciso examinarla más de un segundo, aunque por supuesto me detuve bastante en ella. Había visto más de una vez esa clase de herida y sé cómo se produce. No tengo ningún problema en explicárselo a quien desee saberlo.

Tommy le entregó el boceto de la herida realizado por Sullivan. El americano lo observó y asintió.

– Caray, Hart, ese tipo sabe dibujar. Ese es exactamente el aspecto que tenía. Ha plasmado los bordes a la perfección. No era un corte limpio, sino que presentaba algunos desgarros en el lugar donde había penetrado el cuchillo.

Mientras hablaba, Fenelli imitó la forma en que la hoja debió de penetrar en el cuello de la víctima. El último segundo de pánico experimentado por Trader Vic se le figuró como vivido por él.

– De modo que si le llamo a declarar…

– Cuente con ello -respondió Fenelli al tiempo que devolvía a Tommy el boceto de la herida del cuello-. No hay problema. Eso cabreará un poco a Clark, cosa que no le vendrá nada mal a ese presumido. ¡Que le den por el culo! -acabó, soltando una carcajada.

– ¿Va a darles esa sorpresa el lunes? -prosiguió sonriendo-. No está mal, Hart, nada mal. Ese viejo gilipollas no sabe lo que le espera.

– El lunes no -contestó Tommy-, pero sí lo antes posible. Le agradecería que se guardara sus opiniones. Al margen de lo que ocurra cuando Clark empiece a presentar a sus testigos y sus pruebas…

– ¿Se refiere a que no quiere que me vaya de la lengua y le cuente a todos que Vic la palmó al estilo de un capo de poca monta en un oscuro callejón? De acuerdo. Puede que uno no aprenda mucho trabajando en una funeraria en Cleveland, pero sí a mantener la boca cerrada.

Tommy se despidió de Fenelli con un apretón de manos.

– Ya le avisaré -dijo-. No se vaya de aquí.

El doctor en ciernes soltó una carcajada.

– Es usted un tipo majo, Hart.

– ¿Conoce al tipo que se sienta junto a Clark? -dijo Fenelli cuando Tommy se disponía a abandonar el dispensario.

– Creo que se llama Townsend.

– ¿Lo conoce?

– No, precisamente iba a acercarme ahora a su barracón.

– Yo sí lo conozco -dijo Fenelli-. Llegamos a esta mierda de campo él mismo día y en el mismo apestoso vagón de ganado. Era piloto de un Liberator, le derribaron en Italia.

– ¿Tiene una historia?

– Todo el mundo tiene una historia, Hart -respondió Fenelli sonriendo-. ¿No lo sabía? Pero eso no es lo más interesante del capitán Walker Townsend. -Al hablar, Fenelli imitó un leve acento sureño-. ¿Sabía usted que el capitán Townsend se hallaba en Estados Unidos antes de aterrizar aquí?

Tommy no dijo nada. Fenelli continuó sonriendo.

– Desempeñaba el cargo de fiscal de distrito de Richmond, en Virginia. Puede apostar usted todos sus cartones de cigarrillos a que ése es el motivo por el que se sienta junto a Clark. Y otro detalle curioso, Hart, que recuerdo de los dos días de viaje que pasamos juntos: me dijo que fue fiscal de todos los juicios por asesinato en su distrito. Se ufanó de haber enviado a más hombres al corredor de la muerte en el viejo estado de Virginia que bombas había arrojado antes de que lo derribaran.

Extrajo otro cigarrillo del bolsillo de su camisa y lo encendió.

– Pensé que le interesaría saber contra quién se juega los cuartos, Hart. Y le aseguro que no es como ese idiota colérico de Clark. Le deseo mucha suerte.


Tommy encontró al capitán Walker Townsend en su dormitorio del barracón 113, haciendo el crucigrama de una revista de pasatiempos. Casi había logrado completarlo. Escribía con trazos suaves, para poder borrarlos cuando terminara y pasarle el crucigrama a otro aburrido kriegie a cambio de una lata de carne o una tableta de chocolate.

Townsend alzó la vista cuando Tommy entró en la habitación.

– Eh, teniente, ¿conoce una palabra de seis letras que signifique fracaso? -preguntó de inmediato.

– ¿Qué le parece «cagada»? -replicó Tommy.

Townsend se echó a reír a carcajadas con una voz más potente de lo que uno imaginaba que contenía un cuerpo tan menudo como el suyo.

– No está mal, Hart -dijo. Tenía un acento sureño claro pero no exagerado. Se expresaba con una cadencia casi dulce, rítmica, semejante a una nana-. Es usted agudo. Pero tengo la impresión de que no era eso lo que los redactores del New York Times tenían en mente cuando confeccionaron este crucigrama.

– ¿Y «chasco»? -sugirió Tommy.

Townsend observó unos instantes el crucigrama y sonrió.

– Eso encaja mejor -dijo. Dejó el lápiz y el librito sobre la litera-. Odio estas cosas. Me hacen sentir siempre como un imbécil. Supongo que hay que tener un cerebro especial para resolverlos. Cuando regrese a casa, no volveré a hacer un crucigrama en el resto de mi vida.

– ¿Dónde está su casa? -inquirió Tommy, aunque ya conocía la respuesta.

– En Richmond, la capital de Virginia.

– ¿A qué se dedicaba antes de la guerra? -preguntó Hart.

Townsend se encogió de hombros con una ligera sonrisa.

– Un poco de todo. Después, cuando obtuve mi título de abogado, me puse a trabajar para el Estado, es un buen empleo. Un horario regular, un buen sueldo semanal y una pensión que aún tardaré unos años en cobrar.

– ¿Abogado del Estado? ¿En qué consiste? ¿Adquisición de terrenos y reglamentación urbanística, acaso?

– Más o menos -respondió Townsend-. Por supuesto, no tuve las ventajas que tuvo usted. No señor. No asistí a la Universidad de Harvard, sino a clases nocturnas en el instituto local. Trabajaba todo el día en la tienda de material agrícola que mi padre tenía en las afueras de la ciudad.

Tommy asintió con la cabeza. También él se mostraba sonriente, ya que esperaba convencer a Townsend de que se acababa de tragar todas sus mentiras sin masticarlas.

– La fama de Harvard es exagerada -dijo-. Uno puede aprender derecho en muchos lugares menos distinguidos. La mayoría de mis compañeros de clase sólo pretendían conseguir su título y forrarse.

– Es posible -repuso Townsend alzándose de hombros-, pero no deja de ser una excelente universidad para estudiar derecho.

– Bueno -dijo Tommy-, al menos se ha graduado. Lo que significa que tiene más experiencia que yo.

– Probablemente no mucha más -respondió con gesto dubitativo-. A fin de cuentas, en Boston tienen ustedes esos tribunales ficticios formados para juzgar pleitos supuestos en la enseñanza de derecho. Por otra parte, Hart, este tribunal militar no se parece en nada a los juzgados de primera instancia que tenemos en casa.

«No -pensó Tommy-. Seguro que no, pero el resultado será el mismo.»

– Creo que tiene una lista de testigos para mí -dijo-. Me gustaría examinar las pruebas.

– Le he estado esperando todo el día, desde la vista de esta mañana, en la que, por cierto, tuvo una intervención magnífica, debo reconocerlo. El teniente Scott parecía rebosar la legítima indignación de los auténticos inocentes. Sí señor. Debo decir que lo único que he oído de los kriegies en todo el día han sido dudas, preguntas y titubeos, lo cual imagino que es lo que ustedes se proponían. Pero, por supuesto, no han visto las pruebas en este caso como las he visto yo. Las pruebas no mienten. Las pruebas no pronuncian discursos bonitos. Se limitan a señalar al culpable. No obstante, me quito el sombrero ante usted, teniente Hart. Ha empezado con excelente pie.

– Llámame Tommy. Todo el mundo me llama así. Salvo el comandante Clark y el coronel MacNamara.

– Bien, Tommy, entonces te felicito por tu primera intervención.

– Gracias.

– Pero como puedes suponer, yo me esmeraré en hacer que a partir de ahora te resulte más difícil lucirte.

– Era justamente lo que había previsto. A partir del lunes por la mañana.

– De acuerdo. El lunes, a las ocho de la mañana. Pero que quede claro que no es un asunto personal. Me limito a obedecer órdenes.

Tommy había oído esa frase en otras ocasiones. Pensó que la única cosa de la que estaba seguro era que antes de que concluyera el juicio de Scott, el asunto se habría convertido en algo decididamente personal, sobre todo en lo que respectaba al capitán Townsend.

– Por supuesto. Lo comprendo perfectamente -contestó-, Y ahora, ¿puedo ver la lista de pruebas?

– He traído estos objetos aquí para mostrártelos ahora mismo -repuso Townsend. Sacó de debajo de su litera una pequeña taquilla de madera de balsa, de la que extrajo una cazadora de cuero, un par de botas de aviador forradas de borrego y el cuchillo de fabricación casera. Los dos pedazos de tejido, uno perteneciente al asa de la sartén y el otro al cuchillo, estaban envueltos. Townsend los colocó desdoblados sobre el camastro.

Tommy los examinó en primer lugar. El virginiano se repantigó en su asiento, sin decir palabra, observando el rostro de Tommy en busca de una reacción. Tommy recordó a los jugadores de la ruleta del ratón en el momento en que el croupier había soltado al aterrorizado animalito. Los jugadores habían permanecido en silencio, inexpresivos, conminando mentalmente al atemorizado animal a correr hacia ellos.

No le cabía la menor duda de que los dos trozos de tejido eran idénticos; el perteneciente al cuchillo presentaba unas pequeñas pero nítidas manchas de sangre en uno de sus bordes. Tomó nota de ello y dejó el trapo. Luego tomó el cuchillo y lo midió. Estaba confeccionado con un trozo de hierro chato, de unos cinco centímetros de ancho y treinta y cinco de longitud. Tenía la punta triangular, pero sólo uno de los bordes estaba muy afilado.

– Parece una espada pequeña -observó Townsend, fingiendo estremecerse-. Un objeto mortífero.

Tommy asintió con la cabeza. Depositó el cuchillo en la mesa y tomó las botas de aviador. Las examinó con detención, inspeccionando las gastadas suelas de cuero cosidas a las piezas superiores, de cuero más suave y forradas de piel. Observó que las manchas de sangre aparecían sobre todo en las puntas de las botas.

– Menos mal que estamos casi en verano -comentó Townsend-. Sería una lástima no poder lucir estas botas en invierno, ¿no es así? Claro que este maldito clima es imprevisible. Un día nos pasamos la mañana tomando el sol, como si estuviéramos en Roanoke o Virginia Beach, y al siguiente nos morimos de frío durante el rato que permanecemos de pie para el Appell matutino. El verano se retrasa mucho, no como en casa. En Virginia gozamos de un invierno templado y una primavera precoz. Por estas fechas ya han florecido la madreselva y las lilas. El aire está impregnado de una dulce fragancia.

Tommy dejó las botas sobre la cama y tomó con cuidado la cazadora de cuero. En seguida comprendió por qué Lincoln Scott no había reparado en las manchas de sangre cuando la había cogido al despertarse en la penumbra al oír los silbatos y gritos de los alemanes. Había sangre en el puño izquierdo y otra manchita junto al cuello, en el mismo lado. En la espalda había otra, más grande. Tommy volvió a examinar la prenda por delante y por detrás. Luego asintió con la cabeza, suspirando.

– Bien -dijo-, en Estados Unidos podría alegar que estos objetos habían sido tomados ilegalmente, prescindiendo de los trámites oportunos.

– No creo que este argumento funcionara aquí y ahora, Tommy -repuso Townsend-. Puede que en casa, pero…

– Pero aquí no -le interrumpió Tommy-. Es cierto. Vayamos ahora con la lista.

Townsend extrajo del bolsillo de su pechera una hoja que contenía diez nombres y la ubicación de sus dueños en sus correspondientes barracones. Se la entregó a Tommy, que la aceptó y la guardó en el bolsillo de su camisa sin examinarla.

– Supongo que es prematuro hablar sobre la sentencia -dijo con lentitud-. Creo que hoy logré impedir un linchamiento. Pero, dado el probable resultado del juicio, creo que debemos hablar sobre esta posibilidad, ¿no le parece, capitán? -Con expresión de derrota en los ojos, Tommy señaló la colección de pruebas con la mano.

– Por favor, Tommy, llámame Walker. En efecto, creo que es prematuro, como dices. Pero estoy dispuesto a hablar del tema más adelante. Por ejemplo el lunes por la tarde, ¿qué te parece?

– Gracias, Walker. Ya te lo confirmaré. Gracias por mostrarte tan razonable sobre este asunto. Creo que el comandante Clark es…

– ¿Un tanto difícil? -interrumpió Townsend-. ¿Temperamental?

Townsend se echó a reír y Tommy, sonrió con falsedad.

– En efecto -repuso.

– El comandante lleva demasiado tiempo en este agujero. Al igual que todos, por otra parte, porque hasta un minuto es demasiado tiempo. Pero él y el coronel lo acusan más que nosotros. Llevan aquí una eternidad. Y tú también, Tommy, según me han contado.

Tommy palpó el bolsillo donde había guardado la lista.

– Bien -dijo, retrocediendo unos pasos-. Gracias de nuevo. Tengo cosas que hacer.

Walker Townsend asintió con un leve movimiento de la cabeza y volvió a su crucigrama.

– Si necesitas algo de la acusación, ven a verme cuando quieras, Tommy, en cualquier momento, de día o de noche.

– Te lo agradezco -contestó Tommy. «Embustero», pensó. Se despidió con un pequeño ademán estudiadamente amistoso, y se alejó con rapidez. Al salir inspiró una larga y afilada bocanada de aire fresco, pensando que por primera vez desde el momento en que había contemplado el cadáver de Trader Vic había visto unas pruebas en lugar de oír meras palabras, por enérgicas que fuesen, que le habían convencido de que Lincoln Scott era inocente del asesinato del aviador.


La esfera luminosa del reloj que le había regalado Lydia indicaba las doce menos diez de la noche cuando Tommy abandonó con cautela el relativo calor de su camastro y sintió la frialdad del suelo a través de sus delgados y remendados calcetines de lana. Permaneció unos instantes sentado en el borde de la litera, como un buceador esperando el momento oportuno para zambullirse en el agua. Estaba rodeado por los habituales sonidos nocturnos: ronquidos, toses, gemidos y respiraciones sibilantes emitidos por unos hombres con los que convivía desde hacía, meses y que sin embargo apenas conocía. La oscuridad lo envolvía; trató de alejar de sí una momentánea sensación de pánico, un residuo de claustrofobia. Las noches le producían siempre una sensación tan agobiante como el armario en el que había quedado encerrado de niño. Tenía que hacer un auténtico esfuerzo para convencerse de que la oscuridad que invadía el cuarto de literas no era lo mismo.

Uno de los reflectores de la torre de vigilancia pasó sobre la ventana exterior, cerrada a cal y canto contra la noche; durante unos segundos la potente luz penetró a través de las rendijas de los postigos de madera, recorriendo la pared de enfrente. Tommy agradeció la luz; le ayudaba a orientarse y alejar los pavorosos recuerdos de su infancia que le atormentaban en todos los espacios reducidos y oscuros.

Tomó sus botas de debajo de la litera. Luego, con la mano izquierda, localizó su cazadora de cuero y el cabo de una vela encajado en una lata de carne vacía. No lo encendió, pues prefería esperar a que el reflector volviera a pasar por el dormitorio, de modo que le procurase el suficiente resplandor para levantarse del camastro, dirigirse hacia la puerta y salir al pasillo central del barracón.

No tuvo que esperar mucho. Cuando el reflector arrojó su resplandor velado y amarillo a través de la habitación, se levantó, sosteniendo las botas, la cazadora y la vela, se dirigió veloz hacia la puerta y salió. Se detuvo unos momentos en el pasillo, aguzando el oído para cerciorarse de que no había despertado a los hombres que compartían su habitación. Le rodeaba un profundo silencio, interrumpido por aquellos ruidos habituales. Metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó una cerilla, que encendió rascándola en la pared. Encendió la vela y, moviéndose como una aparición fantasmagórica, avanzó de puntillas por el pasillo, dirigiéndose con resolución hacia la habitación de Lincoln Scott.

El aviador negro dormía a pierna suelta en su solitario camastro, pero al notar la presión de la mano de Tommy en su hombro se despertó bruscamente. Durante unos momentos, cuando se revolvió profiriendo palabrotas, Tommy temió que le asestara uno de sus mortíferos derechazos.

– ¡Silencio! -murmuró Tommy-. Soy yo, Hart.

Sostuvo la vela en alto para que iluminara su rostro.

– Joder, Hart -masculló Lincoln Scott-. Pensé…

– ¿Qué?

– No sé. Algún problema.

– Quizá yo lo sea -continuó Tommy en tono quedo.

– ¿Qué está haciendo aquí? -preguntó Scott incorporándose en la cama y apoyando los pies en el suelo.

– Un experimento -contestó Tommy-, Una pequeña recreación.

– ¿A qué se refiere?

– Es muy sencillo -repuso Tommy sin alzar la voz-. Finjamos que ésta es la noche que murió Vic. En primer lugar muéstreme con precisión cómo se levantó y salió del barracón aquella noche. Luego trataremos de descifrar dónde fue Vic antes de acabar asesinado en el Abort.

Scott movió su negra cabeza en señal de asentimiento.

– Me parece razonable -dijo pestañeando para despabilarse-. ¿Qué hora es?

– Las doce y unos minutos.

Scott se restregó la cara con la mano, moviendo la cabeza arriba y abajo.

– Es aproximadamente la hora en que me levanté -dijo-. Como no tenía reloj, no lo sé con exactitud. Pero estaba oscuro como boca de lobo y todo estaba en silencio, por lo que deduje que sería alrededor de la medianoche. Quizás un poco antes, o una hora más o menos, pero no mucho más. Aún faltaba para que amaneciera.

– Como cuando descubrieron el cadáver de Bedford.

– En todo caso, yo me levanté antes del amanecer, de eso estoy seguro.

– De acuerdo -dijo Tommy-, De modo que se levantó y…

– Mi litera estaba aproximadamente en este lugar -prosiguió Scott-, Cuatro literas dobles, dos a cada lado. Yo era el que estaba más cerca de la puerta, de modo que la única persona a quien temía despertar era el tipo cuya litera se hallaba sobre la mía.

– ¿Y Bedford?

– Se hallaba al otro lado de la habitación. Ocupaba la parte inferior de su litera.

– ¿Lo vio usted?

Scott negó con la cabeza.

– No me fijé en él -respondió.

Tommy estuvo a punto de interrumpir al negro, porque le parecía que su respuesta no tenía ningún sentido, pero tras unos instantes de vacilación, se limitó a preguntar:

– ¿Encendió la vela que había junto a su cama?

– Sí. La encendí y la cubrí con mi mano para amortiguarla. Como he dicho, no quería despertar a los otros. Dejé mis botas y mi cazadora…

– ¿Dónde exactamente?

– Las botas a los pies de la litera. La cazadora colgada de la pared.

– ¿Vio esas prendas?

– No. No me fijé. No tenía motivos para sospechar que alguien las cogiera. Sólo pensé en hacer lo que tenía que hacer y regresar al barracón cuanto antes. El retrete no está lejos y me moví con mucho sigilo. Estaba descalzo. Aunque hacía un frío polar…

Tommy asintió, preocupado, pero se afanó en desterrar esa sensación.

– De acuerdo -dijo-. Muéstreme lo que hizo esa noche con toda exactitud, pero esta vez coja sus botas y su cazadora. Quiero que se mueva del mismo modo, a la misma velocidad. -Tommy miró el dial de su reloj, cronometrando al aviador negro.

Scott se levantó sin decir palabra. Al igual que Tommy, tomó sus botas. Con el torso ligeramente inclinado hacia delante, se alejó de su litera. Señaló hacia el lugar donde dormían los otros hombres aquella noche, y luego indicó la pared donde colgaba su cazadora. Moviéndose con sigilo, seguido por Tommy, Scott atravesó la habitación de un par de zancadas y abrió la puerta. Tommy tomó nota de que a diferencia de muchas otras en el barracón, esta puerta tenía los goznes bien engrasados. Emitió un solo crujido que a Tommy no le pareció lo bastante potente para despertar a una persona. Cuando salieron al pasillo, se cerró tras ellos apenas con un ligero «clic».

Scott señaló el retrete. Estaba colocado en un tosco cubículo, no mayor que un armario, tan sólo a veinte pasos del dormitorio. Tommy sostuvo la vela sobre la cabeza para iluminar el camino. Dado que ambos caminaban descalzos, sus pasos no resonaban sobre el suelo de madera.

Se detuvieron junto al retrete.

– Entré -dijo Scott-. Hice lo que tenía que hacer y luego regresé a la habitación. Eso es todo.

Tommy miró la luz verde de la esfera de su reloj. No habían pasado más de tres minutos desde que Scott había salido de su barracón. Tommy se volvió y echó un vistazo a través del pasillo. Durante un instante, sintió que su estómago se contraía y tragó saliva. La lobreguez de su temor a los espacios reducidos le atenazó el corazón. Pero apartó esa viscosa sensación de asfixia y se concentró en el problema que les ocupaba. La única salida del barracón se hallaba en el otro extremo, más allá de los otros cuartos de literas. Pensó que para pasar de la letrina al exterior, había que pasar cerca de un centenar de hombres que dormían en sus literas, detrás de una docena de puertas cerradas. Pero era posible que alguien oyera los pasos. Ése debía de estar despierto, alerta.

– ¿Y no vio a nadie? -preguntó Tommy de nuevo.

Scott volvió el rostro, escudriñando la oscuridad.

– No. Ya se lo he dicho. No vi a nadie.

Tommy pasó por alto el titubeo que había percibido en la voz del aviador de Tuskegee y señaló al frente.

– De acuerdo -dijo con voz queda-. Ya sabemos lo que hizo usted. Ahora tratemos de descifrar lo que hizo Trader Vic.

Sosteniendo aún sus botas en las manos, ambos hombres avanzaron con cautela por el pasillo central del barracón, iluminándose gracias a la débil luz de la vela. Al llegar a la puerta del barracón 101, Tommy se detuvo pensativo. En éstas pasó el haz de un reflector, iluminando durante unos instantes los escalones de entrada antes de continuar adelante. Tommy se volvió y dirigió la vista hacia los cuartos de literas, situados en el otro extremo del pasillo. El reflector se hallaba fuera y a la izquierda, lo que significaba que cubría todas las habitaciones en aquel lado del edificio, que era el lado en el que se habían alojado Lincoln Scott y Trader Vic. Pensó que era concebible que alguien saliera por una de las ventanas situadas a la derecha del barracón; de esta forma sólo atravesaría una parte de la trayectoria del reflector cuando éste barriera los muros y el tejado. Pero era imposible que alguien pasara entre los kriegies apiñados en los reducidos espacios de los dormitorios en aquel lado, a menos que se hubieran puesto de acuerdo. Tommy estaba convencido de que los hombres que salían de noche para excavar un túnel, en especial los que habían perecido recientemente bajo tierra, se alojaban en ese lado del barracón. Los otros -los tipos del comité de fuga, los falsificadores, los espías y demás- tendrían que informar a todos los ocupantes del dormitorio sobre la ventana que pensaban utilizar. Lo cual, pensó, violaba todos los principios del secreto militar y, además, identificaba a los hombres que trabajaban por las noches, lo cual constituía otra violación de la seguridad.

De modo que Tommy pensó (midiendo, calibrando, sumando factores lo más rápido que podía, sintiéndose un poco como antes de que un profesor de pelo cano de la facultad de derecho escribiera con tiza una pregunta fácil en la pizarra) que cualquiera que tuviera que salir del barracón 101 en plena noche y tuviera que hacerlo sin llamar la atención de sus compañeros de cuarto o de los guardias alemanes, se arriesgaría quizás a salir por la puerta de entrada.

El haz del reflector pasó de nuevo sobre el edificio, filtrándose a través de las hendijas de la puerta y luego, con la misma rapidez, se desvaneció.

A los alemanes no les gustaba utilizar los reflectores, sobre todo en las noches en que se producían bombardeos británicos sobre instalaciones cercanas. Hasta el soldado alemán más ignorante sabía que desde el aire la luz de unos reflectores hacía que el campo pareciera un almacén de municiones o una planta industrial, y el piloto de un Lancaster en apuros, tras haber repelido los ataques de los pilotos nocturnos de la Luftwaffe, podría cometer un error y lanzarles su carga de bombas.

Por lo tanto, el uso de aquellos focos no era sistemático, lo cual los volvía más terroríficos para alguien que pretendiera pasar de un barracón a otro. Su carácter imprevisible impedía calcular el momento en que barrerían los edificios.

Tommy respiró hondo. Si el haz del reflector lo descubría, podían matarlo.

En el mejor de los casos provocaría toques de silbato y gritos de alerta, y si uno lograba levantar las manos con la suficiente rapidez, antes de que un Hundführer o uno de los gorilas de la torre de vigilancia colocara su ametralladora Schmeisser en posición de disparo, nadie lo libraría de quince días en la celda de castigo. Por lo demás, el hecho de que te pillaran comprometía los trabajos del túnel o el propósito que tuviera el kriegie para haber salido del barracón. Por lo tanto, pensó Tommy, nunca había un motivo sencillo para abandonar el barracón después de que hubieran apagado las luces.

Lanzó un profundo suspiro, sibilante.

«Mi excursión tampoco tiene nada de sencillo», pensó.

Se subió la cremallera de la cazadora y se agachó para calzarse los zapatos, indicando a Scott que hiciera lo propio.

Scott esbozó una sonrisa socarrona, distendida, propia de un guerrero acostumbrado al peligro.

– Esto es arriesgado, ¿eh, Hart? -murmuró-. No queremos que nos pillen.

Tommy asintió con la cabeza.

– El problema no es que nos pillen, sino que nos maten. No queremos morir acribillados -repuso. De pronto notó que tenía toda la boca seca, incluso la lengua-. No precisamente ahora…

– Ni ahora ni nunca -replicó Scott sin dejar de sonreír.

Tommy supuso que Scott debía de sentirse más como el piloto de un caza que en cualquier instante desde que se había lanzado en paracaídas del avión en llamas sobre territorio ocupado.

– ¿Adónde nos dirigimos en primer lugar? -preguntó el aviador negro mientras se ataba los cordones de las botas.

– Al Abort. Luego volveremos atrás.

– ¿Qué es exactamente lo que buscamos? -inquirió Scott.

– ¿Exactamente? No lo sé. Pero posiblemente buscamos un lugar donde alguien se sintiera a sus anchas para cometer un asesinato.

Tras estas palabras, Tommy se volvió hacia la puerta. Apagó la vela de un soplo. Respiraba de forma rápida, superficial, como un sprinter dispuesto a emprender una carrera. En cuanto el reflector pasó sobre la fachada del barracón, asió el pomo de la puerta, la abrió y se zambulló, con Scott pegado a sus talones, en la densa oscuridad.

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