Durante unos momentos Tommy se sintió desconcertado por la fuerza con que Scott se había declarado inocente. Supuso que la estupefacción se había reflejado en su rostro, porque el aviador negro se apresuró a preguntar:
– ¿Ocurre algo, Hart?
– Nada -respondió Tommy meneando la cabeza.
– Miente -le espetó Scott-. ¿Qué esperaba que dijera, teniente? ¿Qué yo maté a ese asqueroso racista?
– No.
– ¿Entonces, qué?
Tommy se dio tiempo para organizar sus pensamientos.
– No sabía cuál sería su reacción, teniente Scott. En realidad aún no me había parado a pensar en la cuestión de su culpabilidad o inocencia. Sólo sé que van a acusarlo de asesinato.
Scott exhaló bruscamente y dio unos pasos por la diminuta celda de castigo, encogiendo los hombros para defenderse de la humedad y el frío.
– ¿Pueden hacerlo? -preguntó de sopetón.
– ¿El qué?
– Acusarme de un crimen, aquí… -Scott describió un círculo con el brazo para abarcar todo el campo de prisioneros.
– Creo que sí. Técnicamente estamos todavía a las órdenes de nuestros oficiales y miembros del ejército y por tanto sometidos a la disciplina militar. Supongo que, técnicamente, puede decirse que nos hallamos en situación de combate, y por consiguiente controlados por las ordenanzas especiales que…
Scott meneó la cabeza.
– No tiene sentido -protestó-. A menos que uno sea negro. Entonces todo tiene sentido. ¡Maldita sea! ¿Qué coño les he hecho yo? ¿Qué pruebas tienen contra mí?
– No lo sé. Sólo sé que el comandante Clark dijo que tenían pruebas suficientes para condenarlo.
Scott volvió a sobresaltarse.
– Mentira -declaró-. ¿Cómo pueden tener pruebas si yo no tuve nada que ver con la muerte de ese hijo de puta? ¿Cómo lo mataron?
Tommy empezó a responder, pero se detuvo.
– Creo que es mejor que hablemos primero sobre usted -dijo lentamente-. ¿Por qué no me cuenta qué ocurrió anoche?
Scott se apoyó contra el muro de cemento, fijando la vista en el ventanuco, mientras intentaba poner en orden sus pensamientos. Luego exhaló aire lentamente, miró a Tommy y se encogió de hombros.
– No hay mucho que contar -respondió-. Después del recuento del mediodía, caminé un rato. Luego cené solo. Leí acostado en mi litera hasta que los alemanes apagaron las luces. Me tumbé de lado y me quedé dormido. Me desperté una vez durante la noche. Tenía ganas de mear, de modo que me levanté, encendí una vela y fui al retrete. Después regresé a mi cuarto, me acosté de nuevo en la litera y no volví a despertarme hasta que los alemanes empezaron a tocar los silbatos y a gritar. A los pocos minutos me encerraron aquí. Tal como le he explicado.
Tommy trató de retener cada palabra en su memoria. Deseó haber traído un bloc y un lápiz, y se maldijo por no haber pensado en ello.
– ¿Alguien le vio cuando se despertó para orinar?
– ¿Cómo quiere que lo sepa?
– ¿Había alguien más en el retrete?
– No.
– ¿Qué hacía usted ahí a esas horas?
– Ya se lo he dicho…
– Nadie se despierta y empieza a pasearse en plena noche, aquí no, a menos que estén indispuestos o no puedan dormir por miedo a una pesadilla. Puede que lo hagan en su casa, pero aquí no. ¿Por qué lo hizo?
Scott dibujó una tenue sonrisa, pero nada lo había divertido.
– No se trataba exactamente de una pesadilla -contestó-. A menos que considere que mi situación es una pesadilla, lo cual, desde luego, es una posibilidad. Más bien era un trato.
– ¿A qué se refiere?
– Mire, Hart -repuso Scott articulando cada palabra con claridad y precisión-. Tenemos prohibido salir después de que haya oscurecido, ¿no es así? Los alemanes podrían utilizarnos como blanco para practicar puntería. Naturalmente, algunos no hacen caso de esa prohibición. Salen sigilosamente, consiguen eludir a los hurones y los reflectores, y entran en otros barracones. Los que excavan túneles y el comité de fugas prefieren trabajar de noche. Hay reuniones clandestinas y cuadrillas de trabajadores secretas. Pero nadie debe saber quiénes son y dónde trabajan. Pues bien, en cierto modo yo también soy una rata de túnel muy cualificada.
– No lo entiendo.
– No me extraña, ya supuse que no lo entendería -replicó Scott sin apenas disimular su ira. Luego prosiguió, expresándose de forma pausada, como quien explica algo a un niño recalcitrante-. A los blancos no les gusta compartir un retrete con un negro. No a todos, desde luego. Pero sí a muchos. Y los que se niegan, se lo toman de modo muy personal. Por ejemplo, el capitán Vincent Bedford. El se lo tomaba de forma extremadamente personal.
– ¿Qué le dijo?
– Que me fuera a otro. El caso es que no hay otro, pero ese pequeño detalle a él le traía sin cuidado.
– ¿Qué le contestó usted?
Lincoln Scott emitió una áspera risotada.
– Que le dieran por el culo. -Scott respiró hondo, sin apartar la vista del rostro de Tommy-. ¿Le sorprende, Hart? ¿Ha estado alguna vez en el Sur? Allí también les gusta separar las cosas. Retretes para blancos y retretes para negros. En cualquier caso, si salgo para utilizar el Abort, un alemán podría pegarme un tiro. ¿Así que qué hice? Esperar a que todos estuvieran dormidos, sobre todo ese patán del sur, y cuando estuve seguro de que no había nadie por el pasillo, salí. Sin hacer el menor ruido. Para echar una meada secreta, al menos una meada que no llamara la atención, que evitara a todos los Vincent Bedfords que hay en este campo. Por eso me levanté en plena noche y salí del barracón.
– Comprendo -dijo Tommy asintiendo con la cabeza.
Scott se volvió furioso hacia él, aproximando su rostro al suyo y entrecerrando los ojos. Cada palabra que pronunció estaba cargada de rabia.
– ¡Usted no comprende nada! -le espetó-. ¡No tiene ni remota idea de quién soy! ¡No imagina lo que he tenido que soportar para llegar aquí! Usted es un ignorante que no sabe nada, Hart, lo mismo que todos los demás. Y no creo que sienta el menor deseo de averiguarlo.
Tommy retrocedió un paso y se detuvo. Sintió que una extraña ira se acumulaba en su interior, y respondió a las palabras de Lincoln Scott con no menos vehemencia que éste.
– Puede que yo no lo comprenda -dijo-. Pero en estos momentos soy lo único que se interpone entre usted y un pelotón de fusilamiento. Le recomiendo que lo tenga presente.
Scott se volvió con brusquedad hacia el muro de cemento. Se inclinó hacia delante hasta apoyar la frente en la húmeda superficie y luego apoyó las manos en el liso cemento, de forma que parecía hallarse suspendido, como si sus pies no tocaran el suelo, aferrado a una estrecha cuerda floja.
– No necesito ninguna ayuda -dijo con voz queda.
Encrespado con una ira difícil de definir, Tommy estuvo a punto de mandar al aviador negro a hacer puñetas y dejarlo plantado. Deseaba regresar a sus libros, a sus amigos y a la rutina de la vida en el campo de prisioneros, dejando simplemente que cada minuto se transformara en una hora, y luego en otro día. Esperando que alguien pusiera fin a su cautiverio. Un fin que encerraba la posibilidad de vida, cuando buena parte de lo que le había ocurrido prometía muerte. En ocasiones tenía la sensación de haberse hecho con el bote tirándose una serie de faroles en una partida de póquer, y tras recoger sus ganancias, aunque misérrimas, no estaba dispuesto a jugar otra partida. Ni siquiera quería echar un vistazo a las nuevas cartas que le habían repartido. Había llegado a un punto insólito e inesperado: vivía rodeado por un mundo en el que prácticamente todo acto, por simple e insignificante que fuera, encerraba un peligro y una amenaza. Pero si no hacía nada, si permanecía quieto sin llamar la atención en la pequeña isla del Stalag Luft 13, podía sobrevivir. Era como pasar silbando junto a un cementerio. Tommy abrió la boca para comentárselo a Scott, pero se abstuvo.
Respiró hondo y retuvo el aire unos instantes.
En aquel preciso segundo Tommy reparó en lo curioso de aquella situación: dos hombres podían estar juntos, respirando el mismo aire, pero uno presentía en cada ráfaga el futuro y la libertad, mientras que el otro sentía tan sólo amargura y odio. Y temor, pensó, porque el temor es el hermano cobarde del odio.
De modo que en lugar de decir a Lincoln Scott que se fuera a hacer puñetas, Tommy respondió con voz tan suave como la que acababa de emplear el otro.
– Se equivoca -dijo.
– ¿En qué me equivoco? -preguntó Scott sin moverse.
– Todo el mundo en este campo necesita cierta dosis de ayuda, y en estos momentos, usted la necesita más que nadie.
Scott escuchaba en silencio.
– No es preciso que yo le caiga bien -dijo Tommy-. Ni siquiera tiene que respetarme. Incluso puede odiarme. Pero ahora mismo me necesita. Estoy seguro de que cuando lo comprenda nos llevaremos mejor.
Scott reflexionó durante unos segundos antes de responder. Seguía con la cabeza apoyada en la pared, pero sus palabras eran claras.
– Tengo frío, señor Hart. Mucho frío. Aquí hace un frío polar y los dientes me castañetean. Para empezar, ¿podría conseguirme alguna prenda de abrigo?
Tommy asintió con la cabeza.
– ¿Tiene algo de ropa, aparte de lo que le quitaron esta mañana?
– No. Sólo lo que llevaba puesto cuando derribaron mi avión.
– ¿No tiene un par de calcetines o un jersey?
Lincoln Scott soltó una sonora carcajada, como si Tommy acabara de decir una sandez.
– No.
– En ese caso ya le traeré algo.
– Se lo agradezco.
– ¿Qué número calza?
– Un cuarenta y cinco. Pero preferiría que me devolvieran mis botas de aviador.
– Lo intentaré, y la cazadora también. ¿Ha comido?
– Esta mañana los alemanes me dieron un mendrugo y una taza de agua.
– De acuerdo. Le traeré también comida y mantas.
– ¿Puede sacarme de aquí, señor Hart?
– Lo intentaré. Pero no le prometo nada.
El aviador negro se volvió hacia Tommy y lo miró fijamente. Tommy pensó que Lincoln Scott quizá lo observaba con la misma atención que cuando trataba de apuntar a un caza alemán que estaba a tiro de las ametralladoras de su Mustang.
– Prométalo, Hart -dijo Scott-. No le hará ningún daño. Muéstreme de lo que es capaz.
– Sólo puedo decirle que haré cuanto esté en mi mano. En cuanto salga de aquí iré a hablar con MacNamara. Pero están preocupados…
– ¿Preocupados por qué?
Tras dudar unos instantes, Tommy se encogió de hombros.
– Emplearon las palabras «motín» y «linchamiento», teniente -respondió-. Temían que los amigos de Vincent Bedford quisieran vengar su muerte antes de que ellos formaran el tribunal, examinaran las pruebas y emitieran un veredicto.
Scott asintió con parsimonia.
– Dicho de otro modo -repuso sonriendo con amargura-, prefieren organizar ellos mismos el linchamiento, en el momento que les convenga y procurando darle un aire oficial.
– Eso parece. Mi tarea consiste en evitarlo.
– Eso no le granjeará sus simpatías -comentó Scott.
– No se preocupe por mí. Atengámonos al caso.
– ¿Qué pruebas tienen?
– Averiguarlo es mi próxima tarea.
Scott se detuvo. Respiraba con fatiga, como un corredor que acaba de realizar un sprint.
– Haga lo que esté en sus manos, señor Hart -dijo pausadamente-. No quiero morir aquí. De eso puede estar seguro. Pero si quiere saber mi opinión, haga lo que haga dará lo mismo, porque ellos ya han llegado a una decisión y a un veredicto. ¡Veredicto! Qué palabra tan estúpida, Hart. Verdaderamente estúpida. ¿Sabe que proviene del latín? Significa decir la verdad. ¡Qué gilipollez, qué mentira, qué mentira asquerosa!
Tommy calló.
De pronto, Scott observó sus manos, volviéndolas de un lado y otro, como escrutándolas, o examinando su color.
– Da lo mismo, Hart, ¿comprende? ¡Esa es la puta realidad! -Scott alzó la voz-. ¡Siempre da lo mismo! Los negros siempre son culpables. Siempre ha sido así y siempre lo será.
Scott se pasó las manos por su camisa de lana de aviador.
– Todos pensábamos que esto haría que las cosas fueran distintas. Este uniforme. Todos lo creíamos. Los hombres mueren, Hart; mueren sin remedio y algunos de forma atroz, pero sus últimos pensamientos van dirigidos a su familia y amigos confiando en que las cosas sean distintas para los que dejan atrás. ¡Qué mentira!
– Haré cuanto pueda -repitió Tommy, pero se detuvo, comprendiendo que cualquier cosa que dijera sonaría patética.
Scott volvió a dudar. Luego se volvió con lentitud de espaldas a Tommy.
– Le agradezco su ayuda -dijo-. La que pueda brindarme. -La resignación que traslucía su voz no sólo indicaba que dudaba que Tommy pudiera ayudarlo, sino que, aun suponiendo que le fuera posible, dudaba que sus esfuerzos obtuvieran el menor resultado.
Ambos hombres guardaron silencio unos instantes, hasta que Scott observó con amargura:
– Es curioso, Hart. Derribaron mi avión el primero de abril de 1944. El día de los Santos Inocentes. [1] Yo alcancé a un cabrón nazi y mi compañero de vuelo a otro y nos quedamos sin munición antes de que esos cabrones nos atacaran. Ninguno de los dos tuvo tiempo de saltar: dos muertes seguras. Creí que la broma la habían pagado ellos, pero estaba equivocado. La pagué yo. Consiguieron derribarme.
Tommy Hart se disponía a hacer una pregunta, con el fin de que el aviador negro siguiera hablando, cuando oyó unos pasos y unas voces en el pasillo, al otro lado de la recia puerta de madera de la celda. Ambos hombres se volvieron al oír girar la llave en la cerradura.
Cuatro hombres penetraron en la celda y se colocaron junto a la pared. El coronel MacNamara y el comandante Clark se situaron delante, mientras que el Hauptmann Heinrich Visser y un cabo con un bloc de estenógrafo permanecían detrás. Los dos oficiales norteamericanos devolvieron el saludo, tras lo cual Clark dio un paso adelante.
– Teniente Scott -dijo con tono enérgico-, tengo el penoso deber de informarle de que ha sido acusado formalmente del asesinato premeditado del capitán Vincent Bedford de las fuerzas aéreas estadounidenses, cometido hoy, 22 de mayo de 1944.
Visser tradujo en voz baja las palabras de Clark al estenógrafo, que tomó nota rápidamente.
– Como sin duda le habrá dicho su abogado, se trata de un crimen capital. Si es hallado culpable, el tribunal le condenará a permanecer aislado hasta que las autoridades militares estadounidenses se hagan cargo de su persona, o a su inmediata ejecución, que llevarán a cabo nuestros captores. Se ha fijado una vista preliminar del tribunal para dentro de dos días. En esa fecha podrá usted declararse culpable o inocente.
Clark saludó y dio un paso atrás.
– ¡No he hecho nada! -protestó Lincoln Scott.
Tommy adoptó la posición de firmes y dijo con tono contundente:
– Señor, el teniente Scott niega tener algo que ver con el asesinato del capitán Bedford. Declara su inequívoca inocencia, señor. Asimismo solicita que le devuelvan sus efectos personales y su inmediata puesta en libertad.
– Denegado -respondió Clark.
Tommy Hart se volvió hacia el coronel MacNamara.
– ¡Señor! ¿Cómo puede preparar el teniente Scott su defensa desde una celda de castigo? Es totalmente injusto. El teniente Scott es inocente hasta que se demuestre lo contrario, señor. En Estados Unidos, aun a pesar de la gravedad de los cargos, se le encerraría en el barracón hasta la celebración del juicio. No pido nada más.
Clark se volvió hacia MacNamara, quien parecía estar considerando la petición formulada por Tommy.
– Coronel, no puede… Podría ocasionarnos serios problemas. Creo que es preferible para todos que el teniente Scott permanezca aquí, donde está seguro.
– Seguro hasta que dispongan un pelotón de fusilamiento, comandante -masculló Scott.
MacNamara miró enojado a los dos tenientes.
– Basta -dijo alzando la mano-. Teniente Hart, lleva usted razón. Es importante que mantengamos todas las normas militares que sea posible. No obstante, esta situación es especial.
– Y un cuerno -exclamó Scott, mirando con rabia al coronel-. Es la típica justicia de doble rasero.
– ¡Cuidado con lo que dice cuando se dirija a un superior! -gritó Clark. Éste y Scott se miraron con cara de pocos amigos.
– ¡Señor! -terció Tommy dando un paso al frente-. ¿Adónde puede ir? ¿Qué puede hacer? Aquí estamos todos prisioneros.
MacNamara se detuvo para considerar sus opciones. Tenía el rostro arrebolado y la mandíbula rígida, como sopesando la legitimidad de la petición y la insubordinación del aviador negro. Por fin inspiró hondo y habló con voz queda, controlada.
– De acuerdo, teniente Hart. El teniente Scott quedará bajo su custodia después del recuento matutino de mañana. Una noche en la celda de castigo, Scott. Debo comunicar lo ocurrido al campo y debemos preparar una habitación para él solo. No quiero que tenga contacto con el resto de los hombres. Durante ese tiempo, no podrá salir de la zona que rodea su barracón salvo en su presencia, teniente Hart, y sólo con el fin de realizar diligencias relacionadas con su defensa. ¿Me da su palabra al respecto, teniente Hart?
– Desde luego. -A Tommy no le pasó inadvertido que esa situación era más o menos lo que había pretendido Vincent Bedford. Antes de morir asesinado.
– Necesito que usted también me dé su palabra, Scott -le espetó MacNamara, apresurándose a añadir-: Como oficial y caballero, por supuesto.
Scott siguió mirando con rabia al coronel y al comandante.
– Por supuesto… Como oficial y caballero. Le doy mi palabra -replicó con sequedad.
– Muy bien, entonces…
– Señor -interrumpió Tommy-. ¿Cuándo le devolverán al teniente Scott sus efectos personales?
El comandante Clark negó con la cabeza.
– No le serán devueltos -repuso-. Búsquele otra ropa, teniente, porque no volverá a ver su cazadora ni sus botas hasta que se celebre el juicio.
– ¿Podría usted explicarme eso, señor? -inquirió Hart.
– Ambas prendas están manchadas con la sangre de Vincent Bedford -respondió el comandante Clark con desdén.
Ni Scott ni Hart respondieron. En la esquina de la celda de castigo, el sonido de la pluma del estenógrafo arañando el papel cesó cuando Heinrich Visser hubo traducido las últimas palabras.
Al atardecer el cielo se ensombreció y cuando Tommy salió de la celda de castigo empezaba a caer una fría llovizna. El encapotado firmamento no prometía sino más lluvia. Tommy encogió los hombros, se levantó el cuello de la cazadora y se apresuró hacia la puerta de acceso al recinto americano. Vio a Hugh Renaday esperándole, de espaldas a la fachada del barracón 111. Fumaba nerviosamente -Tommy le vio apurar un cigarrillo y encender otro con la colilla del anterior- mientras contemplaba el cielo.
– En casa, la primavera siempre se retrasa, como aquí -comentó Hugh con voz queda-. Cuando piensas que por fin hará calor y llegará el verano, se pone a nevar, o a llover o algo por el estilo.
– En Vermont ocurre lo mismo -repuso Tommy-. Allí, a la época entre el invierno y el verano no la llamamos primavera, sino época del barro. Un período resbaladizo, inútil y jodido.
– Más o menos como aquí -dijo Hugh.
– Más o menos. -Ambos hombres sonrieron.
– ¿Qué has averiguado sobre nuestro infame cliente?
– Niega cualquier relación con el asesinato. Pero…
– Ah, Tommy, la palabra «pero» es terrible -le interrumpió Hugh-. ¿Por qué será que dudo que me guste lo que voy a oír?
– Porque cuando MacNamara y Clark aparecieron para anunciar que estaban preparando una acusación formal, Clark dijo que habían hallado sangre de Vincent Bedford en las botas y la cazadora de Scott. Supongo que se refería a eso cuando comentó hace un rato que tenían pruebas suficientes contra él para condenarlo.
Hugh suspiró.
– Eso es un problema -dijo-. Sangre en las botas y la huella sangrienta de una bota en el Abort.
– Este asunto cada vez se pone peor -dijo Tommy con suavidad.
– ¿Peor? -Hugh dio un respingo al tiempo que abría los ojos desmesuradamente.
– Sí. Lincoln Scott tenía costumbre de levantarse de la cama en plena noche para ir al retrete. Salía sigilosamente de su habitación y se dirigía a la letrina para no ofender las sensibilidades de los oficiales blancos que no querían compartir el retrete con un negro. Eso fue lo que hizo anoche, encendiendo, para colmo, una vela a fin de no tropezar.
Hugh apoyó la espalda, abatido, contra el edificio.
– Y el problema… -empezó a decir.
– El problema -continuó Tommy-, es que lo más probable es que lo viera alguien. De modo que durante la noche, Scott se ausenta de la habitación y hay un testigo en el campo dispuesto a declarar que lo vio. Clark alegará que en ese momento se le presentó la oportunidad de asesinar a Bedford.
– Ésa podría ser la meada más peligrosa que ha echado.
– Eso mismo pienso yo.
– ¿Se lo has explicado a Scott?
– No. No puede decirse que nuestra primera entrevista fuera como una seda.
– ¿No? -preguntó Hugh mirándolo perplejo.
– No. El teniente Scott tiene escasa confianza en que se haga justicia en su caso.
– ¿De modo que…?
– Cree que el asunto ya está decidido. Quizá tenga razón.
– Seguro que está en lo cierto -masculló Renaday.
Tommy se encogió de hombros.
– Ya veremos. ¿Y tú qué averiguaste? Sobre Visser. Parece…
– ¿Distinto de otros oficiales de la Luftwaffe?
– Sí.
– Yo también tengo esta impresión, Tommy. Sobre todo después de observarlo en el Abort. Ese hombre ha estado presente en más de una escena del crimen. Examinó el lugar como un arqueólogo. No dejó un palmo sin inspeccionar. No dijo palabra. Ni siquiera reparó en mi presencia, salvo en una ocasión, lo cual me sorprendió.
– ¿Qué dijo?
– Señaló la huella de la bota, la contempló durante sesenta segundos, como si fuera un discurso que quisiera memorizar, y luego alzó la cabeza, me miró y dijo: «Teniente, le sugiero que tome una hoja de papel y haga un dibujo de esta huella todo lo fiel que le sea posible.» Yo obedecí la sugerencia. En realidad hice dos dibujos. También dibujé unos planos de la ubicación del cadáver y el interior del Abort. Hice un bosquejo del cadáver de Bedford, mostrando la herida, todo lo detallado que pude. Cuando me quedé sin papel, Visser ordenó a uno de los gorilas que me trajera un bloc por estrenar del despacho del comandante. Quizá me resulte útil durante los próximos días.
– Es curioso -comentó Tommy-. Parece como si quisiera ayudarnos.
– En efecto. Pero no me fío un pelo.
Tommy apoyó la espalda contra el barracón. El pequeño alero impedía que la lluvia salpicara sus rostros.
– ¿Viste lo que yo vi en el Abort? -preguntó Tommy.
– Creo que sí.
– A Vic no lo asesinaron en el Abort. No sé dónde lo mataron, pero no fue allí. Una o varias personas colocaron allí su cadáver. Pero no lo mataron allí.
– Eso pienso yo -se apresuró a responder Hugh, sonriendo-. Tienes una vista muy aguda, Tommy. Lo que vi fue unas manchas de sangre en la camisa de Trader Vic pero no sobre sus muslos desnudos. Y no había rastro en el asiento del retrete ni en el suelo a su alrededor. ¿Dónde está la sangre? Cuando degüellan a un hombre, hay sangre por todas partes. Aproveché para examinar más de cerca la herida del cuello después de que lo hiciera Visser. Visser limpió un poco la sangre de la herida, como si fuera un científico, y midió con los dedos el corte que presenta Trader Vic en el cuello. Le seccionaron la yugular. Pero el corte sólo mide unos cinco centímetros. Máximo. Quizá menos. Visser no dijo una palabra, pero se volvió hacia mí, separando el pulgar y el índice, así -dijo Renaday imitando el gesto del Hauptmann-. Por lo demás, está el pequeño detalle del dedo casi amputado de Vic y los cortes en las manos…
– Como si se defendiera de alguien armado con un cuchillo.
– Exactamente, Tommy. Se trata de heridas causadas en su propia defensa.
Tommy asintió.
– Pues tenemos, al parecer, una escena del crimen que no es la escena del crimen. Un soldado alemán que parece querer ayudar a la parte contraria. Aquí se plantean varios interrogantes.
– Cierto, Tommy. Es bueno plantearse interrogantes, y mejor aún obtener respuestas. Ya has visto a MacNamara y a Clark. ¿Crees que bastará con sembrar dudas sobre el caso?
– No.
– Yo tampoco. -Hugh encendió otro cigarrillo, contemplando la espiral de humo que brotó de sus labios, y luego el extremo encendido-. Antes de que derribaran nuestro avión, Phillip solía decir que esto acabaría matándonos antes o después. Puede que tenga razón. Pero yo creo que ocupan el quinto o sexto lugar en la lista de amenazas mortales. Muy por detrás de los alemanes, o de contraer una enfermedad mortal. Ahora mismo me pregunto si no habrá otras que podríamos agregar a la lista de posibilidades mortales. Como nosotros mismos.
Tommy asintió con la cabeza al tiempo que sacaba de su bolsillo una cajetilla de cigarrillos.
– Cuéntaselo todo a Phillip -dijo-. No omitas ningún detalle.
Hugh sonrió.
– Si lo hago, es capaz de fusilarme al amanecer. En estos momentos el pobre viejo debe de estar caminando de un lado a otro por la habitación, nervioso como un niño la víspera de Navidad. -Hugh terminó de fumarse el pitillo y lo arrojó de un papirotazo al suelo-. Bueno, será mejor que me vaya antes de que a Phillip le dé un síncope a causa de la impaciencia y la curiosidad. ¿Mañana?
– Mañana verás al teniente Scott. Y sigue afinando esa vista de Sherlock Holmes, ¿de acuerdo?
– Por supuesto. Aunque me resultaría más sencillo si en lugar de Scott fuera un leñador borracho.
Cuando entró en el dormitorio que había ocupado Trader Vic, Tommy fue recibido por un silencio tenso y miradas furibundas. Los seis kriegies estaban recogiendo sus escasas pertenencias, dispuestos a mudarse. En el suelo apilaban mantas, las delgadas y ásperas sábanas que les suministraban los alemanes y comida de la Cruz Roja. Asimismo, los hombres retiraron los jergones de paja que cubrían las literas para transportarlos.
Tommy se acercó a la litera de Lincoln Scott. Sobre una tosca mesita de madera construida con tres cajas de embalaje, vio la Biblia y la obra de Gibbon. La caja superior contenía la provisión de comida que había acumulado Scott: carne y verduras enlatadas, leche condensada, café, azúcar y cigarrillos. También contenía un abrelatas y una pequeña sartén metálica que él mismo había confeccionado utilizando la tapa de acero de un contenedor de desperdicios alemán, a la que había agregado un asa plana también de acero introduciendo ésta en un pequeño orificio practicado en la superficie de la tapadera. Había envuelto un viejo trapo alrededor del asa para sujetarla mejor. Tommy admiró aquella demostración de habilidad propia de un kriegie. La voluntad de construir algo a partir de la nada era una cualidad que compartían todos aquellos prisioneros.
Durante unos momentos, Tommy permaneció junto a la litera, contemplando la escasa colección de pertenencias. Se sintió impresionado por los limitados bienes de todos los kriegies. La ropa que llevaban, unas latas y botes de comida y unos pocos libros desvencijados. Todos eran pobres.
Luego apartó la vista de las pertenencias de Scott y se volvió. Al otro lado de la habitación vio a dos hombres rebuscando en un arcón de madera. El objeto era insólito para el lugar. Resultaba evidente que había sido construido por un carpintero que se había esmerado en hacer que los ángulos encajaran a la perfección y en lijar las superficies todo lo posible. El nombre, rango y número de identificación de Vincent Bedford estaba labrado en la madera. Los dos hombres se afanaban en separar la comida de la ropa. Tommy observó asombrado a uno de los hombres cuando éste sacó una Leica de treinta y cinco milímetros de entre la ropa.
– ¿Esas son las pertenencias de Vic? -La pregunta era estúpida porque la respuesta era obvia.
Durante unos segundos se produjo un silencio, antes de que uno de los hombres respondiera:
– ¿De quién iban a ser?
Tommy se acercó. Uno de los hombres estaba doblando un jersey de color azul oscuro, de lana gruesa y tupida. Una prenda de la marina alemana, pensó Tommy. Sólo en una ocasión había visto antes un jersey similar, cuando había aparecido el cadáver de un tripulante de un submarino alemán en la costa del norte de África, cerca de su base. Los árabes que habían hallado el cadáver del marinero y lo habían transportado a la base americana confiando en percibir una recompensa se habían peleado por el jersey. Era muy cálido, y los aceites naturales de la lana repelían la humedad. En el Stalag Luft 13, en el inclemente invierno bávaro, constituía una prenda valiosísima para los ateridos kriegies.
Tommy echó un vistazo a los objetos. Al contemplar el pequeño tesoro que había acumulado Trader Vic, reprimió un silbido de admiración. Contó más de veinte cartones de cigarrillos. En un campo de prisioneros donde los cigarrillos constituían el valor de cambio preferido por muchos, Bedford era multimillonario.
– Tendría que haber una radio -dijo Tommy al cabo de unos momentos-. Probablemente buena. ¿Dónde está?
Uno de los hombres asintió con la cabeza, pero no respondió de inmediato.
– ¿Dónde está la radio? -insistió Tommy.
– Eso no te incumbe, Hart -replicó el hombre mientras seguía ordenando los objetos-. Está escondida.
– ¿Qué haréis con las pertenencias de Vic? -inquirió Tommy.
– ¿Y a ti qué te importa? -replicó el otro hombre que ayudaba a su compañero a clasificarlas-. ¿Qué tiene que ver contigo, Hart? ¿No tienes suficiente trabajo defendiendo a ese negro asesino?
Tommy no respondió.
– Deberíamos pegarle un tiro mañana a ese cabrón -dijo uno de los hombres.
– Él asegura que no lo hizo -dijo Tommy.
La frase fue acogida con murmullos y bufidos de rabia. El aviador arrodillado delante del arcón sostuvo la mano en alto, como para imponer silencio al resto.
– Pues claro. ¿Qué esperabas que dijera? El chico no tenía amigos y Vincent era apreciado por todos. Desde el primer momento quedó claro que no se podían ver ni en pintura, y después de la pelea, el chico decidió cargarse a Vic antes de que éste se lo cargara a él. Como una maldita pelea de perros, teniente. ¿Qué les enseñan a hacer a los pilotos de caza? Sólo existe una regla absoluta y esencial que no pueden quebrantar: ¡dispara primero!
Por la estancia se extendió un murmullo de aprobación.
El aviador miró a Tommy y siguió hablando con una voz tensa, llena de ira aunque controlada:
– ¿Has visto alguna vez un círculo Lufberry, Hart?
– ¿Un qué?
– Un círculo Lufberry. A los pilotos de cazas nos lo enseñan el primer día de adiestramiento. Probablemente los de la Luftwaffe también lo aprenden el primer día que pilotan un 109.
– Yo siempre he volado en bombarderos.
– Verás -continuó el piloto con tono de amargura-, se llama así por Raoul Lufberry, el as de la aviación de la Primera Guerra Mundial. Básicamente se trata de lo siguiente: dos cazabombarderos empiezan a perseguirse describiendo un círculo cada vez más estrecho. Dando vueltas y más vueltas, como el gato y el ratón. ¿Pero quién persigue a quién? Quizá sea el ratón el que persigue al gato. El caso es que te metes en un círculo Lufberry y el caza que consigue girar más deprisa, dentro del otro, sin perder velocidad ni el conocimiento, gana. El otro muere. Sencillo y tremendo. Aquello fue un círculo Lufberry y Vincent y ese negro se hallaban dentro de él. Pero hubo un problema: ganó quien no debía ganar.
El hombre se volvió de espaldas a Tommy.
– ¿Qué vais a hacer con las cosas de Vic? -volvió a preguntar éste.
El piloto se encogió de hombros, sin volverse.
– El coronel MacNamara nos dijo que podíamos compartir su comida, repartirla entre los hombres del barracón 101. Quizá celebremos un pequeño festín en honor de Vic. Sería una buena forma de recordarle, ¿no? Una noche en que nadie se acostará con hambre. Los cigarrillos se los quedarán los del comité de fugas, que no sabemos quiénes son, y ellos los utilizarán para sobornar a los Fritzes y a cualquier otro hurón a quien deban sobornar. Lo mismo que la cámara, la radio y la mayor parte de la ropa. Se lo entregaremos todo a MacNamara y a Clark.
– ¿Esto es todo?
– ¿Esto? Ni mucho menos. Vic tenía un par de escondrijos en el campo, en los que guardaba probablemente el doble, o el triple, de lo que ves aquí. Maldita sea, Hart, Vic era un tipo generoso. No le importaba compartir sus cosas, ¿sabes? Los tíos de este barracón comíamos mejor, no pasábamos tanto frío en invierno y siempre teníamos una buena provisión de cigarrillos. Vic se ocupaba de que no nos faltara de nada. Se había propuesto que sobreviviéramos a la guerra con la mayor comodidad posible, y ese negro al que tú vas a ayudar nos ha arrebatado todo esto.
El hombre se puso en pie, se volvió con rapidez y fulminó a Tommy Hart con la mirada.
– MacNamara y Clark se presentaron aquí para decirnos que recogiéramos nuestras cosas, que nos mudábamos. Vamos a dejar a ese negro solito, o quizá contigo. Tiene suerte, el cabrón. No creo que hubiera llegado vivo a su juicio. Vic era uno de nosotros. Quizás el mejor de todos. Al menos sabía quiénes eran sus amigos y se ocupaba de ellos.
El aviador se detuvo, entrecerrando los ojos.
– Dime, Hart, ¿tú sabes quiénes son tus amigos?
Casi había anochecido cuando Tommy Hart logró regresar a la celda de castigo donde se encontraba Scott. Había conseguido que uno de sus compañeros de litera le cediera a regañadientes un jersey de cuello cisne color verde olivo y un par de zapatos del ejército, del número cuarenta y seis, procedentes de un modesto stock de que disponían los kriegies encargados de distribuir los paquetes de la Cruz Roja. Las ropas solían ir destinadas a los hombres que llegaban al campo de prisioneros con el uniforme hecho jirones después de haber abandonado sus aviones destrozados. También había tomado dos mantas de la litera de Scott, junto con una lata de carne, unos melocotones en almíbar y media hogaza de kriegsbrot duro. El guardia apostado junto a la puerta de la celda había dudado en dejarlo entrar con esos artículos hasta que Tommy le ofreció un par de cigarrillos, tras lo cual le había franqueado la entrada.
Las sombras comenzaban a invadir la celda, filtrándose a través de la ventana junto al techo, dando a la celda una atmósfera fría y gris. La mísera bombilla que pendía del techo proyectaba una luz débil y parecía derrotada por la aparición de la noche.
Scott se hallaba sentado en un rincón. Cuando Tommy entró en la celda se puso en pie no sin cierta dificultad.
– Hice cuanto pude -dijo Tommy entregándole las prendas.
Scott se apresuró a tomarlas.
– Joder -dijo, poniéndose el jersey y los zapatos. Luego se echó la manta sobre los hombros y casi sin detenerse tomó el bote de melocotones. Lo abrió con los dientes y engulló su contenido en un abrir y cerrar de ojos. Luego se puso a devorar la carne enlatada.
– Tómeselo con calma, así durará más -dijo Tommy-. Se sentirá más saciado.
Scott se detuvo sosteniendo en los dedos un trozo de carne que se disponía a llevarse a la boca. El aviador negro reflexionó sobre lo que había dicho Hart y asintió con la cabeza.
– Tiene razón. Pero maldita sea, Hart, ¡estoy muerto de hambre!
– Todos estamos siempre muertos de hambre, teniente. Usted lo sabe. La cuestión es hasta qué punto. Cuando uno dice en Estados Unidos que está «muerto de hambre» significa que lleva unas seis horas sin comer y tiene ganas de hincar el diente a un buen asado acompañado por unas verduras al vapor, unas patatitas y mucha salsa. O un filete a la plancha con patatas fritas y mucha salsa. Aquí, en cambio, «muerto de hambre» significa algo bastante parecido a lo literal. Y si eres uno de esos desgraciados rusos que pasaron por aquí el otro día, la expresión «muerto de hambre» se aproxima aún más a la realidad, ¿no es cierto? No se trata simplemente de tres palabras, de una frase hecha. Ni mucho menos.
Scott se detuvo de nuevo al tiempo que masticaba un bocado con lentitud y parsimonia.
– Tiene razón, Hart. Es usted un filósofo.
– El Stalag Luft 13 hace aflorar mi vertiente contemplativa.
– Será porque lo que nos sobra a todos aquí es tiempo.
– Sin duda.
– Excepto a mí -dijo Scott. Luego se encogió de hombros y esbozó una breve sonrisa-. Pollo frito -dijo con voz queda. Tras lo cual emitió una sonora carcajada- Pollo frito con verduras y puré de patatas. La típica tarde de domingo en casa de una familia negra, después de asistir a la iglesia, y habiendo invitado al predicador a cenar. Pero en su punto, con un poco de ajo en las patatas y un poco de pimienta sobre el pollo para realzar su sabor. Acompañado con pan de maíz y regado con una cerveza fría o un vaso de limonada…
– Y mucha salsa -dijo Tommy, cerrando los ojos durante unos momentos-. Mucha salsa espesa y oscura…
– Sí. Mucha salsa. De esa tan espesa que casi no puedes verterla de la salsera…
– Que pones una cuchara y se sostiene recta.
Scott volvió a soltar una carcajada. Tommy le ofreció un cigarrillo y el aviador negro aceptó.
– Dicen que estas cosas te cortan el apetito -comentó, dando una calada-. Me pregunto si será verdad.
Scott miró las latas vacías.
– ¿Cree que me darán pollo frito en mi última comida? -preguntó-. ¿No es lo tradicional? El condenado a muerte puede elegir lo que desea comer antes de enfrentarse al pelotón de fusilamiento.
– Eso está aún muy lejos -repuso Tommy interrumpiéndolo-. Aún no hemos llegado allí.
– En cualquier caso -repuso Scott meneando la cabeza con aire fatalista-, gracias por la comida y la ropa. Procuraré devolverle el favor.
Tommy respiró hondo.
– Dígame, teniente Scott, si usted no mató a Vincent Bedford, ¿tiene idea de quién lo hizo y por qué?
Scott se volvió. Lanzó un anillo de humo hacia el techo, observando cómo flotaba de un lado a otro antes de disiparse en la penumbra y las sombras que se espesaban.
– No tengo ni la más remota idea -contestó con sequedad. Se arrebujó en la manta y se sentó despacio en su rincón habitual de la celda de castigo, casi como si se sumergiera en una charca de agua turbia y estancada.
Fritz Número Uno esperaba fuera de la celda para escoltar a Tommy hasta el recinto sur. Fumaba y no cesaba de restregar los pies. Cuando apareció Tommy, arrojó el cigarrillo a medio fumar, lo cual sorprendió al teniente, pues Fritz Número Uno era un auténtico adicto al tabaco, al igual que Hugh, y solía apurar el cigarrillo antes de arrojarlo al suelo.
– Es tarde, teniente -dijo el hurón-. Pronto apagarán las luces. Ya debería haber vuelto.
– Vámonos -contestó Tommy.
Ambos hombres echaron a andar con paso decidido hacia la puerta bajo la mirada atenta del par de guardias apostados en la torre de vigilancia más cercana, y de un Hundführer y su perro que se disponían a patrullar por el perímetro del campo. El perro ladró a Tommy antes de que su cuidador lo silenciara con un tirón de la reluciente cadena de metal.
La puerta crujió al cerrarse a sus espaldas y los dos hombres avanzaron en silencio a través del campo de revista, hacia el barracón 101. Tommy pensó que más adelante quería hacer unas preguntas a Fritz Número Uno, pero en esos momentos lo que más le intrigaba era la velocidad a la que caminaba el hurón.
– Debemos apresurarnos -dijo el alemán.
– ¿A qué viene tanta prisa? -preguntó Tommy.
– Ninguna prisa -respondió Fritz, tras lo cual, contradiciéndose de nuevo, añadió-. Debe regresar a su dormitorio. Rápido.
Ambos llegaron al callejón entre los barracones. La forma más rápida de alcanzar el barracón 101 era tomar por el callejón. Pero Fritz Número Uno asió a Tommy del brazo y tiró de él para conducirlo hacia el exterior del barracón 103.
– Debemos ir por aquí -insistió el hurón.
Tommy se detuvo en seco.
– Por allí es más rápido -dijo señalando al frente.
Fritz Número Uno volvió a aferrarle el brazo.
– Por aquí también llegaremos en seguida -replicó.
Tommy miró extrañado al hurón y luego hacia el callejón oscuro. Los guardias habían encendido los reflectores y uno pasó sobre el tejado del barracón más próximo. Bajo la luz del reflector, Tommy distinguió las brumosas gotas de lluvia y la niebla. Entonces se percató de lo que estaba situado en el otro extremo del callejón, a pocos pasos de los dos barracones y fuera de su campo visual. El Abort donde habían hallado el cadáver de Bedford.
– No -dijo Tommy de repente-, iremos por ahí.
Hizo un brusco ademán para obligar a Fritz a soltarle el brazo y echó a andar a través de las tenebrosas sombras y la siniestra oscuridad del callejón. El hurón vaciló unos segundos antes de seguirlo.
– Por favor, teniente Hart -dijo en voz baja-. Me ordenaron que le condujera por el camino más largo.
– ¿Quién se lo ordenó? -inquirió Hart mientras seguía avanzando.
Ambos hombres se desplazaban de una zona oscura a otra, su camino apenas iluminado por el débil resplandor que asomaba del interior de los barracones, donde todavía funcionaba la modesta electricidad. El haz del reflector pasaba de vez en cuando sobre ellos.
Fritz Número Uno no respondió, pero no era necesario. Tommy Hart prosiguió con paso resuelto y en cuanto dobló la esquina vio a tres hombres junto al Abort: el Hauptmann Heinrich Visser, el coronel MacNamara y el comandante Clark.
Los tres oficiales se volvieron cuando apareció Tommy. MacNamara y Clark adoptaron una expresión de enfado, mientras que Visser parecía sonreír ligeramente.
– No está autorizado a pasar por aquí -le espetó Clark.
Tommy se cuadró y saludó con energía a los oficiales.
– ¡Señor! Si esto tiene algo que ver con el caso que nos ocupa…
– ¡Retírese, teniente! -le ordenó Clark.
Pero no bien hubo pronunciado esas palabras cuando del interior del Abort salieron tres soldados alemanes que acarreaban una larga sábana impermeable. Tommy dedujo que el cadáver de Vincent Bedford iba envuelto en la sábana. Los tres soldados bajaron con precaución los escalones y depositaron el cuerpo en el suelo. Luego se cuadraron frente al Hauptmann Visser. Este les dio una orden en alemán, en voz baja, y los hombres alzaron de nuevo el cadáver, doblaron la esquina y desaparecieron. En éstas apareció otro soldado alemán en la puerta del Abort. Llevaba puesto un mandil negro semejante al de un carnicero y sostenía un cepillo de fregar. Visser gritó una orden con tono áspero al soldado, quien saludó y volvió a entrar en el Abort.
Entonces Clark dio un paso hacia Tommy, y ordenó con voz severa, tenso e irritado:
– ¡Repito: retírese, teniente!
Tommy saludó de nuevo y se dirigió a toda prisa hacia el barracón 101. Pensó que había presenciado varias cosas interesantes, entre ellas el curioso hecho de que habían tardado más de doce horas en retirar el cadáver del hombre asesinado del lugar donde había sido descubierto. Sin embargo, lo más curioso era que los alemanes estuvieran limpiando el Abort, una tarea que solían desempeñar los mismos kriegies.
Tommy se detuvo frente a la entrada de su barracón, resollando. Si quedaba alguna prueba dentro del Abort, a esas alturas ya había desaparecido. Durante unos momentos se preguntó si Clark y MacNamara habrían visto lo mismo que Hugh Renaday y él: que el asesinato de Trader Vic se había perpetrado en otro lugar. Tommy no estaba seguro de que los dos oficiales fueran lo bastante hábiles para interpretar los indicios que ofrecía una escena del crimen como la que habían investigado esa mañana.
Pero de una cosa estaba seguro: Heinrich Visser sí lo había hecho.
La cuestión, se dijo, era si el alemán había compartido sus hallazgos con los oficiales estadounidenses.
Lo lógico hubiera sido que al final de la jornada estuviera exhausto, pero los interrogantes y los detalles confusos que se habían acumulado en su mente le mantenían despierto en su litera después de que se hubieran apagado las luces, mucho después de que los otros hombres que ocupaban la habitación se hubieran sumido en un sueño agitado. En más de una ocasión Tommy había cerrado los ojos para abstraerse de los ronquidos, la respiración de sus compañeros y la oscuridad, pero sólo conseguía ver el cadáver de Vincent Bedford sentado en el retrete del Abort, o a Lincoln Scott agazapado en un rincón de la celda de castigo.
En cierto modo, aquellas inquietantes imágenes que le mantenían despierto resultaban estimulantes. Al menos eran diferentes, únicas. Tenían un componente de emoción que aceleraban los latidos del corazón y estimulaban la mente. Cuando por fin se quedó dormido, fue pensando con agrado en la entrevista que iba a mantener por la mañana con Phillip Pryce.
Pero no fue la luz de la mañana lo que le despertó.
Fue una mano áspera que le cubrió la boca.
Tommy pasó directamente del sueño al temor. Se incorporó a medias en su litera, pero la presión de la mano le obligó a tumbarse de nuevo. Se revolvió, tratando de levantarse, pero se detuvo al oír una voz que le susurraba.
– No te muevas, Hart. No hagas el menor movimiento…
Era una voz suave, que parecía resbalar por el violento palpitar de la sangre en sus oídos y los acelerados latidos de su corazón.
Tommy se recostó en la cama. La mano seguía cubriéndole la boca.
– Escúchame, yanqui -prosiguió la voz en un tono apenas más alto que un murmullo-. No levantes la vista. No te vuelvas, limítate a escucharme y no te haré daño. ¿Puedes hacerlo? Asiente con la cabeza.
Tommy asintió.
– Bien -dijo la voz.
Tommy se percató de que el hombre estaba de rodillas junto a su litera, envuelto en la oscuridad. Ni siquiera el haz del reflector que pasaba de vez en cuando sobre el exterior del barracón y penetraba a través de los postigos de madera de la ventana le permitía ver quién le sujetaba con tanta fuerza. No sabía dónde tenía aquel hombre la mano derecha, ni si sostenía un arma en ella.
De improviso, Tommy oyó una segunda voz, murmurando desde el otro lado de la litera. Se llevó tal sobresalto que debió de estremecerse ligeramente, pues el hombre que estaba junto a él aumentó la presión sobre su boca.
– Pregúntaselo -dijo la segunda voz con tono imperioso-. Hazle la pregunta.
El hombre que estaba a su lado soltó un leve gruñido.
– Dime, Hart, ¿eres un buen soldado? ¿Eres capaz de obedecer órdenes?
Tommy asintió de nuevo con la cabeza.
– Bien -masculló el otro-. Lo sabía. Porque eso es lo que queremos que hagas, ¿comprendes? Es lo único que debes hacer. Obedecer las órdenes que te den. ¿Recuerdas cuáles son esas órdenes?
Tommy no dejaba de asentir.
– Las órdenes, Hart, son que procures que se haga justicia. Ni más ni menos. ¿Lo harás, Hart? ¿Procurarás que se haga justicia?
Tommy trató de responder, pero la mano que le tapaba la boca se lo impedía.
– Asiente con la cabeza, teniente.
Tommy asintió, como antes.
– Queremos tener la certeza, Hart. Porque ninguno de nosotros quiere que se evite la justicia. Conseguirás que se haga justicia, ¿no es así?
Tommy no se movió.
– Sé que lo harás -murmuró la voz una última vez-. Todos estamos convencidos. Todos los que estamos aquí… -Tommy percibió que el hombre que estaba a su izquierda se levantaba y se dirigía hacia la puerta del dormitorio-. No te vuelvas. No digas nada ni enciendas ninguna vela. Quédate acostado. Y recuerda que sólo tienes un deber: obedecer órdenes… -dijo el hombre.
Le apretó la boca con tanta fuerza que lo lastimó. Después lo soltó y desapareció en la oscuridad. Tommy oyó que la puerta crujía al abrirse y cerrarse. Boqueando como un pez recién pescado, Tommy permaneció tendido rígido en su litera, tal como le habían ordenado, mientras poco a poco volvía a percibir los sonidos habituales de los hombres que ocupaban la habitación. Pero transcurrió un rato antes de que los resonantes y violentos latidos de su corazón se normalizaran.