10

Leña

Inmediatamente después del habitual Appell vespertino, Hart y Scott se dirigieron al dormitorio de MacNamara. Atravesaron rápido y en silencio el campo de revista y entraron en el barracón 114, sin intercambiar palabra. Pasaron junto a pequeños grupos de kriegies que se disponían a preparar su cena. La mayoría se entretenía combinando diversos productos extraídos de los paquetes de la Cruz Roja: carne o salchichas enlatadas, vegetales y frutos secos y la invariable leche en polvo Klim que constituía la base de todas las salsas que elaboraban. Esa tarde, los alemanes les habían proporcionado un poco de kriegsbrot y una magra ración de nabos duros y patatas rancias.

Un cocinero kriegie dotado de imaginación era capaz de crear una increíble variedad de menús a partir de los alimentos que contenía un paquete de la Cruz Roja, mezclando los ingredientes (pastel de cerdo enlatado con confitura de fresa acompañado por frutas en conserva). Los mejores chefs clavaban nuevas recetas en los tablones de anuncios del Stalag Luft 13, unas recetas que eran imitadas y modificadas de diversas formas en todo el campo de prisioneros. Los aviadores suplían cantidad con creatividad, y cada nuevo kriegie aprendía a cocinar y a comer despacio, procurando que cada escaso bocado evocara en su mente el recuerdo de un suculento festín tomado en circunstancias más gratas y, al mismo tiempo, que durara más de lo que merecía. Nadie devoraba allí.

Mientras caminaban por el pasillo central del barracón, Tommy miró a Scott de reojo. Como de costumbre, Scott caminaba erguido, mostrando una expresión tensa y agresiva. Tommy pensó que poseía una enigmática dureza que ni él mismo conocía, que brotaba de lo más recóndito de su ser, una región inexplorable. Se preguntó en qué pensaría el aviador negro. Scott tenía el raro don de hacer que cualquiera pareciera más pequeño a su lado. Tommy supuso que esa cualidad dependía de lo que uno hubiera visto en la vida, y la forma en que lo hubiera asimilado, y Lincoln Scott había visto muchas cosas. En cuanto a él, no creía que Vermont y Harvard fueran equiparables al periplo del otro, aunque ambos hubieran llegado al mismo lugar y en el mismo momento. Scott seguía sin parecer un prisionero de guerra. Había perdido peso -eso era inevitable dadas las magras raciones de comida-, pero sus ojos no traslucían ni la amarga resignación, ni la abatida paciencia de quien ha sido derrotado.

Tommy pensó en él. ¿Había conseguido el Stalag Luft 13 fundir al soldado que llevaba dentro al igual que unos cuantos kilos? ¿Había perdido su deseo, su firmeza de carácter, su tesón? A veces se atosigaba con tantas preguntas, temiendo no ser capaz de invocar esas cualidades cuando tuviera que echar mano de ellas.

Especialmente ahora, pensó, cuando Phillip Pryce ha desaparecido y sólo queda su recuerdo para señalármelas. Tommy se mordió el labio, tratando de controlar sus emociones. Tan difícil le resultaba imaginar a Phillip muerto como creer que seguía vivo. Era como si el inglés hubiera sido eliminado de la existencia de Tommy con la rotundidad de la muerte, pero sin la realidad que la acompaña. Phillip se había despedido de él con la mano y luego se había desvanecido. Sin una explosión, sin un tiro, sin gritos de auxilio, sin sangre. La imagen que Tommy retenía en su mente de la sonrisa irónica e impávida, que Phillip mostró en aquel último momento, le dolía como un puñetazo en el estómago.

Tommy caminaba a paso rápido y sostenido junto a Lincoln Scott, pero se sentía solo.

– ¿Va a hablar usted, Hart, o debo hacerlo yo?

La rabia apenas contenida de Scott arrancó a Tommy de sus cavilaciones.

– Yo lo haré -se apresuró a responder-, pero procure mostrar lo que piensa a MacNamara. ¿Me ha comprendido?

Scott asintió con la cabeza.

– Sí -prosiguió en voz baja-. Compórtese como un caballero, un caballero cabreado, pero no diga nada que pueda ofender a ese cretino, porque es el juez y quizás elija el juicio de mañana para ajustar cuentas.

Tommy llamó tres veces con los nudillos a la puerta del dormitorio del alto oficial americano. Durante los segundos de espera, Scott murmuró:

– Me comportaré como un caballero, Hart. Pero, ¿sabe?, me estoy cansando de mostrarme siempre razonable. A veces pienso que me mostraré razonable hasta el momento en que les oiga dar la orden de fuego.

– Yo no estoy tan seguro de que se haya mostrado siempre razonable -repuso Tommy. Scott sonrió divertido.

Oyeron una voz indicándoles que pasaran y Scott abrió la puerta. MacNamara estaba sentado en un rincón de la habitación, con los pies embutidos en calcetines, sobre la litera, y con sus gafas rayadas y torcidas apoyadas en la punta de la nariz. En la manta, junto a él, había un plato de hojalata con los restos del invariable estofado que comían los kriegies, y en la mano sostenía un manoseado ejemplar de Grandes esperanzas de Dickens. Tommy reconoció al instante esta combinación. El sistema habitual de los kriegies a la hora de comer: tomar un bocado, masticar lentamente, leer un párrafo o dos, comer otro bocado. A veces tenían la impresión de que el tiempo era un aliado de los alemanes.

MacNamara apartó la novela, observando a los visitantes con interés, mientras éstos se plantaban con un par de zancadas en el centro de la habitación y se cuadraban ante él. En virtud de su rango, MacNamara había conseguido uno de los escasos dormitorios en los que se alojaban sólo dos personas. El comandante Clark, su compañero de cuarto, se hallaba ausente en esos momentos. Tommy tuvo la presencia de ánimo de echar un vistazo a su alrededor, pensando que quizá vería alguna fotografía pegada en la pared o algún recuerdo colocado en una esquina que le indicara algo sobre la personalidad del coronel que le fuera útil. Pero no vio nada que revelara el menor rasgo sobre MacNamara.

– Tenientes… -dijo éste tocándose la frente para devolverles el saludo-. Descansen. ¿Qué les trae por aquí?

– Deseamos informarle de un robo, señor -respondió Tommy sin perder tiempo.

– ¿Un robo?

– Así es.

– Continúe.

– Ha sido sustraída del dormitorio del señor Scott una prueba clave, que yo había obtenido y me proponía presentar mañana en el juicio. Sospechamos que el robo se produjo durante el rato que el señor Scott estuvo discutiendo con los hombres frente al barracón 101. Protestamos enérgicamente contra este acto, señor.

– ¿Una prueba, dice usted? ¿De qué se trata?

Tommy dudó, y el coronel se apresuró a añadir:

– Aquí no hay nadie del otro bando, señor Hart. Toda información que usted me transmita quedará entre nosotros.

– No me cabe duda, señor -repuso Tommy, aunque no lo creía. No se atrevía a mirar a Lincoln Scott.

– Bien. -La voz de MacNamara mostraba una firmeza que tal vez ocultara su irritación, pero Tommy no estaba seguro de ello-. Vuelvo a preguntarle de qué prueba se trata.

– De una tabla, señor, que arranqué del costado de un barracón. Mostraba evidentes rastros de sangre de Trader Vic. Rastros de salpicaduras, como dicen los profesionales.

MacNamara abrió la boca para responder, pero se detuvo. Retiró los pies de la cama y durante unos instantes observó los dedos de sus pies enfundados en los raídos calcetines, y los movió para desentumecerlos. Después se incorporó, como para prestar mayor atención.

– ¿Una tabla manchada de sangre?

– Sí, señor.

– ¿Cómo sabe que es sangre del capitán Bedford?

– Es la única conclusión a la que puedo llegar, señor. Nadie más ha sangrado tanto.

– Cierto. ¿Y esa tabla qué demostraba, según usted?

Tommy dudó unos momentos antes de responder.

– Un elemento clave de la defensa, señor. Indica el lugar donde fue asesinado Trader Vic y desmonta la percepción del crimen por parte de la acusación.

– ¿Provenía del Abort?

– No, señor.

– ¿Provenía de otro lugar?

– Sí, señor.

– ¿Y según usted qué es lo que eso demuestra?

– Señor, si podemos demostrar que el crimen ocurrió en otro lugar, pondremos en tela de juicio todo el caso de la acusación. El fiscal afirma que el señor Scott salió del barracón 101 detrás el capitán Bedford y que la discusión y pelea se produjo entre los edificios, junto al Abort. Esta prueba indica un escenario distinto y respalda la protesta de inocencia del teniente Scott, señor.

– Lo que usted alega es correcto, teniente. ¿Y dice que este objeto ha desaparecido? -respondió MacNamara midiendo cuidadosamente sus palabras.

Antes de que Tommy pudiera responder, Scott terció inopinadamente:

– ¡Sí, señor! Fue robado de mi dormitorio. ¡Sustraído, robado, hurtado, birlado, mangado! Como quiera llamarlo, señor. ¡En el jodido momento en que yo estaba ausente!

– Modere su lenguaje, teniente -ordenó MacNamara.

Scott lo miró fijamente.

– De acuerdo, coronel -dijo con calma-. Moderaré mi lenguaje. No quisiera enfrentarme a un pelotón de fusilamiento sólo por decir palabrotas. Podría ofender la delicada sensibilidad de alguno.

MacNamara se encogió de hombros, como si aceptara la furia del aviador negro, como si la indignación de éste no tuviera importancia. Tommy tomó nota de ello, tras lo cual avanzó un paso y dijo, subrayando sus palabras con enérgicos ademanes:

– Señor, sin duda recordará que la acusación de Trader Vic contra el teniente Scott por haberle robado unos objetos fue el detonante de esta situación. Gran parte de la antipatía que le tienen los hombres proviene de ese incidente. Ahora la víctima es el teniente Scott, y el objeto que ha desaparecido es infinitamente más importante que un recuerdo de guerra, una cajetilla de tabaco o una tableta de chocolate.

MacNamara alzó la mano, asintiendo lentamente con la cabeza.

– Lo sé. ¿Qué quiere que haga yo?

Tommy sonrió.

– Como mínimo, señor, creo que deberíamos interrogar a cada miembro de la acusación bajo juramento. A fin de cuentas, son quienes se benefician de esta acción ilegal. Asimismo, creo que deberíamos interrogar a todos los testigos de la acusación, porque muchos de esos hombres parecen odiar al teniente Scott tanto como el capitán Bedford. También deberíamos interrogar a algunos de los hombres que han proferido amenazas más serias contra el teniente Scott. Y creo que deberíamos posponer durante unos días el juicio. Por otra parte, creo que el robo de este elemento clave pone de relieve la presunción de inocencia de Scott. En muchos aspectos, el robo constituye en sí mismo una prueba de su absoluta inocencia. Es más que probable que la tabla fuera robada por el auténtico asesino. Propongo que retire usted de inmediato los cargos contra el teniente Scott.

– ¡No!

– ¡Señor! ¡La defensa se ha visto entorpecida por acciones ilegales e inmorales dentro del campo! Eso indica…

– ¡Lo que indica está claro, teniente! Pero no demuestra nada. Y no hay nada que respalde la idea de que esta prueba haya existido o que hubiera conseguido los espectaculares resultados que usted afirma.

– ¡Señor! ¡Tiene usted la palabra de honor de dos oficiales!

– Sí, pero aparte de eso…

– ¿Qué? -interrumpió Scott-. ¿Acaso nuestra palabra tiene menos peso? ¿Es menos veraz? Quizá piense que mi palabra es menos valiosa. Pero la palabra de honor de Hart tiene el mismo color que la suya, señor, la del comandante Clark o de cualquier otro hombre en el Stalag Luft 13.

– Yo no he dicho eso, teniente. No se trata de ninguna de esas cosas. Pero carece de corroboración. -MacNamara habló casi en tono conciliatorio.

– Otros oficiales me vieron arrancar la tabla -terció Tommy.

– ¿Por qué no están aquí con usted?

Tommy imaginó al instante a los compañeros de cuarto de Trader Vic y a los miembros de la banda de jazz que se habían encarado con él en el pasillo del barracón 101. Pensó que probablemente eran los hombres que habían robado la tabla. Y sabía que mentirían sobre el robo. Pero sabía quién no podía mentir.

– No estoy seguro de quiénes son.

– ¿No cree poder identificarlos?

– No. Excepto a uno.

– ¿Quién es?

– El capitán Walker Townsend. La acusación. Me vio con ese objeto.

Este nombre hizo que el coronel se pusiera súbitamente de piel, crispado. Durante algunos segundos guardó silencio, enfrascado en sus reflexiones. Luego dio la espalda a los dos hombres y caminó hasta el otro extremo de la pequeña habitación, tras lo cual dio media vuelta y retrocedió sobre sus pasos, hasta plantarse de nuevo frente a ellos. Tommy observó que el coronel calculaba, casi como si inspeccionara los daños causados por un ataque a un avión, tratando de dilucidar si volvería a volar. Tommy también tomó nota de la reacción de MacNamara, al igual que de todo cuando decía el oficial superior americano. Confiaba en que Lincoln Scott estuviera tan atento como él.

De improviso MacNamara agitó la mano en el aire, como si hubiera concluido su ecuación mental y escribiera el resultado.

– De acuerdo, caballeros. Expondremos el tema mañana ante el tribunal. Podrán formular entonces sus preguntas, y quizás el capitán Townsend y la acusación puedan ofrecerles algunas respuestas al respecto.

MacNamara miró a los dos hombres jóvenes, arrugando el ceño y sonriendo al mismo tiempo.

– Puede que con ello consiga asestar un golpe, teniente Hart -dijo el oficial meneando ligeramente la cabeza-. Un golpe certero y contundente. Pero falta por ver la magnitud de los daños que con ello causa a la acusación. En cualquier caso, mantendré un talante objetivo al respecto.

Tommy asintió, aunque no estaba muy convencido de ello y dudaba que Scott lo considerara otra cosa que una descarada mentira. Saludó a su superior y dio media vuelta para encaminarse hacia la puerta, pero Scott, que estaba a su lado, vaciló unos instantes. Tommy se puso nervioso, temiendo que Scott soltara alguna de sus inconveniencias, pero vio que el aviador negro señalaba la novela que MacNamara había depositado, abierta, junto a su litera.

– ¿Le gusta Dickens, señor? -preguntó Scott.

En el rostro del coronel MacNamara se dibujó una breve expresión de asombro antes de que respondiera:

– En realidad, es la primera vez que tengo tiempo para leer. De joven no era aficionado a la novela. Leía principalmente libros de historia y matemáticas. Eran los temas que te ayudaban a ingresar en West Point y que hacían que siguieras allí. Ni siquiera recuerdo que en la academia militar impartieran una clase sobre Dickens. Por supuesto, de niño y cuando asistía a la escuela no disponía de tanto tiempo como ahora, gracias a los malditos alemanes. Pero hasta ahora, parece muy interesante.

Scott asintió con la cabeza.

– Mis estudios escolares también se basaban principalmente en literatura técnica y libros de textos -dijo al tiempo que una breve sonrisa se filtraba en su rostro-. Pero me quedaba tiempo para leer a los clásicos, señor. Dickens, Dostoievski, Tolstói, Proust, Shakespeare. También tenía que leer a Homero y algunas tragedias griegas. No consideraba que mi educación fuera completa sin conocimientos fundamentales de los clásicos, señor. Eso me lo enseñó mi madre. Es maestra.

– Es posible que lleve razón, teniente -respondió MacNamara-. No se me había ocurrido pensar en ello.

– ¿De veras? Me asombra. En cualquier caso, Dickens era un escritor interesante, señor -prosiguió Scott-. Cuando uno lee sus mejores obras hay que tener presente una cosa.

– ¿Qué, teniente? -preguntó MacNamara.

– Nada es exactamente lo que parece a primera vista -contestó Scott-. Ese era el genio de Dickens. Buenas noches, señor. Disfrute con su lectura.

Los dos jóvenes abandonaron el dormitorio del coronel.

Cuando salieron del barracón 114, la oscuridad empezaba a caer sobre el campo de prisioneros, envolviendo el mundo en el gris mortecino del anochecer. Los muros de alambre de espino que rodeaban el perímetro se recortaban como unas líneas retorcidas dibujadas a carbón sobre los últimos rayos de luz diurna. La mayoría de los kriegies se habían retirado a sus dormitorios, preparándose para la noche, pertrechándose contra el frío nocturno que se filtraba inexorable. De vez en cuando, Hart y Scott veían a otro aviador que se daba prisa a través de las sombras debido a la oscuridad amenazadora e inminente. La oscuridad siempre podía significar muerte, en especial a manos de un joven guardia nervioso y mal adiestrado armado con una metralleta. Tommy alzó la vista y contempló, a través de los primeros momentos crepusculares, una torre de vigilancia cercana y vio a dos gorilas descansando, con los brazos apoyados en el borde, como unos hombres en un bar. Pero ellos los observaban atentamente, esperando que apretaran el paso.

– No está mal, Hart -comentó Scott. Levantó la vista hacia el lugar que miraba Tommy y observó a los dos soldados alemanes apostados en la torre de vigilancia-. Lo que más me gustó fue la parte sobre retirar los cargos. No dará resultado, claro está, pero le puso nervioso y le dará algo desagradable en qué pensar esta noche cuando los alemanes apaguen las luces. Eso me gustó.

– Valía la pena intentarlo.

– A estas alturas, vale la pena intentarlo todo. ¿Sabe a quién le habría gustado? Al anciano inglés, al que se llevaron. Pryce habría admirado su maniobra, aunque no funcionara.

– Seguramente tiene razón -repuso Tommy.

– Pero no hay muchos trucos en el sombrero, ¿no es cierto, Hart?

– No. Aún tenemos a Fenelli, el médico. Su testimonio arrojará algunas dudas sobre el asunto, y cuando se ponga a largar desbaratará el caso de Townsend. Pero quisiera tener algo más. Algo concreto. La auténtica arma del crimen, otro testigo, algo convincente. Por esto la tabla era una prueba indispensable.

Avanzaron unos pasos a través de la creciente oscuridad.

– Dígame, Scott -preguntó Tommy de sopetón-, ¿qué opinión le merece MacNamara?

Scott dudó unos instantes antes de responder con otra pregunta:

– ¿En qué sentido? ¿Como oficial, como juez o como ser humano?

– En todos los sentidos. Vamos, Scott, ¿qué impresión tiene de él?

Tommy observó una pequeña sonrisa en los labios del aviador negro.

– Como oficial, es un militar de pies a cabeza. Un oficial de carrera que ambiciona ascender y que probablemente se consume de rabia cada segundo que permanece aquí, completamente olvidado, mientras sus compañeros de West Point hacen lo que los alumnos de esa academia suelen hacer, o sea, enviar a hombres a la muerte, prender medallas en sus propios pechos y ascender en la escala militar. Como juez, sospecho que será tres cuartos de lo mismo, aunque de vez en cuando se esforzará en dar la impresión de que aspira a hacer justicia.

– Estoy de acuerdo -dijo Tommy-. Pero hay una diferencia entre ser justo y parecerlo.

– ¡Exactamente! -replicó Scott con voz queda-. Ahora bien, como persona… ¿Tiene usted idea, Hart, de los muchos Lewis MacNamara que he conocido a lo largo de mi vida?

– No.

– Docenas. Centenares. Demasiados para llevar la cuenta.

Scott emitió un suspiro de asentimiento.

– MacNamara es ese tipo complicado que niega enérgica y públicamente sus prejuicios, pero que luego eleva el listón un poco más cada vez que un negro amenaza con saltarlo. Habla sobre justicia e igualdad y sobre cumplir con las normas establecidas, pero lo cierto es que las normas que yo tengo que superar son muy distintas de las que tiene que superar usted, Hart. Las mías se ponen siempre más difíciles cada vez que estoy a punto de alcanzar el éxito. He visto a MacNamara en los colegios a los que he asistido, desde la escuela primaria en el South Side de Chicago hasta la universidad. MacNamara era el policía irlandés que patrullaba por mi barrio aceptando sobornos y manteniendo a todo el mundo a raya, y el director de la escuela primaria que nos obligaba a compartir cada libro de texto entre tres en cada clase y nos impedía que nos lo lleváramos a casa por las tardes para estudiar la lección. Era el oficial que examinó mi historial académico, inclusive un doctorado, y me aconsejó que me hiciera cocinero. O el celador de un hospital. En todo caso un cargo inferior y poco importante. Y cuando conseguí la mayor calificación en el examen de ingreso en la academia de aviación, fue un MacNamara quien me exigió que volviera a examinarme, debido a cierta «irregularidad». La única irregularidad era haber obtenido yo una nota más alta que los chicos blancos. Y cuando por fin conseguí ingresar, al llegar a Alabama me encontré a MacNamara esperándome. Como le expliqué, Hart, fuera quemaban cruces y dentro imponían unas normas prácticamente imposibles de cumplir. Los MacNamaras que había allí te echaban del proyecto por haber cometido un solo error en un examen escrito. Cualquier error, por insignificante que fuera, te costaba caro en el aire. ¿Quiere saber por qué los chicos de Tuskegee son los mejores pilotos de caza en el cuerpo de aviación? ¡Porque teníamos que serlo! Ya se lo he dicho, Hart, usted tiene que cumplir unas normas y yo otras. ¿Quiere saber lo más gracioso?

– ¿Lo más gracioso?

– Bueno, digamos que la mayor ironía.

– ¿A qué se refiere?

– En última instancia, me resulta más sencillo tratar con los Vincent Bedfords de este mundo que con los Lewis MacNamaras. Al menos Trader Vic nunca trató de ocultar quién era y cómo pensaba. Y nunca pretendió ser justo cuando no lo era.

Tommy asintió con la cabeza. Caminaba junto a Scott a través de la fresca atmósfera. La límpida brisa nocturna evocaba en su mente recuerdos de Vermont.

– Debe de ser difícil para usted, Scott. Difícil y enojoso -comentó Tommy con tono tranquilo.

– ¿Qué?

– Advertir de inmediato el odio en todas las personas con las que se tropieza y mostrarse siempre receloso de todo lo que ocurre.

Scott abrió la boca para responder y alzó la mano derecha en un breve gesto despectivo, que interrumpió a mitad de camino. Luego volvió a sonreír de nuevo.

– Lo es -respondió-, es una tarea ingrata -sacudió la cabeza, sin dejar de sonreír-. Una tarea que, como habrá visto, me ocupa cada minuto del día. -Scott soltó una repentina carcajada-. Me ha pillado, Hart. Siempre le subestimo.

– No es usted el primero -repuso Tommy encogiéndose de hombros.

– Pero no me subestime usted a mí -replicó Scott.

– Dudo que lo haga nunca, Scott -dijo negando con la cabeza-. Quizá no le comprenda, y quizá no me caiga bien. Hasta puede que no crea todo lo que dice. Pero jamás le subestimaré.

Scott sonrió y soltó otra carcajada.

– ¿Sabe, Hart? -preguntó con tono jovial-. No deja usted de sorprenderme.

– El mundo está lleno de sorpresas. Nada es nunca lo que parece. ¿No fue eso lo que dijo usted a MacNamara sobre Dickens?

Scott asintió con la cabeza.

– Vermont, ¿eh? Nunca he estado allí. Visité Boston una vez, pero eso es todo. ¿Lo echa de menos? -Scott se detuvo, meneó la cabeza y luego añadió-: Es una pregunta estúpida porque la respuesta es obvia. Pero de todos modos se la hago.

– Lo echo de menos todo -respondió Tommy-. Mi casa, mi chica, mi gente. Mi hermana menor, el perro. Hasta echo de menos Harvard, cosa que jamás imaginé. ¿Sabe incluso lo que echo de menos? Los olores. Nunca pensé que la libertad poseía un olor característico, pero así es. Uno lo percibía en el aire, cada vez que el viento lo arrastraba. Un olor a limpio. Como el perfume de mi chica el día de nuestra primera cita. Como la comida que prepara mi madre los domingos por la mañana. A veces salgo del barracón y al contemplar la alambrada pienso que jamás saldré de aquí y no volveré a percibir esos olores.

Ambos siguieron caminando hasta llegar a la entrada el barracón 101. Entonces Scott se detuvo. Volvió la cabeza un momento, como para cerciorarse de que nadie les observaba. Daba la impresión de que se hallaban solos, envueltos por la luz crepuscular, antes de que la oscuridad cayera sobre el campo. Scott sacó del bolsillo de la cazadora una fotografía gastada y rota en las esquinas. Después de contemplarla lentamente, recreándose en ella, se la pasó a Tommy.

– Tuve suerte -dijo Scott con voz queda-. La mañana de mi última misión, cogí esta fotografía y la guardé en el bolsillo de mi uniforme de vuelo, junto a mi corazón. No sé por qué. No lo había hecho en ninguna misión salvo la última. Pero me alegro de haberlo hecho.

De la esquina de la puerta salía un poco de luz y Tommy se volvió un poco para ver la fotografía con más claridad. Era una instantánea de una mujer joven, de rasgos delicados, del color del cacao, sentada en una mecedora en el cuarto de estar de una casa pulcra y bien amueblada, sosteniendo un bebé en brazos. Tommy contempló la fotografía. La mujer tenía una mirada vivaz, alegre y dulce. El bebé rozaba con la mano derecha la mejilla de su madre.

– No sé si les han comunicado que estoy vivo -prosiguió Scott con voz levemente entrecortada-. Es muy difícil, Hart, imaginar que alguien que amas está muerto.

Tommy le devolvió la foto.

– Es preciosa -dijo con toda sinceridad-. Estoy seguro de que el ejército les ha informado que está prisionero.

– Supongo -dijo Scott-. Pero debería haber recibido una carta o un paquete o algo de casa, y no he sabido nada. Ni una palabra. -Miró de nuevo la foto durante unos momentos antes de volver a guardarla lentamente en el bolsillo-. No conozco a mi hijo. Nació después de que yo partiera a ultramar. Me cuesta imaginar que es real. Pero lo es. Seguramente es muy llorón. Yo lo era de niño, según me dice mi madre. Me gustaría vivir para verlo, siquiera una vez. Y me gustaría volver a ver a mi esposa. Por supuesto, en eso no me diferencio de usted, MacNamara, Clark, el capitán Townsend, los alemanes ni ningún otro hombre en este maldito lugar. Ni siquiera de Trader Vic. Imagino que estaría tan ansioso de regresar a Misisipí. Me pregunto quién le esperaría allí.

– Su jefe en el concesionario de coches de segunda mano -repuso Tommy.


En uno de los dormitorios se estaba disputando una partida de bridge, a la que asistían tantos mirones como jugadores. A diferencia del póquer, que se prestaba a unos niveles más estrepitosos de participación y a mayor cantidad de observadores, el bridge discurría con tranquilidad hasta las últimas bazas de la partida, que provocaban una intensa y vociferante discusión sobre el modo de jugar las cartas. Los kriegies gozaban tanto con las discusiones como con las partidas; era otra forma de exagerar una actividad modesta, prolongándola para matar el mayor número de exasperantes minutos de cautiverio.

La puerta del dormitorio de Scott, con su ofensiva inscripción, había sido sustituida, tal como habían prometido los alemanes. Pero al aproximarse, los dos hombres vieron que estaba entreabierta. Antes de que Tommy pudiera reaccionar con asombro, oyó un canturreo y los fragmentos de una tonada procedente del cuarto del barracón, y reconoció la ruda voz de Hugh Renaday entre las melodías diversas y desafinadas y las letras obscenas de las canciones.

Cuando Tommy y Scott entraron en la habitación vieron al canadiense colocando sus cosas en el espacio que le correspondía. Las modestas pertenencias de Tommy estaban arrinconadas junto a la pared, sus libros de derecho apilados debajo de la litera y unas pocas prendas de ropa colgaban de una cuerda suspendida entre dos ganchos. No era mucho, pero mitigaba la desnudez y el deprimente aislamiento del cuarto. Hugh estaba clavando un viejo calendario en la pared. El hecho de que fuera del año pasado era menos llamativo que la fotografía de una joven semidesnuda dotada de un cuerpo espectacular que presidía el mes de febrero de 1942.

– No puedo vivir sin febrero -dijo Hugh, dando un paso atrás para admirar la fotografía-. Esa chica me ha costado dos cajetillas de cigarrillos. Después de la guerra iré en su busca y le pediré que se case conmigo diez segundos después de habernos conocido. Y no aceptaré su negativa.

– Es curioso -comentó Tommy contemplando la fotografía con detenimiento y admiración-. Esa chica no parece canadiense. Dudo que haya capturado alguna vez una ballena o haya comido grasa de ese animal. En cuanto a su modelito, no creo que resultara muy eficaz para protegerla del frío en el norte…

– Tommy, amigo mío, creo que no entiendes de qué se trata.

Hugh se echó a reír y Tommy hizo lo propio. Luego Hugh estrechó la mano al aviador negro.

– Me alegro de estar aquí, colega -dijo.

– Bienvenido al Titanic -respondió Scott. A continuación dio media vuelta y se dirigió de nuevo hacia su litera, pero de pronto se detuvo. Durante unos instantes permaneció rígido.

– ¿Cuánto tiempo lleva aquí? -preguntó Scott volviéndose bruscamente hacia Hugh.

El canadiense le miró sorprendido y luego se encogió de hombros.

– Desde hace una media hora. Tardé pocos minutos en deshacer el equipaje y recoger mis cosas. Fritz Número Uno me escoltó hasta aquí, después del Appell en el recinto sur. Nos detuvimos para consultarle algo a Visser, y luego a uno de los ayudantes de Von Reiter. Sobre números, cuestiones burocráticas. Supongo que para no cometer un error en el recuento de prisioneros de ambos recintos, para no ponerse a sonar los silbatos y alarmas buscando a alguien que se ha mudado de recinto.

– ¿Vio a alguien cuando llegó? -inquirió Scott con sequedad.

– ¿Qué si vi a alguien? Pues sí, había kriegies por todas partes.

– No, me refiero aquí dentro.

– Ni a un alma -respondió Hugh-. La puerta estaba bien cerrada. Una puerta nueva, por cierto, según he visto. ¿Pero qué le preocupa, colega?

– Eso -contestó Scott señalando una esquina de la habitación.

Tommy se acercó a Scott. En seguida reconoció lo que señalaba el aviador negro: recostada contra una esquina del cuarto de literas, aparecía la tabla manchada con la sangre de Trader Vic.

Tras salvar la distancia de una zancada, tomó el pedazo de madera y se apresuró a examinarla por un lado y por el otro. Luego Tommy alzó la vista y miró a Lincoln Scott, que seguía en el centro del reducido espacio.

– Compruébelo usted mismo -dijo con amargura.

Tommy arrojó la tabla hacia Scott, que la atrapó en el aire. La examinó por delante y por detrás, como había hecho Tommy.

Pero Hugh fue el primero en hablar.

– Tommy, muchacho, ¿qué diantres ocurre? ¿Qué tiene de particular ese pedazo de madera, Scott?

Scott meneó la cabeza y emitió una palabrota. Fue Tommy quien respondió a la pregunta.

– Ahora no es más que eso -dijo-. Leña para encender el hornillo. Esta mañana era una prueba de vital importancia. Ahora no es nada. Nada más que leña.

– No lo entiendo -dijo Hugh tomando la tabla de manos de Scott.

Entonces éste se lo explicó al tiempo que se la entregaba.

– Hace un rato, era una tabla que Tommy había descubierto fuera del barracón 105, manchada con sangre de Trader Vic. Una prueba de que lo habían asesinado en un lugar distinto del que fue hallado el cadáver. Pero durante las últimas horas alguien se ha tomado la molestia de robar la tabla de esta habitación y eliminar todo rastro de la sangre de Vic. Seguramente vertió agua hirviendo sobre ella, dejando que penetrara en cada grieta y resquicio, y luego la fregó con desinfectante.

Hugh acercó la tabla a su nariz y la olisqueó.

– Sí, es verdad: huele a lejía y jabón.

– Como si acabara de salir del Abort -observó Tommy-. Y os apuesto un cartón de cigarrillos a que si fuéramos al barracón 105 comprobaríamos que alguien ha instalado otro pedazo de madera en el lugar en el que arranqué esta tabla.

Scott asintió con la cabeza.

– Yo no me apuesto nada -replicó-. Maldita sea.

Sonrió con ironía.

– No son estúpidos -añadió con cautela. La tristeza teñía cada palabra que pronunciaba-. Habría sido estúpido limitarse a robar la condenada tabla. Pero robarla, eliminar todo rastro de sangre y luego colocarla de nuevo en esta habitación es de gente lista, ¿no es cierto, señor policía?

Scott miró a Hugh, quien asintió con la cabeza y siguió examinando la tabla.

– Si tuviera un microscopio -dijo lentamente-, o una lupa, quizás hallaría algún rastro de los productos utilizados para limpiarla.

– ¿Un microscopio? -preguntó Tommy con tono cínico, señalando a su alrededor.

Hugh se encogió de hombros.

– Lo siento -dijo-. Ya sé que es como pedir una carroza con alas para transportarnos a casa.

– Son muy astutos -prosiguió Scott, volviéndose hacia Tommy-. Esta mañana disponíamos de una prueba contundente. Ahora no tenemos nada. Menos que nada. Nos han arrebatado los argumentos que íbamos a exponer mañana. Y con ellos la esperanza de que se aplace el juicio.

Tommy no respondió. No merecía la pena añadir palabras a la verdad lisa y llana.

– En realidad ahora tenéis un problema -se apresuró a decir Hugh-. ¿Habéis comunicado a MacNamara lo del robo?

Tommy comprendió al instante adonde quería ir a parar el policía.

– Sí -respondió-. Maldita sea. Y ahora tenemos una tabla en la que no aparece la mancha que dijimos que tenía. Este pedazo de madera inservible es ahora tan peligroso como cualquier prueba que presente la acusación. No podemos mostrarlo al tribunal y decir que «antes» estaba manchado con la sangre de Vic. Nadie lo creerá.

Tommy se volvió hacia Scott.

– Hemos recuperado la tabla, pero ahora tenerla en nuestro poder nos convierte en un par de embusteros.

Hugh sonrió.

– Bueno, quizás os crean si persistís en afirmar que os la robaron.

Al hablar, Hugh tomó la tabla y la apoyó con cuidado en el borde de su litera. De pronto, mientras sus palabras se evaporaban en la atmósfera del dormitorio, asestó una feroz patada a la tabla con el pie derecho, partiéndola en dos. Con un segundo puntapié, no menos contundente, la hizo astillas.

Tommy sonrió, se encogió de hombros y comentó:

– El hornillo está en el otro extremo del corredor.

– Entonces iré a cocinar algo -replicó Renaday. Cogió la leña en sus brazos y salió de la habitación.

– Digamos que esa tabla sigue en poder de quienes nos la robaron. Me pregunto si esos cabrones pensaron en cómo íbamos a reaccionar.

– Dudo que imaginaran que íbamos a destruirla -respondió Tommy.

Se sentía un tanto preocupado por lo que habían hecho. «Mi primer caso real -pensó- y destruyo la prueba.» Pero antes de que tuviera tiempo de reflexionar sobre la moralidad de lo que habían conseguido con dos oportunos puntapiés, Lincoln Scott dijo:

– Sí. Seguramente contaban con que nos comportaríamos honradamente y seguiríamos las reglas del juego, porque es lo que hemos hecho hasta ahora. El problema, Hart, es que los otros no lo hacen. Piense en ello: la inscripción en la puerta. Alguien sabía que con eso me sacaría de la habitación. Alguien sabía que yo reaccionaría de la forma estúpida que lo hice, retando a todo el mundo a pelear conmigo. «KKK» y «negro de mierda». Era como agitar una tela roja delante de un toro. Y yo caí en la trampa, salí hecho una furia dispuesto a pelearme con todo el maldito campo de prisioneros si fuera necesario. Mientras yo estoy haciendo el ridículo, alguien entra aquí disimuladamente y se lleva la única prueba de que disponemos. Cuando vuelvo a ausentarme, la devuelven a su lugar. Pero después de haber destruido la prueba. Y peor aún, ese pedazo de madera nos haría aparecer ante MacNamara y todo el campo como un par de embusteros.

En aquel momento a Tommy se le ocurrió algo espantoso. Inspiró lentamente, mirando a Lincoln Scott, que seguía hablando.

– Se llevan a nuestro experto abogado. Destruyen nuestra patética prueba. Todas las mentiras parecen tener sentido. Todas las verdades parecen desatinos.

Lo que Tommy vio, en aquel momento, fue que lenta pero sistemáticamente los iban acorralando, colocándolos en una situación donde la única defensa que tenían era la protesta de inocencia de Scott. De improviso comprendió que por enérgicamente que protestaran, su fragilidad era enorme. Cualquier discrepancia, cualquier elemento que no encajara, podía transformar la fuerza de su protesta en municiones.

Tommy quiso decirlo, pero se abstuvo al observar la expresión de angustia en el rostro de Scott. En aquel segundo, Tommy tuvo la sensación de que gran parte de la ira y exasperación del otro se había esfumado, dejándolo sumido en una inmensa e inefable tristeza. Permanecía de pie con la espalda encorvada. Se frotó los ojos con fuerza. Tommy miró a Scott a través de la habitación y comprendió, en aquel preciso instante, el motivo de que el aviador negro los hubiera tratado a todos, desde el momento en que había llegado al Stalag Luft 13, con distancia y altivez. Lo que Tommy vio fue que no existía nada más doloroso y que produzca mayor sensación de soledad que sentirse distinto y aislado, y la única defensa que tenía Scott contra la envidia y el odio racial que sabía que le estarían esperando era ser el primero en disparar su furia, como piloto de caza que era.

Tommy comprendió que todo el caso era una trampa. Pero la peor trampa era la que Scott se había tendido a sí mismo. Al no permitir que nadie supiera realmente cómo era, había facilitado el camino a quienes querían matarlo. Porque a nadie le importaría. Nadie sabía que tenía esposa y un hijo esperándole en casa, ni un padre predicador que le instaba a cursar estudios superiores y una madre que le obligaba a leer a los clásicos. Lincoln Scott había hecho creer a todos los kriegies que no era como ellos, cuando lo cierto era que no existía la menor diferencia entre los otros y él.

«Debe de ser terrible -pensó Tommy- comprobar que los clavos y la madera que adquiriste para construir unos muros son ahora utilizados para confeccionar tu ataúd.»

– Así que, ¿qué es lo que nos queda, abogado? No demasiado, ¿verdad?

Tommy no respondió. Vio a Scott llevarse la mano a la frente, como si le doliera. Al cabo de unos instantes la retiró y miró a Tommy. Sus palabras contenían un innegable dolor, y Tommy imaginó lo duro que debe de ser estar acostumbrado a contemplar a tu enemigo al otro lado del cuadrilátero o a través del cielo y tener que vértelas de pronto con algo tan escurridizo y evanescente como el odio al que se enfrentaba ahora Scott. «Algunos están haciendo todo lo posible por conseguir que este pobre negro sea ejecutado. Y cuanto antes mejor.»

En éstas, sin decir otra palabra, Lincoln Scott se tumbó boca arriba en su litera, tapándose los ojos con su recio antebrazo para protegerse del ingrato resplandor de la bombilla que pendía del techo. Seguía en esta postura, inmóvil, sin alzar la vista, cuando Hugh entró de nuevo en la habitación. Permaneció así, inmóvil como un cadáver, hasta el momento en que los alemanes cortaron la corriente eléctrica en los barracones, sumiendo a los tres hombres en la habitual e impenetrable oscuridad del campo de prisioneros.


Era casi medianoche según la esfera luminosa del reloj que le había dado Lydia, y Tommy no podía conciliar el sueño, invadido por un nerviosismo semejante a la inquietud que había experimentado la víspera de su primera misión de combate. En su fuero interno estaba lleno de dudas. A veces pensaba que el auténtico valor consistía sólo en la capacidad de actuar, de hacer lo que se debía prescindiendo de las emociones que instan a buscar un lugar seguro y a ocultarse en él. Escuchó los sonidos de los otros que dormían en la habitación, preguntándose por qué no estarían desvelados como él. Dedujo que la respiración de Lincoln Scott revelaba cierta resignación, y la de Hugh Renaday, conformidad.

Su caso no era ése.

Pensó que todo se había torcido desde el momento en que Fritz Número Uno había hallado el cadáver de Trader Vic. La rutina de la vida en el campo de prisioneros -importante tanto para los captores como para los presos- se había visto profundamente alterada, y amenazaba con alterarse aún más cuando por la mañana se iniciara el juicio del aviador negro.

Tommy rumió unos momentos sobre esta idea, pero sólo le sirvió para generarle mayor confusión. Daba la impresión de que existía una gran acumulación de odio a todos los niveles, y durante irnos instantes trató en vano de desentrañar esa maraña. ¿Quién suscitaba un mayor odio? ¿Scott? ¿Los alemanes? ¿El campo de prisioneros? ¿La guerra? ¿Y quiénes eran los que odiaban?

Tommy pensó que las preguntas constituían un pobre armamento, pero era cuanto tenía. Fijó los ojos en el oscuro techo del barracón, deseando contemplar las estrellas en su hogar y hallar el reconfortante sendero a través de la rutilante bóveda celestial que siempre buscaba de joven. Era curioso, pensó, creer durante toda tu vida que si uno era capaz de hallar una ruta familiar a través del remoto firmamento, también era posible trazar una ruta semejante a través de los lodazales y abismos de la Tierra.

Este concepto le hizo sonreír con amargura, pues advirtió en él la impronta de Phillip Pryce. Lo que distinguía a Phillip como abogado, pensó Tommy, era la ventaja psicológica que les llevaba a los demás. Cuando los otros no veían más que unos datos rígidamente ordenados, Phillip veía unos gigantescos lienzos repletos de matices y sutilezas. Tommy no sabía si algún día llegaría a adquirir las habilidades de Pryce, pero se conformaba con una parte de las mismas.

¿Qué habría dicho Phillip sobre la desaparición e inopinada reaparición de la tabla de marras? Tommy comenzó a respirar de forma acompasada. Phillip le habría dicho que pensara en quién salía ganando con ello. La acusación, se dijo Tommy. Pero entonces Phillip habría preguntado: ¿Y quién más? Los hombres que odiaban a Scott debido al color de su piel también salían ganando. Al igual que el verdadero asesino de Vincent Bedford. Los únicos que no tenían nada que ganar con ello eran la defensa y los alemanes.

Continuó respirando de forma acompasada, lentamente.

Qué extraña combinación, pensó. Luego se preguntó cómo estaban alineados esos hombres. No obtuvo respuesta.

Como una tormenta que estalla súbitamente sobre el frío lago de una montaña, vertiendo copos de nieve en sus plácidas aguas, Tommy oscilaba zarandeado por las confusas ideas que bullían en su mente. Unos hombres querían que Scott fuera ejecutado porque era negro, otros querían que lo ejecutaran porque era un asesino y otros por puro afán de venganza.

Tommy inspiró profundamente, conteniendo el aliento.

Phillip tenía razón, pensó de pronto. Lo estoy mirando todo del revés. La pregunta crucial era: ¿quién deseaba que muriera Vincent Bedford?

Las preguntas le habían provocado tal tumulto en la cabeza, que cuando por fin percibió el sonido de unos pasos por el pasillo del barracón, experimentó un sobresalto. Era un sonido amortiguado, de unos hombres caminando en calcetines, avanzando cautelosamente para ocultar su presencia.

Tommy sintió de pronto una opresión en la garganta y los acelerados latidos de su corazón.

Durante unos instantes, temió que les atacaran y se incorporó sobre el codo para prevenir a Scott y a Renaday en voz baja. Alargó la mano en la oscuridad en busca de un arma. Pero en aquella momentánea vacilación, los pasos se disiparon. Tommy se inclinó hacia delante, aguzando el oído, y los oyó desaparecer rápidamente por el pasillo central. Volvió a respirar hondo, tratando de calmarse. En aquellos segundos procuró convencerse de que había sido un kriegie normal y corriente, obligado a levantarse en plena noche para utilizar el retrete interior. El mismo retrete que había desencadenado la situación crucial.

Entonces se detuvo, diciéndose que estaba equivocado. Había oído los pasos de dos o tres hombres junto a la puerta. Tres hombres afanándose en moverse en silencio con un claro propósito. No se trataba de un solitario aviador indispuesto. Entonces Tommy reparó en que no se oía el sonido del agua del retrete.

Tommy apoyó los pies en el suelo, se levantó en silencio y atravesó la habitación de puntillas, procurando no despertar a sus compañeros. Apoyó la oreja contra la recia puerta de madera, pero no oyó nada. La oscuridad era total, a excepción del tenue y ocasional resplandor de un reflector que recorría los muros y los tejados y penetraba por las hendijas de los postigos.

Tommy abrió la puerta con precaución, unos pocos palmos, lo suficiente para pasar por ella sin hacer ruido. Una vez en el pasillo, se agachó, tratando de ocultar su presencia. Avanzó con el torso algo inclinado hacia delante, tratando de localizar los ruidos en la oscuridad. Pero en lugar de un sonido, lo que atrajo su atención fue un ligero resplandor.

En el otro extremo del barracón, en la distante entrada que Scott y él habían utilizado en su expedición nocturna, Tommy vio la llama de una vela. La luz parecía una estrella remota y solitaria.

Tommy permaneció inmóvil, observando la vela. Al principio no pudo ver cuántos hombres había junto a la puerta, pero en todo caso más de uno. Se produjo un silencio momentáneo, durante el cual Tommy observó el resplandor del reflector al pasar frente a la entrada. El reflector se paseaba por el campo con chulería de matón. En aquel preciso instante, la vela se apagó.

Tommy oyó crujir la puerta principal del barracón 101 al abrirse y un ruido al cerrarse al cabo de unos segundos.

Dos hombres, pensó. Pero en seguida rectificó. Tres hombres.

Tres hombres que salían por la puerta principal unos minutos después de medianoche, que utilizaban la luz de una vela al igual que habían hecho Scott y él, para calzarse sus botas de aviador mientras aguardaban a que el reflector pasara de largo, y que, al igual que Lincoln Scott y él hacía unas noches, se zambullían de inmediato en la oscuridad.

Tommy volvió a respirar hondo. Se trataba de un grupo demasiado grande y visible para salir fuera del barracón. Uno hubiera sido más fácil. Dos, como había podido comprobar con Scott, era arriesgado, pues tenían que trabajar de forma coordinada, como un par de pilotos de caza cayendo en picado para atacar, un avión en cabeza, el otro cubriendo el ala. Pero tres, uno tras otro, como si se lanzaran de un bombardero alcanzado por el enemigo en un cielo repleto de fuego antiaéreo y aviones precipitándose en el aire antes de abrir el paracaídas, era muy peligroso y estúpido. Tres hombres hacían inevitablemente mucho ruido. Su movimiento exagerado atraería la atención de los gorilas de la torre de vigilancia, por somnolientos y distraídos que estuvieran. Era un enorme riesgo.

Por consiguiente, la recompensa para esos tres hombres debía de ser enorme.

Tommy se apoyó contra la pared, tratando de recobrar la compostura antes de regresar sigilosamente al dormitorio de Scott.

Tres hombres en el pasillo, saliendo furtivamente a media noche.

Tres hombres que arriesgan sus vidas la víspera de un juicio.

Tommy ignoraba qué relación existía entre esos factores. Pero pensó que convenía averiguarlo. La cuestión era cómo hacerlo.

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