Había algo raro en la dirección, algo que no encajaba. Y Pierce no sabía qué era. Le dio vueltas a la cuestión mientras conducía hacia Venice, pero no logró desentrañarla. Era como algo oculto tras una cortina de ducha. Estaba desdibujado, pero estaba ahí.
La dirección de contacto que había dado Lilly Quinlan en All American Mail era un bungaló en Altair Place, a una manzana del tramo de tiendas de antigüedades con estilo y restaurantes en Abbot Kinney Boulevard. Era una casita blanca con moldura gris que a Pierce, de algún modo, le evocó una gaviota. En el jardín de la entrada había una palmera real. Pierce estacionó al otro lado de la calle y durante varios minutos se quedó sentado en el coche, examinando la casa en busca de signos de vida recientes.
El césped estaba pulcramente cortado. Pero era una casa de alquiler, de cuyo jardín probablemente se ocupaba el casero. No había ningún coche en el sendero de entrada ni en el garaje abierto de atrás, ni tampoco diarios apilados junto al bordillo. A primera vista nada parecía fuera de lugar.
Pierce finalmente decidió abordar la cuestión de manera directa. Salió del BMW, cruzó la calle y siguió el sendero hasta la puerta de la casa. Había un timbre de botón. Lo pulsó y oyó un repique leve en algún lugar del interior. Esperó.
Nada.
Apretó de nuevo el timbre y acto seguido golpeó la puerta.
Esperó.
Y nada.
Echó un vistazo. Las persianas de lamas de detrás del ventanal estaban cerradas. Se volvió y examinó las casas del otro lado de la calle con aire despreocupado, mientras estiraba una mano a su espalda y trataba de abrir la puerta. Estaba cerrada.
No quería que su jornada terminara sin obtener información nueva o alguna revelación, de modo que se alejó de la puerta y miró al sendero de entrada, que conducía, por el lado izquierdo de la casa, a un garaje de una plaza situado en el patio de atrás. Un enorme pino de Monterrey que empequeñecía la casa estaba combando el sendero con sus raíces. Éstas se dirigían a la vivienda y Pierce supuso que en otros cinco años causarían daños estructurales y entonces la cuestión consistiría en decidir qué salvar, la casa o el árbol.
La puerta de madera del garaje, arqueada por el tiempo y por su propio peso, estaba abierta. Daba la impresión de que estaba permanentemente fijada en esa posición. La cochera estaba vacía, salvo por una colección de latas de pintura alineadas contra la pared del fondo.
A la derecha del garaje había un patio del tamaño de un sello de correos que ofrecía intimidad gracias a un seto alto que recorría los costados. Dos tumbonas ocupaban el césped y había un bebedero para pájaros seco. Pierce miró las tumbonas y pensó en las marcas del bronceado que había visto en el cuerpo de Lilly, en la foto de la página Web.
Después de dudar un momento en el patio, Pierce volvió a la puerta trasera y golpeó de nuevo. La puerta tenía una ventana en su parte superior. Sin esperar a ver si alguien contestaba, Pierce ahuecó las manos contra el cristal y miró al interior. Era la cocina. Parecía ordenada y limpia. No había nada en la mesita apoyada contra la pared de la izquierda. Pierce vio un periódico cuidadosamente doblado en una de las dos sillas.
En la encimera, al lado de la tostadora, había un bol grande lleno de unas formas oscuras. Pierce se dio cuenta de que eran piezas de fruta podrida. Era una señal de algo que no encajaba, el primer indicio de que algo no iba bien. Golpeó con fuerza en la ventana de la puerta, aunque sabía que no había nadie dentro para contestar. Se volvió y buscó en el patio algo con lo que romper la ventana. Instintivamente se agarró del pomo y lo giró mientras se volvía.
La puerta no estaba cerrada con llave.
Pierce retrocedió. Con el tirador todavía en la mano, empujó y la puerta se abrió quince centímetros. Esperó a que sonara una alarma, pero su intrusión fue recibida únicamente con silencio. Y casi de inmediato olió la empalagosa fetidez de la fruta podrida. O quizá, pensó, era otra cosa. Sacó la mano del tirador y abrió más la puerta, se asomó al interior y gritó.
– ¿Lilly? Lilly, soy yo, Henry.
No sabía si lo estaba haciendo por los vecinos o por él mismo, pero gritó el nombre de la joven dos veces más. Esperó, pero no obtuvo respuesta. Antes de entrar, se volvió y se sentó en el escalón para sopesar su decisión. Pensó en la anterior reacción de Mónica a lo que estaba haciendo y lo que ella había dicho: llama a la policía.
Era el momento de hacerlo. Algo iba mal en la casa y ciertamente tenía un motivo para llamar. Sin embargo, la verdad era que no estaba preparado para renunciar. Todavía no. Fuera lo que fuese, seguía siendo suyo y no iba a soltarlo. Sabía que sus motivaciones no se limitaban a Lilly Quinlan, que tenían un alcance mayor y se enmarañaban con el pasado. Sabía que estaba tratando de intercambiar el presente por el pasado, que trataba de hacer lo que no había logrado entonces.
Se levantó del escalón y abrió la puerta por completo. Entró en la cocina y cerró la puerta tras de sí.
Había un sonido bajo de música que llegaba de algún lugar de la casa. Pierce se quedó inmóvil y examinó la cocina otra vez, pero no encontró nada salvo la fruta en el bol. Abrió la nevera y vio un brik de zumo de naranja y una botella de leche desnatada. La leche estaba caducada desde el 18 de agosto. El zumo desde el 16. Había pasado más de un mes desde que el contenido de ambos envases había caducado.
Pierce se acercó a la mesa y retiró la silla donde estaba el diario. Era la edición del Los Angeles Times del 1 de agosto.
Había un pasillo que iba desde la parte izquierda de la cocina a la entrada de la casa. Cuando Pierce pasó al recibidor, vio la pila de correo que se acumulaba debajo de la ranura de la puerta de la calle. Pero antes de llegar a la parte delantera de la casa exploró las tres puertas que flanqueaban el pasillo. Una era la de un cuarto de baño, donde encontró todas las superficies horizontales llenas de perfumes y artículos de belleza, todos ellos aguardando bajo una fina capa de polvo. Eligió una botellita verde y la olió. Se la acercó a la nariz y aspiró el aroma de lilas. Era el mismo perfume que usaba Nicole; había reconocido el frasco. Después de un momento cerró la botellita y la devolvió a su lugar antes de retroceder hasta el pasillo.
Las otras dos puertas se abrían a sendos dormitorios. Uno parecía el dormitorio principal. Los dos armarios de la habitación estaban abiertos y repletos de ropa en colgadores de madera. La música que había oído antes la ponía una radio con reloj y alarma situado en la mesita de noche del lado derecho. Buscó un teléfono en ambas mesas y un posible contestador automático, pero no había ninguno.
Al parecer la otra habitación estaba destinada a sala de ejercicios. No había cama. Vio una máquina de steps y una de remo sobre una alfombra gris y una televisión pequeña enfrente de ambos aparatos. Pierce abrió el único armario y encontró más ropa en colgadores. Estaba a punto de cerrarlo cuando se dio cuenta de algo. Esa ropa era distinta. Casi sesenta centímetros del espacio para perchas estaba consagrado a prendas pequeñas: negligés y ligueros. Vio algo familiar y se estiró hacia la percha. Era el negligé de malla negro con el que Lilly había posado en la foto del sitio Web.
Se acordó de algo. Volvió a poner la percha en su lugar y regresó al otro dormitorio. La cama no era la cama de barrotes de la foto. En ese momento se dio cuenta de qué era lo que no encajaba, lo que le había preocupado de la dirección de Venice. El anuncio de Internet. Lilly decía que recibía a los clientes en una casita de playa discreta y limpia en el Westside. Ésa no era una casa de playa y no era la misma cama, lo cual significaba que todavía existía una dirección relacionada con Lilly Quinlan que debía encontrar.
Pierce se quedó de piedra cuando oyó un ruido procedente de la parte anterior de la casa. Se dio cuenta de que como artista del asalto aficionado había cometido un error. Debería haber revisado rápidamente toda la casa para asegurarse de que estaba vacía antes de empezar por el fondo y avanzar lentamente hacia la entrada.
Aguardó, pero no se produjo ningún otro sonido. Había sido un único golpe seco seguido por lo que sonaba como algo que rodaba por el suelo de madera. Lentamente avanzó hacia la puerta del dormitorio y luego miró al recibidor. Lo único que vio fue la pila de correo delante de la puerta de entrada.
Se hizo a un lado del pasillo, donde era menos probable que el suelo de madera crujiera, y avanzó lentamente hacia la parte delantera de la vivienda. El pasillo se abría a una sala a la izquierda y a un comedor a la derecha. No había nadie en ninguna de las dos estancias y tampoco vio nada que pudiera explicar el ruido que había oído.
La sala de estar se mantenía en orden. Los muebles de estilo artesanal estaban a tono con la casa. Lo que desentonaba era el doble estante de productos electrónicos de gama alta situados debajo de la televisión de plasma que colgaba de la pared. Lilly Quinlan tenía equipamiento de ocio doméstico que probablemente le había costado veinticinco mil dólares: el sueño erótico de un fanático de la modernidad. Parecía en contradicción con todo lo que había visto hasta el momento.
Pierce se acercó a la puerta y se agachó junto a la pila de correo. Empezó a revisarlo. La mayoría era correo basura dirigido al «Residente actual». Había dos sobres de All American Mail, los avisos de impago. Había facturas de tarjetas de crédito y extractos bancarios, así como un sobre grande de la Universidad del Sur de California.
Pierce buscaba específicamente cartas -facturas- de la compañía telefónica, pero no vio ninguna. Le extrañó, aunque enseguida supuso que probablemente le enviaban las facturas telefónicas a su casilla de All American Mail. Se guardó uno de los extractos bancarios y una factura de Visa en el bolsillo de atrás de los vaqueros sin pensárselo dos veces; su primera idea fue que estaba complementando el delito de entrar en una casa sin permiso con un robo de correo. Decidió abandonar esa línea de raciocinio.
En el comedor encontró un escritorio de persiana apoyado contra la pared del fondo. Giró una silla de la mesa hacia el escritorio, subió la persiana de éste y se sentó. Revisó rápidamente los cajones y determinó que era el lugar donde Lilly preparaba el pago de sus facturas. Había talonarios de cheques, sellos y bolígrafos en el cajón central. Los cajones de ambos lados del escritorio estaban llenos de sobres de compañías de tarjetas de crédito, luz, gas y otras facturas. Encontró una pila de sobres de Entrepeneurial Concepts Unlimited, aunque estaban dirigidos al apartado postal. En cada uno de los sobres, Lilly había anotado la fecha en la que había pagado la factura. De nuevo llamaba la atención la ausencia de facturas telefónicas viejas. Aunque no las recibiera en esa dirección, daba la impresión de que extendía los cheques para abonar todas sus facturas desde ese escritorio. Pero no había recibos, ni sobres con la fecha de pago escrita en ellos.
Pierce no tenía tiempo de demorarse en eso ni tampoco podía revisar todas las facturas. De todos modos, no estaba seguro de qué iba a encontrar en ellas que pudiera ayudarle a determinar lo que le había ocurrido a Lilly Quinlan. Volvió al cajón del centro y rápidamente examinó los resguardos de los talonarios de cheques. No había actividad en ninguna cuenta desde final de julio. Retrocediendo rápidamente por uno de los talonarios, descubrió el comprobante de pago a la compañía telefónica hasta el mes de junio. De manera que Lilly había pagado la factura telefónica con un cheque del talonario que tenía en la mano y muy probablemente lo había extendido en el escritorio en el que estaba sentado. Sin embargo, no logró encontrar ningún otro registro de la facturación en los cajones. Ni siquiera encontró un teléfono.
Apurado por las circunstancias, Pierce se rindió ante la contradicción y cerró el cajón. Cuando se estiró para cerrar el escritorio de persiana vio un librito al fondo de los separadores verticales. Era una pequeña agenda telefónica personal. Fue pasando las hojas con el pulgar y descubrió que estaba llena de entradas escritas a mano. Sin pensárselo dos veces, se guardó la agenda en el bolsillo de atrás junto con el correo que había decidido llevarse.
Cerró la persiana del escritorio, se levantó y procedió a un último examen de las dos habitaciones de la parte delantera, buscando infructuosamente un teléfono. Casi inmediatamente vio una sombra que se movía detrás de las cortinas de la ventana de la sala de estar. Alguien se acercaba a la casa.
Pierce sintió una cuchillada de puro pánico. No sabía si esconderse o correr por el pasillo y huir por la puerta de atrás. Pero no pudo hacer nada. Estaba allí paralizado, incapaz de mover los pies mientras oía pasos en la entrada embaldosada.
Un clac metálico le hizo saltar. Un instante después, una pequeña pila de cartas fue empujada por la rejilla y cayó al suelo sobre el resto de la correspondencia. Pierce cerró los ojos.
– ¡Por Dios! -susurró al tiempo que expiraba el aire y trataba de calmarse.
La sombra cruzó de nuevo las persianas de la sala, en dirección contraria. Y desapareció.
Pierce se acercó y miró la última remesa del cartero. Unas pocas facturas más, pero principalmente correo basura. Apartó los sobres con el pie para asegurarse y entonces vio uno pequeñito con la dirección escrita a mano. Se agachó para recogerlo. En la esquina superior izquierda del sobre decía «V. Quinlan», pero no había más remite. El sello estaba parcialmente manchado y sólo logró distinguir las letras «pa, Fia». Dio la vuelta al sobre y vio que tendría que rasgarlo si quería abrirlo.
Había algo en el hecho de abrir esa misiva obviamente personal que le parecía más entrometido y delictivo que nada de lo que había hecho hasta entonces. Pero su vacilación no duró demasiado. Abrió el sobre con una uña y sacó una hojita de papel doblada. Era una carta fechada cuatro días antes.
Lilly:
Estoy preocupadísima por ti. Si recibes esto, por favor llámame para que sepa que estás bien. Por favor, cariño. Desde que has dejado de llamarme no he podido dormir. Estoy muy preocupada por ti y por ese trabajo tuyo. Aquí las cosas nunca fueron demasiado bien y sé que yo me equivoqué. Pero creo que deberías decirme si estás bien. Si recibes esto, llámame enseguida, por favor.
Te quiero,
Mamá
Lo leyó dos veces y luego volvió a doblar la hoja y la devolvió al sobre. Más que ninguna otra cosa en el apartamento, incluida la fruta podrida, la carta inspiró en Pierce una sensación de fatalidad. No creía que la carta de V. Quinlan fuera a ser contestada nunca, ni por medio de una llamada ni de ninguna otra forma.
Pierce cerró el sobre lo mejor que pudo y lo enterró rápidamente en la pila de correo del suelo. La intrusión del cartero había servido para infundirle cierto sentido del riesgo que estaba corriendo al estar en la casa. Ya tenía bastante. Se volvió rápidamente y recorrió de nuevo el pasillo hacia la cocina.
Salió por la puerta de atrás y la cerró, pero no echó la llave. Tan disimuladamente como podía hacerlo un delincuente aficionado, dobló la esquina de la casa y se dirigió hacia la calle por el sendero de entrada.
Ya estaba a medio camino por el lateral de la casa cuando oyó un fuerte sonido seco procedente del tejado y acto seguido una piña que caía rodando por el alero y aterrizaba a sus pies. Al acercarse, Pierce se dio cuenta de lo que había causado el ruido que le había alarmado antes. Asintió al comprenderlo. Al menos había resuelto un misterio.