Pierce barajó la idea de volver al laboratorio después de tomar café con Philip Glass, pero al final se reconoció a sí mismo que la conversación con el detective privado había petrificado la motivación que había sentido sólo una hora antes. De manera que decidió ir al Lucky Market de Ocean Park Boulevard, donde llenó un carrito de la compra con comida y otros artículos básicos que necesitaría para el apartamento nuevo. Pagó con tarjeta de crédito y cargó las numerosas bolsas en el maletero de su BMW. Hasta que estuvo en su plaza del garaje del Sands no cayó en la cuenta de que tendría que hacer al menos tres viajes en ascensor para subir la compra a su apartamento. Había visto a otros inquilinos con pequeñas carretillas cargando ropa de la colada o alimentos por el ascensor. En ese momento se dio cuenta de que era una buena idea.
En el primer viaje cogió la nueva canasta de plástico que había comprado para la ropa sucia y la llenó con seis bolsas de comida; incluidos todos los perecederos, que quería guardar en la nevera de su apartamento antes que nada.
Al llegar a la zona de ascensores vio a dos hombres de pie junto a la puerta que conducía a los cuartos de almacenamiento individuales que correspondían a cada apartamento. Pierce se acordó de que tenía que conseguir un candado para el trastero e ir a buscar las cajas de discos viejos y recuerdos que Nicole todavía le guardaba en el garaje de la casa de Amalfi. Y también la tabla de surf.
Uno de los hombres pulsó el botón para llamar al ascensor. Pierce intercambió saludos silenciosos con ellos y supuso que era una pareja de gays. Uno de los hombres estaba en la cuarentena, más bien bajo y con una cintura ancha. Llevaba botas de puntera con unos talones que le daban cinco centímetros adicionales. El otro hombre era mucho más joven, alto y fuerte, aunque su lenguaje corporal evidenciaba respeto por el compañero mayor.
Cuando se abrió la puerta del ascensor, dejaron pasar a Pierce y el hombre más bajo le preguntó a qué piso iba. Después de que la puerta se cerrara, Pierce vio que el hombre no pulsaba ningún otro botón después de apretar el del doce para él.
– ¿Vivís en el doce? -preguntó-. Acabo de mudarme hace unos días.
– Venimos de visita -dijo el más pequeño.
Pierce asintió. Fijó su atención en los números que se iluminaban encima de la puerta. Tal vez fuera porque había pasado poco tiempo desde la advertencia de Glass o por la forma en que el hombre más bajo observaba el reflejo de Pierce en el marco cromado de la puerta, el caso es que su ansiedad fue subiendo al tiempo que lo hacía el ascensor. Recordó que los dos hombres habían permanecido de pie junto al trastero y sólo se habían acercado al ascensor cuando lo había hecho él. Como si hubieran estado esperando allí por alguna razón.
O a alguna persona.
Finalmente el ascensor llegó a la planta doce y la puerta se abrió. Los dos hombres se hicieron a un lado para dejar que Pierce saliera primero. Pierce sostuvo con ambas manos la cesta de la ropa sucia e hizo una señal hacia adelante con la cabeza.
– Salid -dijo-. ¿Podéis apretar el botón de la planta baja por mí? He olvidado el correo.
– No hay correo los domingos -dijo el más bajo.
– No, me refiero al de ayer, olvidé recogerlo.
– Nadie se movió. Los tres hombres permanecieron quietos, mirándose mutuamente, hasta que la puerta empezó a cerrarse y el hombre más grande sacó la mano y golpeó el marco con un fuerte antebrazo. La puerta tembló y lentamente volvió a abrirse, como si se recuperara de un golpe bajo. Al fin el hombre mayor habló.
– A la mierda el correo, Henry. Vas a bajar aquí, ¿tengo razón Dosmetros?
El hombre, al que obviamente llamaban así por su estatura agarró a Pierce por los brazos. Giró sobre sí mismo y lanzó al químico a través de la puerta del ascensor. Su impulso lo hizo recorrer el pasillo y golpear en la puerta de las máquinas del ascensor. Pierce sintió que la respiración se le desbocaba y la cesta de la ropa se le cayó de las manos, aterrizando con un fuerte ruido en el suelo.
– Ahora tranquilo. Tranquilo. Llaves, Dosmetros.
Pierce todavía no había recuperado la respiración. El tal Dosmetros se le acercó y mientras con una mano lo aprisionaba contra la pared con la otra le palpó los bolsillos del pantalón. Al notar las llaves metió su manaza en el bolsillo y sacó el llavero. Se lo pasó al otro hombre.
– Muy bien.
El hombre más bajo marcó el camino -un camino que conocía- y Pierce se vio empujado por el pasillo hacia su propio apartamento. Cuando recuperó el aliento empezó a decir algo, pero la mano del hombre más corpulento le tapó la boca desde detrás. El más bajo levantó un dedo sin volverse.
– Todavía no, Lumbreras. Vamos a entrar para no molestar a los vecinos más de lo necesario. Al fin y al cabo acabas de mudarte, no querrás causar mala impresión.
El hombre mayor caminaba con la cabeza baja, aparentemente estudiando las llaves del llavero.
– Un BMW-dijo.
Pierce sabía que la llave de control remoto de su coche llevaba la insignia de BMW.
– Me gustan los BMW. Lo tiene todo: potencia, lujo y una sensación de solidez. No hay nada mejor en un coche… o en una mujer.
Miró a Pierce y sonrió arqueando una ceja. Llegaron a la puerta y el más bajo la abrió con la segunda llave que probó. Dosmetros empujó a Pierce al apartamento y lo arrojó al sofá. Enseguida se apartó y el otro hombre se situó delante de Pierce. Se fijó en el teléfono que estaba en el brazo del sofá y lo cogió. Pierce vio que toqueteaba los botones y revisaba el directorio de identificación de llamadas.
– Has estado ocupado aquí, Henry -dijo mientras repasaba la lista-. Philip Glass…
Miró hacia atrás, donde Dosmetros se había apostado junto a la puerta, con sus enormes brazos cruzados ante el pecho. El hombre más bajo arrugó los ojos.
– ¿No es ése el tío con el que discutimos hace unas semanas?
Dosmetros asintió. Pierce se dio cuenta de que Glass debía de haber llamado al apartamento antes de localizarlo en Amedeo.
El hombre bajo volvió a la pantallita del teléfono y sus ojos pronto se fijaron en otro nombre familiar.
– Vaya, Robín te ha estado llamando. Es maravilloso.
Pero por el tono de voz Pierce supo que no era maravilloso, que iba a ser cualquier cosa menos maravilloso para Lucy LaPorte.
– No es nada -dijo Pierce-. Sólo dejó un mensaje. Puedes escucharlo si quieres. Lo he grabado.
– ¿Te has enamorado de ella?
– No.
El hombre más bajo se volvió y le hizo una sonrisa falsa a Dosmetros. Entonces, de repente, hizo un rápido movimiento con el brazo y golpeó a Pierce con el teléfono en el puente de la nariz, descargando el impacto con toda la potencia del arco descrito por el brazo.
Un fogonazo rojo y negro se encendió en el campo visual de Pierce, que sintió un dolor desgarrador en la cabeza. No sabía si tenía los ojos cerrados o había perdido la visión. Instintivamente se balanceó hacia atrás en el sofá y se apartó de la procedencia del golpe por si venía otro. Oyó vagamente que el hombre que tenía delante gritaba, pero no registró lo que estaba diciendo. De pronto unas manos fuertes y grandes hicieron pinza por encima de sus codos y lo levantaron en volandas del sofá, poniéndolo de pie.
Sintió que Dosmetros lo cargaba al hombro y lo transportaba. La boca se le llenó de sangre y trató de abrir los ojos, pero no pudo hacerlo. Oyó el sonido de la puerta corredera, percibió el aire frío del océano que le tocaba la piel.
– ¿Qué…? -consiguió articular.
De repente el duro hombro donde se había apoyado su estómago ya no estaba y Pierce empezó a caer cabeza abajo. Sus músculos se tensaron y abrió la boca para emitir el último sonido furioso de su vida. Entonces, en el último instante, sintió que las enormes manos lo sujetaban por los tobillos. Su cabeza y hombros golpearon con fuerza el áspero hormigón de la fachada del edificio.
Pero al menos ya no seguía cayendo.
Pasaron unos segundos. Pierce se llevó las manos a la cara y se tocó la nariz y los ojos. Tenía la nariz partida vertical y horizontalmente y estaba sangrando profusamente. Consiguió frotarse los ojos y abrirlos parcialmente. Doce pisos por debajo veía el césped verde del parque contiguo a la playa. Había gente tumbada en mantas, la mayoría vagabundos. Vio que su sangre caía en gruesas gotas sobre los árboles que tenía justo debajo. Escuchó una voz por encima de él.
– Hola, ¿puedes oírme?
Pierce no dijo nada y entonces las manos que lo sujetaban por los tobillos se sacudieron violentamente, haciéndolo rebotar de nuevo en la pared exterior.
– ¿Me prestas atención?
Pierce escupió sangre en el muro exterior y dijo:
– Sí, te oigo.
– Bueno. Supongo que ahora ya sabes quién soy.
– Eso creo.
– Bien. Entonces no hace falta que mencionemos nombres. Sólo quería asegurarme de que nos vamos a entender.
– ¿Qué quieres?
Era difícil hablar cabeza abajo. La sangre se estaba acumulando en el fondo de su garganta y en el paladar.
– ¿Qué quiero? Bueno, en primer lugar quería verte.
Cuando un tipo se pasa dos días oliéndote el culo tienes ganas de ver qué aspecto tiene, ¿no? Eso ya está. Y luego quería darte un mensaje. Dosmetros.
Pierce fue alzado de repente. Todavía cabeza abajo, su cara había subido hasta la altura de la barandilla. A través de los barrotes vio que quien hablaba se había agachado de manera que estaban cara a cara, con las barrotes entre ambos.
– Lo que quería decirte es que no sólo tienes el número equivocado, tienes el mundo equivocado, socio. Y te doy treinta segundos para decidir si quieres volver al sitio de donde saliste o quieres irte al otro barrio. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
Pierce asintió y empezó a toser.
– En… iendo. Está claro.
– Debería pedirle a mi amigo que te soltara ahora mismo. Pero no necesito escándalos, así que no voy a hacerlo. Pero tengo que decirte, Lumbreras, que si te pillo hurgando otra vez, vas a caerte. ¿De acuerdo?
Pierce asintió. El hombre que Pierce estaba convencido de que era Billy Wentz pasó una mano por entre los barrotes y le dio una bofetada a Pierce.
– Ahora sé bueno.
Wentz se levantó e hizo una señal a Dosmetros. Éste izó a Pierce por encima del balcón y lo dejó caer en el suelo. Pierce frenó la caída con las manos y luego se arrastró hasta la esquina. Miró a sus dos agresores.
– Tienes una bonita vista -dijo el más bajo de los hombres-. ¿Cuánto pagas?
Pierce miró al océano. Escupió una gruesa flema de sangre al suelo.
– Tres mil.
– Joder. Por ese precio te puedo conseguir tres putos apartamentos.
Pierce pensó en los apartamentos donde trabajaban las prostitutas. Trató de sacudirse las nubes que lo invadían y pensó que al margen de la amenaza a él mismo, era importante que tratara de proteger a Lucy LaPorte.
Escupió más sangre en el suelo del balcón.
– ¿Qué pasa con Lucy? ¿Qué vais a hacer?
– ¿Lucy? ¿Quién coño es Lucy?
– Me refiero a Robin.
– Ah, nuestra pequeña Robin. Es una buena pregunta, Henry. Porque Robin es una buena empleada. He de ser prudente. Tengo que calmarme con ella. Quédate tranquilo, hagamos lo que hagamos no le quedarán marcas y en dos o tres semanas como máximo estará de vuelta, como nueva.
Pierce movió las piernas desesperadamente en un intento de ponerse de pie, pero estaba demasiado débil y desorientado.
– Dejadla en paz -dijo con la máxima energía posible-. La he utilizado y ella ni siquiera lo sabía.
Los ojos oscuros de Wentz parecieron adquirir una nueva luz. Pierce vio que la ira se abría paso en ellos. Vio que Wentz ponía una mano encima de la barandilla como para apoyarse.
– Dice que la dejemos en paz.
Sacudió la cabeza otra vez como para conjurar una idea.
– Por favor -dijo Pierce-. Ella no ha hecho nada. Fui yo. Dejadla en paz.
El hombre bajo miró a Dosmetros y sonrió, después negó con la cabeza.
– ¿ Crees lo que estás viendo? ¿Tú oyes cómo me habla?
Se volvió de nuevo hacia Pierce, dio un paso hacia él y velozmente levantó el otro pie para darle una violenta patada. Pierce la estaba esperando y pudo poner el antebrazo para desviarla en gran parte, pero la puntera de la bota le impactó en el lado derecho de su caja torácica. Sintió que al menos le había roto dos costillas.
Pierce resbaló en la esquina y trató de cubrirse, esperando más y tratando de controlar el ardiente dolor que se extendía por su pecho. Pero Wentz se agachó delante de él. Le gritó a Pierce de manera que la baba cayó sobre él junto con las palabras.
– No se te ocurra decirme cómo he de manejar mis negocios. No se te ocurra, cabrón.
Se levantó y se sacudió las manos.
– Y otra cosa más. Si le hablas a alguien de esta pequeña discusión habrá consecuencias. Consecuencias nefastas. Para ti, para Robin y para la gente que quieres. ¿Entiendes lo que te digo?
Pierce asintió débilmente.
– No te he oído.
– Entiendo las consecuencias.
– Bien. Vámonos, Dosmetros.
Pierce se quedó solo, tratando de respirar y de centrar la vista, pugnando por permanecer en la luz cuando sentía que la oscuridad se cerraba en torno a él.