24

El miércoles por la mañana Pierce estaba hablando por teléfono con Charlie Condon cuando una mujer vestida con un traje de chaqueta gris entró en la habitación del hospital y le tendió una tarjeta que decía: «Janis Langwiser, abogada penal.» Pierce tapó con la mano el auricular y le dijo a Langwiser que ya terminaba.

– Charlie, he de dejarte. Acaba de entrar el médico. Dile que tendremos que hacerlo el fin de semana o la semana que viene.

– Henry, no puedo. Quiere ver Proteus antes de que enviemos la patente. No quiero retrasarlo, ni tú tampoco. Además, has de recibir a Maurice. No aceptará excusas.

– Tú vuelve a llamarlo y trata de retrasarlo.

– Está bien. Lo intentaré. Volveré a llamarte.

Charlie colgó y Pierce guardó el teléfono de nuevo en la barandilla de la cama. Trató de sonreír a Langwiser, pero su rostro estaba más dolorido que el día anterior y le dolía de sólo intentarlo. La abogada le tendió la mano y Pierce se la estrechó.

– Janis Langwiser. Encantada de conocerle.

– Henry Pierce. No puedo decir que las circunstancias hagan que conocerla sea un placer.

– Normalmente es así en el trabajo de la defensa criminal.

Pierce ya había leído el curriculum de la abogada que le había proporcionado Jacob Kaz. Langwiser se ocupaba de la defensa criminal en el pequeño pero influyente bufete del centro Smith, Levin, Colvin amp; Enriquez. Según Kaz el bufete era tan exclusivo que no constaba en ningún listín telefónico. Sus clientes eran de la élite, porque incluso la gente de la élite necesitaba abogados criminalistas de vez en cuando. Allí era donde entraba Janis Langwiser. La habían contratado de la oficina del fiscal del distrito un año antes, tras una carrera en la que había participado en algunos de los casos de más altos vuelos de la ciudad de los últimos años. Kaz le explicó a Pierce que el bufete lo aceptaba como cliente como un medio para establecer una relación con él, una relación que sería mutuamente beneficiosa cuando Amedeo Technologies saliera a bolsa en los años venideros. Pierce no le dijo a Kaz que no habría ninguna eventual oferta pública ni siquiera un Amedeo Technologies si la situación no se manejaba apropiadamente.

Tras interesarse educadamente por las lesiones de Pierce y su pronóstico, Langwiser le preguntó por qué creía que necesitaba un abogado defensor.

– Porque hay un detective de policía que cree que soy un asesino. Me dijo que iba a ir a la fiscalía para tratar de acusarme de una serie de crímenes, incluido el asesinato.

– ¿Un policía de Los Ángeles? ¿Cómo se llama?

– Renner. Creo que no me dijo su nombre. O no lo recuerdo. Tengo su tarjeta, pero no he mirado su…

– Robert. Lo conozco. Trabaja en la División del Pacífico. Lleva muchos años.

– ¿Lo conoce de un caso?

– Antes trabajaba en la fiscalía y llevaba casos a juicio. Llevé varios que presentó él. Parecía un buen poli. Creo que la palabra que usaría es concienzudo.

– De hecho es la palabra que usa él.

– ¿Va a solicitar que la fiscalía presente cargos de asesinato?

– No estoy seguro. No hay ningún cadáver. Pero dijo que primero iba a acusarme de otras cosas. Allanamiento de morada, dijo. Obstrucción a la justicia. Supongo que después tratará de preparar un caso de asesinato. No sé hasta qué punto son estupideces y amenazas ni qué es lo que puede hacer. Pero yo no he matado a nadie, así que necesito un abogado.

Ella frunció las cejas y asintió en ademán reflexivo. Hizo una señal hacia el rostro de Pierce.

– ¿El caso con Renner está relacionado de algún modo con sus lesiones?

Pierce dijo que sí con la cabeza.

– ¿Por qué no empezamos por el principio?

– ¿Tenemos una relación abogado-cliente?

– Así es. Puede hablar con libertad.

Pierce pasó los siguientes treinta minutos contándole la historia con todo el detalle que fue capaz de recordar. Le habló libremente de todo lo que había hecho, incluidos los delitos que había cometido. No se dejó nada en el tintero.

Mientras él hablaba, Langwiser se apoyó contra la mesa donde estaba el equipo médico. La abogada tomó notas con una pluma de aspecto caro en un bloc amarillo que sacó de una bolsa negra de piel, que o bien era un bolso enorme o un maletín pequeño. Todo su aspecto inspiraba una confianza cara. Cuando Pierce hubo terminado de contarle la historia, ella volvió a la parte de lo que Renner había calificado como reconocimiento de los hechos por su parte. Planteó diversas preguntas, como cuál era el tono de la conversación en ese punto, qué medicación estaba tomando Pierce en ese momento y qué efectos de la agresión y la cirugía estaba sintiendo. Después la abogada le preguntó específicamente qué quería decir con que era su culpa.

– Me refería a mi hermana, Isabelle.

– No lo entiendo.

– Ella murió. Hace mucho tiempo.

– Vamos, Henry, no me venga con adivinanzas. Quiero saberlo.

Pierce se encogió de hombros, y eso le causó dolor en el hombro y las costillas.

– Ella se fugó de casa cuando éramos niños. Entonces la mataron… Fue un tipo que había matado a mucha gente. Chicas que iba a buscar a Hollywood. Al final la policía lo mató y… eso fue todo.

– Un asesino en serie… ¿cuándo fue?

– En los ochenta. Lo llamaron el Fabricante de Muñecas. Los periodistas les ponían nombres a todos, ¿sabe? Al menos entonces.

Pierce vio que Langwiser revisaba su historia contemporánea.

– Recuerdo al Fabricante de Muñecas. Yo estaba en la facultad de derecho de la UCLA. Más tarde conocí al detective que le disparó. Se ha retirado este mismo año.

Los pensamientos de Langwiser parecieron vagar en el recuerdo durante unos segundos.

– De acuerdo. Entonces, ¿cómo se confundió eso con Lilly Quinlan en su conversación con el detective Renner?

– Bueno, últimamente he estado pensando mucho en mi hermana. Desde que surgió este asunto de Lilly. Creo que es la razón por la que hice lo que hice.

– ¿Quiere decir que cree que es responsable de lo que le ocurrió a su hermana? ¿Cómo es posible eso, Henry?

Pierce esperó un momento antes de hablar. Compuso la historia en su mente con sumo cuidado. No toda la historia, sólo la parte que quería contarle a la abogada. Dejó de lado la parte que nunca explicaría a un desconocido.

– Mi padrastro y yo solíamos bajar aquí. Vivíamos en el valle de San Fernando e íbamos a Hollywood a buscarla. Por la noche. A veces también de día, pero sobre todo por la noche.

Pierce fijó la mirada en la pantalla apagada de la televisión que estaba montada en la pared, al otro lado de la habitación. Habló como si estuviera viendo la historia en la pantalla y la estuviera repitiendo para ella.

– Me vestía con ropa vieja para parecer uno de ellos, uno de los chicos de la calle. Mi padrastro me enviaba a los sitios donde los chicos se escondían y dormían, donde vendían su sexo o se drogaban. El caso…

– ¿Por qué usted? ¿Por qué no entraba su padrastro?

– Entonces él me decía que era porque yo era un chico y me dejarían entrar. Si un hombre entraba en un sitio así, todo el mundo podía echar a correr. Y de esa forma la perderíamos.

Pierce se detuvo y Langwiser aguardó, pero al final tuvo que instigarle.

– Ha dicho que entonces le dijo que ésa era la razón. ¿Qué le dijo después?

Pierce negó con la cabeza. Era una buena abogada. Había captado las sutilezas de su forma de narrar la historia.

– Nada. Es sólo que… creo…, o sea, que ella se fugó por un motivo. La policía dijo que estaba metida en la droga, pero creo que eso vino después, cuando ya estaba en la calle.

– Cree que su padrastro es el motivo por el que ella huyó.

Langwiser lo dijo como una afirmación y Pierce incluso asintió de manera casi imperceptible. Pensó en lo que la madre de Lilly Quinlan había dicho acerca de lo que tenían en común su hija y la mujer que ella conocía como Robin.

– ¿ Qué le hizo su padrastro?

– No lo sé, y ahora no importa.

– Entonces ¿por qué le dijo a Renner que era culpa suya? ¿Por qué cree que lo que le sucedió a su hermana fue culpa suya?

– Porque no la encontré. Todas esas noches buscándola y nunca la encontré. Si al menos…

Pierce lo dijo sin convicción ni énfasis. Era una mentira. No iba a decirle la verdad a esa mujer que conocía desde hacía sólo una hora.

Langwiser dio la impresión de que quería ir más lejos, pero también parecía consciente de que estaba llegando a un límite personal con él.

– De acuerdo, Henry. Creo que ayuda a explicar cosas… tanto sus acciones en relación con la desaparición de Lilly Quinlan como su declaración ante Renner.

Pierce asintió.

– Siento lo de su hermana. En mi antiguo trabajo tratar con los familiares de las víctimas era la parte más difícil. Al menos usted tuvo algún cierre. El hombre que lo hizo sin duda obtuvo lo que merecía.

Pierce trató de hacer una sonrisa sarcástica, pero le dolía demasiado.

– Sí, un cierre. Hace que todo sea mejor.

– ¿Está vivo su padrastro? ¿Sus padres?

– Mi padrastro sí. Que yo sepa. Hace mucho tiempo que no hablo con él. Mi madre ya no vive con él. Sigue viviendo en el valle de San Fernando. Tampoco he hablado con ella en mucho tiempo.

– ¿Dónde está su padre?

– En Oregón. Tiene otra familia. Pero estamos en contacto. De todos ellos es el único con el que trato.

Langwiser asintió. Estudió sus notas durante un buen rato, pasando las páginas de su bloc mientras revisaba todo lo que Pierce había dicho desde el principio de la conversación. Finalmente la abogada lo miró.

– Bueno, creo que es todo mentira.

Pierce negó con la cabeza.

– No, estoy diciéndole exactamente lo que suce…

– No, me refiero a Renner. Creo que va de farol. No tiene nada. No va a acusarle de esos delitos menores. En la oficina del fiscal se iban a reír de él por lo del allanamiento. ¿Qué pretendía usted? ¿Robar? No, lo hizo para asegurarse de que ella estaba bien. No saben nada del correo que se llevó, y de todos modos no podrían probarlo porque ya no está. Y por lo de obstrucción a la justicia, sólo era una amenaza vana. La gente miente y se reserva información constantemente cuando habla con la policía. Es lo que se espera. Tratar de acusar a alguien por eso es otra cuestión. Ni siquiera recuerdo cuándo fue la última vez que se llevó a juicio un caso por obstrucción a la justicia. Al menos no hubo ninguno que recuerde cuando yo estuve en la fiscalía.

– ¿Y la cinta? Yo estaba confundido. Él dijo que lo que yo había dicho era un reconocimiento.

– Estaba engañándole, poniéndole nervioso para ver cómo reaccionaba, estaba buscando alguna confesión más perjudicial para usted. He de escuchar la declaración para estar segura, pero suena a algo marginal, a que su explicación en relación con su hermana es ciertamente legítima y sería percibida así por un jurado. Si añadimos que estoy segura de que estaba bajo la influencia de una combinación de medicamentos y que…

– Esto nunca puede llegar a un jurado. Si llega, estoy acabado. Arruinado.

– Lo entiendo. Pero el punto de vista de un jurado sigue siendo el adecuado, porque es como lo verá la oficina del fiscal cuando considere los posibles cargos. Lo último que harían sería meterse en un caso sabiendo que un jurado no se lo va a tragar.

– No hay nada que tragar. Yo no lo hice. Sólo traté de descubrir si estaba bien. Eso es todo.

Langwiser asintió, pero no parecía especialmente interesada en sus alegatos de inocencia. Pierce siempre había oído que los buenos abogados defensores nunca estaban tan interesados en la pregunta última acerca de la culpabilidad o inocencia de sus clientes como en la estrategia de defensa. Practicaban la ley, no la justicia. A Pierce le resultó frustrante, porque quería que Langwiser reconociera su inocencia y luego saliera a defenderle.

– Para empezar -dijo ella-, sin cadáver es muy difícil construir una acusación contra nadie. No es imposible, pero sí muy difícil, sobre todo en este caso, considerando el estilo de vida y la fuente de ingresos de la víctima. Me refiero a que podría estar en cualquier parte. Y si está muerta, entonces la lista de sospechosos va a ser muy larga.

»En segundo lugar, vincular el hecho de que entrara en una casa con un posible homicidio en otra no va a funcionar. Es un salto que no creo que la oficina del fiscal esté dispuesta a dar. Recuerde que trabajé allí y la mitad del trabajo consistía en devolver a la realidad a los polis. Creo que a no ser que las cosas cambien radicalmente estará a salvo, Henry. En todos los cargos.

– ¿ Radicalmente?

– Si descubren el cadáver. Si descubren el cadáver y de algún modo lo relacionan con usted.

Pierce negó con la cabeza.

– Nada lo va a relacionar conmigo. Yo nunca la vi.

– Perfecto. Entonces debería estar a salvo.

– ¿Debería?

– Nada es nunca seguro al ciento por ciento. Especialmente en la ley. Todavía tendremos que esperar y ver.

Langwiser revisó sus notas durante unos momentos antes de volver a hablar.

– Muy bien -dijo al cabo-. Ahora, llamemos al detective Renner.

Pierce levantó las cejas -lo que quedaba de ellas- y le dolió. Hizo una mueca y dijo:

– ¿Llamarlo? ¿Por qué?

– Para ponerlo sobre aviso de que tiene representación legal y para ver qué tiene que decir.

La abogada sacó un móvil del bolso y lo abrió.

– Creo que tengo su tarjeta en la cartera -dijo Pierce-. Debería estar en el cajón de la mesita.

– No importa, recuerdo el número.

La llamada a la División del Pacífico fue contestada rápidamente y Langwiser preguntó por Renner. El detective tardó unos minutos, pero al final lo tuvo en la línea. Mientras esperaba, ella subió el volumen del teléfono y lo giró para que Pierce pudiera oír ambos lados de la conversación. Señaló a Pierce y se llevó los dedos a los labios para advertirle que no participara.

– Hola, Bob, soy Janis Langwiser. ¿Se acuerda de mí?

Tras una pausa, Renner dijo:

– Claro, aunque he oído que se ha pasado al lado oscuro.

– Muy gracioso. Escuche, estoy en el St. John's. Le he hecho una visita a Henry Pierce.

Otra pausa.

– Henry Pierce, el buen samaritano. El eterno rescatador de putas desaparecidas y mascotas perdidas.

Pierce sintió que se ruborizaba.

– Está de muy buen humor hoy, Bob -dijo Langwiser con sequedad-. Se ríe mucho últimamente, ¿no?

– Henry Pierce es el bufón, las historias que cuenta…

– Bueno, por eso lo llamaba. No habrá más historias de Henry, Bob. Yo lo represento y no va a volver a hablar con usted. Desaprovechó su oportunidad.

Pierce miró a Langwiser y ella le guiñó un ojo.

– No desaproveché nada-protestó Renner-. Cuando quiera empezar a explicarme la historia completa y verdadera. Aquí estoy. De lo contrario…

– Mire, detective, está más interesado en arremeter contra mi cliente que en tratar de entender lo que ocurrió de verdad. Esto tiene que detenerse. Ahora Henry Pierce está fuera de su lazo. Y otra cosa, si trata de llevar esto a juicio voy a meterle por donde usted sabe ese truquito de las dos grabadoras.

– Le dije que estaba grabando -protestó Renner-. Le leí sus derechos y él dijo que los había entendido. Es todo lo que se me exige. No hice nada ilegal durante ese interrogatorio voluntario.

– Tal vez no per se, Bob, pero a los jueces y los jurados no les gusta que la poli engañe a la gente. Les gusta el juego limpio.

Esta vez hubo una larga pausa de Renner y Pierce ya comenzaba a pensar que Langwiser estaba yendo demasiado lejos, que tal vez estaba empujando al detective a buscar una acusación contra él por simple rabia o resentimiento.

– De verdad ha cruzado la línea, ¿eh? -dijo finalmente Renner-. Espero que sea feliz allí.

– Bueno, si sólo tengo clientes como Henry Pierce, gente que estaba tratando de hacer un bien, entonces lo seré.

– ¿Un bien? Me pregunto si Lucy LaPorte cree que lo que hizo fue un bien.

– ¿La ha encontrado? -espetó Pierce.

Langwiser inmediatamente alzó la mano para pedirle que callara.

– ¿Está ahí el señor Pierce? No sabía que estaba escuchando, Janis. Hablando de trucos, ha sido bonito por su parte que me lo dijera.

– No tenía que hacerlo.

– Y yo no tenía que hablarle de la segunda grabadora después de que le advertí que la conversación estaba siendo grabada. Así que tráguese usted ésa. He de irme.

– Espere. ¿Ha encontrado a Lucy LaPorte?

– Eso es un asunto policial oficial, señora. Usted se queda en su lazo y yo me quedo en el mío. Adiós.

Renner colgó y Langwiser cerró el teléfono.

– Le pedí que no dijera nada.

– Lo siento. Es que he estado tratando de localizarla desde el domingo. Ojalá supiera dónde está y si está bien o necesita ayuda. Si algo le pasa será culpa mía.

«Ya estoy otra vez -pensó-. Encontrándome culpable de cosas, ofreciendo reconocimiento público de culpabilidad.»

Langwiser no pareció advertirlo. Estaba guardando su teléfono y su libreta.

– Haré algunas llamadas. Conozco gente en Pacífico que es un poco más cooperadora que el detective Renner. Como su jefe, por ejemplo.

– ¿Me llamará en cuanto descubra algo?

– Tengo sus teléfonos. Mientras tanto manténgase al margen de todo esto. Con un poco de suerte esta llamada asustará a Renner por el momento, quizá se piense dos veces sus movimientos. Todavía no está a salvo, Henry. Creo que está casi fuera de peligro, pero podrían ocurrir otras cosas. Mantenga la prudencia y permanezca alejado.

– De acuerdo, lo haré.

– Y la próxima vez que venga el médico consiga una lista de los fármacos específicos que le habían puesto cuando Renner lo grabó.

– De acuerdo.

– ¿Sabe cuándo le van a dar el alta?

– Supongo que en cualquier momento.

Pierce miró el reloj. Llevaba casi dos horas esperando que el doctor Hansen le firmara el alta.

Miró a Langwiser. Ella parecía lista para irse, pero lo estaba mirando como si quisiera preguntarle algo y no supiera cómo hacerlo.

– ¿Qué?

– No lo sé. Estaba pensando que había un salto muy grande en su razonamiento. Me refiero a cuando usted era niño y pensaba que su padrastro fue la razón de que su hermana se fuera.

Pierce no dijo nada.

– ¿Hay algo más que quiera contarme al respecto?

Pierce levantó la mirada hacia la pantalla apagada de la televisión y no vio nada allí. Negó con la cabeza.

– No, eso es todo.

Dudaba de que la hubiera convencido. Suponía que los abogados defensores trataban con mentirosos por rutina y eran tan expertos en captar las sutilezas del movimiento ocular y las inflexiones de voz como las máquinas diseñadas a tal fin. Pero Langwiser se limitó a asentir con la cabeza y lo dejó estar.

– Bueno, he de irme. Tengo una comparecencia en el centro.

– De acuerdo. Gracias por venir a verme aquí. Ha sido un detalle.

– Es parte del servicio. Haré algunas llamadas desde el coche y le contaré lo que averigüe de Lucy LaPorte o cualquier otra cosa. Pero mientras tanto es necesario que se mantenga al margen de esto. ¿De acuerdo? Vuelva a trabajar.

Pierce levantó los brazos en ademán de rendición.

– He terminado.

Ella sonrió profesionalmente y salió de la habitación.

Pierce cogió el teléfono de la barandilla de la cama y estaba marcando el número de Cody Zeller cuando Nicole James entró en la habitación. Volvió a dejar el teléfono en su sitio.

Nicole había quedado en pasar a buscar a Pierce para llevarlo a casa después de que el doctor Hansen le diera el alta. Aunque no dijo nada, la expresión de Nicole reveló dolor al examinar el rostro herido de Pierce. Lo había visitado con frecuencia durante su estancia en el hospital, pero al parecer no lograba acostumbrarse a ver la cremallera de puntos.

De hecho, Pierce había tomado sus malas caras y murmullos de compasión como una buena señal. Si volvían juntos todo el episodio habría valido la pena.

– Pobrecito -dijo ella, dándole unos golpecitos en la mejilla-. ¿Cómo te encuentras?

– Bastante bien -contestó Pierce-. Pero todavía estoy esperando que el médico me dé el alta. Ya hace casi dos horas.

– Voy a salir a averiguar qué pasa. -Ella volvió a la puerta, pero miró de nuevo a Pierce-. ¿Quién era esa mujer?

– ¿Qué mujer?

– La que acaba de salir.

– Ah, es mi abogada. Kaz me la consiguió.

– ¿Para qué la necesitas a ella si tienes a Kaz?

– Ella es una abogada defensora penal.

Nicole se apartó de la puerta y se acercó a la cama.

– ¿Abogada defensora penal? Henry, la gente normalmente no necesita abogados por que le den un número equivocado. ¿Qué está pasando?

Pierce se encogió de hombros.

– Ya no lo sé. Me metí en algo y ahora sólo intento salir de una pieza. Deja que te pregunte algo.

Pierce se levantó de la cama y caminó hasta ella. Primero tuvo problemas de equilibrio, pero enseguida se sintió bien. Tocó suavemente los antebrazos y las manos de Nicole. En el rostro de ella se dibujó una expresión de sospecha.

– ¿Qué?

– Cuando salgamos de aquí, ¿adonde me llevarás?

– Te lo he dicho, Henry, te llevaré a casa. A tu casa.

La decepción de Pierce fue visible a pesar del mapa de puntos y su hinchazón.

– Henry, acordamos que probaríamos esto. Así que vamos a probar.

– Sólo pensé…

No terminó. No sabía exactamente qué había pensado o cómo ponerlo en palabras.

– Veo que piensas que lo que nos pasó ocurrió muy deprisa -dijo ella-. Y que puede arreglarse deprisa. -Ella se volvió y se encaminó de nuevo a la puerta.

– Y me equivoco.

Ella volvió a mirarlo.

– Meses, Henry, y lo sabes. Tal vez más. No hemos estado bien juntos en mucho, mucho tiempo.

Nicole salió para ir a buscar al médico. Pierce se sentó en la cama y trató de recordar la vez que estaban en la noria y todo parecía perfecto en el mundo.

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