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Los cinco visitantes estaban de pie en un estrecho semicírculo enfrente de Pierce y Larraby y cerca del habitual grupo del laboratorio, que trataba de trabajar. Ya se habían hecho las presentaciones y se había cumplido con una rápida visita a los distintos laboratorios. Había llegado la hora del show y Pierce estaba preparado. Se sentía cómodo. Nunca se había considerado a sí mismo un orador, pero era mucho más fácil hablar del proyecto al calor del laboratorio en el cual éste había nacido que en el escenario de un simposio de tecnologías emergentes o en el campus de una universidad.

– Creo que conocen cuál ha sido el principal centro de interés del trabajo en este laboratorio durante los últimos años -dijo-. Hablamos de ello en su primera visita. Hoy queremos hablar de nuestro retoño. El proyecto Proteus. En cierto modo es nuevo de este último año, pero ciertamente nace de otros trabajos. Podemos decir que en el mundo de la investigación todo está interrelacionado. Una idea lleva a la otra, como las fichas de dominó. Es una reacción en cadena. Proteus forma parte de esa cadena.

Pierce aseguró que su fascinación con el potencial medicobiológico de la nanotecnología venía de lejos y explicó la decisión que había tomado dos años antes de fichar a Brandon Larraby como responsable de las cuestiones biológicas del proyecto.

– Todos los artículos que lean en las revistas y publicaciones científicas hablan del aspecto biológico de este campo. Siempre es la cuestión principal. Desde la eliminación de desequilibrios químicos a posibles curas de enfermedades sanguíneas. Bueno, Proteus no hace actualmente nada de eso. Esas cosas y ese día están todavía lejos en el horizonte. Proteus es un vehículo, un sistema de entrega. Es la batería que permitirá que esos futuros diseños y dispositivos trabajen en el interior del organismo. Lo que hemos hecho es crear una fórmula que permitirá que las células del torrente sanguíneo produzcan los impulsos eléctricos que conduzcan esos dispositivos futuros.

– Es realmente la pregunta del huevo y la gallina -añadió Larraby-. ¿Qué fue primero? Nosotros decidimos que lo primero debe ser la fuente de energía. Se construye desde la base. Empezamos con el motor y luego añadiremos los dispositivos que hagan falta.

Larraby se detuvo y se hizo un silencio. Era algo que siempre se esperaba cuando un científico trataba de tender un puente verbal con un no científico. Entonces intervino Condon, como se había previsto. Él sería el puente, el intérprete.

– Lo que estás diciendo es que esta fórmula, esta fuente de energía, es la plataforma en la que se basará el resto de la investigación y la invención, ¿correcto?

– Correcto -dijo Pierce-. Cuando esto se establezca en las publicaciones científicas y en los simposios y demás, será un acicate para posteriores invenciones. Estimulará el campo de la investigación. Los científicos se sentirán más atraídos hacia este campo porque se habrá solucionado este problema de pasarela. Vamos a mostrar el camino. El lunes por la mañana pediremos una patente para esta fórmula y poco después publicaremos nuestros descubrimientos. Y a partir de ahí los licenciaremos a aquellos que trabajan en esta rama de la ciencia.

– A la gente que invente y construya estos dispositivos para el torrente sanguíneo.

Esto último lo había dicho Goddard y a modo de afirmación, no en forma de pregunta. Era una buena señal de que estaba participando. Se estaba entusiasmando.

– Exactamente -dijo Pierce-. Si puedes suministrar la energía puedes hacer muchas cosas. Un coche sin motor no va a ninguna parte. Bueno, esto es el motor. Y llevará al investigador en este campo hasta donde quiera llegar.

– Por ejemplo -dijo Larraby-, sólo en este país hay más de un millón de personas que confían en las inyecciones de insulina que ellos mismos se administran para controlar la diabetes. De hecho, yo soy una de ellas. Es concebible que en un futuro no muy lejano pueda construirse, programarse y situarse en el flujo sanguíneo un dispositivo celular, y que este dispositivo mida los niveles de insulina y procese y suministre la cantidad necesaria.

– Háblales del ántrax -dijo Condon.

– El ántrax -repitió Pierce-. Todos sabemos por acontecimientos recientes lo letal que es esta bacteria y lo difícil que resulta detectarla cuando está en el aire. Este campo de la investigación camina hacia un día en que, pongamos, todos los empleados de correos o los miembros de las fuerzas armadas o quizá todos nosotros tendremos implantado un biochip capaz de detectar y atacar a algo como el ántrax antes de que pueda cultivarse y extenderse por el organismo.

– Ya ven -dijo Larraby-, las posibilidades son infinitas. Como he dicho, la ciencia no tardará en llegar ahí. Pero ¿cómo se impulsan esos dispositivos por el organismo? Ese ha sido el cuello de botella de la investigación. Ha sido una cuestión que se ha planteado durante mucho tiempo.

– Y creemos que la respuesta es nuestra receta -sentenció Pierce-. Nuestra fórmula.

De nuevo se hizo el silencio. Pierce miró a Goddard y supo que lo tenía en el bote. Probablemente Goddard había estado en el lugar adecuado en el momento adecuado y había aprovechado infinidad de buenas oportunidades a lo largo de los años, pero nada comparable a Proteus. Nada que pudiera conseguirle dinero a largo plazo -mucho dinero- y además convertirle en un héroe. Hacerle sentir bien de embolsarse el dinero.

– ¿Podemos ver ahora la demostración? -preguntó Bechy.

– Claro -dijo Pierce-. La hemos preparado en el microscopio de efecto túnel.

Condujo al grupo a lo que llamaban el laboratorio de imagen. Era una sala del tamaño aproximado de un dormitorio que contenía un microscopio computerizado del tamaño de un escritorio, con un monitor de veinte pulgadas en la parte superior.

– Esto es un microscopio de electrones -dijo Pierce-. Los objetos de nuestros experimentos son demasiado pequeños para verse con la mayoría de microscopios. Así que lo que hemos hecho ha sido configurar una reacción predeterminada con la cual poner a prueba nuestro proyecto. Ponemos el experimento en la cámara del microscopio de electrones y los resultados se magnifican y se proyectan en la pantalla.

Pierce señaló la estructura cúbica situada en un pedestal, junto al monitor. Abrió una puerta de la estructura y sacó una bandeja en la que había una lámina de silicio.

– No voy a mencionar las proteínas específicas que utilizamos en la fórmula, pero en términos generales lo que tenemos en la oblea son células humanas a las que hemos añadido una combinación de determinadas proteínas que se unen a las células. Este proceso de unión crea la conversión de energía del que estamos hablando, un suministro de energía que puede ser utilizado por los dispositivos moleculares que antes mencionamos. Para probar esta conversión, ponemos todo el experimento en una solución química que es sensible a este impulso eléctrico y que responde a él brillando, emitiendo luz.

Mientras Pierce volvía a colocar el portaobjetos en la cámara y cerraba ésta, Larraby continuó con la explicación del proceso.

– El proceso convierte la energía eléctrica en una biomolécula llamada ATP, que es la fuente de energía del organismo. Una vez creado, el ATP reacciona con la leucina, la misma molécula que hace brillar a las luciérnagas. Es lo que se denomina proceso quimioluminiscente.

Pierce pensó que Larraby se estaba poniendo excesivamente técnico. No quería perder el interés de la audiencia. Hizo un gesto a Larraby para que se sentara enfrente del monitor y el inmunólogo tomó asiento y empezó a trabajar en el teclado. La pantalla del monitor era negra.

– Brandon está ahora juntando los elementos -dijo Pierce-. Si observan el monitor, los resultados se verán enseguida y de forma muy obvia.

Retrocedió e hizo adelantarse a Goddard y Bechy para que pudieran mirar al monitor por encima del hombro de Larraby. Pierce se situó en la parte de atrás de la sala.

– Luces.

Las luces del techo se apagaron, dejando a Pierce satisfecho de que su voz hubiera recuperado la normalidad suficiente para entrar dentro de los parámetros del receptor de audio. La oscuridad era absoluta en el laboratorio sin ventanas, salvo por el brillo mortecino de la pantalla negra del monitor. La luz no bastaba para que Pierce viera las caras del resto de los que se habían reunido en la sala. Puso la mano en la pared y tanteó hasta tocar el gancho del que colgaban unas gafas de resonancia térmica. Las descolgó y se las colocó encima de la cabeza. Estiró el brazo hasta el conjunto de baterías del lado izquierdo y encendió el dispositivo. Pero enseguida se levantó las gafas, porque no estaba preparado para usarlas. Había colgado las gafas allí esa mañana. Las usaban en el laboratorio del láser, pero él las quería en el de imagen, porque le permitirían observar secretamente a Goddard y Bechy y calibrar sus reacciones.

– Muy bien, allá vamos -dijo Larraby-. Observen el monitor.

La pantalla permaneció oscura durante casi treinta segundos y entonces aparecieron unos pocos puntos de luz como estrellas en una noche nublada. Después más, y más, hasta que la pantalla pareció la Vía Láctea.

Todo el mundo estaba en silencio, limitándose a mirar.

– Pasa a térmico, Brandon -dijo finalmente Pierce.

Acabar con un crescendo formaba parte de lo planeado. Larraby tenía tal pericia en el teclado que no necesitaba ninguna luz para ver lo que tecleaba.

– En térmico veremos colores -explicó Larraby-. Gradaciones según la intensidad del impulso, desde el azul en el extremo inferior del espectro hasta el verde, amarillo, rojo y luego morado en el extremo superior.

La pantalla cobró vida con ondas de color. Amarillos y rojos sobre todo, pero el suficiente morado para resultar impresionante. El color se extendió en una reacción en cadena por la pantalla, como una racha de viento que riza la superficie del océano por la noche. Era como el Strip de Las Vegas desde una altitud de diez mil metros.

Aurora borealis -susurró alguien.

Pierce pensó que tal vez había sido la voz de Goddard. Se bajó las lentes y él también vio colores. Todos los presentes en la sala brillaban en rojo y amarillo en el campo de visión de las gafas. Se centró en el rostro de Goddard. Las gradaciones de color le permitían ver en la oscuridad. Goddard tenía la atención fija en la pantalla del ordenador. Tenía la boca abierta, las mejillas y la frente de un rojo profundo, granate tirando a morado a medida que su cara se encendía de excitación.

Las gafas eran una forma de voyeurismo científico que le permitía ver lo que la gente creía que estaba ocultando. Vio que el rostro de Goddard dibujaba una amplia sonrisa roja al ver el monitor y Pierce supo en ese momento que el trato estaba cerrado. Tenían el dinero, habían asegurado el futuro. Miró al otro lado de la sala oscura y vio a Charlie Condon apoyado en la pared opuesta. Charlie lo estaba mirando a él, aunque no llevaba ningunas gafas. Miraba a través de la oscuridad hacia el lugar donde sabía que estaba Pierce. Asintió una vez, sabiendo lo mismo sin necesidad de utilizar gafas.

Era un momento para saborear. Estaban camino de hacerse ricos y posiblemente también famosos. Pero ésa no era la cuestión para Pierce. Se trataba de otra cosa, de algo mejor que el dinero. Algo que no podía guardarse en el bolsillo pero sí en la cabeza y el corazón, algo que produciría un índice asombroso de interés medido en orgullo.

Eso era lo que le aportaba la ciencia, un orgullo que lo superaba todo, que le ofrecía redención para todo lo que había ido mal, para todas las decisiones equivocadas que había tomado.

Sobre todo por Isabelle.

Se sacó las gafas y volvió a colgarlas del gancho.

«Aurora borealis», susurró Pierce para sus adentros.

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