Lo primero que hizo Pierce cuando volvió al coche fue coger un bolígrafo del cenicero y escribir la dirección de Lilly Quinlan en el resguardo de un tiquet de aparcamiento viejo. Después sacó del bolsillo el billete de un dólar que había estado debajo del cartapacio. Lo examinó y encontró las palabras «Arbadac Arba» escritas en la frente de George Washington, en la parte anterior del billete.
– Abra Cadabra-dijo, leyendo las palabras al revés.
Pensó que había muchas posibilidades de que la clásica fórmula mágica fuera un nombre de usuario y una contraseña para acceder al sistema informático de Entrepeneurial Concepts. Aunque estaba satisfecho por la maniobra que había puesto en práctica para obtener la información, no estaba seguro de qué utilidad podría tener una vez conseguido el nombre y la dirección de Lilly Quinlan de la carpeta.
Puso en marcha el coche y se dirigió hacia Santa Monica. El apartamento de Lilly estaba en Wilshire Boulevard, cerca de Third Street Promenade. Cuando se acercó y empezó a leer los números de los edificios, se dio cuenta de que no había complejos de apartamentos en la vecindad. Al detener finalmente el coche enfrente del edificio que correspondía a la dirección que había leído en la hoja de información, vio que se trataba de un servicio de correos privado, un negocio llamado All American Mail. El número del apartamento que Lilly Quinlan había escrito en la hoja de información era en realidad un apartado de correos. Pierce estacionó en la esquina, aunque no estaba seguro de qué podía hacer. Al parecer estaba en un callejón sin salida. Pensó durante unos minutos en un plan de acción y bajó del vehículo.
Pierce entró en la oficina y de inmediato fue al lugar en el que se hallaban los buzones. Con un poco de suerte las puertas de éstos serían de cristal y podría ver si Lilly Quinlan tenía correspondencia. No tuvo suerte: todos los buzones eran de aluminio y sin nada de cristal. Lilly había anotado el apartamento 333 como dirección en el formulario. Pierce localizó el buzón 333 y se limitó a mirarlo durante un instante, como si pudiera darle algún tipo de respuesta. No se la dio.
Al final, Pierce abandonó la sala y se acercó al mostrador. Un joven con una franja de granos en cada mejilla y una etiqueta que lo identificaba como Curt le preguntó en qué podía ayudarlo.
– Es un poco extraño -dijo Pierce-, necesito un apartado de correos, pero quiero un número en concreto. Tiene que ver con el nombre de mi empresa. Se llama Three Cubed Productions.
El chico parecía desorientado.
– Entonces, ¿qué número quiere?
– Tres tres tres. He visto que tiene un buzón con ese número. ¿Está disponible?
Era lo mejor que se le había ocurrido a Pierce sentado en el coche. Curt buscó debajo del mostrador y sacó una carpeta azul, la cual abrió por una página que enumeraba los apartados de correos y su disponibilidad. El chico siguió con el dedo una columna de números y se detuvo.
– Ah, éste.
Pierce trató de leer lo que ponía en la hoja, pero estaba al revés y demasiado lejos.
– ¿Qué?
– Bueno, de momento está ocupado, pero no creo que por mucho tiempo.
– ¿Qué significa eso?
– La cuestión es que el apartado de correos pertenece a una persona, pero no ha pagado el alquiler de este mes. Así que está en el periodo de gracia. Si se presenta y paga, se lo queda. Si no viene antes de final de mes, entonces ella pierde el buzón y se lo queda usted… si puede esperar hasta entonces.
Pierce puso cara de preocupación.
– Es bastante tiempo. Quiero solucionar esto. ¿Sabe si hay algún número o dirección de esa persona? Me gustaría contactar con ella y preguntarle si todavía quiere el buzón.
He enviado dos últimos avisos y hemos puesto uno en el buzón. Normalmente no llamamos.
Pierce disimuló su entusiasmo. Lo que Curt había dicho significaba que había otra dirección de Lilly Quinlan. Su entusiasmo se atemperó de inmediato por el hecho de que no tenía ni idea de cómo conseguirla.
– Bueno, ¿hay un número? Si llama a esta mujer y averigua algo, alquilaría el buzón ahora mismo. Y pagaría un año por adelantado.
– He de comprobarlo. Tardaré un minuto.
– Tómese su tiempo. Prefiero solucionarlo ahora que tener que volver.
Curt fue a un escritorio situado contra la pared de detrás del mostrador y se sentó. Abrió el archivador y sacó una gruesa carpeta colgante. Seguía estando demasiado lejos para que Pierce pudiera leer ninguno de los documentos que estaba revisando el joven. Curt pasó el dedo por una página y luego lo dejó fijo en un punto. Con la otra mano cogió el teléfono del escritorio, pero una clienta que acababa de entrar en la tienda lo interrumpió antes de que hablara.
– Necesito enviar un fax a Nueva York -dijo.
Curt se levantó, sacó de debajo del mostrador una hoja de portada de fax y le pidió a la mujer que la rellenara. Volvió al escritorio. Colocó de nuevo el dedo en el papel y levantó el teléfono.
– ¿Me van a cobrar por enviar esta cabecera de fax?
Era la otra cliente.
– No, señora. Sólo los documentos que necesite enviar.
Lo dijo como si lo hubiera dicho un millón de veces antes.
Finalmente, Curt marcó un número en el teléfono. Pierce trató de observar el dedo del empleado y conseguir el número, pero se movía demasiado deprisa. Curt tardó un buen rato antes de hablar por el teléfono.
– Éste es un mensaje para Lilly Quinlan. ¿Puede hacer el favor de llamarnos a All American Mail. El alquiler de su buzón está vencido y vamos a realquilarlo si no tenemos noticias suyas. Mi nombre es Curt. Muchas gracias.
Le dio el número y colgó, luego se acercó al mostrador en el que se hallaba Pierce. La mujer con el fax lo agitó ante él.
– Tengo mucha prisa -dijo.
– Enseguida estoy con usted, señora -dijo Curt.
Miró a Pierce y negó con la cabeza.
– Me ha salido él contestador. No hay nada que pueda hacer hasta que tenga noticias de ella o llegue final de mes sin que las tenga. Es la norma.
– Lo entiendo. Gracias por intentarlo.
Curt otra vez empezó a pasar el dedo por las columnas de la lista.
– ¿Quiere dejar un número en el que pueda contactar con usted si tengo noticias?
– Ya le llamaré yo mañana.
Pierce cogió una tarjeta de un organizador de plástico que había sobre el mostrador y se encaminó a la puerta. Curt le llamó desde atrás.
– ¿Y el veintisiete?
Pierce se volvió.
– ¿Qué?
– Veintisiete. Tres al cubo es veintisiete, ¿no?
Pierce asintió lentamente. Curt era más listo de lo que parecía.
– Tengo ese buzón disponible si lo quiere.
– Me lo pensaré.
Pierce saludó y se volvió hacia la puerta. Detrás de él oyó que la mujer le decía a Curt que no debería hacer esperar a los clientes que pagan.
En el coche, Pierce se guardó la tarjeta en el bolsillo de la camisa y miró el reloj. Era casi mediodía. Tenía que volver a su apartamento para encontrarse con Mónica Purl, su secretaria personal. Ella había aceptado esperar en su apartamento para recibir el envío de muebles que había encargado. La hora de entrega era entre las doce y las cuatro y el viernes por la mañana Pierce había decidido que prefería pagar a otra persona para que esperara mientras él aprovechaba el tiempo en el laboratorio preparando la presentación de la semana siguiente para Goddard. En ese momento no sabía si iba a ir al laboratorio, pero de todos modos dejaría que Mónica recibiera a los transportistas. También tenía un nuevo plan para ella.
Cuando llegó al Sands, Pierce se encontró a Mónica en el vestíbulo. El vigilante de seguridad no iba a dejarla pasar al piso doce sin la aprobación del residente al que se disponía a visitar.
– Lo siento -dijo Pierce-. ¿ Hace mucho que esperas?
Ella llevaba una pila de revistas para leer mientras aguardaba la entrega.
– Sólo unos minutos -dijo Mónica.
Entraron en la zona de ascensores. Mónica Purl era una rubia alta y delgada, con ese tipo de piel tan pálida que basta que la toques para que quede una marca. Tenía unos veinticinco años y llevaba en la empresa desde los veinte. Sólo hacía seis meses que era secretaria personal de Pierce, después de que Charlie Condon le concediera el ascenso por sus cinco años de servicio. En ese periodo Pierce había aprendido que el aura de fragilidad que proyectaban su constitución y su tez no se correspondía con la realidad. Mónica era organizada y fiel a sus ideas, y sacaba adelante el trabajo.
El ascensor se abrió y ambos entraron. Pierce pulsó el botón del doce y empezaron a subir a gran velocidad.
– ¿Estás seguro de que quieres vivir aquí cuando llegue el Grande? -preguntó Mónica.
– Este edificio fue diseñado para resistir un ocho punto cero -contestó él-. Lo comprobé antes de alquilarlo. Confío en la ciencia.
– ¿Porque eres científico?
– Supongo.
– Pero ¿confías en los constructores que aplican la ciencia?
Era una buena pregunta. Pierce no tenía respuesta para eso. La puerta se abrió en el doce y recorrieron el pasillo hasta su apartamento.
– ¿Dónde voy a decirles que coloquen todo? -preguntó Mónica-. ¿Tienes un plano o una idea en mente?
– No. Simplemente diles que dejen las cosas donde tú creas que van a quedar bien. También necesito que me hagas un favor antes de irme.
Pierce abrió la puerta.
– ¿Qué clase de favor? -preguntó Mónica con recelo.
Pierce se dio cuenta de que Mónica pensaba que él podría dar un paso hacia ella tras la separación de Nicole. Pierce tenía la teoría de que todas las mujeres atractivas pensaban que todos los hombres iban a intentarlo con ellas. Estuvo a punto de reír, pero no lo hizo.
– Sólo una llamada. Te la escribiré.
En la sala de estar, Pierce cogió el teléfono. Había tono de marcado y cuando comprobó los mensajes sólo había uno y era para Lilly. No era de Curt de All American Mail, sino de otro potencial cliente. Borró el mensaje y trató de entenderlo. Probablemente Lilly había dejado su móvil en los formularios de la empresa de correo y Curt la había llamado al móvil.
Eso no cambió su plan.
Pierce se llevó el teléfono al sofá, se sentó y escribió el nombre de Lilly Quinlan en una hoja en blanco de su libreta. A continuación sacó la tarjeta de visita del bolsillo.
– Quiero que llames a este número y digas que eres Lilly Quinlan. Pregunta por Curt y dile que has recibido su mensaje. Dile que su llamada es la primera noticia de que no estaba al corriente de pago y pregúntale por qué no le habían puesto un aviso en el correo. ¿De acuerdo?
– ¿Por qué? ¿Para qué?
– No puedo explicártelo todo, pero es importante.
– No estoy segura de que quiera hacerme pasar por otra persona. No es…
– Lo que vas a hacer es totalmente inofensivo. Es lo que los hackers llaman ingeniería social. Lo que Curt va a decirte es que sí que te enviaron un aviso. Entonces tú dices: «¿Ah sí? ¿A qué dirección lo enviaron?» Cuando te dé la dirección anótala. Eso es lo único que necesito. La dirección. En cuanto la tengas, le dices que pasarás a pagar lo antes que puedas y cuelgas. Sólo necesito la dirección.
Ella lo miró de una manera en que no lo había mirado nunca antes en los seis meses que llevaba trabajando directamente para él.
– Vamos, Mónica, no es nada. No vas a hacer daño a nadie. Y puede que incluso ayudes a alguien. De hecho, es lo que yo creo. -Dejó la libreta y el bolígrafo en el regazo de Mónica.
– ¿Estás lista? Voy a marcar el número.
– Doctor Pierce, esto no me parece…
– No me llames doctor Pierce, nunca me has llamado doctor Pierce.
– Entonces, Henry. No quiero hacer esto. No sin saber qué estoy haciendo.
– Muy bien. Te lo contaré. ¿Sabes el número nuevo que me contrataste?
Ella asintió.
– Bueno, antes pertenecía a una mujer que ha desaparecido, o a la que le ha pasado algo. Estoy recibiendo sus llamadas y trato de descubrir qué le ha sucedido. ¿Entiendes? Y esta llamada que quiero que hagas podría conseguirme la dirección de su casa. Es lo único que quiero.
Quiero ir allí y ver si está bien. Nada más. Bueno, ¿harás esa llamada?
Mónica negó con la cabeza como si quisiera rechazar tanta información. Por su expresión parecía que Pierce acabara de decirle que lo había abducido una nave espacial y un alien lo había sodomizado.
– Esto es una locura. ¿Por qué te has enredado en esto? ¿Conocías a esa mujer? ¿Cómo sabes que ha desaparecido?
– No, no la conozco. Ha sido casualidad, porque me dieron el número equivocado. Pero ahora sé lo suficiente para saber que he de descubrir lo que le ha sucedido o asegurarme de que está bien. ¿Me harás el favor que te pido, Mónica?
– ¿Por qué no cambias el número y ya está?
– Lo haré. Es lo primero que quiero que hagas el lunes por la mañana.
– Y entretanto, llama a la policía.
– Todavía no tengo suficiente información para llamar a la policía. ¿Qué les diría? Creerían que estoy loco.
– Y podrían tener razón.
– Oye, ¿vas a hacer esto o no?
Mónica asintió, resignada.
– Si va a hacerte feliz y va a servir para que conserve mi empleo.
– Uf, espera un momento. No te estoy amenazando con despedirte. Si no quieres hacerlo, no hay problema. Conseguiré a alguien que lo haga. No tiene nada que ver con tu trabajo. ¿Está claro?
– Sí, está claro. Pero no te preocupes. Lo haré. Terminemos con esto.
Pierce repitió el guión una vez más y luego marcó el número de All American Mail y le tendió el teléfono a Mónica. La secretaria preguntó por Curt y luego efectuó la llamada tal y como la habían planeado, con sólo unos momentos de mala actuación y confusión. Pierce observó cómo ella anotaba la dirección en la libreta. Estaba extasiado, pero no lo reveló. Cuando Mónica colgó, Pierce le pasó la libreta y el teléfono.
Pierce leyó la dirección -era en Venice- y luego arrancó la hoja, la dobló y se la guardó en el bolsillo.
– Curt parecía un buen tipo -dijo Mónica-. Me siento mal por haberle mentido.
– Siempre puedes ir a visitarlo y pedirle una cita. Lo he visto. Créeme, una cita contigo lo haría feliz para el resto de su vida.
– ¿Lo has visto? ¿Tú eres la persona de quien estaba hablando? Me dijo que había ido un tipo que quería mi apartado de correos. O sea, el de Lilly Quinlan.
– Sí, ése era yo. Es así como yo…
El teléfono sonó y Pierce contestó, pero la persona que había llamado colgó. Pierce miró en el identificador de llamadas. La llamada se había hecho desde el Ritz-Carlton Marina.
– Mira -dijo-, has de dejar el teléfono conectado para que cuando lleguen los muebles puedan llamar de seguridad para dejarles pasar. Pero entre tanto probablemente vas a recibir un montón de llamadas para Lilly. Como eres una mujer van a pensar que eres ella. Así que podrías decir algo enseguida como: «No soy Lilly, tiene mal el número.» Algo así o si no…
– Bueno, tal vez podría hacerme pasar por ella y conseguir información para ti.
– No, no querrás hacer eso.
Pierce abrió la mochila y sacó la foto impresa de la página Web de Lilly.
– Ésta es Lilly. No creo que quieras hacerte pasar por ella con la gente que llama.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Mónica mientras miraba la foto-. ¿Es prostituta o algo así?
– Eso creo.
– Entonces ¿qué estás haciendo tratando de encontrar a esta prostituta cuando deberías estar…?
Mónica se detuvo abruptamente. Pierce la miró y esperó a que terminara. Ella no lo hizo.
– ¿Qué? -dijo él-. ¿Qué debería hacer?
– Nada. No es asunto mío.
– ¿Has hablado con Nicki sobre nosotros dos?
– No, mira, no es nada. No sé lo que iba a decir. Sólo me parece que es extraño que vayas por ahí tratando de descubrir si esta prostituta está bien. Es raro.
Pierce se sentó en el sofá. Sabía que Mónica estaba mintiendo sobre Nicole. Ambas mujeres habían trabado cierta amistad y solían ir a comer juntas cuando Pierce no podía salir del laboratorio, que era casi cada día. ¿Por qué iba a terminar la relación entre ellas sólo porque Nicki lo había dejado? Probablemente seguían hablando a diario, intercambiando historias sobre él.
Pierce también sabía que Mónica tenía razón sobre lo que estaba haciendo. Pero había llegado demasiado lejos. Su vida y su carrera se habían basado en seguir el hilo de su curiosidad. En su último año en Stanford se sentó en una conferencia sobre la siguiente generación de micro-chips. El catedrático habló de nanochips tan pequeños que las supercomputadoras del futuro podrían ser del tamaño de una moneda de diez centavos. Pierce se enganchó y había perseguido su curiosidad desde entonces.
– Voy a ir a Venice -le dijo a Mónica-. Sólo quiero comprobar que está todo en orden y nada más.
– ¿Lo prometes?
– Sí, puedes llamarme al laboratorio antes de irte, después de que lleguen los muebles.
Se levantó y se colgó la mochila a la espalda.
– Si hablas con Nicki no menciones nada de esto, ¿vale?
– Claro, Henry. No lo haré.
Pierce sabía que no podía contar con ello. Se encaminó a la puerta del apartamento y se fue. Cuando recorrió el pasillo hasta el ascensor, pensó en lo que Mónica había dicho y consideró la diferencia entre la investigación privada y la obsesión privada. En algún sitio había una línea que separaba ambas, pero Pierce no sabía dónde localizarla.