13

Pierce conducía y Robín le guiaba. El trayecto entre Marina Executive Towers y Speedway, en Venice, era corto. Pierce trató de aprovechar al máximo su tiempo en el camino, pese a que Robin se mostraba reticente a hablar.

– Así que no eres independiente, ¿no?

– ¿De qué estás hablando?

– Trabajas para Wentz, el tío que lleva el sitio Web. Supongo que podríamos llamarlo un macarra virtual. Os pone el apartamento y controla la Web. ¿Cuánto se lleva? He visto en el sitio que cobra cuatrocientos al mes por la foto, pero tengo la impresión de que se lleva mucho más. Un tipo así… probablemente es el dueño del edificio de apartamentos y de la tienda de batidos.

Robin no dijo nada.

– Se lleva una parte de esos primeros cuatrocientos que te he dado, ¿no?

– Mira, no voy a hablar de él contigo. Conseguirás que me maten también. Cuando lleguemos a su apartamento se acabó. Hemos terminado. Cogeré un taxi.

– ¿También?

Robin se quedó en silencio.

– ¿Qué sabes de lo que le pasó a Lilly?

– Nada.

– Entonces ¿por qué has dicho «también»?

– Mira, tío, si supieras lo que te conviene «también» tú dejarías este asunto. Vuelve al mundo donde todo es bonito y seguro. No conoces a esta gente ni lo que pueden llegar a hacer.

– Me hago una idea.

– ¿Sí? ¿Cómo coño vas a hacerte una idea?

– Tenía una hermana…

– ¿Y?

– Y se podría decir que estaba en tu línea de trabajo.

Apartó la vista de la avenida para mirar a Robin. Ella seguía mirando al frente.

– Una mañana el conductor de un autobús escolar vio su cuerpo al otro lado de la barrera de seguridad, en Mulholland. En esa época yo estaba en Stanford. -Pierce volvió a mirar a la avenida-. Es una cosa curiosa de esta ciudad -continuó después de un momento-. Ella estaba tirada al descubierto, desnuda… y la policía dijo que podían afirmar por las… pruebas que llevaba al menos un par de días allí. Y siempre me he preguntado cuánta gente la vio. Cuánta gente la vio y no hizo nada, no llamó a nadie. Esta ciudad puede ser muy fría a veces.

– Todas las ciudades.

Pierce miró a Robin. Vio la angustia en sus ojos, como si estuviera mirando un capítulo de su propia vida. Un posible último capítulo.

– ¿Encontraron al que lo hizo? -preguntó.

– Al final, pero no antes de que matara a cuatro más.

Robin sacudió la cabeza.

– ¿Qué estás haciendo aquí, Henry? Esa historia no tiene nada que ver con nada de esto.

– No sé qué estoy haciendo. Estoy… buscando algo.

– Buena manera de que te hagan daño.

– Mira, nadie va a saber que has hablado conmigo. Dime, ¿qué has oído decir sobre Lilly?

Silencio.

– Quería dejarlo, ¿verdad? Había ganado suficiente dinero, iba a ir a la universidad. Quería cambiar de vida.

– Todo el mundo quiere cambiar de vida. ¿Te crees que nos gusta esto?

Pierce se sintió avergonzado por la forma en que la estaba presionando. La forma en que la estaba usando no era muy distinta a la del resto de los clientes.

– Lo siento -dijo.

– No, no lo sientes. Eres como los demás. Quieres algo y estás desesperado por conseguirlo. Sólo que para mí es mucho más fácil darte lo otro que darte lo que tú me pides.

Pierce se mantuvo en silencio.

– Gira a la izquierda aquí y sigue hasta el final. Sólo hay una plaza de aparcamiento para su apartamento. Solía dejarla libre para su cliente.

Pierce siguió la indicación de Robin y se vio en un callejón con pequeñas construcciones a ambos lados. Parecían edificios de cuatro o seis apartamentos con pasillos de un metro entre uno y otro. No había espacio sin edificar. Era la clase de barrio donde un perro ladrando podía poner de los nervios a todo el mundo.

Cuando llegó al último edificio, Robin dijo:

– Alguien lo ha alquilado. -Señaló a un coche estacionado debajo de una escalera que conducía a la puerta del apartamento-. Es allí.

– ¿Ése es su coche?

– No, ella tiene un Lexus.

Bien. Recordó lo que había dicho Wainwright. El coche estacionado era un monovolumen Volvo. Pierce retrocedió y encajó su BMW entre dos filas de cubos de basura. Estaba prohibido aparcar ahí, pero los coches todavía podían pasar por el callejón y no pensaba quedarse mucho rato.

– Vas a tener que salir por este lado.

– Genial. Gracias.

Pierce sostuvo la puerta abierta mientras Robín trepaba por encima de los asientos. En cuanto estuvo fuera del coche empezó a caminar hacia Speedway.

– Espera -dijo Pierce.

– No, he terminado. Vuelvo a la avenida y cogeré un taxi.

Pierce podría haber discutido con ella, pero lo dejó estar.

– Oye, gracias por tu ayuda. Si la encuentro te lo haré saber.

– ¿A quién? ¿A Lilly o a tu hermana?

Eso le dio que pensar por un momento. A veces la lucidez llegaba de quien menos uno la esperaba.

– ¿Necesitas algo? -gritó Pierce tras ella.

Robin se detuvo de repente, se volvió y caminó a paso rápido hasta él, con la ira destellando de nuevo en sus ojos.

– Oye, no finjas que te preocupas por mí, ¿de acuerdo? Esta mierda tuya es más asquerosa que los tíos que quieren correrse en mi cara. Al menos ellos son honestos.

Robin se volvió y se alejó por el callejón. Pierce la observó unos segundos para ver si ella lo miraba por encima del hombro. Pero no lo hizo, se limitó a continuar caminando, al tiempo que sacaba del bolso un teléfono móvil para pedir un taxi.

Pierce rodeó el Volvo y se fijó en que en la parte de atrás había dos cajas de cartón y otros objetos voluminosos tapados por mantas. Subió las escaleras que conducían al apartamento de Lilly. Al llegar allí vio que la puerta estaba entornada. Se inclinó por encima de la barandilla y miró al callejón, pero Robin estaba casi en Speedway, demasiado lejos para llamarla.

Se volvió de nuevo y pegó la cabeza a la jamba, pero no oyó nada. Empujó la puerta con un dedo y se quedó en el porche cuando ésta giró hacia adentro. A medida que se abría fue viendo una sala de estar con pocos muebles y una escalera que subía por la pared del fondo hasta un loft. Debajo del loft había una pequeña cocina con una ventanilla de servir que comunicaba con la sala. A través de la ventanilla Pierce vio el torso de un hombre, que estaba poniendo botellas de licor en una caja situada sobre la barra.

Pierce se asomó y miró al interior del apartamento sin llegar a entrar en él. Vio tres cajas de cartón en el suelo de la sala, pero no parecía haber nadie más en el apartamento salvo el hombre de la cocina. Daba la sensación de que éste estaba vaciando la casa y llevándose las cosas en cajas.

Pierce golpeó la puerta y llamó:

– ¿Lilly?

El hombre de la cocina se sobresaltó y casi se le cayó la botella de ginebra que sostenía. Entonces puso cuidadosamente la botella en la barra.

– Ya no está aquí-gritó desde la cocina-. Se ha mudado.

Pero se quedó en la cocina, inmóvil. Pierce pensó que el hombre actuaba de manera extraña, como si no quisiera que le vieran la cara.

– ¿Entonces quién es usted?

– Soy el casero y estoy ocupado. Tendrá que volver.

Pierce empezó a entenderlo. Entró en el apartamento y avanzó hacia la cocina. Cuando llegó al umbral vio a un individuo con una melena gris recogida en una cola de caballo. El hombre llevaba una camiseta blanca sucia y pantalones cortos blancos más sucios todavía. Estaba muy moreno.

– ¿Por qué he de volver si se ha mudado?

La pregunta sorprendió al hombre.

– Lo que quiero decir es que no puede entrar aquí. Ella se ha ido y yo estoy trabajando.

– ¿Cuál es su nombre?

– Mi nombre no importa. Haga el favor de marcharse.

– Usted es Wainwright, ¿no?

El hombre miró a Pierce con una expresión que era una respuesta afirmativa.

– ¿Quién es usted?

– Soy Pierce. He hablado con usted hoy. Yo fui el que le dijo que ella se había ido.

– Ah. Bueno, tiene razón, hace mucho que se ha ido.

– El dinero que le pagaba era por los dos sitios. Los cuatro mil. Eso no me lo dijo.

– No lo preguntó.

– ¿Es el dueño de este edificio, señor Wainwright?

– No voy a responder a sus preguntas, gracias.

– ¿O es de Billy Wentz y usted sólo lo administra para él?

De nuevo, el reconocimiento destelló en los ojos un instante antes de desaparecer.

– Muy bien, ahora márchese. Fuera de aquí.

Pierce negó con la cabeza.

– Todavía no voy a irme. Si quiere llamar a la policía, adelante. Veremos qué opinan de que se lleve sus cosas, aunque me ha dicho que ha pagado el mes. Tal vez también miremos debajo de las mantas en la parte de atrás del coche. Apuesto a que encontraríamos una televisión de plasma que estaba colgada en la pared de la casa que ella alquilaba en Altair. Probablemente ha estado antes allí, ¿no?

– Ella abandonó la casa -dijo Wainwright con irritación-. Debería haber visto la cocina.

– Estoy seguro de que estaba horrible. Tan horrible, supongo, que decidió vaciar la casa y quizá cobrar dos veces el alquiler, ¿eh? Los alquileres en Venice escasean. ¿Ya tiene otro inquilino preparado? A ver si lo adivino, ¿otra chica de L. A. Darlings?

– Mire, no trate de darme lecciones en mi trabajo.

– Ni lo sueño.

– ¿Qué quiere?

– Echar un vistazo. Mirar las cosas que se lleva.

– Entonces dese prisa, porque en cuanto termine me voy. Y cerraré la puerta con llave, tanto si está usted fuera como si no.

Pierce dio un paso hacia él, entrando en la cocina y posando la mirada en la caja que había sobre la barra. Estaba llena de botellas de licor y cristalería vieja, nada importante. Levantó una de las botellas marrones y vio que era whisky escocés de dieciséis años. Del bueno. Volvió a dejar la botella en la caja.

– Eh, despacio -protestó Wainwright.

– ¿Entonces, Billy sabe que está vaciando el apartamento?

– No conozco a ningún Billy.

– Así que tenía la casa de Altair y ésta. ¿De qué otras propiedades se ocupa?

Wainwright cruzó los brazos y se recostó en la barra.

No estaba colaborando y Pierce de repente sintió el impulso de coger una de las botellas de la caja y rompérsela en la cabeza.

– ¿Y las Marina Executive Towers? ¿Son suyas?

Wainwright buscó en uno de los bolsillos delanteros del pantalón y sacó un paquete de Camel. Extrajo un cigarrillo y volvió a guardarse el paquete. Se volvió hacia uno de los quemadores de gas de la cocina y encendió el cigarrillo en la llama, luego metió la mano en la caja y rebuscó entre la cristalería hasta que encontró lo que estaba buscando. Sacó la mano con un cenicero de cristal que puso encima de la barra y dejó el cigarrillo en él.

Pierce se fijó en que había algo grabado en el cenicero. Se inclinó ligeramente para leerlo.


robado de nat's day of the locust bar hollywood, CA


Pierce había oído hablar del lugar. Era un antro tan cutre que era fino. Lo frecuentaban los noctámbulos de Hollywood con ropa de cuero negro. También estaba cerca de las oficinas de Entrepeneurial Concepts Unlimited. ¿Era una pista? No tenía ni idea.

– Ahora voy a echar ese vistazo -le dijo a Wainwright.

– Sí, hágalo y dese prisa.

Mientras escuchaba el sonido discordante de cristales y botellas que hacía Wainwright al llenar la caja, Pierce entró en la sala de estar y se agachó delante de las cajas que el casero ya había preparado. Una contenía vajilla y otros utensilios de cocina. Las otras dos contenían objetos del loft. Cosas del dormitorio. Había una cesta con preservativos surtidos y varios pares de zapatos de tacón alto. Había correas de cuero y fustas, una máscara completa con cremalleras en la boca y los ojos. En su página de L. A. Darlings, Lilly no anunciaba servicios sadomasoquistas. Pierce se preguntó si eso significaba que había otro sitio Web, algo más oscuro y con todo un nuevo conjunto de elementos a considerar en su desaparición.

La última caja estaba llena de sujetadores y ropa interior transparente y negligés y minifaldas en colgadores. Era ropa similar a la que Pierce había visto en uno de los armarios de la casa de Altair. Por un momento se preguntó qué planeaba hacer Wainwright con las cajas. ¿Venderlo todo en una singular venta de garaje? ¿O simplemente iba a guardarlo mientras realquilaba el apartamento y la casa?

Satisfecho con su inventario de las cajas, Pierce decidió revisar el loft. Al levantarse, sus ojos se clavaron en la puerta y reparó en el cerrojo. Era un cerrojo de doble llave. Era preciso utilizar la llave tanto para entrar como para salir. Entonces entendió la amenaza de Wainwright de dejarlo encerrado tanto si había terminado con su registro como si no. Si no tenías llave podías quedarte encerrado dentro. Pierce se preguntó qué sentido tenía. ¿Encerraba Lilly a los clientes en su apartamento con ella? Quizá era una forma de asegurarse el pago de los servicios ofrecidos. Tal vez no significaba nada en absoluto.

Pasó a la escalera y empezó a subir al loft. En el rellano de arriba había una ventanita desde la que se veía el tejado de la casa de enfrente y, más allá, el extremo de la playa y el Pacífico. Pierce miró al callejón y vio su coche. Su mirada vagó hasta la avenida, donde vislumbró a Robín debajo de una farola justo cuando la joven subía a un taxi verde y amarillo, cerraba la puerta y se alejaba.

Pierce se volvió de la ventana hacia el loft. El piso superior no tenía más de veinte metros cuadrados, incluido el espacio para un pequeño cuarto de baño con ducha. El aire olía a una desagradable mezcla de incienso y algo más que a Pierce le costaba situar. Era como el aire viciado de una nevera que se ha apagado. Estaba allí, pero quedaba enmascarado por el incienso que se aferraba a la habitación como un fantasma.

En el suelo había una cama grande sin cabezal que ocupaba casi todo el espacio disponible, dejando sitio tan sólo para una mesita de noche pequeña y una luz de lectura. En la mesa había un quemador de incienso: una escultura del Kama Sutra de un hombre gordo copulando desde atrás con una mujer delgada. La larga ceniza de una barrita de incienso consumida lamía el cuenco de la escultura y manchaba la mesa. A Pierce le sorprendió que Wainwright no se hubiera llevado la pieza, porque al parecer se estaba llevando todo lo demás.

La colcha era azul claro y la alfombra beige. Pierce se acercó a un armarito y abrió la puerta corredera. Estaba vacío, porque su contenido se hallaba en una de las cajas de abajo.

Pierce miró la cama. Parecía haber sido hecha con cuidado, la colcha estaba firmemente metida por debajo del colchón. Sin embargo, no había almohadas, y eso le extrañó. Pensó que tal vez fuera una de las reglas del negocio de las chicas de compañía. Robin había dicho que la regla número uno era decir no al sexo sin protección. Tal vez la dos era que no hubiera almohadas: resultaba demasiado fácil que te asfixiaran con una.

Se agachó en la moqueta y miró debajo del somier. No había nada más que polvo.

Pero entonces vio una mancha oscura en la moqueta beige. Curioso, se irguió y empujó la cama contra la pared para dejar al descubierto el lugar. Una de las ruedas estaba rota y le costó mover la cama, que avanzó medio rodando medio saltando por la moqueta.

Fuera lo que fuese lo que había salpicado o goteado en la moqueta estaba seco. Era de un color marronoso y Pierce no quiso tocarlo, porque pensó que podía ser sangre. En ese momento entendió cuál era la fuente del olor que se ocultaba tras el incienso. Se levantó y volvió a colocar la cama en su sitio.

– ¿Qué diablos está haciendo ahí arriba? -gritó Wainwright.

Pierce no contestó. Estaba enfrascado en su objetivo inmediato. Cogió una esquina de la colcha y tiró de ella para dejar al descubierto el colchón. No había cubre colchones, ni sábana, ni mantas.

Empezó a retirar la colcha. Quería ver el colchón. Era fácil llevarse sábanas y mantas de un apartamento y deshacerse de ellas. También podían tirarse las almohadas, pero un colchón de tamaño king-size era otra cuestión.

Al tirar de la colcha se cuestionó el instinto que estaba siguiendo ciegamente. No entendía por qué sabía lo que aparentemente sabía. Pero cuando la colcha resbaló, Pierce sintió que se le hacía un nudo en el estómago. El centro del colchón era negro. Algo se había solidificado y secado allí, algo que era del color de la muerte. Sólo podía ser sangre.

– Dios mío -exclamó Wainwright.

Había subido la escalera para ver cuál era el origen de tanto ruido y estaba de pie detrás de Pierce.

– ¿Es eso lo que creo que es?

Pierce no respondió. No sabía qué decir. El día anterior le habían conectado un nuevo teléfono. Poco más de veinticuatro horas más tarde, había conducido a un macabro descubrimiento.

– Se equivoca de número -murmuró.

– ¿Qué? -preguntó Wainwright-. ¿Qué está diciendo?

– No importa. ¿Hay teléfono aquí?

– No, no que yo sepa.

– ¿Tiene teléfono móvil?

– En el coche.

– Vaya a buscarlo.

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