La escalera estaba oscura y el niño, asustado. Volvió a mirar a la calle y vio el coche que esperaba. Su padrastro advirtió la vacilación y sacó la mano por la ventanilla del coche. Le hizo una señal al chico para que siguiera adelante, para que entrara. El chico se volvió y miró hacia la oscuridad. Encendió la linterna y empezó a subir.
Mantuvo la linterna enfocada a los escalones, no quería anunciar que subía iluminando la habitación. A mitad de camino, uno de los peldaños crujió ruidosamente bajo su pie. Se quedó paralizado. Oía su propio corazón batiendo en su pecho. Pensó en Isabelle y en el miedo que probablemente ella llevaba en su corazón día tras día y noche tras noche. Cobró determinación con la idea y empezó a subir de nuevo.
Cuando sólo le faltaban tres peldaños, apagó la luz y esperó a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. En unos momentos pensó que distinguía una luz tenue en la habitación que tenía delante de él. La luz de las velas lamía el techo y las paredes. Se apretó contra la pared lateral y subió los últimos tres escalones.
La habitación era grande y estaba repleta. Vio las camas improvisadas alineadas junto a las dos paredes más largas. En cada una de ellas dormía una figura inmóvil, como una pila de ropa de oferta hurgada. Al fondo de la habitación ardía una única vela y una chica, unos años mayor que él y más suda, calentaba un tapón de botella en la llama. El chico estudió su cara a la luz irregular. No era Isabelle.
Empezó a moverse hacia el centro de la habitación, entre los sacos de dormir y los camastros hechos con diarios. Miró a uno y otro lado en busca de la cara familiar. Estaba oscuro, pero no importaba. La conocería en cuanto la viera.
Llegó al fondo, junto a la chica con el tapón. Isabelle no estaba allí.
– ¿A quién estás buscando?-preguntó la chica.
Estaba tirando del émbolo de la hipodérmica, succionando el líquido marrón oscuro del tapón a través del filtro de una colilla. En la luz tenue, el niño vio que la aguja se clavaba en el cuello a la chica.
– A alguien -dijo.
La chica, sorprendida por su voz, apartó la mirada de lo que hacía y miró al niño. Vio la cara infantil camuflada por ropa demasiado grande y sucia.
– Eres un crío -dijo ella-. Será mejor que salgas de aquí antes de que vuelva el casero.
El chico sabía a qué se refería. En todos los squats de Hollywood había alguien a cargo. El casero. Se cobraba una cuota en dinero, drogas o carne.
– Si te encuentra te romperá tu culito y te pondrá en la calle en…
La muchacha se detuvo de repente y apagó la vela, dejando al chico en la oscuridad. El retrocedió hasta la puerta y la escalera y todos sus miedos lo agarrotaron como un puño que se cierra en torno a una flor. En lo alto de la escalera se definía la silueta de un hombre. Un hombre grande, con el pelo revuelto. El casero. El chico involuntariamente retrocedió un paso y tropezó con la pierna de alguien. Cayó, la linterna repiqueteó en el suelo a su lado y se apagó.
El hombre del umbral empezó a acercársele.
– Hanky -gritó el hombre-. ¡Ven aquí, Hank!