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Pierce tuvo que darle el nombre. Sus propias mentiras no le habían dejado otra salida. Se dijo a sí mismo que Renner de todos modos llegaría a ella por sus propios medios. El sitio Web de Lilly Quinlan tenía un vínculo con el de ella. La conexión era inevitable. Al menos dándole el nombre de Robín en ese momento, podría controlar las cosas. Les diría lo mínimo para poder salir y luego llamaría para avisarla.

– Una chica llamada Robin -dijo.

Renner sacudió la cabeza una vez, de manera casi imperceptible.

– Bueno, bueno, otro nombre nuevo -dijo-. ¿Por qué será que no me sorprende, señor Pierce? Ahora dígame quién es Robin.

– En la Web de Lilly Quinlan menciona la disponibilidad de otra chica que trabaja con ella. Dice «Dobla tu placer». La otra chica se llama Robin. Hay un enlace de la página de Lilly a la de Robin. Trabajan juntas. Visité la página y llamé al número de Robin. No pudo ayudarme mucho. Dijo que pensaba que Lilly podría haber ido a Tampa, donde vivía su madre. Así que después llamé al número de información de Tampa y pedí números de gente apellidada Quinlan. Al final contacté con Vivían.

Renner asintió.

– Debía de haber un montón de nombres. Un apellido irlandés como Quinlan no es demasiado raro.

– Sí, había muchos.

– Y Vivian está al final del alfabeto. Habrá llamado a Información de Tampa un montón de veces.

– Sí.

– Por cierto, ¿cuál es el prefijo de Tampa?

– Es el ocho uno tres.

Pierce se sintió bien por haber podido contestar finalmente una pregunta sin tener que mentir y preocuparse por cómo encajaría con las otras mentiras que había contado. Pero entonces vio que Renner sacaba un teléfono móvil del bolsillo de su cazadora de cuero. Lo abrió y marcó el número de Información del 813.

Pierce se dio cuenta de que iban a pillarlo directamente en una mentira si el número de Vivian Quinlan no constaba en Información.

– ¿Qué está haciendo? Son más de las tres de la mañana en Tampa. Va a asustarla de veras si…

Renner levantó una mano para que se callara y habló por el teléfono.

– Listado de residentes de Tampa. El nombre es Vivian Quinlan.

Renner aguardó entonces y Pierce observó la cara del detective en busca de una reacción. Conforme pasaban los segundos sentía que el estómago se le retorcía como una doble hélice de ADN.

– De acuerdo, gracias -dijo Renner.

El detective cerró el teléfono y volvió a guardarlo. Miró a Pierce un momento, luego sacó un bolígrafo del bolsillo de la camisa y anotó un número de teléfono en la parte exterior de la carpeta. Pierce pudo leer el número del revés y reconoció que era el que había obtenido de la agenda telefónica de Lilly Quinlan.

Exhaló demasiado sonoramente. Por fin un respiro.

– Creo que tiene razón -dijo Renner-. Comprobaré lo que me ha dicho a una hora más razonable.

– Sí, eso sería mejor.

– Como creo que le he dicho antes, no tenemos acceso a Internet aquí en la brigada, así que no he visto ese sitio Web que ha mencionado. En cuanto llegue a casa lo comprobaré. Pero usted ha dicho que el sitio está vinculado con el de esa otra mujer, Robin.

– Exacto. Trabajaban juntas.

– ¿Y usted llamó a Robin cuando no pudo contactar con Lilly?

– Eso es.

– Y habló con ella por teléfono y ella le dijo que Lilly se había ido a Tampa a ver su mamá.

– Dijo que no lo sabía. Pensaba que podría haber ido allí.

– ¿Conocía a Robin de antes de esta llamada telefónica?

– No.

– Voy a arriesgarme aquí, señor Pierce, y le digo que apuesto a que Robin es una chica de alterne. Una prostituta. Así que lo que me está diciendo es que esa mujer metida en esa clase de negocio recibe una llamada de un perfecto desconocido y termina contándole a ese desconocido dónde cree que está su compañera de delito desaparecida. Un poco raro, ¿no cree?

Pierce casi gimió. Renner no iba a ceder. Estaba picoteando implacablemente en los flecos de su declaración, amenazando con sacar a la luz todo el asunto. Pierce solo quería salir, irse. Y de pronto se dio cuenta de que necesitaba decir o hacer algo que se lo permitiera. Ya no le preocupaban las consecuencias a largo plazo. Sólo necesitaba salir. Si lograba llegar a Robín antes que Renner, quizá con un poco de suerte podría hacerlo funcionar.

– Bueno… supongo que de algún modo fui capaz de convencerla de que, bueno, de que de verdad quería encontrarla y asegurarme de que estaba bien. Quizá ella también estaba preocupada por Lilly.

– ¿Y eso fue por teléfono?

– Sí, por teléfono.

– Ya veo. Bueno, de acuerdo, comprobaré todo esto con Robin.

– Sí, compruébelo. ¿Puedo…?

– Y está dispuesto a someterse a la prueba del polígrafo, ¿no?

– ¿Qué?

– Un polígrafo. No tardará mucho. Podemos ir al centro y que se ocupen de esto.

– ¿Esta noche? ¿ Ahora mismo?

– Probablemente no. No creo que consiguiera sacar a nadie de la cama para que le hiciera la prueba. Pero podríamos hacerlo mañana a primera hora.

– Bien. Prepárelo para mañana. ¿Puedo irme ahora?

– Ya casi estamos, señor Pierce.

Los ojos de Pierce se fijaron de nuevo en la declaración. «Seguro -pensó- que ya hemos cubierto todo el formulario. ¿Qué es lo que falta?»

Renner buscó los ojos de Pierce sin mover la cabeza en absoluto.

– Bueno, su nombre ha surgido un par de veces en el ordenador. Pensaba que podríamos hablar de eso.

Pierce sintió que enrojecía de calor. Y de rabia. Se suponía que aquella vieja detención no debía constar en sus antecedentes. Había cumplido con la condicional y con las ciento sesenta horas de servicio a la comunidad. Eso había sido hacía mucho tiempo. ¿Cómo lo sabía Renner?

– ¿Está hablando del asunto de Palo Alto? -preguntó-. Nunca me acusaron oficialmente. Se desvió. Me suspendieron de la facultad durante un semestre. Cumplí con el servicio comunitario y la condicional. Nada más.

– Detenido como sospechoso de suplantar a un agente de policía.

– Fue hace casi quince años. Estaba en la facultad.

– Pero se da cuenta de lo que estoy viendo aquí. Suplantar a un agente de policía entonces. Ahora dando vueltas como una especie de detective. Tal vez tiene un complejo de héroe, señor Pierce.

– No, es completamente distinto. Lo que hice entonces fue hacer unas cuantas llamadas de teléfono para obtener cierta información con un poco de ingeniería social. Actué como si fuera un policía del campus para conseguir un número de teléfono. Eso fue todo. No tengo complejo de héroe, ni siquiera sé lo que es eso.

– ¿Un número de teléfono de quién?

– De un catedrático. Quería el número de su casa y no estaba en la guía. No fue nada.

– El informe dice que usted y sus amigos utilizaron el número para molestar al catedrático. Para gastarle una broma muy elaborada. Detuvieron a otros cinco estudiantes.

– Fue inofensivo, pero tuvieron que hacer un ejemplo de nosotros. Fue cuando el hacking estaba empezando a proliferar. Nos suspendieron a todos y nos cayó la condicional y servicio a la comunidad, pero el castigo fue más severo que el delito. Lo que hicimos era inofensivo. Menor.

– Lo siento, pero no considero que hacerse pasar por un agente de policía sea ni ofensivo ni menor.

Pierce estuvo a punto de protestar más, pero se mordió la lengua. Sabía que no iba a convencer a Renner. Esperó a la siguiente pregunta y al cabo de un momento el detective continuó.

– En los registros dice que cumplió el servicio a la comunidad en Sacramento, en un laboratorio del Departamento de Justicia. ¿Estaba pensando en hacerse policía?

– Fue después de que yo cambiara mi orientación a química. Sólo trabajé en el laboratorio de hematología. Comprobaba distintas muestras de sangre para ver si coincidían, trabajo básico. Distaba mucho de ser trabajo policial.

– Pero tuvo que ser interesante, ¿eh? Tratar con policías, reunir pruebas de casos importantes. Lo bastante interesante para que se quedara después de cumplir con sus horas.

– Me quedé porque me ofrecieron un trabajo y Stanford es caro. Y no me dieron los casos importantes. La mayoría de los casos me llegaban por courier. Yo hacía el trabajo y enviaba el paquete de vuelta. No era gran cosa. De hecho era bastante aburrido.

Renner continuó sin transición.

– Su detención por suplantar a un agente de policía también sucedió un año después de que su nombre apareciera en un informe criminal aquí en Los Ángeles. Está en el ordenador.

Pierce empezó a negar con la cabeza.

– No. Nunca me han detenido por nada aquí. Sólo esa vez en Stanford.

– No he dicho que lo detuvieran. He dicho que su nombre aparece en un informe criminal. Ahora todo está en el ordenador. Usted es hacker, ya lo sabe. Uno pone un nombre y a veces es sorprendente lo que descubre.

– Yo no soy hacker. Ya no tengo ni idea de eso. Y sea cual sea el informe del que está hablando tiene que ser otro Henry Pierce. No recuer…

– No lo creo. ¿Kester Avenue en Sherman Oaks? ¿Tenía una hermana llamada Isabelle Pierce?

Pierce se quedó de piedra. Estaba sorprendido de que Renner hubiera establecido la conexión.

– La víctima de un homicidio, mayo de mil novecientos ochenta y ocho.

Pierce no pudo hacer otra cosa que asentir. Era como un secreto que salía a la luz o una venda arrancada de una herida abierta.

– Se cree que fue víctima de un asesino conocido como el Fabricante de Muñecas, más tarde identificado como Norman Church. Caso cerrado con la muerte de Church, el nueve de septiembre de mil novecientos noventa.

Caso cerrado, pensó Pierce. Como si Isabelle fuera simplemente un expediente que pudiera cerrarse, guardarse en un cajón y olvidarse. Como si un asesinato pudiera resolverse de verdad.

Salió de sus pensamientos y miró a Renner.

– Sí, mi hermana. ¿Qué ocurre? ¿Qué tiene que ver con esto?

Renner dudó y luego lentamente su rostro de cansancio estalló en una leve sonrisa.

– Supongo que tiene todo y nada que ver.

– Eso no tiene sentido.

– Claro que sí. Era mayor que usted, ¿no?

– Algunos años.

– Se había fugado de casa. Usted iba a buscarla, ¿no?

Lo dice en el ordenador, así que será verdad, ¿no? Por la noche. Con su padre. Él…

– Padrastro.

– Padrastro, entonces. Él lo enviaba a los edificios abandonados a mirar porque usted era un niño y los niños de esos squats no huyen de otros niños. Eso es lo que pone el informe. Dice que nunca la encontró. Nadie lo hizo hasta que fue demasiado tarde.

Pierce cruzó los brazos y los apoyó en la mesa.

– Oiga, ¿adonde quiere ir a parar? Porque de verdad que quiero salir de aquí, si no le importa.

– La cuestión es que antes ya había buscado a la chica perdida, señor Pierce. Me pregunto si no quiere arreglar algo con esta chica Lilly. ¿Sabe a qué me refiero?

– No -dijo Pierce con una voz que le sonó muy débil incluso para sí mismo.

Renner asintió.

– De acuerdo, señor Pierce, puede irse. Por ahora. Pero deje que le diga, para que conste,! que no creo ni remotamente que me haya dicho toda la verdad. Mi trabajo consiste en saber cuándo la gente está mintiendo y creo que está mintiendo o está omitiendo información, o las dos cosas. Pero, sabe, no me siento mal por eso, porque tarde o temprano me enteraré. Puede que avance despacio, señor Pierce. Seguro, le he tenido aquí esperando demasiado. A un ciudadano destacado y respetable como usted. Pero eso es porque soy concienzudo y soy bastante bueno en lo que hago. Pronto tendré toda la información. Se lo garantizo. Y si descubro que ha cruzado alguna línea, será un placer para mí, no sé si sabe qué quiero decir. -Renner se levantó-. Estaré en contacto por lo del polígrafo. Y si yo fuera usted, pensaría en volver a ese bonito apartamento de Ocean Way y me quedaría allí, lejos de todo este asunto, señor Pierce.

Pierce se levantó y rodeó con torpeza la mesa y a Renner para llegar a la puerta. Pensó en algo antes de salir.

– ¿Dónde está mi coche?

– ¿Su coche? Supongo que está donde lo dejó. Vaya al mostrador de la entrada. Le pedirán un taxi.

– Muchas gracias.

– Buenas noches, señor Pierce. Estaré en contacto.

Mientras caminaba por la desierta sala de la brigada hacia el pasillo que conducía al mostrador y la salida, Pierce miró el reloj. Eran las doce y media. Sabía que tenía que llegar a Robin antes de que lo hiciera Renner, pero su número estaba en la mochila, en el coche.

Y cuando se acercaba al mostrador cayó en la cuenta de que no tenía dinero para un taxi. Le había dado hasta el último dólar a Robin. Dudó un momento.

– ¿Puedo ayudarle, señor?

Era el policía de detrás del mostrador. Pierce se dio cuenta de que lo estaba mirando a él.

– No, estoy bien.

Se volvió y salió de la comisaría. En Venice Boulevard echó a correr hacia la playa.

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