El sobre de FedEx estaba en su escritorio cuando Pierce entró en la oficina. Llegar allí había sido una odisea. Se había visto obligado a esquivar miradas y preguntas a cada paso. Cuando alcanzó la zona de despachos del tercer piso ya estaba dando respuestas de una sola palabra a todas las preguntas: «Accidente.»
– Luces -dijo mientras rodeaba el escritorio para tomar asiento.
Pero las luces no se encendieron y Pierce se dio cuenta de que su voz era diferente a causa de la inflamación de los pasajes nasales. Se levantó, encendió las luces manualmente y volvió a su escritorio. Se quitó las gafas de sol y las puso encima del monitor de su ordenador.
Cogió el sobre y verificó el remite. Cody Zeller le arrancó una sonrisa dolorosa. Como remitente había escrito el nombre de Eugene Briggs, el jefe del departamento de Stanford al que los Maléficos habían tenido por objetivo muchos años antes. La broma que les había cambiado la vida a todos ellos.
La sonrisa desapareció del rostro de Pierce cuando dio la vuelta al sobre para abrirlo. La solapa de apertura ya estaba rota: el sobre estaba abierto. Miró en el interior y vio un sobre más pequeño, blanco. Lo sacó y descubrió que éste también estaba abierto. El sobre, en cuyo anverso decía «Henry Pierce, personal y confidencial», contenía un pliego de documentos doblados. No tenía modo alguno de determinar si alguien los había sacado o no.
Se levantó y fue hasta la puerta donde estaban las secretarias. Se acercó al escritorio de Mónica con el sobre de FedEx y el sobre abierto que había estado en su interior en la mano.
– Mónica, ¿quién ha abierto esto?
La secretaria levantó la mirada.
– Yo, ¿porqué?
– ¿Cómo es que lo has abierto?
– Abro toda tu correspondencia. No te gusta ocuparte de eso, ¿recuerdas? La abro para saber qué es importante y qué no lo es. Si no quieres que lo haga, dímelo. No me importa, menos trabajo.
Pierce se calmó. Mónica tenía razón.
– No, está bien. ¿Lo has leído?
– No. Vi la foto de la chica que tenía tu número y decidí que no quería mirarlo. ¿Recuerdas el acuerdo al que llegamos el sábado?
Pierce asintió.
– Sí, muy bien. Gracias.
Pierce se volvió para regresar a su despacho.
– ¿Quieres que le diga a Charlie que estás aquí?
– No, sólo voy a quedarme unos minutos.
Cuando llegó a la puerta miró por encima del hombro a Mónica y la descubrió observándole con esa mirada suya, como si lo estuviera juzgando y lo considerara culpable de algo, de algún crimen del cual él no sabía nada.
Cerró la puerta y se situó tras el escritorio. Abrió el sobre y sacó un fajo de hojas impresas por Zeller.
La foto que Mónica había mencionado no era la misma imagen de Lilly Quinlan que aparecía en la página Web de L. A. Darlings, sino una instantánea sacada en Las Vegas tres años antes, cuando la habían detenido en una redada contra la prostitución. En la instantánea no parecía ni mucho menos tan atractiva como en la foto del sitio Web. Parecía cansada y enfadada y un poco asustada, todo en uno.
El informe de Zeller sobre Lilly Quinlan era breve. Le había seguido la pista desde Tampa a Dallas, de ahí a Las Vegas y por último a Los Ángeles. Tenía veintiocho años, no los veintitrés que anunciaba en la Web. En su historial constaban dos detenciones por ejercer la prostitución en Dallas y la de Las Vegas. Después de cada una de las detenciones había pasado unos días en la cárcel antes de ser puesta en libertad. Según los registros de las compañías de servicios públicos había llegado a Los Angeles tres años atrás. En California había evitado las detenciones y no había tenido contacto con la policía.
Eso era todo. Pierce volvió a mirar la foto y se sintió deprimido. La instantánea era la realidad. La foto que se había bajado de la Web y que había mirado con tanta frecuencia durante el fin de semana era fantasía. Su rastro de Tampa a Los Ángeles, pasando por Dallas y Las Vegas se había perdido en aquella cama de la casa unifamiliar de Venice. En algún sitio había un asesino suelto. Y mientras tanto, los polis se estaban centrando en él.
Dejó los papeles en el escritorio y cogió el teléfono. Después de sacar la tarjeta de visita de la billetera, llamó a Janis Langwiser. Estuvo al menos cinco minutos en espera antes de que ella se pusiera.
– Lo siento, estaba al teléfono con otro cliente. ¿Qué está pasando con usted?
– ¿Conmigo? Nada. Estoy en el trabajo. Sólo quería saber si ha oído alguna cosa.
Lo que quería decir: ¿sigo teniendo a Renner tras de mí?
– No, nada nuevo. Creo que estamos a la expectativa. Renner sabe que los hemos calado y que no va a poder acosarle. Vamos a tener que esperar a ver qué surge y partir de ahí.
Pierce miró la foto de su escritorio. Por la luz severa y las sombras en la cara bien podría pasar por la foto de un depósito de cadáveres.
– ¿Se refiere a que aparezca un cadáver?
– No necesariamente.
– Bueno, hoy he recibido una llamada de Lucy LaPorte.
– ¿De veras? ¿Qué dijo?
– De hecho era un mensaje. Me dijo que le habían hecho daño y que no quería que volviera a ponerme en contacto con ella.
– Bueno, al menos sabemos que está viva. Es posible que la necesitemos.
– ¿Por qué?
– Si esto va adelante tal vez podamos usarla como testigo de sus motivos y acciones.
– Sí, bueno, Renner cree que todo lo que hice con ella era parte de mi plan. El buen samaritano y todo eso.
– Es sólo su punto de vista. En un tribunal de justicia siempre hay dos lados.
– ¿Un tribunal de justicia? Esto no puede llegar a…
– Tranquilícese, Henry. Sólo estoy diciendo que Renner sabe que por cada elemento de supuesta prueba que presenta, tendremos la misma oportunidad de presentar nuestro punto de vista y nuestras pruebas. Y el fiscal también lo sabe.
– Bueno. ¿Ha averiguado qué le dijo Lucy?
– Conozco a un supervisor de la brigada. Me dijo que no la habían encontrado. La habían llamado por teléfono, pero ella no se había presentado. No se va a presentar.
Pierce estaba a punto de decirle que tenía a Cody Zeller buscando a Lucy cuando hubo un golpe seco en la puerta y ésta se abrió antes de que pudiera reaccionar. Charlie Condon asomó la cabeza. Estaba sonriendo hasta que vio la cara de Pierce.
– ¡Jesús!
– ¿ Quién es? -preguntó Langwiser.
– Mi socio. He de colgar. Manténgame informado.
– Lo haré. Adiós, Henry.
Pierce colgó y miró el rostro herido de Condon. Sonrió.
– De hecho, Jesús está la final del pasillo a la izquierda. Yo soy Henry Pierce.
Condon sonrió incómodo y Pierce disimuladamente puso boca abajo los documentos del paquete de Zeller. Condon entró y cerró la puerta.
– Tío, ¿cómo estás? ¿Estás bien?
– Sobreviviré.
– ¿Quieres hablar de eso?
– No.
– Henry, siento mucho no haber ido al hospital, pero esto ha sido una locura preparando lo de Maurice.
– No te preocupes. Entonces entiendo que todavía tenemos la presentación mañana.
Condon asintió.
– Ya está en la ciudad esperándonos. Sin retrasos. O lo hacemos mañana o se va… y se lleva su dinero. He hablado con Larraby y Grooms y dicen que estamos…
– … preparados. Lo sé. Les llamé desde el hospital. El problema no es Proteus. No es eso lo que quiero retrasar. Es mi cara. Parezco el primo de Frankenstein y mañana no tendré mucho mejor aspecto.
– Le dije que has tenido un accidente de coche. No va a importar qué aspecto tengas. Lo que importa es Proteus. Quiere ver el proyecto y le prometimos una première. Antes de que enviemos las patentes. Oye, Goddard es el tipo de tío capaz de firmar un cheque aquí mismo. Hemos de hacerlo, Henry. Acabemos con esto.
Pierce levantó las manos en ademán de rendición. El dinero siempre era la mejor baza.
– Aun así hará un montón de preguntas cuando me vea la cara.
– Mira-dijo Condon-, es un numerito de feria. No será largo. A la hora de comer habrás terminado con él. Si pregunta, dile que rompiste el parabrisas y no des más explicaciones. Vamos, ni siquiera me has dicho a mí qué ha pasado. ¿Por qué ha de ser él diferente?
Pierce notó la momentánea expresión de agravio en los ojos de su compañero.
– Charlie, te lo contaré cuando llegue el momento. Ahora mismo no puedo.
– Sí, para eso están los socios, para decir las cosas en el momento oportuno.
– Oye, sé que no puedo convencerte, ¿vale? Admito que estoy equivocado. Así que dejémoslo por el momento.
– Claro, Henry, lo que tú quieras. ¿En qué estás trabajando ahora?
– En nada, un poco de burocracia absurda.
– Entonces, ¿estás listo para mañana?
– Estoy listo.
Condon asintió.
– Sea como sea ganaremos -dijo-. O conseguimos su dinero o colocamos las patentes, vamos a la prensa con Proteus y en enero, en el ETS, habrá más cola para hablar con nosotros que cuando estrenan un episodio de La guerra de las galaxias.
Pierce estaba de acuerdo, pero aborrecía ir a Las Vegas para el simposio anual de las tecnologías emergentes. Era el encuentro entre ciencia y finanzas más burdo de todo el mundo. Estaba lleno de charlatanes y espías de la DARPA. No obstante, era un mal necesario. Fue allí donde habían cortejado a uno de los testaferros de Maurice Goddard diez meses antes.
– Si resistimos hasta enero -dijo Pierce-. Necesitamos dinero ahora.
– No te preocupes por eso. Mi trabajo consiste en encontrar el dinero. Creo que puedo conseguir a unos pocos peces de buen tamaño hasta que podamos cazar otra ballena.
Pierce se sintió tranquilizado por su socio. Con la situación en la que se encontraba, pensar a un mes vista ya parecía ridículo.
– De acuerdo, Charlie.
– Pero, oye, no va a hacer falta. Vamos a cazar a Maurice, ¿sí?
– Sí.
– Bien. Entonces dejaré que vuelvas al trabajo. ¿Mañana a las nueve?
Pierce se echó hacia atrás en la silla y gruñó. Su última protesta sobre el calendario.
– Aquí estaré.
– Nuestro intrépido líder.
– Sí, claro.
Charlie golpeó con fuerza en la parte interior de la puerta, quizá como señal de solidaridad, y se fue. Pierce aguardó un momento y luego se levantó y cerró la puerta. No quería más interrupciones.
Volvió a los documentos impresos. Después del breve informe sobre Lilly Quinlan había uno mucho más voluminoso acerca de William Wentz, propietario y gerente de Entrepeneurial Concepts Unlimited. El informe afirmaba que Wentz estaba en la cima de un imperio floreciente que se cimentaba en la cara más sórdida de Internet, desde servicios de acompañantes hasta webs porno. Los sitios, aunque dirigidos desde Los Ángeles, operaban en veinte ciudades de catorce estados, y por supuesto eran accesibles a través de Internet desde cualquier lugar del mundo.
A pesar de que las empresas de Internet que dirigía Wentz podían ser consideradas sórdidas por la mayoría, no por ello eran ilegales. Internet era un mundo en su mayor parte gobernado por el libre comercio. Siempre y cuando Wentz no colgara fotos de menores involucradas en sexo y pusiera los correspondientes formularios de descargo de responsabilidad en sus sitios de chicas de compañía, trabajaba dentro de la legalidad. Si alguna de sus chicas era detenida en una redada contra la prostitución podía desmarcarse de ella con facilidad. Su sitio anunciaba claramente que no promovía la prostitución ni ninguna clase de intercambio de sexo por dinero o propiedades. Si una chica aceptaba dinero a cambio de sexo, era decisión de ella y su página Web sería eliminada del sitio de inmediato.
Pierce ya tenía una idea aproximada de las operaciones de Wentz a través de Philip Glass, el detective privado. No obstante, el informe de Zeller era mucho más detallado y un testimonio del poder y alcance de Internet. Zeller había destapado el pasado delictivo de Wentz en los estados de Florida y Nueva York. Entre los documentos había varias instantáneas más, éstas de Wentz y otro hombre llamado Grady Allison, que figuraba en los registros de empresas de California como el interventor de la empresa. Pierce recordó que Lucy LaPorte lo había mencionado. Pasó las fotos y leyó el informe introductorio de Zeller.
Al parecer Went y Allison forman un equipo. Llegaron de Florida hace seis años con sólo un mes de diferencia entre ambos. Esto fue después de que su situación en Orlando probablemente se complicara tras múltiples detenciones. Según los archivos de inteligencia del Departamento de Orden Público de Florida (DOPF), estos hombres operaban una cadena de antros de estriptis en el Orange Blossom Trail de Orlando. Fue antes de que vender sexo en Internet, real o imaginado, fuera mucho más fácil que poner chicas desnudas en un escenario y vender mamadas a un lado. Allison era conocido en Florida por su habilidad para reclutar talentos para los escenarios del Orange Blossom Trail. Los clubes de Wentz y Allison eran de desnudez completa.
NOTA IMPORTANTE: El DOPF conecta a estos tipos con un tal Dominic Silva, 71, Winter Park, FL, quien a su vez está relacionado con el crimen organizado tradicional en Nueva York y el norte de Nueva Jersey. ¡ten cuidado!
El pedigrí mafioso no sorprendió a Pierce, teniendo en cuenta la forma en que Wentz había sido calculadamente frío y violento en su encuentro cara a cara. Lo que ya no le cuadraba tanto era la idea de que Wentz, el hombre que podía utilizar un teléfono como arma y llevar zapatos de puntera para aplastar mejor los huesos, pudiera estar detrás de un sofisticado imperio de Internet.
Pierce había visto a Wentz en acción. Su primera y duradera impresión era que Wentz anteponía los músculos al cerebro. Parecía más el ejecutor de la operación que el cerebro que se ocultaba detrás de ésta.
Pierce pensó en el veterano mafioso del informe de Zeller. Dominic Silva, de Winter Park, Florida. ¿Era él el cerebro? ¿El intelecto detrás del músculo? Pierce pretendía averiguarlo.
Pasó a la siguiente página y se encontró con un resumen del historial delictivo de Wentz. Durante un periodo de cinco años había sufrido diversos arrestos por alcahuetería en Florida y dos detenciones por algo que constaba como delito grave LFG. También había una detención por homicidio sin premeditación.
Los resúmenes no exponían las disposiciones finales de esos casos, pero leyéndolos -detención tras detención en los últimos cinco años-, Pierce se sintió desconcertado por el hecho de que no estuviera en prisión.
Más preguntas similares surgieron cuando pasó a la página siguiente y revisó el historial delictivo de Grady Allison. Él también había sido detenido varias veces por alcahuetería. Asimismo superaba a Wentz en la categoría de delitos LFG con cuatro detenciones. También había sido detenido en una ocasión por mantener relaciones sexuales con una menor.
Pierce miró las fotos de Allison.
Según la información adjunta, tenía cuarenta y seis años, aunque las fotos mostraban a un hombre que parecía mayor. Tenía el pelo negro grisáceo peinado hacia atrás con gomina. Su rostro pálido fantasmal quedaba resaltado por una nariz que parecía que habían roto más de una vez.
Pierce levantó el teléfono y volvió a llamar a Janis Langwiser. Esta vez no tuvo que esperar tanto a que contestara.
– Un par de preguntas rápidas -dijo-. ¿Sabe qué es alcahuetería, en el sentido legal de la palabra?
– Es un cargo por proxenetismo. Significa proporcionar a una mujer para sexo a cambio de dinero o bienes. ¿Por qué?
– Un momento. ¿Qué es delito grave LFG? ¿Qué significa LFG?
– Eso no me suena al código penal de California, pero normalmente LFG significa «lesión física grave». Puede ser parte de un cargo por agresión.
Pierce sopesó la información. LFG, como golpear a alguien en la cara con un teléfono y después colgarlo desde el balcón de un decimosegundo piso.
– ¿ Por qué, Henry? ¿ Ha estado hablando con Renner?
Pierce vaciló. Se dio cuenta de que no debería haberla llamado, porque sus preguntas podían revelar que seguía insistiendo en aquello de lo que le había prometido mantenerse apartado.
– No, nada de eso. Estaba mirando una comprobación de antecedentes en una solicitud de empleo. A veces es difícil entender qué significa todo esto.
– Bueno, no parece que sea alguien muy recomendable para que trabaje para usted.
– Creo que tiene razón. En fin, gracias. Cárguelo a mi cuenta.
– No se preocupe por eso.
Después de colgar miró la última página del informe de Zeller. Era una lista de todos los sitios Web a los que había podido vincular a Wentz y ECU. La lista a un espacio ocupaba toda la página. Los juegos de palabras de doble sentido de los nombres de sitios y las direcciones eran casi risibles, pero de algún modo el enorme volumen los hacía más inquietantes. Eso era sólo el negocio de un hombre. Asombroso.
Al repasar la lista se fijó en una entrada: FetishCastle.net y cayó en la cuenta de que la conocía. La había oído. Tardó un momento en recordar que Lucy LaPorte le había dicho que había conocido a Lilly Quinlan en una sesión fotográfica para la Web de FetishCastle.
Pierce giró la silla para situarse de frente al ordenador, encendió la máquina y se conectó a Internet. En unos minutos llegó a la página de inicio de FetishCastle. La primera imagen era la de una asiática que llevaba unas botas negras altas hasta los muslos y poco más. Tenía los brazos en jarras y había adoptado la pose severa de una maestra de escuela. La página prometía a los suscriptores miles de fotos de fetichismo para descargar, vídeos y enlaces a otros sitios. Todo gratis. Pagando la cuota de suscripción, claro. La lista de temas codificada pero fácilmente descifrable incluía dominantes, sumisas, intercambios, asfixia, etcétera.
Pierce hizo clic en el botón de suscripción y saltó a una página con un menú que ofrecía diversas opciones y que prometía una aprobación y acceso inmediatos. La tarifa vigente era de 29,95 dólares mensuales, que se cargaban mensualmente en tarjeta de crédito. El menú anunciaba en letras grandes que la nota de cargo aparecería en los extractos de la tarjeta de crédito como ECU Enterprises, lo cual pasaría más desapercibido a ojos de la mujer o el jefe.
Había una oferta inicial por 5,95 dólares, que permitía acceder al sitio durante cinco días. Al final de este período no se cargaba ninguna otra cuota en la tarjeta si no se suscribía otro plan mensual o anual. Era una oferta única por cada tarjeta de crédito.
Pierce sacó la cartera y utilizó su American Express para contratar la oferta de presentación. En cuestión de minutos tenía un código de acceso y un nombre de usuario y entró en el sitio. Llegó a una página con un formulario de búsqueda, escribió Robín y pulsó Entrar. Su búsqueda no produjo resultados. Lo mismo ocurrió cuando probó con Lilly, pero después tuvo éxito cuando buscó chica-chica, al recordar que era así como Lucy había descrito su sesión de modelo con Lilly.
Se cargó una página de thumbnails: seis filas de seis fotos de formato reducido. En la parte inferior de la página había una flecha que permitía pasar a la siguiente página de treinta y seis fotos o saltar a cualquiera de las cuarenta y ocho páginas de fotos chica-chica.
Pierce miró los thumbnails de la primera página. Eran todo fotos de dos o más mujeres, sin hombres. Las modelos estaban ocupadas en diversos actos sexuales y escenas de bondage, siempre con una fémina dominante y su esclava. Aunque las imágenes eran pequeñas, no quería tomarse el tiempo de hacer clic en ellas para ampliarlas. Abrió un cajón del escritorio y sacó una lupa. Se acercó al monitor y buscó a Lucy y Lilly, pasando con rapidez por la cuadrícula de imágenes.
En la cuarta pantalla de treinta y seis encontró una serie de más de una docena de fotos de Lucy y Lilly. En todas ellas Lilly hacía el papel de dominatriz y Lucy el de sumisa, pese a que Lucy era mucho más grande que la pequeña Lilly. Pierce amplió una de las fotos y ésta ocupó toda la pantalla del ordenador.
El escenario era un castillo de piedra, obviamente pintado. La pared de una mazmorra, supuso Pierce. Había paja en el suelo y velas encendidas en una mesa. Lucy estaba desnuda y encadenada a la pared con grilletes que parecían brillantes y nuevos más que medievales. Lilly, vestida con el aparentemente preceptivo cuero negro de dominatriz, estaba de pie enfrente de ella. Sostenía una vela, con la muñeca doblada lo justo para que la cera caliente goteara en los pechos de Lucy. En el rostro de Lucy se veía una expresión que Pierce pensó que pretendía expresar al mismo tiempo sufrimiento y placer. Éxtasis. El rostro de Lilly mostraba una expresión de severa aprobación y orgullo.
– Oh, lo siento, pensaba que te habías ido.
Pierce se volvió para ver a Mónica entrando por la puerta. Por ser su secretaria conocía la combinación, porque Pierce estaba con frecuencia en el laboratorio y ella podía tener la necesidad de acceder al despacho. Mónica empezó a dejar el correo en el escritorio de Pierce.
– Me habías dicho que sólo ibas a quedarte unos…
Se detuvo al ver la pantalla del ordenador. Su boca se abrió en un círculo perfecto. Pierce se estiró y apagó la pantalla. Dio gracias por tener la cara descolorida y llena de heridas, porque eso le ayudó a ocultar su vergüenza.
– Oye Mónica, yo…
– ¿Es ella? ¿La mujer que me pediste que suplantara?
Pierce asintió.
– Estoy tratando de…
No sabía cómo explicar lo que estaba haciendo. No estaba seguro de lo que estaba haciendo. Se sentía todavía más estúpido con la lupa en la mano.
– Doctor Pierce, me gusta mi trabajo aquí, pero no estoy segura de que quiera seguir siendo secretaria personal.
– Mónica, no me llames así. Y no empieces otra vez con eso del trabajo.
– ¿Puedo volver con el resto de secretarias, por favor?
Pierce cogió las gafas de sol de encima del monitor y se las puso. Hacía tan sólo unos días quería deshacerse de ella, en ese momento no podía evitar su mirada de desaprobación.
– Mónica, puedes hacer lo que quieras -dijo mientras miraba la pantalla apagada del ordenador-, pero creo que tienes una idea equivocada de mí.
– Gracias. Hablaré con Charlie. Y aquí está tu correo.
Y se fue, cerrando la puerta tras de sí.
Pierce continuó balanceándose lentamente en la silla, mirando la pantalla en blanco a través de unas gafas oscuras. Pronto se disipó la ardiente humillación y empezó a sentir rabia de nuevo. Rabia hacia Mónica, por no entenderle. Rabia por el apuro en el que estaba metido y por sí mismo.
Estiró el brazo para volver a encender la pantalla y apareció de nuevo la foto. Lucy y Lilly juntas. Examinó la cera que se solidificaba en la piel de Lucy, una gota congelada colgando de un pezón erecto. Para ellas había sido un trabajo, una cita. Nunca se habían visto antes de que se plasmara ese momento.
Examinó la expresión de ambas mujeres, el contacto visual que compartían, y no vio rastro de la actuación que sabía que era. En sus caras parecía real y eso fue lo que le provocó excitación. El castillo y todo lo demás eran fáciles de imitar, pero las caras no. No, las caras contaban a quien las veía una historia diferente. Decían quién estaba controlando y quién era manipulado, quién estaba encima y quién debajo.
Pierce miró la foto durante largo rato y luego miró cada una de las fotos de la serie antes de apagar el ordenador.