11

Cuando Pierce llegó a su apartamento los transportistas ya se habían ido, pero Mónica seguía allí. Les había pedido que colocaran los muebles de una forma que resultaba aceptable. De hecho no se aprovechaba la vista del ventanal que ocupaba todo un lado de la sala de estar y el comedor, pero a Pierce no le importaba demasiado. De todos modos no iba a pasar mucho tiempo en el apartamento.

– Queda bien -dijo Pierce-. Gracias.

– De nada, espero que te guste todo. Estaba a punto de irme.

– ¿Por qué te has quedado?

Ella cogió la pila de revistas con ambas manos.

– Quería acabar de leer una revista.

Pierce no entendía por qué eso implicaba que se quedara en el apartamento, pero lo dejó estar.

– Escucha, hay una cosa que quiero preguntarte antes de que te vayas. Siéntate un momento.

Mónica pareció desconcertada con la petición. Probablemente se vio a sí misma haciéndose pasar por Lilly Quinlan en otra llamada. No obstante, se sentó en uno de los sillones de cuero que ella había encargado junto con el sofá.

– Dime.

Pierce se sentó en el sofá.

– ¿Cuál es tu categoría en Amedeo Technologies?

– ¿Qué quieres decir? Ya sabes cuál es.

– Quiero saber si tú también la conoces.

– Secretaria personal del presidente. ¿Por qué?

– Porque quiero asegurarme de que recuerdas que eres secretaria personal, no sólo secretaria.

Ella parpadeó y miró a Pierce a los ojos durante un largo momento antes de responder.

– De acuerdo, Henry, ¿qué pasa?

– Lo que pasa es que no me ha gustado que le hablaras a Charlie Condon de los problemas con mi número de teléfono y de lo que estaba tratando de hacer al respecto.

Mónica se enderezó y puso cara de aterrorizada, pero era una mala actuación.

– No lo hice.

– Eso no es lo que él dijo. Y si tú no se lo dijiste, ¿cómo es que lo sabía todo después de hablar contigo?

– Oye, vale, lo único que le conté era que te habían dado el antiguo número de esa prostituta y estabas recibiendo todo tipo de llamadas. Tuve que decirle algo porque cuando llamó no le reconocí la voz y él no reconoció la mía y dijo «¿Quién es?», y yo casi le muerdo porque pensaba que, bueno, que estaba llamando a Lilly.

– Aja.

– Y no se me ocurrió ninguna mentira en el momento. No soy tan buena como otros en mentir, o en esa ingeniería social o como sea que lo llaméis. Así que le dije la verdad.

Pierce casi mencionó que ella también acababa de mentir bastante bien al decir que no se lo había contado a Charlie, pero decidió no soliviantar los ánimos.

– ¿Y eso es todo lo que le dijiste, que me habían dado el número de esa mujer? ¿Nada más? ¿No le contaste cómo conseguiste la dirección para mí y que yo fui a su casa?

– No, no lo hice. De todos modos, ¿qué problema hay? Sois socios, ¿o no? -Se levantó-. ¿Puedo irme, por favor?

– Mónica, quédate sentada un momento más. -Señaló la silla y ella volvió a sentarse de mala gana-. El problema es que por la boca muere el pez, ¿lo entiendes?

Mónica se encogió de hombros y bajó la mirada a la pila de revistas que tenía en su regazo. En la cubierta de una de ellas había una foto de Clint Eastwood.

– Mis acciones repercuten en la compañía -dijo Pierce-. Sobre todo en este momento. Incluso lo que hago en privado. Si lo que hago se interpreta mal o se exagera, podría dañar gravemente a la empresa. Ahora mismo nuestra empresa no produce dinero, y dependemos de que los inversores apoyen la investigación para pagar el alquiler, los salarios, todo. Si los inversores nos ven poco firmes, tendremos un problema gordo. Si información sobre mí (verdadera o falsa) llega a según qué gente, podríamos tener problemas.

– No sabía que Charlie fuera según qué gente -dijo ella con voz enfurruñada.

– No lo es, por eso no me preocupa lo que le has dicho a él, lo que me preocuparía es que le contaras a alguna otra persona lo que estoy haciendo y lo que me está pasando. A nadie, Mónica. Ni de dentro ni de fuera de la empresa.

Pierce confiaba en que ella hubiera entendido que se refería a Nicole y a cualquier otra persona que tratara en su vida cotidiana.

– No lo haré. No se lo diré a nadie. Y por favor no vuelvas a pedirme que me implique en tu vida privada. No quiero esperar entregas ni hacer nada fuera de la empresa.

– De acuerdo. No te lo pediré. Ha sido error mío porque no pensaba que fuera a suponer un problema y tú me dijiste que te vendría bien el dinero extra.

– El dinero extra me viene bien, pero no me gustan todas estas complicaciones.

Pierce aguardó un momento, sin dejar de observarla.

– Mónica, ¿sabes lo que hacemos en Amedeo? Me refiero a si sabes de qué trata el proyecto.

Ella se encogió de hombros.

– Más o menos. Sé que es acerca de informática molecular. He leído algunos de los artículos de la pared de la fama. Pero son muy… científicos y todo es tan secreto que nunca he querido preguntar. Me limito a hacer mi trabajo.

– El proyecto no es secreto. Los procesos que inventamos sí lo son. No es lo mismo.

Pierce se inclinó hacia ella y trató de pensar en la mejor manera de explicárselo sin que resultara confuso y sin pisar terreno confidencial. Decidió servirse de una táctica que Charlie Condon utilizaba con frecuencia con potenciales inversores que se sentían confundidos por la ciencia. Era una explicación que se le había ocurrido a Charlie después de hablar del proyecto en general con Cody Zeller. A Cody le encantaba el cine. Y a Pierce también, aunque rara vez tenían tiempo para ir juntos a ver una película.

– ¿Has visto Pulp Fiction?

Mónica entrecerró los ojos y asintió con suspicacia.

– Sí, pero qué tiene que ver con…

– Recuerdas que es una peli de gángsteres. Las historias se entrecruzan y disparan a gente y se meten drogas, pero en el núcleo de todo está ese maletín. Y aunque nunca enseñan lo que hay en el maletín, todos lo quieren. Y cuando alguien lo abre no ves lo que hay dentro, pero sea lo que sea brilla como el oro. Ves ese brillo. Y todo aquel que mira en el maletín queda fascinado.

– Lo recuerdo.

– Bueno, eso es lo que buscamos en Amedeo. Buscamos eso que brilla como el oro, pero que nadie puede ver. Vamos tras ello (y un montón de otra gente también) porque todos creemos que cambiará el mundo.

Pierce se detuvo un momento y ella se limitó a mirarlo, atónita.

– Ahora mismo, en todo el mundo, los chips de los procesadores están hechos de silicio, es el estándar, ¿sí?

Ella volvió a encogerse de hombros.

– Vale.

– Lo que intentamos hacer en Amedeo, y lo que trata de hacer Bronson Tech y Midas Molecular y las decenas de compañías y universidades y gobiernos de todo el mundo con los que estamos compitiendo, es crear una nueva generación de chips hechos de moléculas. Construir un sistema informático completo sólo con moléculas orgánicas. Un ordenador que algún día surgirá de una cuba de productos químicos, que se montará a sí mismo a partir de la fórmula adecuada que se ponga en el tanque. Estamos hablando de un ordenador sin silicio ni partículas magnéticas. Es infinitamente más barato de construir y astronómicamente más potente; sólo una cucharadita de café de moléculas podría contener más memoria que el mayor ordenador que funciona hoy.

Ella esperó hasta estar segura de que Pierce había terminado.

– Guau -dijo de manera poco convincente.

Pierce sonrió ante la terquedad de Mónica. Sabía que probablemente había sonado de manera muy parecida a un vendedor. Como Charlie Condon, para ser precisos. Decidió intentarlo de nuevo.

– ¿Sabes qué es la memoria de un ordenador, Mónica?

– Sí, bueno, supongo.

Pierce sabía por la cara que puso ella que estaba disimulando. Para la mayoría de la gente de la edad de su secretaria los ordenadores eran algo aceptado sin necesidad de explicación.

– Me refiero a si sabes cómo funciona -dijo Pierce-. Sólo es una secuencia de unos y ceros. Cada dato, cada número, cada letra tiene una secuencia específica de unos y ceros. Unes las secuencias y obtienes una palabra o un número. Hace cuarenta o cincuenta años hacía falta una computadora del tamaño de esta habitación para almacenar aritmética básica. Y ahora nos hemos reducido a un chip de silicio.

Levantó el pulgar y el índice separados por sólo un centímetro y luego los acercó hasta casi juntarlos.

– Pero podemos hacerlos más pequeños -dijo-. Mucho más pequeños.

La joven asintió, pero Pierce no sabía si había visto la luz o simplemente estaba asintiendo sin más.

– Moléculas -dijo ella.

– Eso es, Mónica. Y créeme, quien lo consiga antes va a cambiar este mundo. Es concebible que podamos construir todo un ordenador que sea más pequeño que un chip. Nuestro objetivo es coger un ordenador que ahora llena una habitación y hacerlo del tamaño de una moneda de diez centavos. Por eso en el laboratorio hablamos de «conseguir la moneda». Estoy seguro de que has oído el dicho en la oficina.

Ella negó con la cabeza.

– Pero para qué iba alguien a querer un ordenador del tamaño de una moneda. Ni siquiera se podría leer.

Pierce empezó a reír, pero se detuvo. Sabía que tenía que mantener a esa mujer callada y de su parte. No podía insultarla.

– Eso es sólo un ejemplo, una posibilidad. La cuestión es que la potencia de cálculo y memoria de este tipo de tecnología es ilimitada. Tienes razón, nadie quiere ni necesita un ordenador del tamaño de una moneda de diez centavos. Pero piensa en lo que este avance supondría para un PalmPilot o un portátil. ¿ Qué te parece no tener que cargar con nada de eso? ¿Y si el ordenador estuviera en el botón de tu camisa o en la montura de tus gafas? ¿Qué te parecería que en tu oficina tu ordenador no estuviera en el escritorio sino en la pintura de las paredes? ¿ Qué te parecería hablar a las paredes y que te respondieran?

Mónica negó con la cabeza y Pierce se dio cuenta de que seguía sin comprender las posibilidades ni sus aplicaciones. La joven no podía liberarse del mundo que conocía, entendía y aceptaba. Pierce sacó la cartera del bolsillo de atrás. Extrajo la American Express y la sostuvo ante ella.

– ¿Y si esta tarjeta fuera un ordenador? Y si contuviera un chip lo suficientemente potente para registrar todas las compras que se han hecho en esta cuenta junto con la fecha, la hora y el lugar de la compra? Me refiero a toda la vida de su usuario, Mónica. Un pozo sin fondo de memoria en este fino trozo de plástico.

Mónica se encogió de hombros.

– Supongo que estaría bien.

– Estamos a menos de cinco años de eso. Ahora mismo ya tenemos RAM molecular. Memoria de acceso aleatorio. Y estamos perfeccionando las puertas lógicas. Circuitos.

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Los unimos (lógica y memoria) y tendremos circuitos integrados, Mónica.

Pierce todavía se entusiasmaba al hablar de las posibilidades. Volvió a guardarse la tarjeta de crédito en la cartera y ésta en el bolsillo. En ningún momento apartó la mirada de la secretaria y se dio cuenta de que seguía sin causar ningún efecto en ella. Decidió olvidarse de impresionarla e ir al grano.

– Mónica, la cuestión es que no estamos solos. Hay mucha competencia. Hay muchas empresas privadas como Amedeo Technologies. Un montón de ellas son más grandes y tienen mucho más dinero. También está D ARPA y la UCLA y otras universidades, está…

– ¿Qué es DARPA?

La Agencia de Proyectos de Investigaciones Avanzadas de Defensa. El gobierno. La agencia que tiene siempre un ojo en todas las tecnologías emergentes. Está respaldando varios proyectos distintos en nuestro campo. Cuando fundé la compañía, elegí conscientemente no tener de jefe al gobierno. Pero la cuestión es que la mayoría de nuestros competidores tienen buenos apoyos económicos y contactos. Nosotros no. Y por eso para avanzar necesitamos un flujo de financiación para mantenernos a flote. No podemos hacer nada que corte ese flujo o nos caemos de la carrera y Amedeo Technologies deja de existir. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– Una cosa sería que fuéramos un concesionario de coches o un negocio por el estilo. Pero creo que tenemos una oportunidad de cambiar el mundo. El equipo que he reunido en el laboratorio no tiene nada que envidiar a nadie. Tenemos la…

– He dicho que de acuerdo. Pero si todo esto es tan importante, tal vez deberías pensar en lo que estás haciendo tú. Yo sólo he hablado de ello. Eres tú el que va a su casa y hace cosas turbias.

Pierce sintió que se encendía y esperó a que su ira remitiera.

– Mira, tenía curiosidad por esto y quería asegurarme de que la mujer estaba bien. Si eso es ser turbio, entonces de acuerdo, fui turbio. Pero ahora he terminado. El lunes quiero que me cambies el número y con suerte será el final de este asunto.

– Bueno. ¿Puedo irme ya?

Pierce asintió. Se rendía.

– Sí, puedes irte. Gracias por esperar por los muebles. Espero que tengas un buen fin de semana, lo que queda de él, y te veré el lunes.

No la miró al decirlo ni cuando ella se levantó de la silla. Mónica se fue sin pronunciar una palabra más y Pierce se quedó enfadado. Decidió que una vez que las cosas se olvidaran se buscaría otra secretaria personal y Mónica volvería al grupo de las secretarias generales de la compañía.

Pierce se sentó en el sofá durante un rato, pero el teléfono lo sacó de su ensueño reflexivo. Otra llamada para Lilly.

– Llega tarde -dijo Pierce-. Ha dejado el negocio y ha entrado en la universidad. -Colgó.

Al cabo de un rato levantó de nuevo el teléfono y llamó a Información de Venice para solicitar el número de James Wainwright. Un hombre contestó su siguiente llamada y Pierce se levantó y caminó hasta la ventana mientras hablaba.

– Estoy buscando al casero de Lilly Quinlan -dijo-. Por la casa de Altair en Venice.

– Ése vendría a ser yo.

– Me llamo Pierce. Estoy tratando de localizar a Lilly y quería saber si había tenido algún contacto con ella en el último mes.

– Bueno, en primer lugar, no creo que lo conozca, señor Pierce, y no hablo de mis inquilinos con extraños a no ser que me expliquen qué desean y me convenzan de que debo actuar de otro modo.

– Me parece muy bien, señor Wainwright. No tengo problema en ir a verle en persona si lo prefiere. Soy un amigo de la familia. La madre de Lilly, Vivian, está preocupada por su hija porque no ha tenido noticias suyas desde hace ocho semanas. Me pidió que hiciera algunas averiguaciones. Puedo darle el número de Vivian en Florida por si quiere llamar y preguntar por mí.

Era un riesgo, pero Pierce pensó que valía la pena correrlo para convencer a Wainwright de que hablara. De todos modos, no estaba muy lejos de la verdad. Era ingeniería social. Gira un poquito la verdad y ponía a trabajar para ti.

– Tengo el número de su madre en los formularios. No necesito llamar porque no tengo nada que pueda ayudarle. Lilly Quinlan ha pagado hasta final de mes. No tengo ocasión de verla o hablar con ella a no ser que tenga un problema y no he hablado con ella ni la he visto desde hace al menos dos meses.

– ¿Hasta final de mes? ¿Está seguro?

Pierce sabía que eso no cuadraba con los registros de cheques que había examinado.

– Eso es.

– ¿Cómo pagó el último alquiler, con un cheque o en efectivo?

– Eso no es asunto suyo.

– Señor Wainwright, sí es asunto mío. Lilly ha desaparecido y su madre me ha pedido que la busque.

– Eso dice usted.

– Llámela.

– No tengo tiempo para llamarla. Me ocupo de treinta y dos apartamentos y casas. Si cree que…

– Oiga, ¿hay alguien que cuide el césped con quien pueda hablar?

– Ya lo está haciendo.

– ¿Entonces no la ha visto cuando ha ido a cortar el césped?

– Ahora que lo pienso, muchas veces salía a saludarme cuando estaba allí cortando el césped o poniendo en marcha los aspersores. O me traía una Pepsi o una limonada. En una ocasión me trajo una cerveza fría. Pero las últimas veces no estaba. Y el coche tampoco. No pensé nada al respecto. La gente tiene su vida, ¿sabe?

– ¿Qué coche era?

– Un Lexus dorado. No conozco el modelo, pero sé que era un Lexus. Bonito coche. Y ella lo cuidaba bien.

A Pierce no se le ocurrían más preguntas. Wainwright no era de gran ayuda.

– Señor Wainwright, ¿buscará el número y llamará a la madre? Necesito que me vuelva a llamar.

– ¿La policía está metida en esto? ¿Hay algún informe de personas desaparecidas?

– Su madre ha hablado con la policía, pero no cree que le estén ayudando mucho. Por eso me ha pedido ayuda a mí. ¿Tiene algo para escribir?

– Claro.

Pierce dudó al comprender que si le daba el número de su casa, Wainwright podría darse cuenta de que era el mismo que el de Lilly. Le facilitó el de su línea directa de Amedeo. Después le dio las gracias y colgó.

Se quedó allí sentado, mirando el teléfono, repasando mentalmente la llamada y llegando cada vez a la misma conclusión. Wainwright estaba siendo evasivo. O bien sabía algo o estaba ocultando algo, o ambas cosas.

Abrió la mochila y sacó la libreta en la que había escrito el número de Robin, la chica que trabajaba con Lilly.

Cuando llamó en esta ocasión, trató de engolar la voz cuando ella contestó. Tenía la esperanza de que no lo reconociera de la noche anterior.

– Me preguntaba si podríamos vernos esta noche.

– Bueno, estoy abierta, cariño. ¿Nos hemos visto alguna vez? Me suenas familiar.

– Ah, no. Es la primera vez.

– ¿En qué estabas pensando?

– Eh, podríamos ir a cenar y luego a tu casa. No sé.

– Bueno, cielo, cobro cuatrocientos la hora. La mayoría de los tíos prefieren saltarse la cena y venir a verme directamente. O voy yo a verlos.

– Entonces iré directamente a verte.

– Vale, muy bien. ¿Cómo te llamas?

Sabía que tenía identificador de llamadas, de modo que no podía mentir.

– Henry Pierce.

– ¿Y a qué hora pensabas?

Pierce miró el reloj, eran las seis en punto.

– ¿Qué te parece a las siete?

Eso le daría tiempo para concebir un plan y sacar dinero del cajero automático. Tenía algo de efectivo, pero no suficiente. Con la tarjeta sólo podía retirar cuatrocientos dólares por vez.

– Un especial madrugador -dijo-. Por mí no hay problema, pero no tengo tarifa especial.

– Bueno. ¿Adonde voy?

– ¿Tienes un lápiz?

– En la mano.

– Estoy segura de que tienes un lápiz bien duro.

Robín se rió y le dio una dirección de la tienda de Smooth Moves en Lincoln, Marina del Rey. Le dijo que entrara en el establecimiento y comprara un Strawberry Blitz y después la llamara desde el teléfono público que había enfrente de la tienda a las siete menos cinco. Cuando le preguntó por qué lo hacía de esta forma, ella dijo:

– Precauciones. Quiero echarte un vistazo antes de dejarte subir. Y además me gustan esas cosas de fresa. Es como traerme flores, dulzura. Diles que le echen polvo energético, ¿quieres? Tengo la impresión de que voy a necesitarlo contigo.

Ella se rió de nuevo, pero a Pierce le sonó a risa demasiado ensayada y hueca. Le dio una sensación extraña. Dijo que le llevaría el batido y haría la llamada y le dio las gracias, y eso fue todo. Al colgar el teléfono sintió que le recorría una oleada de temor. Pensó en el discurso que le había dado a Mónica y en cómo ella lo había vuelto adecuadamente contra él.

– Eres un idiota -se dijo.

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