El ascensor descendía tan lentamente al laboratorio que la única indicación del movimiento eran las luces situadas encima de la puerta. El aparato estaba diseñado para eliminar al máximo las vibraciones. Las vibraciones eran el enemigo. Estropeaban las lecturas y mediciones del laboratorio.
La puerta se abrió lentamente en la planta del sótano y Pierce salió. Utilizó su tarjeta magnética para pasar la primera puerta de la trampa y una vez en el pequeño pasillo tecleó la combinación de octubre en la segunda puerta. La abrió y entró en el laboratorio.
El laboratorio era en realidad un complejo con varios pequeños laboratorios arracimados en torno a la sala principal o sala de estar, como la llamaban. El complejo carecía de ventanas y las paredes estaban revestidas por la parte interior con material aislante que contenía virutas de cobre para eliminar el ruido electrónico del exterior. En la superficie de estas paredes la decoración era escasa, en su mayor parte se limitaba a una serie de reproducciones enmarcadas del libro del doctor Seuss ¡Horton escucha a Quién!
Entre los laboratorios secundarios había uno de química a la izquierda. Éste era una sala acondicionada, donde se preparaban y refrigeraban las soluciones químicas de los interruptores moleculares. También había una incubadora para el proyecto Proteus a la que llamaban la granja celular.
Enfrente del laboratorio de química se hallaba el de electrónica, o el horno, como lo conocían la mayoría de ratas de laboratorio, y al lado de éste el laboratorio de imagen, que albergaba el microscopio de efecto túnel. Al fondo de la «sala de estar» se encontraba el laboratorio del láser, una sala revestida en cobre para disponer de una protección adicional contra la intrusión de sonido electrónico.
El complejo de laboratorios parecía vacío, los ordenadores estaban apagados y no había nadie supervisando la estación experimental, sin embargo, Pierce percibió el familiar olor de carbono cocido. Revisó la lista de acceso y vio que Grooms había firmado la entrada, pero todavía no la salida. Se acercó al laboratorio de electrónica y miró por la puertecita de cristal. No vio a nadie. Abrió la puerta y en cuanto entró lo recibió el calor y el olor. El horno de vacío estaba funcionando y produciendo un nuevo conjunto de tubos de carbono. Pierce supuso que Grooms había puesto en marcha el proceso y que luego se había ido del laboratorio para tomarse un descanso o comer algo. Era comprensible: el olor a carbono cocinándose resultaba intolerable.
Pierce salió del laboratorio de electrónica y cerró la puerta. Se acercó a un ordenador situado junto a las estaciones experimentales y tecleó las contraseñas. Buscó los datos de las pruebas de interruptores que Grooms se disponía a realizar después de que Pierce se fuera pronto a casa para configurar su teléfono. Según el informe del ordenador, Grooms había realizado dos mil tests en un nuevo conjunto de veinte interruptores. Los interruptores sintetizados químicamente eran puertas de entrada básicas on/off que algún día podrían servir -o servirían- para construir circuitos de ordenador.
Pierce se reclinó en la silla. Se fijó en que había media taza de café en el mostrador, junto al monitor. Sabía que era de Larraby porque era un café solo. En el laboratorio todos lo tomaban con leche, menos el inmunólogo asignado al proyecto Proteus.
Mientras Pierce pensaba si debía proseguir con los tests de confirmación de pasarelas o bien entrar en el laboratorio de imagen y revisar el último trabajo de Larraby sobre Proteus, su mirada subió por la pared situada detrás de los ordenadores. Había una moneda de diez centavos pegada con cinta adhesiva a la pared. Grooms la había colocado allí dos años antes. Una broma, cierto, pero también un recordatorio tangible de su objetivo. En ocasiones parecía que la moneda se estaba burlando de ellos: Roosevelt, girándoles la cara, mirando hacia el otro lado, sin hacerles el menor caso.
Fue en ese momento cuando Pierce comprendió que esa noche no iba a poder trabajar. Había pasado tantas noches en los confines del laboratorio que le había costado a Nicole. Eso y otras cosas. Ahora que ella lo había dejado, tenía libertad para trabajar sin vacilaciones ni culpa, pero de repente se dio cuenta de que no podía hacerlo. Si alguna vez volvía a hablar con Nicole, se lo contaría. Quizá significaba que estaba cambiando. Quizá significara algo para ella.
Detrás de él se produjo un repentino estrépito y Pierce saltó de la silla. Al darse la vuelta esperando encontrar a Grooms vio a Clyde Vernon que pasaba por la trampa.
Vernon era un hombre fornido y de espaldas anchas, con apenas unos flecos de pelo en la periferia de la cabeza. Tenía una tez naturalmente rubicunda que siempre le daba un aspecto de consternación. Vernon, que estaba en la mitad de la cincuentena, era de lejos la persona más mayor de la compañía. Probablemente quien le seguía era Charlie Condon, que tenía cuarenta.
Esta vez el aspecto de consternación de Vernon era real.
– Hola, Clyde, me ha asustado -dijo Pierce.
– No tenía esa intención.
– Aquí tomamos lecturas muy sensibles. Un portazo como el que acaba de dar podría arruinar un experimento. Por fortuna, sólo estaba revisando datos.
– Lo siento, doctor Pierce.
– No me llame así, Clyde. Llámeme Henry. Así que déjeme adivinar, me ha puesto en busca y captura y Rudolpho le ha avisado en cuanto he entrado. Y usted ha venido desde casa. Espero que no viva muy lejos, Clyde.
Vernon pasó por alto la fina deducción detectivesca de Pierce.
– Hemos de hablar -dijo en cambio-. ¿Recibió mi mensaje?
Ambos hombres estaban en las primeras fases del proceso de conocerse mutuamente. Aunque Vernon era la persona más vieja que trabajaba en Amedeo, era también el más novato. Pierce ya había advertido que Vernon tenía dificultad en llamarlo por el nombre. Pensó que tal vez fuera una cuestión de edad. Pierce ocupaba el puesto de presidente de la compañía, pero era al menos veinte años más joven que Vernon, quien había llegado a la empresa unos meses antes después de entregar la placa en el FBI. Vernon probablemente pensaba que era impropio dirigirse a Pierce por su nombre de pila, y la brecha en edad y experiencia de vida hacía que le resultara difícil llamarlo señor Pierce. Doctor Pierce le parecía un poco más sencillo, aunque era un nombre basado en grados académicos y no médicos. Al parecer su auténtico plan consistía en evitar dirigirse a él de ninguna manera en la medida de lo posible. Al menos eso había percibido Pierce, especialmente en los mensajes de correo y las conversaciones telefónicas.
– Acabo de leer su mensaje hace quince minutos -dijo Pierce-. Probablemente iba a llamarle en cuanto terminara aquí. ¿Quiere hablar de Nicole?
– Sí, ¿qué ha ocurrido?
Pierce se encogió de hombros en un gesto de impotencia.
– Lo que ha pasado es que se ha ido. Ella ha dejado su trabajo y, eh…, bueno, me ha dejado a mí. Creo que podría decirse que primero me dejó a mí.
– ¿Cuándo ocurrió eso?
– Es difícil de decir, Clyde. Llevaba un tiempo pasando. Como en cámara lenta, pero la cosa explotó hace un par de semanas. Ella aceptó quedarse hasta hoy. Hoy era su último día. Ya sé que cuando entró aquí me advirtió sobre el problema de mezclar el trabajo y la vida privada. Supongo que tenía razón.
Vernon dio un paso más hacia Pierce.
– ¿Por qué no se me informó? -protestó-. Deberían habérmelo dicho.
Pierce vio que a Vernon se le subían los colores. Estaba furioso e intentando controlarse. No se trataba tanto de Nicole como de su necesidad de consolidar su posición en la empresa. Al fin y al cabo, no había dejado el FBI después de tantos años sólo para que un jefe científico modernoso que probablemente fumaba hierba los fines de semana le hiciera luz de gas.
– Mire, sé que debería haber sido informado, pero puesto que había algunas cuestiones personales yo…, en realidad no quería hablar de eso. Y a decir verdad, probablemente no lo habría llamado esta noche, porque sigo sin querer hablar de eso.
– Bueno, hemos de hablar de eso. Ella era la agente de inteligencia de esta empresa. No se le debería haber permitido marcharse tan campante al final del día.
– Todos los archivos siguen aquí. Lo he comprobado, aunque no me hacía falta. Nicki nunca haría nada de lo que está usted insinuando.
– No estoy insinuando ninguna impropiedad. Sólo trato de ser cauto y cuidadoso en esto. Nada más. ¿Ha aceptado algún otro trabajo que usted sepa?
– La última vez que hablamos no, pero ella firmó un contrato de no competencia con nosotros. No hemos de preocuparnos por eso, Clyde.
– Es su opinión. ¿Cuáles han sido los pactos económicos de la separación?
– ¿Qué tiene eso que ver con usted?
– Una persona con problemas económicos es vulnerable. Es asunto mío saber si un empleado o ex empleado con conocimiento íntimo del proyecto es vulnerable.
Pierce estaba empezando a molestarse por el cuestionario rápido de Vernon y su pose condescendiente, aunque era la misma pose con la que él le trataba a diario.
– Para empezar, su conocimiento del proyecto era limitado. Ella recopilaba información de los competidores, no nuestra. Para hacerlo, necesitaba tener una idea de lo que hacemos aquí. El caso es que no creo que ella estuviera en posición de saber exactamente qué estamos haciendo ni en qué punto estamos en ninguno de los proyectos. Igual que no lo sabe usted, Clyde. De este modo es más seguro.
»Y en segundo lugar, voy a contestar a su pregunta antes de que la plantee. No, a título personal nunca le expliqué los detalles de lo que estamos haciendo. Nunca surgió el tema. De hecho, no creo que le importara. Ella trataba el trabajo como un trabajo, y probablemente ése era el principal problema entre nosotros. Yo no lo trato como un trabajo. Yo lo trataba como si fuera mi vida. Bueno, ¿algo más Clyde? Tengo cosas que hacer.
Esperaba que camuflar su única mentira en verborrea e indignación colara con Vernon.
– ¿Cuándo lo supo Charlie Condon? -preguntó Vernon.
Condon era el director financiero de la empresa y, algo más importante, era el hombre que había contratado a Vernon.
– Se lo dijimos ayer -contestó Pierce-. Juntos. Oí que había quedado para hablar con él a última hora, justo antes de irse. Si Charlie no se lo dijo, yo no puedo hacer nada. Supongo que él tampoco lo consideró necesario.
Recordarle a Vernon que había sido dejado de lado por su propio valedor era un golpe bajo, pero el ex agente del FBI lo dejó pasar con un arqueo de cejas y siguió adelante.
– No me ha contestado antes. ¿Recibió una indemnización por cese?
– Por supuesto. Sí. Seis meses de paga y dos años de seguro médico y de vida. También va a vender la casa y se quedará con lo recaudado. ¿Satisfecho? No creo que sea vulnerable. Sólo de la casa sacará más de cien mil dólares limpios.
Vernon pareció calmarse un poco. Saber que Charlie Condon estaba enterado lo tranquilizaba. Pierce sabía que Vernon veía a Charlie como la parte práctica del negocio, mientras que él era más el talento efímero. Y, de algún modo, que Pierce estuviera en el lado del talento rebajaba el respeto que Vernon sentía por él. Charlie era diferente, vivía para el negocio. Si había dado el visto bueno a la marcha de Nicole James, entonces no habría problemas.
Aunque claro, por más que Vernon estuviera satisfecho no iba a reconocerlo.
– Lo siento si no le gustan las preguntas -dijo-, pero es mi trabajo y mi deber mantener la seguridad de esta empresa y de sus proyectos. Hay mucha gente y muchas compañías cuyas inversiones deben salvaguardarse.
Estaba aludiendo a la razón por la que estaba allí. Charlie Condon lo había contratado de cara a la galería. Vernon estaba en Amedeo para aplacar a potenciales inversores que necesitaban saber que los proyectos de la compañía estaban a salvo y, por tanto, que sus inversiones serían seguras. El curriculum de Vernon era impresionante y tenía una importancia más vital para la compañía que el trabajo real de seguridad que llevaba a cabo.
Cuando Maurice Goddard había hecho su primer viaje desde Nueva York para que le enseñaran las instalaciones y asistir a la primera presentación, también le habían presentado a Vernon y habían pasado veinte minutos hablando con él de la seguridad de la planta y del personal.
Pierce miró a Clyde Vernon y sintió ganas de gritarle, de hacerle saber lo cerca que estaban de quedarse sin financiación significativa y qué inconsecuente era en su esquema de cosas.
Pero se mordió la lengua.
– Entiendo perfectamente sus preocupaciones, Clyde. Pero no creo que tenga que preocuparse por Nicole. Todo va bien.
Vernon asintió y finalmente dio el brazo a torcer, quizá sintiendo la creciente tensión que mostraban los ojos de Pierce.
– Creo que probablemente tiene razón.
– Gracias.
– Bueno, ha dicho que iban a vender la casa.
– He dicho que ella iba a venderla.
– Sí. ¿Ya se ha mudado? ¿Tiene un número de teléfono donde pueda encontrarle?
Pierce dudó. Vernon no había estado en la lista A de personas a las que había comunicado su nuevo número y dirección. El respeto iba en dos sentidos. Aunque Pierce veía a Vernon como alguien capacitado, también sabía que lo que le había valido el puesto al hombre era su curriculum en el FBI. De sus veinticinco años en la agencia, Vernon había pasado la mitad en la oficina de campo de Los Ángeles en investigaciones de delitos de cuello blanco y espionaje industrial.
No obstante, Pierce veía a Vernon en gran medida como pura pose. Siempre estaba en activo, corriendo por los pasillos y dando portazos como un hombre en una misión. Pero lo cierto era que no había demasiada misión en proporcionar seguridad a una empresa que empleaba a treinta y tres personas, sólo diez de las cuales podían pasar la trampa y acceder al laboratorio, donde se guardaban todos los secretos.
– Tengo un número nuevo, pero no lo recuerdo -dijo Pierce-. Se lo daré en cuanto pueda.
– ¿Y la dirección?
– Está encima del Sands, en la playa. Apartamento doce cero uno.
Vernon sacó una libretita y anotó la información. Parecía salido de una peli antigua, con sus manazas tapando toda la libreta mientras escribía. «¿Por qué llevan siempre libretitas tan pequeñas?» era una pregunta que había hecho Cody Zeller después de que vieran juntos una de polis.
– Ahora voy a volver al trabajo, Clyde. Al fin y al cabo, todos esos inversores confían en nosotros, ¿no?
Vernon levantó la mirada de la libreta, con una ceja arqueada como si tratara de calibrar si Pierce estaba siendo sarcástico.
– Sí -dijo-. Dejaré que vuelva al trabajo.
Pero en cuanto el jefe de seguridad hubo traspasado la trampa, Pierce volvió a darse cuenta de que no podía volver al trabajo. Se sentía apático. Por primera vez en tres años no tenía cargas fuera del laboratorio que le impidieran trabajar. Pero por primera vez en tres años no quería hacerlo.
Apagó el ordenador y salió. Siguió la estela de Vernon a través de la trampa.