38

Cody Zeller miró por el laboratorio, al techo, a los escritorios, a las ilustraciones enmarcadas del doctor Zeuss en las paredes, a cualquier sitio menos a Pierce. Se le ocurrió algo y de pronto empezó a pasear por el laboratorio con vigor renovado, girando la cabeza mientras empezaba a buscar un objetivo específico.

Pierce sabía lo que estaba haciendo.

– Hay una alarma de incendios. Pero es un sistema directo. Tiras y viene la policía. ¿Quieres que vengan? ¿Quieres explicárselo a ellos?

– Paso. Explícaselo tú.

Zeller vio el tirador rojo de emergencia situado junto a la puerta del laboratorio de electrónica. Se acercó y lo bajó sin dudar. Se volvió a Pierce con una sonrisa petulante.

Pero no ocurrió nada. La sonrisa de Zeller se desvaneció. Sus ojos se tornaron signos de interrogación y Pierce asintió como para decir: «Sí, he desconectado el sistema.»

Decepcionado por sus fracasos, Zeller se acercó a la estación experimental más alejada de Pierce, apartó la silla de escritorio y se dejó caer pesadamente en ella. Cerró los ojos, cruzó los brazos y puso los pies en la mesa, a sólo unos centímetros del microscopio de un cuarto de millón de dólares.

Pierce aguardó. Tenía toda la noche si hacía falta. Zeller había jugado con él magistralmente. Había llegado el momento de tomarse una revancha. Pierce jugaría con él. Quince años antes, cuando la policía del campus había hecho la redada de los Maléficos, los habían separado y habían esperado fuera. Los polis no tenían nada. Fue Zeller quien confesó, quien lo contó todo. No lo hizo por miedo, ni por agotamiento. Lo hizo por el deseo de hablar, por la necesidad de compartir su genio.

Pierce contaba con eso.

Pasaron casi cinco minutos. Cuando Zeller empezó a hablar por fin lo hizo en la misma postura, con los ojos todavía cerrados.

– Fue cuando volviste después del funeral.

No dijo nada más. Pasó un rato. Pierce esperó, no estaba seguro de cómo sacarle el resto. Finalmente optó por un enfoque franco.

– ¿De qué estás hablando? ¿El funeral de quién?

– De tu hermana. Cuando volviste a Palo Alto no hablaste de ello. Te lo guardaste. Entonces una noche surgió todo. Nos emborrachamos y yo tenía una cosa que me había quedado de las vacaciones de Navidad en Maui. Nos la fumamos y, tío, no podías dejar de hablar de eso.

Pierce no lo recordaba. Sí recordaba haber bebido mucho y tomado diversas drogas en los días posteriores a la muerte de Isabelle. Lo que no recordaba era haber hablado de ello con Zeller ni con nadie.

– Dijiste que una vez, cuando estabas buscando con tu padrastro, la encontraste. Ella estaba durmiendo en ese hotel abandonado donde todos los fugados habían ocupado las habitaciones. La encontraste. Ibas a rescatarla, ibas a llevarla a casa, pero ella te convenció de que no lo hicieras y de que no se lo contaras a tu padrastro. Te dijo que le había hecho cosas, que la había violado y que por eso se había fugado. Dijiste que te convenció de que estaba mejor en la calle que en casa con él.

Pierce cerró los ojos, recordando el momento de la historia, aunque no la confesión ebria a un compañero de cuarto.

– Así que la dejaste y le mentiste al viejo. Le dijiste que no estaba allí. Después, durante todo un año más, continuaste saliendo de noche, buscándola. Sólo que en realidad la estabas evitando y él no lo sabía.

Pierce recordó su plan. Hacerse mayor para luego ir a buscarla, encontrarla y rescatarla. Pero ella estaba muerta antes de que tuviera esa oportunidad. Y desde entonces toda su vida supo que ella seguiría viva si no la hubiera escuchado y creído.

– Nunca más lo mencionaste después de esa noche -dijo Zeller-. Pero yo lo recordaba.

Pierce estaba viendo la confrontación final con su padrastro. Fue años después. Él había estado atado de pies y manos, incapaz de contarle a su madre lo que sabía porque revelarlo habría revelado su propia complicidad en la muerte de Isabelle, habría puesto en evidencia que una noche la había encontrado pero había mentido.

Finalmente la culpa creció hasta que superó el daño que la revelación podría causarle. La confrontación fue en la cocina, donde se producían todas las confrontaciones en aquella casa. Negaciones, amenazas, recriminaciones. Su madre no lo creyó, y al no creerlo estaba negando también a su propia hija muerta. Pierce no había vuelto a hablarle desde entonces.

Pierce abrió los ojos, aliviado de cambiar el inquietante recuerdo por la pesadilla del presente.

– Lo recordabas -le dijo a Zeller-. Lo recordabas y lo guardaste para el momento adecuado. Para este momento.

– No fue así. Surgió algo y lo que tenía me encajaba. Ayudó.

– Bonita entrada, Cody. ¿Tienes una foto mía en la pared con todos los logos?

– No va por ahí, Hank.

– No me llames así. Así es como me llamaba mi padrastro. No vuelvas a llamarme así.

– Como quieras, Henry.

Zeller apretó sus brazos doblados contra el cuerpo con más fuerza.

– Entonces ¿cuál era la trampa? -preguntó Pierce-. Supongo que tenías que entregar la fórmula para quedarte con tu parte del pastel. ¿Quién se la queda?

Zeller giró la cabeza y lo miró desafiante o con rebeldía. Pierce no supo en qué sentido interpretarlo.

– No sé por qué estamos jugando a este juego. Se te viene el mundo encima y ni siquiera lo sabes.

– ¿ A qué te refieres? ¿ Estás hablando de Lilly Quinlan?

– Ya lo sabes. Hay gente que no tardará en contactar contigo. Haces el trato con ellos y todo lo demás se olvida. Si no haces el trato, que Dios te ayude. Todo caerá sobre ti como una tonelada de ladrillos. Así que mi consejo es que te lo tomes con calma. Acepta el trato y saldrás vivo, feliz y rico.

– ¿Cuál es el trato?

– Sencillo. Tú entregas Proteus. Entregas la patente. Vuelves a crear memoria molecular y ordenadores y ganas montones de dinero, pero te mantienes apartado de lo biológico.

Pierce asintió. Por fin lo entendía. La industria farmacéutica. Algún otro de los clientes de Zeller estaba amenazado por Proteus.

– ¿Hablas en serio? -dijo-. ¿Hay un grupo farmacéutico detrás de esto? ¿Qué les has dicho? ¿No sabes que Proteus va a ayudarles? Es un vehículo. ¿Qué va a transportar? Terapia farmacológica. Éste puede ser el mayor avance en esa industria desde que empezó.

– Exacto. Lo cambiará todo, y no están preparados.

– No importa. Hay tiempo. Proteus es sólo un primer paso… Estamos a al menos diez años de cualquier aplicación práctica.

– Sí, diez años. Eso es quince años menos que antes de Proteus. La fórmula incentivará la investigación, por usar una frase de uno de tus mails. Será un pistoletazo de salida. Quizá estamos a diez años o quizá a cinco. O a cuatro. O a tres. No importa. Eres una amenaza, tío. Una amenaza para un gran complejo industrial. -Zeller sacudió la cabeza con asco-. Vosotros los científicos creéis que todo el puto mundo es vuestra ostra, que podéis hacer descubrimientos y cambiar lo que queráis y que todos estarán contentos. Pues mira, hay un orden mundial y si crees que los gigantes de la industria van a dejar que una hormiga obrera como tú les corte las alas, entonces vives un puto sueño.

Zeller desplegó los brazos y señaló una de las páginas enmarcadas de ¡Horton escucha a Quién! Pierce siguió su mirada y vio que era la página en la que Horton era perseguido por otros animales de la selva. Podía recitar las palabras en su cabeza. «A través de las copas de los árboles más altos, la noticia se extiende con rapidez. Habla a una mota de polvo. ¡Ha perdido el juicio!»

– Te estoy ayudando con esto, Einstein. ¿Entiendes?

Ésta es tu dosis de realidad. Porque no esperes que la gente de los semiconductores se quede sentada mientras les cortas las alas también a ellos. Considéralo una ventaja.

Pierce casi rió, pero fue demasiado lastimoso.

– ¿Mi ventaja? Eso es genial, tío. Gracias, Cody Zeller, por ponerme en el mundo.

– No hay de qué.

– ¿Y qué te llevas tú por este gran gesto?

– ¿Yo? Yo me llevo dinero. Mucho, mucho dinero.

Pierce asintió. Dinero. La razón última. La forma definitiva de llevar la cuenta.

– ¿Entonces qué pasa? -preguntó con calma-. Hago el trato y ¿qué pasa?

Zeller se quedó sentado un momento mientras cavilaba una respuesta.

– ¿Recuerdas esa leyenda urbana acerca de un inventor que vivía en un garaje y descubrió una forma de hacer la goma tan resistente que nunca se gastaba? Fue por casualidad. Estaba intentando inventar otra cosa y le salió esa goma.

– Se lo vendió a una empresa de neumáticos para que el mundo tuviera neumáticos que no se gastaban nunca.

– Sí, eso es. Ésa es la historia. El nombre de la empresa cambia según quién te la cuente. Pero la historia es siempre la misma. La empresa de neumáticos compró la fórmula y la guardó en una caja fuerte.

– Nunca hicieron esos neumáticos.

– Nunca hicieron esos neumáticos, porque si los hubieran hecho, no habrían seguido produciendo tantos neumáticos, ¿no? Obsolescencia planificada, Einstein. Es lo que hace funcionar al mundo. Deja que te pregunte algo. ¿Cómo sabes que es una leyenda urbana? ¿Cómo sabes que no ocurrió de verdad?

Pierce asintió antes de hablar.

– Enterrarán Proteus. No lo patentarán. Nunca verá la luz del día.

– ¿Sabes que la industria farmacéutica inventa y estudia y prueba varios centenares de fármacos diferentes por cada uno que al final sale al mercado después de que lo aprueben las autoridades sanitarias? ¿Te das cuenta del coste que implica? Es una maquinaria enorme, Henry, y tiene energía e impulso. Tú no puedes detenerla, no te dejarán.

Zeller levantó una mano e hizo algún tipo de gesto antes de dejarla caer de nuevo en el reposabrazos de la silla. Ambos se quedaron en silencio durante unos momentos.

– Van a venir a buscarme y a llevarse Proteus.

– Van a pagarte. Te pagarán bien. De hecho, la oferta ya está sobre la mesa.

Pierce saltó hacia adelante en su silla. La pose de calma había desaparecido por completo. Miró a Zeller, que no le estaba mirando.

– ¿Me estás diciendo que es Goddard? ¿Goddard está detrás de esto?

– Goddard es sólo el emisario. El testaferro. Mañana te llamará y cerrarás el trato con él. Le das Proteus. No hace falta que sepas quién está detrás de él. Ni siquiera tendrías que saber eso.

– Se lleva Proteus, se queda el diez por ciento de la compañía y se sienta como presidente de mi puto consejo.

– Creo que quieren asegurarse de que te mantienes apartado de la medicina interna. También reconocen una buena inversión cuando la ven. Saben que eres el líder del sector.

Zeller sonrió, como si se estuviera llevando un bonus. Pierce pensó en Goddard y en lo que había dicho, en lo que le había confiado durante la celebración. Sobre su hija, sobre el futuro. Se preguntó si era todo una farsa, si todo había formado parte del juego.

– ¿Qué pasa si no lo hago? -preguntó Pierce-. ¿Qué pasa si sigo adelante y registro la patente y que se jodan?

– No tendrás ocasión de presentarla. Y no tendrás ocasión de trabajar ni un día más en este laboratorio.

– ¿Qué van a hacer? ¿Matarme?

– Lo harían si fuera necesario, pero no hace falta. Vamos, tío, ya sabes lo que te espera. Tienes a la poli a esta distancia. -Zeller levantó la mano derecha, con el pulgar y el índice casi tocándose.

– Lilly Quinlan -dijo Pierce.

Zeller asintió.

Darling Lilly. Sólo les falta una cosa. La encuentran y eres historia. Haz lo que te digan y se olvidarán de eso. Te lo garantizo.

– Yo no lo hice y tú lo sabes.

– No importa. Si encuentran el cadáver y te señala a ti, entonces no importa.

– Entonces Lilly está muerta.

Zeller asintió.

– Oh, sí. Está muerta.

Había una sonrisa en su voz, si no en su cara, cuando lo dijo. Pierce miró hacia abajo. Puso los codos en las rodillas y hundió la cara en sus manos.

– Todo por mi culpa. Por Proteus.

Se quedó inmóvil un buen rato. Sabía que si Zeller iba a cometer su último error lo cometería entonces.

– En realidad…

Nada. Eso fue todo. Pierce miró entre sus manos.

– En realidad, ¿qué?

– Iba a decirte que no te fustigues demasiado por eso. Lilly…, digamos que las circunstancias dictaron que entrara en el plan.

– No sé qué quieres decir.

– O sea, míralo de esta manera. Lilly estaría muerta tanto si tú estuvieras metido en esto como si no. Pero ella está muerta. Y usamos todos los recursos disponibles para cerrar este trato.

Pierce se levantó y caminó hasta el fondo del laboratorio donde estaba sentado Zeller, con las piernas todavía apoyadas en la mesa de la estación experimental.

– Eres un hijo de puta. Lo sabes todo. La mataste tú, ¿no? La mataste y me tendiste una trampa.

Zeller no se movió un milímetro, pero sus ojos buscaron los de Pierce y su rostro adoptó una expresión extraña. El cambio era sutil, pero Pierce lo apreció. Era la mezcla incongruente de orgullo y vergüenza y aversión a sí mismo.

– Conocía a Lilly desde que llegó a Los Ángeles. Se podría decir que era parte de mi paquete de compensación por L. A. Darlings. Y por cierto, no me insultes con ese rollo de que yo hago el trabajo para Wentz. Wentz trabaja para mí, ¿entiendes? Todos trabajan para mí.

Pierce asintió para sus adentros. Debería haberlo supuesto. Zeller continuó espontáneamente.

– Tío, a Darling Lilly la elegí yo. Pero sabía demasiado sobre mí. No quieres que alguien conozca todos tus secretos. Al menos no esa clase de secretos. Así que la utilicé en un encargo que tenía. Lo llamé el plan Proteus.

Tenía la mirada perdida. Estaba mirando una película en su interior y le gustaba. Él y Lilly, quizá su última cita en la casa de Speedway. Eso incitó a Pierce a decir una frase más de Muerte entre las flores.

– Nadie conoce a nadie. No tan bien.

Muerte entre las flores -dijo Zeller, sonriendo y asintiendo-. Supongo que eso significa que habías pillado mi «qué es este lío» de cuando entré.

– Sí, lo pillé, Cody.

Después de una pausa, Pierce continuó con voz tranquila.

– La mataste, ¿verdad? La mataste y si era necesario ibas a colgármelo a mí.

Al principio Zeller no contestó. Pierce estudió su rostro y supo que quería hablar, quería contarle todos los detalles de su ingenioso plan. Contarlo formaba parte de su forma de ser. Sin embargo, el sentido común le decía que no lo hiciera, le exigía que mantuviera la seguridad.

– Digámoslo de esta manera: Lilly cumplió un papel para mí. Y luego volvió a cumplir otro papel para mí. Nunca admitiré más que eso.

– Está bien. Acaba de hacerlo.

No lo había dicho Pierce, sino una nueva voz. Ambos hombres se volvieron al oír el sonido y vieron al detective Robert Renner en el umbral del laboratorio de electrónica. Sostenía una pistola en su costado.

– ¿Quién coño eres tú? -preguntó Zeller al tiempo que bajaba los pies al suelo y saltaba de la silla.

– Policía de Los Ángeles -dijo Renner.

Caminó desde la puerta del laboratorio hacia Zeller, con una mano en la espalda mientras avanzaba.

– Está detenido por homicidio. Eso para empezar. Después nos ocuparemos del resto.

El detective sacó la mano de la espalda, sosteniendo unas esposas. Se acercó más a Zeller, le dio la vuelta y lo dobló sobre la estación experimental. Se enfundó el arma y acto seguido le puso a Zeller los brazos a la espalda y empezó a esposarle. Trabajaba con la profesionalidad de quien lo ha hecho mil veces o más. En el proceso apretó la cara de Zeller contra la cubierta de acero del microscopio.

– Con cuidado -dijo Pierce-. Ese microscopio es muy sensible… y caro. Podría dañarlo.

– No quiero hacer eso -dijo Renner-. No con todos esos importantes descubrimientos que está haciendo aquí.

Entonces miró a Pierce con lo que probablemente para él era una sonrisa con todas las letras.

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