Cathode Ray's era un local frecuentado por la generación tecnológica, por lo general allí todos tenían un portátil o un PDA en la mesa, junto al café con leche. El local permanecía abierto las veinticuatro horas y disponía de enchufe de corriente y conector telefónico de alta velocidad en todas las mesas. Sólo con conexiones a proveedores de servicios de Internet locales. Estaba cerca de la Universidad de Santa Monica y de los distritos de producción de películas y software del Westside, y no estaba vinculado a ninguna gran empresa. La combinación de todo ello hacía del lugar un sitio popular entre los «conectados».
Pierce había estado allí en muchas ocasiones, pero le resultaba extraño que Glass hubiera elegido ese lugar para su cita. Por teléfono Glass le había parecido un hombre mayor, con voz bronca y cansada. Si era así, llamaría la atención en un local como Cathode Ray's y teniendo en cuenta la paranoia que había percibido durante la conversación telefónica, le extrañaba que hubiera elegido la cafetería para la cita.
A las tres en punto, Pierce entró en Cathode Ray's y echó un rápido vistazo por el local en busca del hombre mayor. No había nadie que destacara. Se puso a la cola para pedir un café.
Antes de salir de la oficina se había guardado en el bolsillo todo el cambio que le quedaba. Lo contó mientras aguardaba y concluyó que tenía lo justo para un café normal, tamaño medio, con unos centavos para la propina.
Después de echar una generosa dosis de nata al café, salió a la zona del patio y eligió una mesa vacía de la esquina. Se tomó el café despacio, pero todavía transcurrieron veinte minutos hasta que se le acercó un hombre bajo con vaqueros y camiseta negros. Tenía la cara recién afeitada y ojos oscuros. Era mucho más joven de lo que Pierce había supuesto, sin duda menos de cuarenta. No llevaba café, había ido directo a la mesa.
– ¿Señor Pierce?
Pierce extendió la mano.
– ¿Señor Glass?
Glass apartó la otra silla y tomó asiento. Se inclinó sobre la mesa.
– Si no le importa, quiero ver su documentación-dijo.
Pierce dejó la taza y empezó a hurgar en el bolsillo en busca de su billetera.
– Probablemente es una buena idea-dijo-. ¿Le importa que vea la suya?
Después de que ambos hombres se hubieran convencido mutuamente de que estaban hablando con el interlocutor adecuado, Pierce apoyó la espalda en la silla y examinó a Glass. Le pareció un hombre grande embutido en un cuerpo pequeño. Irradiaba intensidad. Era como sí tuviera la piel demasiado tensa en torno a su cuerpo.
– ¿Quiere tomar un café antes de que empecemos a hablar?
– No, no tomo cafeína.
Eso sí cuadraba.
– Entonces supongo que podemos empezar. ¿Qué pasa con todo ese rollo terrorífico?
– ¿Disculpe?
– Ya sabe, eso de que me asegurara de que estaba solo y la pregunta de a qué me dedicaba. Me ha parecido un poco extraño.
Antes de hablar, asintió como si estuviera de acuerdo.
– ¿Qué sabe de Lilly Quinlan?
– Sé a qué se dedicaba, si es a eso a lo que se refiere.
– ¿Y a qué se dedicaba?
– Era chica de compañía. Tenía un anuncio en Internet. Estoy casi seguro de que trabajaba para un tipo llamado Billy Wentz, que es una especie de macarra virtual. Él maneja el sitio Web donde ella tiene su página. Creo que la embaucó en otras cosas: sitios porno, cosas así. También creo que estaba metida en la escena sadomaso.
La mención de Wentz pareció dar una nueva intensidad al rostro de Glass. Cruzó los brazos sobre la mesa y se inclinó hacia Pierce.
– ¿Ya ha hablado con el señor Wentz?
Pierce negó con la cabeza.
– No, pero lo he intentado. Ayer fui a Entrepeneurial Concepts, que aglutina sus empresas. Pregunté por él, pero no estaba. ¿Por qué tengo la sensación de que le estoy contando cosas que ya sabe? Oiga, yo quiero hacer preguntas, no contestarlas.
– No puedo decirle gran cosa. Estoy especializado en investigaciones de personas desaparecidas. Un conocido del Departamento de Personas Desaparecidas de la policía me recomendó a Vivian Quinlan. Así empezó todo. Ella me pagó por una semana de trabajo. No encontré a Lilly ni descubrí mucho más acerca de su desaparición.
Pierce consideró la información durante un momento. Él era un aficionado y había descubierto mucho en menos de cuarenta y ocho horas. No creía que Glass fuera tan inepto como se estaba presentando.
– Conoce la Web, ¿verdad? L. A. Darlings.
– Sí. Me dijeron que trabajaba de chica de compañía y fue fácil encontrarla. L. A. Darlings es uno de los sitios más populares.
– ¿Encontró su casa? ¿Habló con su casero?
– No y no.
– ¿Y Lucy LaPorte?
– ¿Quién?
– En el sitio Web usa el nombre de Robin. Su página está vinculada con la de Lilly.
– Ah, sí, Robin. Sí, hablé con ella por teléfono. Fue muy breve. No cooperó mucho.
Pierce no estaba convencido de que Glass hubiera llamado realmente. Creía que Lucy habría mencionado que un investigador privado ya había preguntado por Lilly. Pensaba verificar con ella la supuesta llamada.
– ¿Cuándo fue eso? La llamada a Robin.
Glass se encogió de hombros.
– Hace tres semanas. Fue al principio de mi semana de trabajo. Fue una de las primeras llamadas que hice.
– ¿Llegó a verla?
– No, surgieron otras cosas. Y al final de la semana la señora Quinlan ya no quería pagarme para que continuara trabajando en el caso. Eso fue todo.
– ¿Qué otras cosas surgieron?
Glass no contestó.
– Habló con Wentz, ¿verdad?
Glass bajó la mirada a los brazos que tenía cruzados, pero no contestó.
– ¿Qué le dijo?
Glass se aclaró la garganta.
– Escúcheme con mucha atención, señor Pierce. Será mejor que no se acerque a Billy Wentz.
– ¿Porqué?
– Porque es un hombre peligroso. Porque se está metiendo en un terreno que no conoce en absoluto. Puede acabar mal si no tiene cuidado.
– ¿Es lo que le pasó a usted? ¿Acabó mal?
– No estamos hablando de mí. Estamos hablando de usted.
Un hombre con un café con hielo se sentó a su lado en la mesa.
Glass lo miró y lo examinó con ojos paranoicos. El hombre sacó un Palm Pilot del bolsillo y lo abrió. Se puso a escribir con el lápiz óptico sin fijarse en ningún momento en Glass ni en Pierce.
– Quiero saber qué ocurrió cuando fue a ver a Wentz -dijo Pierce.
Glass descruzó los brazos y se frotó las manos.
– ¿Sabe…?
Se detuvo. Pierce tuvo que insistir.
– ¿Si sé qué?
– ¿Sabe que hasta el momento el único sector en el que Internet es provechoso es el del ocio para adultos?
– Eso he oído. ¿Qué tiene que…?
– En este país el sexo electrónico mueve diez mil millones de dólares. Gran parte por la Red. Es un gran negocio, con vínculos con los círculos empresariales de altos vuelos. Está en todas partes, disponible en cualquier ordenador, en cada tele. Encienda la tele y pida porno duro cortesía de AT amp;T. Conéctese y pida que una mujer corno Lilly Quinlan llame a su puerta.
La voz de Glass adoptó un fervor que a Pierce le recordó a un párroco en el pulpito.
– ¿Sabe que Wentz vende franquicias en todo el país? Lo investigué. Cincuenta mil dólares por ciudad. Ahora hay New York Darlings y Vegas Darlings y Miami y Seattle y Denver y etcétera, etcétera. Vinculados con esos sitios tiene webs porno dedicadas a todas las perversiones y deseos sexuales que se imagine. Él…
– Todo eso lo sé -le interrumpió Pierce-. Pero lo que a mí me interesa es Lilly Quinlan. ¿Qué tiene que ver todo eso con lo que le pasó a ella?
– No lo sé -dijo Glass-, pero lo que intento decirle es que hay mucho dinero en juego. Manténgase alejado de Billy Wentz.
Pierce se echó hacia atrás y observó a Glass.
– Le descubrió, ¿no? ¿Qué hizo? ¿Amenazarle?
Glass negó con la cabeza. No iba a entrar en eso.
– Olvídese de mí. He venido para tratar de ayudarle. Para advertirle de lo cerca que está del fuego. Apártese de Wentz. No puedo decirlo más claro. Aléjese.
Pierce vio en los ojos del detective la sinceridad del aviso. Y el miedo. No le cabía duda de que Wentz de algún modo había llegado a Glass y lo había intimidado para que dejara el caso Quinlan.
– De acuerdo -dijo-. Me alejaré.