22

Pierce salió de un sueño tenebroso en el que se precipitaba en caída libre con los ojos vendados y sin saber dónde estaba el fondo. Cuando finalmente golpeó el suelo, abrió los ojos y allí estaba el detective Renner con una sonrisa torcida en el rostro.

– Usted.

– Sí, otra vez yo. ¿Cómo se encuentra, señor Pierce?

– Estoy bien.

– Parece que ha tenido una pesadilla. No paraba de revolverse.

– A lo mejor estaba soñando con usted.

– ¿Quiénes son los Wickershams?

– ¿Qué?

– Ha dicho el nombre en sueños. Wickershams.

– Son monos. De la jungla. Los no creyentes.

– No lo entiendo.

– Ya lo sé. Así que da igual. ¿Por qué está usted aquí? ¿Qué quiere? No recuerdo lo que pasó, pero ocurrió en Santa Monica y ya he hablado con ellos. Tengo una conmoción, ¿recuerda?

Renner asintió.

– Oh, ya estoy al corriente de sus lesiones. La enfermera me dijo que el cirujano plástico le puso ciento sesenta micropuntos en la nariz y en torno al ojo ayer por la mañana. Bueno, yo estoy aquí por un asunto de la policía de Los Ángeles. Aunque es cada vez más probable que los departamentos de Los Ángeles y Santa Monica tengan que trabajar juntos en este caso.

Pierce levantó la mano y se tocó con suavidad el puente de la nariz. No había gasa. Sintió la cremallera de puntos y la hinchazón. Trató de recordar. La última imagen de la que se acordaba con claridad era la del cirujano plástico cerniéndose sobre él con una luz brillante. Desde entonces había estado recuperando y perdiendo la conciencia, flotando a través de la oscuridad.

– ¿Qué hora es?

– Las tres y cuarto.

Por entre las persianas se filtraba luz brillante. Sabía que no era plena noche. También se dio cuenta de que estaba en una habitación privada.

– ¿Es lunes? No, ¿es martes?

– Eso es lo que pone en el periódico de hoy, si es que cree usted en los periódicos.

Pierce se sentía físicamente fuerte -probablemente había dormido más de quince horas seguidas-, pero estaba trastornado por la persistente sensación del sueño. Y por la presencia de Renner.

– ¿Qué quiere?

– Bueno, en primer lugar, déjeme que me saque un poco de trabajo de encima. Voy a leerle sus derechos en un momento. De esta manera usted estará protegido y yo también.

El detective colocó la bandeja móvil para la comida sobre la cama y puso una minigrabadora encima.

– ¿Qué quiere decir que estaremos protegidos? ¿Para qué necesita protección? Eso es una estupidez, Renner.

– En absoluto. Necesito proteger la integridad de mi investigación. A partir de ahora voy a grabarlo todo.

Pulsó un botón de la grabadora y se encendió un piloto rojo. Renner dijo su nombre, la hora, la fecha y el lugar donde se desarrollaba la entrevista. Identificó a Pierce y le leyó sus derechos constitucionales de una tarjetita que sacó de su cartera.

– Bien, ¿entiende los derechos que acabo de leerle?

– Los he oído muchas veces en mi juventud.

Renner arqueó una ceja.

– En las películas y en la tele -aclaró Pierce.

– Por favor, conteste las preguntas y deje de hacerse el listo si puede.

– Sí, entiendo mis derechos.

– Bueno. ¿ Le parece bien que le haga unas preguntas?

– ¿Soy sospechoso?

– ¿Sospechoso de qué?

– No lo sé, dígamelo.

– Bueno, ésa es la cuestión. Es difícil decir qué tenemos aquí.

– Pero aun así cree que necesita leerme mis derechos. Para protegerme, por supuesto.

– Así es.

– ¿Cuáles son las preguntas? ¿Han encontrado a Lilly Quinlan?

– Estamos trabajando en ello. Usted no sabe dónde está, ¿verdad?

Pierce sacudió la cabeza y el movimiento le hizo sentirse mareado. Esperó a que se le pasara antes de hablar.

– No. Ojalá lo supiera.

– Sí, aclararía bastante las cosas si ella entrara por esa puerta, ¿no?

– Sí. ¿Era suya la sangre de la cama?

– Todavía estamos trabajando en ello. Las pruebas preliminares muestran que era sangre humana. Pero no tenemos ninguna muestra de Lilly Quinlan para compararla. Creo que tengo una pista sobre su médico. Veremos qué registros y posibles muestras tiene él. Es probable que una mujer como ella se hiciera controles de sangre con regularidad.

Pierce supuso que Renner se estaba refiriendo a las enfermedades de transmisión sexual. Aun así, la confirmación de lo aparentemente obvio -que lo que había encontrado en la cama era sangre humana- le hizo sentirse más deprimido. Como si la última tenue esperanza que tenía por Lilly Quinlan se le estuviera escurriendo.

– Ahora deje que yo haga las preguntas -dijo Renner-. ¿Qué hay de esa chica, Robín, que mencionó antes? ¿La ha visto?

– No, he estado aquí.

– ¿Ha hablado con ella?

– No, ¿y usted?

– No, no hemos logrado localizarla. Sacamos su número del sitio Web como usted dijo, pero lo único que conseguimos es un mensaje. Incluso tratamos de dejarle uno en el que un chico de la brigada que es bueno al teléfono se hizo pasar por un, bueno, un cliente.

– Ingeniería social.

– Sí, ingeniería social. Pero tampoco contestó esa llamada.

Pierce sintió que se le hundía el estómago. Lo último que recordaba era que Nicole había tratado de llamarla y que tampoco había tenido éxito. Wentz podría haber llegado a ella, tal vez todavía estaba en sus manos. Se dio cuenta de que tenía que tomar una decisión. Podía danzar con Renner y continuar cubriéndose con un velo de mentiras para protegerse o podía tratar de ayudar a Lucy.

– Bueno, ¿investigaron el número?

– Es un móvil.

– ¿Y la dirección de la factura?

– El teléfono está registrado a nombre de uno de sus clientes habituales. Él dijo que lo hace como un favor. Se ocupa del teléfono por ella y paga el alquiler de su pisito y ella le regala un polvo cada domingo por la tarde mientras su mujer hace la compra en el Ralph del puerto. Si me lo pregunta, creo que más bien es Robín la que le hace el favor a él. El tío es un gordo vago. Da igual, ella no apareció el domingo por la tarde en el pisito; es un pequeño apartamento del puerto. Estuvimos allí. Fuimos con ese tipo, pero ella no se presentó.

– ¿Y él no sabe dónde vive ella?

– No, nunca se lo dijo. Él sólo paga por el móvil y el apartamento y se presenta cada domingo. El tipo lo carga todo en su cuenta de gastos.

– Mierda.

Pierce imaginó a Lucy en manos de Wentz y Dosmetros. Se levantó y se pasó un dedo por las costuras de la cara. Esperaba que ella se hubiera escapado y que simplemente se estuviera escondiendo en algún sitio.

– Sí, «mierda». Es exactamente lo que dijimos nosotros. Y la cuestión es que ni siquiera conocemos su nombre completo. Tenemos su foto de la Web, si es que es su foto, y el nombre de Robin. Es todo, y tengo la curiosa sensación de que ni una cosa ni la otra son auténticas.

– ¿Y no fueron a la Web?

– Le he dicho que fuimos…

– No, al lugar real. A la oficina de Hollywood.

– Lo hicimos y nos encontramos con un abogado.

No hay cooperación. Necesitamos una orden judicial para que compartan información sobre sus clientes. Y por lo que respecta a Robin, no tenemos lo suficiente para ir a pedirle una orden a un juez.

Una vez más Pierce consideró sus opciones. Protegerse o ayudar a Renner y posiblemente ayudar a Lucy. Si es que no era ya demasiado tarde.

– Apague eso.

– ¿Qué, la cinta? No puedo. Es un interrogatorio formal. Se lo he dicho, lo estoy grabando.

– Entonces se ha terminado, pero si lo apaga creo que puedo decirle algunas cosas que le ayudarán.

Renner pareció dudar mientras lo pensaba, pero Pierce tenía la sensación de que hasta el momento todo iba según el guión y avanzaba en la dirección exacta que había elegido el detective.

El detective pulsó un botón y la luz roja se apagó. Se metió la grabadora en el bolsillo derecho de su americana.

– Muy bien, ¿qué es?

– No se llama Robin. Me dijo que su nombre es Lucy LaPorte. Es de Nueva Orleans. Tiene que encontrarla. Está en peligro. Puede que ya sea demasiado tarde.

– ¿En peligro de qué?

Pierce no contestó. Pensó en la amenaza de Wentz respecto a que hablara con la policía. Pensó en las advertencias del detective privado, Glass.

– Billy Wentz -dijo finalmente.

– Otra vez Wentz -dijo Renner-. Es el coco de todo esto, ¿eh?

– Oiga, puede creer lo que le digo o no. Pero encuentre a Robin (quiero decir, a Lucy) y asegúrese de que está bien.

– ¿Eso es todo? ¿Es todo lo que tiene que ofrecerme?

– Su foto de la Web es auténtica. Yo la vi.

Renner asintió como si lo hubiera supuesto desde el principio.

– La cosa se va aclarando un poco -dijo-. ¿Qué más puede decirme de ella? ¿Cuándo la vio?

– El sábado por la noche. Ella me llevó al apartamento de Lilly. Pero se fue antes de que yo entrara. Ella no vio nada, de manera que traté de mantenerla al margen. Era parte del trato que hicimos. Tenía miedo de que Billy Wentz lo descubriera.

– Eso fue brillante. ¿Le pagó?

– Sí, pero ¿qué importa eso?

– Importa porque el dinero influye en los motivos. ¿Cuánto?

– Unos setecientos dólares.

– Un montón de pasta sólo por un paseo por Venice. ¿También le dio el otro paseo?

– No, detective.

– Y entonces si ese cuento que me ha explicado de que Wentz es un chulo virtual muy malo, entonces que ella le mostrara el apartamento de Lilly de alguna forma la pone en peligro, ¿no es así?

Pierce asintió. Esta vez su cabeza no pasó por el efecto pecera. Con el movimiento vertical no había problema. Eran los movimientos horizontales los que le causaban problemas.

– ¿Qué más? -dijo Renner, que seguía insistiendo.

– Ella comparte el apartamento del puerto con una mujer llamada Cleo. Supuestamente está en la misma Web, aunque no lo comprobé. Tal vez hablando con Cleo consigan alguna pista.

– Tal vez sí, y tal vez no. ¿Es todo?

– Lo último: la vi en un taxi verde y amarillo en Speedway el sábado por la noche. Tal vez puedan seguirle la pista hasta su casa.

Renner sacudió levemente la cabeza.

– Eso funciona en las películas. Pero es muy difícil en la vida real. Además, probablemente ella volvió al apartamento. Las noches de sábado son movidas.

La puerta de la habitación se abrió y entró Mónica Purl, pero al ver a Renner se detuvo en el umbral.

– Oh, lo siento. ¿Estoy…?

– Sí -dijo Renner-. Asunto policial. ¿Puede esperar fuera, por favor?

– Ya volveré.

Mónica miró a Pierce y su rostro reaccionó con horror ante lo que vio. Pierce trató de sonreír y levantó la mano izquierda para saludar.

– Te llamaré -dijo Mónica, y a continuación se fue y cerró la puerta.

– ¿Quién era? ¿Otra amiga?

– No, mi secretaria.

– Entonces, ¿quiere hablar de lo que ocurrió en ese balcón el domingo? ¿Fue Wentz?

Pierce no dijo nada durante un largo rato, mientras sopesaba las consecuencias de contestar a la pregunta. Por un lado quería denunciar a Wentz. Pierce se sentía profundamente humillado por lo que Wentz y su gigante le habían hecho. Incluso si la cirugía facial tenía éxito y no le quedaban cicatrices físicas, sabía sin lugar a dudas que sería difícil convivir con aquella agresión, que nunca la olvidaría. Habría cicatrices dé todos modos.

Aun así, la amenaza de Wentz se había alojado en su mente como algo muy real, para él, para Robin, incluso para Nicole. Si Wentz podía encontrarle e invadir su casa con tanta facilidad, también podría encontrar a Nicole.

Al final habló.

– Es un caso de la policía de Santa Monica. ¿Qué le importa?

– Es todo el mismo caso, y lo sabe.

– No quiero hablar de eso. No recuerdo lo que ocurrió. Recuerdo que estaba llevando comida a mi apartamento y luego me desperté en una camilla.

– La mente juega malas pasadas, ¿no cree? Tiene una curiosa forma de bloquear las cosas malas.

El tono era sarcástico y Pierce supo por la expresión de Renner que no se creía su amnesia. Los dos hombres se miraron durante unos segundos, hasta que el detective buscó en su americana.

– ¿Y esto le sacude algo suelto?

Sacó una foto de diez por quince y se la mostró a Pierce. Era una foto con mucho grano del apartamento del Sands tomada desde larga distancia. Desde la playa. Pierce se acercó la foto y vio pequeñas imágenes de gente en uno de los balcones más altos. Sabía que era el piso doce. Sabía que eran él, Wentz y el hombre musculoso, Dosmetros. Pierce estaba siendo sostenido por los tobillos en el vacío. Las figuras de la foto eran demasiado pequeñas para resultar reconocibles. Se la devolvió al detective.

– No, nada.

– Ahora mismo es lo mejor que tenemos, pero en cuanto anuncien en las noticias que estamos buscando fotos, vídeos o el material que sea puede que consigamos algo decente. Había mucha gente por ahí. Puede que alguien tenga una buena toma.

– Buena suerte.

Renner se mantuvo en silencio, estudiando a Pierce durante un buen rato antes de volver a hablar.

– Oiga, si le amenazó podemos protegerle.

– Le he dicho que no recuerdo qué ocurrió. No recuerdo nada en absoluto.

Renner asintió.

– Claro, claro. Muy bien, entonces olvidémonos del balcón. Deje que le pregunte otra cosa. Dígame, ¿dónde escondió el cadáver de Lilly?

Los ojos de Pierce se abrieron desmesuradamente. Renner lo había despistado para asestarle un golpe bajo.

– ¿Qué? ¿Está…?

– ¿Dónde está, Pierce? ¿Qué hizo con ella? ¿Y qué hizo con Lucy LaPorte?

Pierce empezó a notar en su pecho una incontenible sensación de miedo. Miró a Renner y supo que el detective hablaba muy en serio. Y de repente cayó en la cuenta de que no era un sospechoso. Era el sospechoso.

– ¿Se está burlando de mí? Ni siquiera sabrían nada de esto si yo no les hubiera llamado. Yo fui el único que se preocupó.

– Sí, y tal vez al llamarnos y recorrer toda la escena del crimen y la casa estaba preparando una buena defensa. Y tal vez el trabajo que encargó que Wentz o alguno de sus otros colegas le hiciera en la cara era parte de la defensa. Al pobre chico le aplastan la nariz por meterla donde no le llaman. No se ha ganado mi compasión, señor Pierce.

Pierce se quedó mirando a Renner sin decir nada. Renner percibía todo lo que él había hecho o todo lo que le habían hecho desde un ángulo completamente distinto.

– Deje que le cuente una historia muy corta -dijo Renner-. Yo trabajaba en el valle de San Fernando y una vez hubo un caso de una chica desaparecida. Tenía doce años, de buena casa, y sabíamos que no se había fugado. Algunas veces simplemente lo sabes. De manera que organizamos a los vecinos y voluntarios en una partida de búsqueda en las colinas de Encino. ¡Y quién lo iba a decir!, uno de los vecinos la encontró. Violada y estrangulada y metida en una alcantarilla. Era un caso feo. Y ¿sabe?, resultó que el chico que la había encontrado era el culpable. Nos costó bastante rodearle, pero lo hicimos y confesó. Lo llaman el complejo del buen samaritano. El que primero lo huele… Ocurre constantemente. Al culpable le gusta estar cerca de los polis, le gusta ayudar, le hace sentir mejor que ellos y mejor respecto a lo que ha hecho.

Pierce tenía dificultades incluso para calibrar cómo todo se había vuelto contra él.

– Se equivoca -dijo con tranquilidad, con voz trémula-. Yo no lo hice.

– ¿Sí? ¿Me equivoco? Bueno, deje que le diga lo que tengo. Tengo una mujer desaparecida y sangre en una cama. Tengo un montón de sus mentiras y un montón de sus huellas dactilares en las dos casas de la mujer.

Pierce cerró los ojos. Pensó en el apartamento de al lado de Speedway y en la casa de Altair. Sabía que lo había tocado todo. Había puesto las manos en todo. En su perfume, en sus armarios, en su correo.

– No…

Fue todo lo que se le ocurrió.

– No, ¿qué?

– Es todo un error. Lo único que hice… O sea… Me dieron su número. Sólo quería ver… Quería ayudarla… Verá, fue culpa mía… y creí que si…

No terminó. El pasado y el presente estaban demasiado juntos. Se estaban fundiendo en una sola cosa. Uno se movía enfrente del otro como en un eclipse. Abrió los ojos y miró a Renner.

– ¿Qué creía? -preguntó el detective.

– ¿Qué?

– Acabe la frase. ¿Qué creía?

– No lo sé. No quiero hablar de eso.

– Vamos, chico. Ha dado el primer paso. Termine el viaje. Es bueno descargarse. Es bueno para el alma. Es culpa suya la muerte de Lilly. ¿A qué se refiere? ¿Fue un accidente? Cuénteme cómo pasó. Quizá pueda entenderlo y podamos ir juntos al fiscal, y solucionarlo.

Pierce sintió que el miedo y el peligro inundaban su mente. Casi podía oler cómo transpiraba por su piel, como si fueran sustancias químicas -elementos compuestos que comparten moléculas- subiendo a la superficie para escapar.

– ¿De qué está hablando? ¿Lilly? Eso no es culpa mía. Ni siquiera la conocía. Yo traté de ayudarla.

– ¿ Estrangulándola? ¿ Cortándole la garganta? ¿ O hizo con ella el número de Jack el Destripador Creo que decían que el Destripador era un científico. Un doctor o algo. ¿Usted es el nuevo Destripador, Pierce? ¿Ése es su fardo?

– Salga de aquí. Está loco.

– No creo que sea yo el loco. ¿Por qué fue su culpa?

– ¿Qué?

– Ha dicho que fue todo culpa suya. ¿Por qué? ¿Qué hizo ella? ¿Insultó su masculinidad? ¿Tiene un pajarito pequeño, Pierce? ¿Es eso?

Pierce negó con la cabeza enfáticamente, sacudiéndose un amago de mareo. Cerró los ojos.

– Yo no he dicho eso. No fue culpa mía.

– Lo ha dicho. Yo lo he oído.

– No. Está poniendo palabras en mi boca. No es culpa mía. No tengo nada que ver en eso.

Abrió los ojos y vio que Renner hurgaba en el bolsillo y sacaba una grabadora. La luz roja estaba encendida.

Pierce se dio cuenta de que era una grabadora distinta de la que antes había estado en la bandeja de la comida y que luego había apagado. El detective había grabado toda la conversación.

Renner pulsó el botón de rebobinado durante unos segundos y después trasteó con la grabación hasta que encontró lo que quería y volvió a reproducir lo que Pierce había dicho momentos antes.

«Es todo un error. Lo único que hice… O sea… Me dieron su número. Sólo quería ver… Quería ayudarla… Verá, fue culpa mía… y creí que si…»

El detective apagó la grabadora y miró a Pierce con una sonrisa petulante. Renner lo había acorralado. Le había tendido una trampa. Todos sus instintos legales, por limitados que fueran, le decían que no dijera ni una palabra más. Pero Pierce no podía parar.

– No -dijo-. No estaba hablando de Lilly Quinlan. Estaba hablando de mi hermana. Fue…

– Estábamos hablando de Lilly Quinlan y dijo «fue culpa mía». Eso es un reconocimiento, amigo.

– No, le dije que yo…

– Sé lo que me dijo. Fue una bonita historia.

– No es una historia.

– Bueno, ¿sabe qué? Supongo que en cuanto encuentre el cadáver tendré la historia real contada. Le tendré en el saco, victoria asegurada.

Renner se inclinó sobre la cama hasta que su rostro quedó a sólo unos centímetros del de Pierce.

– ¿Dónde está, Pierce? Sabe que es inevitable. Vamos a encontrarla. Así que terminemos con esto. Dígame lo que hizo con ella.

Las miradas de ambos conectaron. Pierce oyó el clic de la grabadora que volvía a encenderse.

– Salga.

– Será mejor que hable conmigo. Se está quedando sin tiempo. Cuando consiga esto y llegue a los abogados, no podré ayudarle más. Hable, Henry. Vamos. Descárguese.

– Le he dicho que salga. Quiero un abogado.

Renner se incorporó y esbozó una sonrisa de complicidad. De manera exagerada levantó la grabadora y la apagó.

– Por supuesto que quiere un abogado -dijo-. Y va a necesitarlo. Voy a ir al fiscal, Pierce. Sé que para empezar le tengo por allanamiento de morada y por obstrucción a la justicia. Le tendré congelado con eso, pero en el fondo no son más que minucias. Quiero el premio gordo.

Brindó con la grabadora como si las palabras que había captado allí fueran el Santo Grial.

– En cuanto aparezca el cuerpo, se terminó el juego.

Pierce ya no estaba escuchando. Volvió el rostro a Renner y empezó a mirar al espacio, pensando en lo que iba a suceder. De repente cayó en la cuenta de que lo perdería todo. La empresa… todo. En una fracción de segundo las fichas de dominó cayeron en su imaginación, la última era Goddard echándose atrás y llevando su inversión a otro sitio, a Bronson Tech o a Midas Molecular o a cualquier otro de sus competidores. Goddard se iría y nadie querría participar. No bajo el escrutinio de una investigación criminal y un posible juicio. Se terminaría. Quedaría fuera de la carrera para siempre.

Volvió a mirar a Renner.

– He dicho que no voy a volver a hablar con usted. Quiero que se vaya. Quiero un abogado.

Renner asintió.

– Le aconsejo que se busque uno bueno.

Estiró el brazo hacia una mesita donde estaban los medicamentos y cogió un sombrero que Pierce no había visto antes. Era un porkpie con el ala hacia abajo. Pierce pensaba que ya nadie llevaba sombreros como ése en Los Ángeles. Nadie. Renner salió de la habitación sin decir ni una palabra más.

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