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Pierce se despertó al amanecer, el sol lo rescató del sueño en el que huía de un hombre cuyo rostro no podía ver. Todavía no tenía cortinas en el apartamento y la luz entró por la ventana y le deslumbró a través de sus párpados. Salió reptando del saco de dormir, miró la foto de Lilly que había dejado en el suelo y se metió en la ducha. Tuvo que secarse con dos camisetas que sacó de una de las cajas de ropa, porque se había olvidado de comprar toallas.

Caminó hasta Main Street en busca de café, un batido de limón y el diario. Leyó y tomó el café tranquilamente, casi con un sentimiento de culpabilidad. La mayoría de los sábados estaba en el laboratorio en cuanto amanecía.

Cuando hubo terminado con el diario eran casi las nueve. Volvió paseando hasta el Sands y cogió el coche, pero no fue al laboratorio como de costumbre.

A las diez menos cuarto Pierce llegó a la dirección de L. A. Darlings que había anotado la noche anterior. El lugar era un complejo de oficinas de Hollywood, en varios niveles, que parecía tan legítimo como un McDonald's. L. A. Darlings estaba en el complejo 310. En la puerta de cristal esmerilado el cartel más grande decía: «Entrepeneurial Concepts Unlimited.» Debajo y en letra más pequeña había una lista de diez sitios Web diferentes, incluido L. A. Darlings, que al parecer entraba dentro del saco de conceptos empresariales. Por los nombres de los sitios Web Pierce se dio cuenta de que todos estaban relacionados con el sexo y formaban parte del oscuro universo del ocio para adultos en Internet.

La puerta estaba cerrada, pero Pierce llegaba unos minutos temprano. Decidió usar el tiempo dando un paseo y pensando en qué iba a decir y cómo iba a moverse.

– Ahora abro.

Se volvió cuando una mujer se aproximaba a la puerta con una llave. Tendría unos veinticinco años y el pelo rubio alborotado que parecía apuntar en todas direcciones. Iba vestida con unos vaqueros cortados y sandalias y una camiseta corta que dejaba al descubierto un ombligo con un piercing. Colgado al hombro llevaba un bolso que parecía lo bastante grande para contener un paquete de cigarrillos, pero no las cerillas. Y tenía aspecto de que las diez en punto era decididamente una hora demasiado temprana para ella.

– Llega pronto -dijo.

– Ya lo sé -dijo Pierce-. Vengo del Westside y pensaba que habría más tráfico.

Entró en la oficina tras la mujer. En la sala de espera había un mostrador de recepción situado enfrente de una partición que vedaba la entrada a un pasillo posterior. A la derecha había una puerta cerrada con la palabra «Privado» escrita en ella. Pierce observó mientras la mujer se situaba detrás del mostrador y metía el bolso en un cajón.

– Tendrá que esperar unos minutos hasta que esté lista. Estoy sola aquí hoy.

– ¿Hay poco trabajo los sábados?

– En general.

– ¿ Quién se cuida de las máquinas si no hay nadie más aquí?

– Ah, bueno, siempre hay alguien allí atrás. Me refería a aquí fuera.

La mujer se sentó en una silla, tras el mostrador. El aro de plata que sobresalía de su estómago atrajo la mirada de Pierce y le recordó a Nicole. Ésta llevaba más de un año trabajando en Amedeo antes de que se la encontrara en una cafetería de Main Street, un domingo por la tarde. Acababa de salir de una sesión de ejercicios y llevaba unos pantalones de chándal grises y un sujetador de deporte que exponía un aro dorado en el ombligo. Fue como descubrir un secreto de un conocido de largo tiempo. Nicole siempre había sido una mujer atractiva a sus ojos, pero todo cambió después de ese momento en la cafetería. Nicole se volvió erótica para él y le fue detrás, deseoso de descubrir tatuajes ocultos y de conocer todos sus secretos.

Pierce paseó dentro de los límites de la sala de espera mientras la mujer del mostrador hacía lo que tuviera que hacer para estar lista. Oyó que se iniciaba un ordenador y que la mujer abría y cerraba algunos cajones. Se fijó en una serie de logos colgados de la pared, correspondiente a diversos sitios Web que operaban a través de Entrepeneurial Concepts. Vio el de L. A. Darlings y varios más. La mayoría eran sitios de pornografía, donde una suscripción de 19,95 dólares mensuales daba acceso a miles de fotos descargables de tus actos sexuales y fetichismos favoritos. El banner de PinkMink.com bien podría haber servido para un anuncio de pomada para el acné.

Junto a la pared de los banners estaba la puerta con el rótulo de «Privado». Pierce miró a la mujer de detrás del mostrador y vio que estaba absorta en la pantalla. Giró el pomo. La puerta se abrió. Llevaba a un pasillo sin iluminar con tres conjuntos de puertas dobles, con una separación de seis metros entre ellas, en el lado izquierdo.

– Eh, disculpe -dijo la mujer desde detrás de él-. No puede entrar ahí.

Los rótulos colgados del techo con finas cadenas enfrente de las puertas las identificaban como Estudio A, Estudio B y Estudio C.

Pierce retrocedió y cerró la puerta. Volvió al mostrador. Se fijó en que la mujer llevaba un alfiler con su nombre.

– Pensaba que eran los lavabos. ¿Qué hay allí atrás?

– Son los estudios de fotografía. No tenemos lavabos públicos aquí. Están en el vestíbulo del edificio.

– Puedo esperar.

– ¿En qué puedo ayudarle?

Pierce apoyó los codos en el mostrador.

– Tengo un problema, Wendy. Una de las anunciantes de una página Web de L. A. Darlings tiene mi número de teléfono. Las llamadas que debería recibir ella las recibo yo. Y supongo que si me presentara en la puerta de la habitación de un hotel alguien se llevaría una decepción.

Sonrió, pero ella no dio muestras de apreciar su broma.

– ¿Una errata? -dijo-. Puedo arreglarlo.

– No es exactamente una errata.

Le explicó que había obtenido un número de teléfono nuevo y que se había dado cuenta de que era la misma línea que la que figuraba en una página Web con el nombre de Lilly.

La mujer estaba sentada detrás del mostrador. Levantó la cabeza con ojos de sospecha.

– Si acaban de darle el número, ¿por qué no pide que se lo cambien?

– Porque no me había dado cuenta de que tenía este problema y ya he encargado tarjetas de visita nuevas con el número impreso y las he enviado por correo. Sería muy caro y costoso volver a hacer lo mismo con un número nuevo. Estoy seguro de que si me dice cómo contactar con esta mujer, ella estará de acuerdo en modificar su página. Vamos, ella no está haciendo ningún negocio si todas sus llamadas me llegan a mí, ¿no?

Wendy negó con la cabeza como si la explicación y el razonamiento de Pierce la superaran.

– Muy bien, déjeme ver algo.

La mujer se volvió hacia el ordenador y fue a la lista de chicas de compañía morenas del sitio L. A. Darlings. Hizo clic en la foto de Lilly y descendió hasta el número de teléfono.

– Dice usted que éste es su número y no el de ella, pero antes sí era el de ella.

– Exactamente.

– Entonces, si la chica cambió el número, ¿por qué no lo cambió también con nosotros?

– No lo sé, por eso estoy aquí. ¿Tiene alguna otra forma de contactar con ella?

– Ninguna que pueda darle. Nuestra información de clientes es confidencial.

Pierce asintió. No esperaba otra cosa.

– Muy bien. Pero ¿puede ver si hay otro número de contacto para llamarla y hablarle de este problema?

– ¿Ha probado en el móvil?

– He probado y sale el buzón de voz. Le he dejado tres mensajes explicándole todo este asunto, pero no me ha llamado. No creo que haya recibido los mensajes.

Wendy pulsó en la barra de desplazamiento vertical y miró la foto de Lilly.

– Es sexy -dijo-. Apuesto a que está recibiendo un montón de llamadas.

– Sólo hace un día que tengo el teléfono y me está sacando de quicio.

Wendy empujó la silla hacia atrás y se levantó.

– Voy a comprobar algo. Vuelvo enseguida.

Pasó por detrás de la partición que había tras el mostrador y desapareció en el pasillo de atrás, dejando por estela el chancleteo de las sandalias. Pierce esperó un momento y se inclinó sobre el mostrador para inspeccionar todas las superficies. Suponía que Wendy no era la única que trabajaba allí. Probablemente era un trabajo que compartían dos o tres empleados con sueldos mínimos, empleados que podrían precisar ayuda para acordarse de las contraseñas del sistema.

Buscó algún Post-it en el ordenador y en la parte posterior del mostrador, pero no vio nada. Se agachó y levantó el cartapacio, pero tampoco había nada debajo, salvo un billete de un dólar. Metió el dedo en un plato de clips, pero no encontró nada. Se inclinó un poco más por encima del mostrador para ver si había un cajón para lápices, pero no lo había.

Justo cuando se le ocurrió algo oyó el ruido de las sandalias. Wendy estaba volviendo. Pierce hurgó en el bolsillo, sacó un dólar y volvió a inclinarse sobre el mostrador. Levantó el cartapacio, dejó el billete y cogió el que estaba allí. Se lo guardó en el bolsillo sin mirarlo. Todavía tenía la mano en el bolsillo, cuando la mujer regresó con una carpeta fina en la mano y se sentó.

– Bueno, he averiguado parte del problema -dijo.

– ¿Cuál era?

– Esta chica dejó de pagar su cuota.

– ¿Cuándo fue eso?

– En junio pagó hasta agosto. Después no pagó septiembre.

– Entonces, ¿por qué sigue colgada la página?

– Porque a veces se tarda un poco en limpiar a las gorronas. Sobre todo cuando tienen un aspecto como el de esta tía.

Wendy señaló la pantalla del ordenador con la carpeta y dejó ésta en el mostrador.

– No me sorprendería que el señor Wentz quisiera mantenerla aunque no pague. Los tíos ven chicas así y vuelven.

Pierce asintió.

– Y el número de visitas es lo que determina las tarifas, ¿no?

– Eso es.

Pierce miró la pantalla. En cierto modo, Lilly seguía trabajando. Si no para ella, sí para Entrepeneurial Concepts Unlimited. Volvió a mirar a Wendy.

– ¿Está el señor Wentz? Me gustaría hablar con él.

– No, hoy es sábado. Tendrá suerte si lo encuentra entre semana, pero yo nunca lo he visto un sábado.

– ¿Y qué podemos hacer? Mi teléfono no para de sonar.

– Bueno, puedo tomar nota y tal vez el lunes alguien podría…

– Mire, Wendy, no quiero esperar hasta el lunes. Tengo un problema ahora. Si el señor Wentz no está aquí, vaya a ver al chico que se ocupa de los servidores. Tiene que haber alguien que pueda acceder al servidor y bajar su página. Es un proceso simple.

– Hay un chico allí dentro, pero no creo que esté autorizado a hacer nada. Además, cuando he entrado estaba medio dormido.

Pierce se inclinó sobre el mostrador y adoptó un tono contundente.

– Lilly…, digo Wendy, escúcheme. Insisto en que vaya allí atrás y lo despierte y lo haga salir. Tiene que entender una cosa. Está en una situación legal precaria. Les he comunicado que su sitio Web tiene mi teléfono en la Red. A causa de este error estoy recibiendo repetidamente llamadas que considero de naturaleza ofensiva y embarazosa. Tanto es así que esta mañana me he presentado en esta oficina antes de que abriera. Quiero que se solucione esto. Si lo demora hasta el lunes, voy a demandarla a usted, a esta empresa, al señor Wentz y a todo aquel que esté relacionado con este negocio. ¿Lo ha entendido?

– A mí no puede demandarme. Yo sólo trabajo aquí.

– Wendy, uno puede demandar a quien quiera en este país.

La mujer se levantó, con cara de enfado, y rodeó la partición sin decir ni una palabra. A Pierce no le importó su enfado. Lo que le importaba era que había dejado la carpeta sobre el mostrador. En cuanto el sonido de las sandalias se alejó, se inclinó y abrió la carpeta. Había una copia de la foto de Lilly, junto con el texto impreso del anuncio y un formulario de información sobre el anunciante. Eso era lo que Pierce quería. Sintió una sensación de absoluta taquicardia al leer la hoja y trató de recordarlo todo.

El nombre de la chica era Lilly Quinlan. Su número de contacto era el mismo teléfono móvil que había puesto en su página Web. En la casilla del domicilio, la joven había escrito una dirección de Santa Monica. Pierce la leyó rápidamente en silencio tres veces y luego volvió a dejar todo en la carpeta justo cuando oyó las sandalias y otro par de zapatos aproximándose desde el otro lado de la partición.

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