Charlie Condon asomó la cabeza en el despacho. Estaba radiante. Su sonrisa era amplia y tan dura como el lecho de río Los Angeles.
– Lo has hecho, tío. Joder, si lo has hecho.
Pierce tragó saliva y trató de distanciarse de la sensación que le había dejado la llamada.
– Todos lo hemos hecho -dijo-. ¿Dónde está Goddard?
Condon entró en el despacho y cerró la puerta inmediatamente.
Pierce se fijó en que se había aflojado el nudo de la corbata después del champán.
– Está en mi despacho, hablando con su abogado por teléfono.
– Pensaba que su abogada era Just Bitchy.
– Ella es abogada, pero no abogada abogada, no sé si me explico.
A Pierce le costaba escuchar a Condon, porque los pensamientos suscitados por la llamada de Langwiser no dejaban de entrometerse.
– ¿Quieres escuchar su primera oferta?
Pierce miró a Condon y asintió.
– Ofrece veinte en cuatro años. Quiere un doce por ciento y ser presidente del consejo.
Pierce conjuró la imagen de Renner y se concentró en el rostro sonriente de Condon. La oferta de Goddard era buena, no desorbitada, pero buena.
– No está mal, Charlie.
– ¿No está mal? Es una pasada.
Condon hablaba acentuando en exceso la última palabra. Había bebido demasiado champán.
– Bueno, es sólo una primera oferta. Ha de mejorar.
– Lo sé. Mejorará. Quería comprobar un par de cosas contigo. En primer lugar la presidencia. ¿Te importa?
– No, si a ti no te importa.
Condon era en ese momento el presidente del consejo de administración de Amedeo Technologies. Pero no era un consejo de administración con poder, puesto que Pierce todavía controlaba la compañía. Condon contaba con un 10 %, habían repartido otro 8 % a anteriores inversores -ninguno de la categoría de Maurice Goddard- y el paquete salarial de los empleados equivalía a otro 10 %. El 72 % restante seguía perteneciendo a Pierce. De manera que darle a Goddard la presidencia de un consejo que era predominantemente protocolario no parecía mucho ceder.
– Yo digo que se lo cedamos, hagámoslo feliz -dijo Condon-. ¿Y qué pasa con los puntos? Si consigo que nos ofrezca veinte millones por tres años, ¿ le darías los puntos?
Pierce negó con la cabeza.
– No. La diferencia entre diez y doce puntos podría terminar siendo de un par de cientos de millones de dólares. Me quedo los puntos. Y si consigues veinte en tres años, genial. Pero ha de darnos un mínimo de dieciocho millones en tres años o envíalo de vuelta a Nueva York.
– Es mucho pedir.
– Mira, ya hemos hablado de esto. Ahora mismo nos estamos fundiendo tres millones al año. Si queremos expandirnos y mantenernos por delante vamos a necesitar el doble de eso. Seis millones al año es lo mínimo. Ve a conseguirlo.
– Sólo me ofreces la presidencia para negociar.
– No, te doy el invento de la década para negociar. Charlie, ¿le has visto los ojos cuando hemos encendido las luces? No sólo ha picado, ya le hemos sacado las tripas y lo tenemos en la sartén. Lo único que falta es concretar los detalles. Así que cierra el trato y deposita el primer cheque. Sin puntos extra, y consigue seis por año. Los necesitamos para hacer el trabajo. Si quiere venir con nosotros, ése es el precio del billete.
– Muy bien, allá voy. Pero deberías venir y hacerlo tú. Eres más contundente que yo.
– No creo.
Condon salió del despacho y Pierce volvió a quedarse a solas con sus pensamientos. Una vez más repasó todo lo que Langwiser le había dicho. Renner iba a registrar sus casas y su coche. Esta vez de manera oficial y legal. Probablemente para buscar más pruebas, pruebas que podían dejarse en el traslado de un cadáver.
– Dios -dijo en voz alta.
Decidió analizar su situación del mismo modo que analizaría un experimento en el laboratorio. De abajo arriba. Había que mirarlo por un lado y luego darle la vuelta y mirarlo por el otro. Molerlo y por último mirarlo al microscopio.
No había que creer nada de entrada.
Sacó su libreta y escribió los elementos clave de su conversación con Langwiser.
Registro: apartamento Amalfi
Coche – segunda vez – indicios materiales Despacho/Laboratorio?
Resultado del registro: huellas En todas partes – perfume
Miró la página, pero no se le ocurrieron más preguntas ni tampoco ninguna respuesta. Finalmente arrancó la página, la arrugó y la lanzó a la papelera de la esquina del despacho. Falló.
Se recostó en la silla y cerró los ojos. Sabía que tenía que llamar a Nicole y prepararla para lo inevitable. La policía lo registraría todo: lo suyo, lo de ella, no importaba. Nicole era muy celosa de su intimidad. La invasión le iba a causar daño y los efectos de la explicación que tenía que darle serían catastróficos para sus esperanzas de reconciliación.
– Mierda -dijo al levantarse.
Rodeó el escritorio y cogió la hoja arrugada, pero en lugar de tirarla se la llevó de nuevo a su silla. Abrió la hoja y trató de plancharla en el escritorio.
– No creas nada -dijo.
Las palabras de la hoja arrugada lo desafiaban. No tenían ningún significado. Con un rápido movimiento del brazo volvió a arrugar la hoja. Flexionó el codo, preparado para encestar en su segundo intento cuando cayó en la cuenta de algo. Bajó el brazo y volvió a abrir la página. Miró una de las líneas que había escrito.
Coche – segunda vez – indicios materiales
No creas nada. Eso suponía no creer que la policía había registrado su coche la primera vez. En su interior estalló una chispa de energía. Pensó que tal vez tenía algo. ¿Y si la policía no había registrado su coche? Entonces, ¿quién lo había hecho?
El siguiente salto era obvio. ¿Cómo sabía que habían registrado el coche? Lo cierto era que no lo sabía. Sólo sabía una cosa: alguien había estado en su coche mientras éste había permanecido aparcado en el callejón. Alguien había tocado la luz interior. Pero ¿habían registrado el coche?
Se dio cuenta de que se había precipitado al suponer que la policía -es decir, Renner- había registrado su BMW. En realidad, no tenía ninguna prueba o indicación de ello. Lo único que sabía era que alguien había estado en su coche, conclusión que permitía diversas hipótesis. El registro policial era una de ellas. Un registro por otra parte era otra. La idea de que alguien hubiera entrado en su coche y se hubiera llevado algo era otra.
Y la idea de que alguien hubiera entrado en su coche para poner algo era otra.
Pierce se levantó y salió con rapidez de su despacho. En el pasillo pulsó el botón del ascensor, pero inmediatamente decidió no esperar. Se lanzó hacia la escalera y bajó con rapidez hasta la planta baja. Pasó por el vestíbulo sin saludar al vigilante de seguridad y entró en el garaje anexo.
Empezó con el maletero del BMW. Levantó la alfombrilla, miró debajo de la rueda de repuesto, abrió el cargador de discos y la bolsa de herramientas. No advirtió que hubiera nada de más ni nada de menos. Pasó al compartimento de los pasajeros y estuvo casi diez minutos llevando a cabo el mismo tipo de registro e inventario. Nada añadido, nada en falta.
Por último levantó el capó. Nada añadido, nada en falta.
Eso sólo dejaba su mochila. Volvió a cerrar el coche y regresó al edificio de Amedeo, donde de nuevo eligió la escalera para no esperar el ascensor. Al pasar junto al escritorio de Mónica de camino a su despacho advirtió que ella lo miraba de un modo extraño.
– ¿Qué?
– Nada. Es sólo que actúas de forma… rara.
– No estoy actuando.
Cerró con llave la puerta de su despacho. La mochila estaba en su escritorio. Sin sentarse, la cogió y empezó a abrir y mirar en los diversos compartimentos. Tenía una sección almohadillada para el portátil, un bolsillo para papeles y archivos y tres compartimentos diferentes con cremallera para llevar pequeños objetos como bolígrafos, libretas, un móvil o un PDA.
Pierce no encontró nada fuera de lugar hasta que llegó a la parte frontal, que contenía un compartimento dentro de otro compartimento. Era un bolsillito con cremallera, del tamaño justo para contener un pasaporte y algo de dinero. No es que fuera un bolsillo secreto, pero resultaba fácil de ocultar detrás de un libro o un periódico doblado mientras se viajaba. Abrió la cremallera y metió la mano.
Sus dedos tocaron lo que parecía una tarjeta de crédito. Pensó que tal vez era una tarjeta vieja que había puesto allí estando de viaje y de la que luego se había olvidado. Pero cuando la sacó se vio mirando una tarjeta magnética de plástico negro. En un lado tenía el logo de U-Store-It. Pierce estaba seguro de que no la había visto antes. No era suya.
Dejó la tarjeta en su escritorio y la miró durante unos segundos. U-Store-It era una empresa de escala nacional que alquilaba contenedores y espacios de almacenamiento en naves que normalmente estaban situadas junto a las autovías. Sólo en Los Ángeles, recordaba dos almacenes U-Store-It visibles desde la autovía 405.
Le invadió una sensación de pánico. Quien fuera que hubiera estado en su coche el sábado le había plantado la tarjeta magnética en la mochila. Pierce sabía que estaba metido en algo que escapaba a su control. Lo estaban utilizando, tendiéndole una trampa para algo que desconocía.
Trató de sacudirse la sensación. Sabía que el miedo alimentaba la inactividad, y eso era algo que no podía permitirse. Tenía que moverse. Tenía que hacer algo.
Se agachó ante el armarito que había debajo del monitor del ordenador y sacó las páginas amarillas. Abrió el pesado volumen y enseguida encontró los servicios de almacenamiento. U-Store-It tenía un anuncio a página completa con una lista de ocho locales de la zona de Los Ángeles. Pierce empezó con el situado más cerca de Santa Monica. Cogió el teléfono y llamó al U-Store-It de Culver City. Contestó la llamada una voz joven y masculina. Pierce se imaginó a Curt, el chico con marcas de acné de All American Mail.
– Esto va a parecerle extraño -dijo Pierce-, pero creo que alquilé una unidad de almacenaje ahí, aunque no estoy seguro. Sé que era en U-Store-It, pero ahora no puedo recordar en cuál fue.
– ¿Nombre? -El chico respondió como si fuera una llamada de rutina.
– Henry Pierce.
Escuchó que tecleaban la información.
– No, aquí no es.
– ¿Puede conectarse con los otros almacenes? ¿Puede decirme dónde…?
– No, sólo tengo datos de aquí. No estamos conectados. Es una franquicia.
Pierce no veía por qué eso impedía la existencia de una red centralizada, pero no se molestó en preguntarlo. Dio las gracias, colgó y llamó a la siguiente franquicia geográficamente más cercana.
A la tercera, su nombre apareció en el ordenador. La franquicia de U-Store-It estaba en Van Nuys. La mujer que contestó le dijo que seis semanas antes había alquilado un depósito de cuatro por tres en Victory Boulevard. Le explicó que la sala tenía climatizador y corriente eléctrica y que estaba protegida con alarma. Era posible acceder durante las veinticuatro horas.
– ¿Qué dirección mía tiene en el archivo?
– No puedo darle esa información. Si me dice su dirección puedo comprobarla en el ordenador.
Seis semanas atrás Pierce ni siquiera había comenzado su búsqueda de apartamento que finalmente concluiría en el Sands, de manera que le dio la dirección de Amalfi Drive.
– Ésa es.
Pierce no dijo nada, se quedó mirando la tarjeta de plástico negro del escritorio.
– ¿Cuál es el número de la unidad? -preguntó finalmente.
– Sólo puedo darle esa información si veo una identificación con foto, señor. Venga antes de las seis y enséñeme su licencia de conducir y podré recordarle qué unidad tiene.
– No entiendo, creía que había dicho que hay un servicio de veinticuatro horas.
– Así es, pero la oficina cierra a las seis.
– Ah, de acuerdo.
Trató de pensar en qué más podía preguntar, pero no se le ocurrió nada. Dio las gracias a la mujer y colgó.
Se quedó sentado, quieto, después cogió lentamente la tarjeta magnética y se la guardó en el bolsillo de la camisa. Volvió a poner la mano sobre el teléfono, pero no lo levantó.
Pierce sabía que podía llamar a Langwiser, pero no necesitaba su estilo pausado y su calma profesional, y no quería oírle decir que lo dejara. Podía llamar a Nicole, pero eso sólo conduciría a voces subidas de tono y una discusión. Claro que eso ocurriría de todos modos cuando le hablara del inminente registro policial.
Y sabía que podía llamar a Cody Zeller, pero no se veía en condiciones de tolerar el sarcasmo.
Por un fugaz momento se le pasó por la cabeza la idea de llamar a Lucy LaPorte. Descartó rápidamente la idea, pero no la sensación de lo que decía de él. Allí estaba, en la situación más desesperada de su vida y ¿a quién podía llamar para pedir ayuda o consejo?
La respuesta era que no podía llamar a nadie. Y la respuesta le hizo sentir un frío que nacía en sus propias entrañas.