La pequeña barca pesquera, que no había esperado ya volver a encontrarse con la sal del mar nunca más, saltaba de cresta en cresta a buena velocidad. Aranda casi se sentía culpable por no haber pensado en esa solución mucho antes.
En poco tiempo se encontró navegando junto al puerto de Málaga. La visión de la ciudad, desde esa distancia, era desalentadora. El puerto era un hervidero de muertos vivientes; sus cabezas se agitaban sinuosas como una ola a medida que sus cuerpos caminaban, bamboleantes, sin rumbo fijo. De vez en cuando alguno caía al agua para no salir más.
El fenomenal barco-discoteca Santísima Trinidad estaba medio hundido por popa; el resto, que mostraba signos de haber sido pasto de las llamas, asomaba como un pecio abandonado. Mirando con los pequeños prismáticos que llevaba en su mochila, más allá del puerto las calles parecían haber sido el escenario de alguna batalla. Había restos de barricadas hechas con sacos y vehículos volcados, restos negruzcos de incendios que ardieron descontroladamente en el pasado y cuerpos caídos por todas partes. Las ventanas de los edificios eran testimonio de viejos horrores: marcos de ventanas destrozados con cortinas que colgaban hacia fuera y tremolaban perezosamente bajo la brisa, y otras con restos de sangre reseca en sus cristales estriados. Y naturalmente había zombis, más muertos vivientes de los que había visto jamás juntos en todo el Rincón de la Victoria.
Aranda detuvo un momento el fueraborda y permaneció impasible durante unos minutos. Había esperado algo diferente. Había confiado que el centro de Málaga pudiera ser una "zona fuerte" donde los supervivientes hubieran controlado la locura de la infección zombi. ¿Qué les pasó? ¿Qué pasó con la policía, los agentes de seguridad, el ejército, la legión española?, ¿todos los hombres y mujeres fuertes que vivían en Málaga?; ¿sucumbieron todos? ¿Cómo, por qué? ¿Tan difícil era resistir?, ¡él lo había logrado!
Se sentía triste y enfadado al mismo tiempo. El ruido del agua golpeando rítmicamente el casco de la barca le trajo recuerdos de tiempos mejores, cuando todo era normal. Ojalá hubiera prestado más atención a la vida cuando ésta le rodeaba, se decía mientras los lamentos guturales de los espectros se mezclaban con el arrullo del mar, lejanos pero omnipresentes.
Sacudió la cabeza como para desprenderse de aquellos pensamientos tristes e improductivos. Tenía que pensar qué hacer a continuación. Málaga era una ciudad grande, seguramente habría muchos supervivientes como él, gente que resistía en sus hogares, o quizá en un centro cívico, en una comisaría o un centro comercial. Obviamente, desembarcar en el puerto era imposible, así que decidió continuar un poco más hacia el oeste, hasta que encontrase una zona menos inhóspita. Más animado con la situación, se dispuso a arrancar el fueraborda. Tuk.
Algo había chocado contra el casco, apenas un golpe seco en la proa. Se giró y se asomó por la borda. Era una especie de alga de color gris oscuro con vetas blancas, bastante desagradable a la vista, y flotaba a medias al lado de la barca. Durante el trayecto había encontrado un único remo sujeto con bandas de goma, así que lo sacó para alejar esa cosa antes de que se enredara con la hélice.
Hundió el remo en el agua y trató de empujar aquello lejos de la barca, pero para su sorpresa, se encontró con algo duro justo debajo del alga. La resistencia de aquel objeto le repugnó, así que empujó con fuerza.
Entonces el alga se giró hacia un lado. Debajo había algo de un color blanco casi larval. Siguió girando… y aparecieron unos ojos hundidos de un tono vidrioso casi apagado. No eran algas, era pelo. Era un ahogado, un cadáver.
Aranda contuvo un grito, más de repugnancia que de sorpresa o miedo. Los peces habían estado picoteando aquella cara monstruosamente hinchada, y los labios habían desaparecido. Los dientes inmaculados sobresalían como cinceles de hierro.
El ahogado reaccionó de forma instantánea ante el estímulo visual que tenía delante. Una mano blanda y macilenta afloró en la superficie y sujetó el remo. Aranda lo soltó instintivamente, asqueado, y corrió hacia el fueraborda. Cuando estaba accionando el encendido, se fijó en la superficie del mar: había numerosos bultos, cuerpos flotando a duras penas, la mayoría boca abajo, y aun había otros cuerpos difusos a medio sumergir, dejándose llevar por la marea.
Aranda encendió el motor y se alejó, dejando al ahogado sujeto con fuerza al remo. Mientras salía de la bolsa de cadáveres a la deriva, se preguntó cuántas de esas cosas permanecerían dormidas, sumergidas en el fondo del mar con los pulmones llenos de agua salada, incapaces de morir, mecidos suavemente por las mareas. ¿Y qué ocurriría con los peces que mordieron al cadáver?, ¿serían infectados? ¿Qué efecto tendría eso sobre la salubridad de los océanos a largo plazo? ¿Sería todavía posible comer productos del mar?
No mucho más tarde, ensimismado todavía en ese hilo de pensamiento, Aranda pasaba por delante del paseo marítimo Antonio Machado, que nacía del puerto de Málaga y se extendía hacia el oeste. Aquella parte de la ciudad, al menos la zona costera, era relativamente nueva, y debido a la crisis inmobiliaria que había afectado a todo el país, la mayoría de los pisos estaban todavía vacíos. Este hecho se notaba en las calles, donde el número de caminantes era irrisorio.
Detuvo el motor y tomó de nuevo los prismáticos. La carretera estaba también impracticable, y uno de los edificios había ardido por completo hasta los cimientos, pero por lo que pudo ver no se detectaban más anomalías.
Maniobrando con el fueraborda, se dirigió hacia la orilla, lentamente. Allí se las ingenió para empujar la barca todo lo que pudo hasta envararla en la arena, junto a un montón de piedras blancas que conformaban un diminuto espigón. Aunque sospechaba que al motor no le quedaba ya mucha gasolina, sabía que ésa era su vía de escape en caso de problemas. Luego se agazapó junto al espigón para no ser visto, y desde allí echó un vistazo a lo que le esperaba.
Se trataba de una zona diáfana, con zonas verdes y palmeras jóvenes que aún no habían alcanzado toda su altura. Además del habitual batiburrillo de vehículos siniestrados, había gran cantidad de camiones volcados en la carretera. Todos los escaparates de los locales comerciales de las plantas bajas habían sido destrozados y violentados, y el género, bien fueran muebles, cajas de todos los tamaños y formas, e incluso aparatos de televisión, estaban dispersos por la acera. Por todas partes había cadáveres cuya piel se había puesto negra por acción del sol.
Avanzó lentamente, sin perder de vista a los zombis que vagaban por la zona. Si podía llegar al menos a uno de los restaurantes, quizá podría encontrar aún algo de comer, aunque sólo fueran cereales o latas de conservas.
No le fue mal en su avance a través de la carretera y los jardines agostados por el sol y la falta de agua. Discurría entre los vehículos, agazapado, siempre vigilante. Llegó al fin al pie de los edificios y se fijó en la marquesina de uno de los locales, un restaurante de la cadena VIP. La puerta de entrada era de doble hoja, y estaba cerrada y bloqueada con un pesado contenedor de basura de los metálicos.
Aranda miró alrededor. Le parecía que los espectros, aunque aún distantes, se estaban acercando. No quería tentar a la suerte, tenía que desaparecer de su vista antes de que identificaran que iba a adentrarse en el local, o encontraría un buen comité de fiestas al salir de nuevo. Intentó calcular el peso del contenedor sacudiéndolo brevemente: era indeciblemente pesado. Miró al interior, y le sorprendió descubrir que había pesados cascotes y ladrillos de todos los tamaños.
Con muchísimo esfuerzo, consiguió empujar el contenedor a un lado, lo suficiente como para abrir una de las hojas. Al hacerlo, un hedor indescriptible le golpeó las fosas nasales con la contundencia de un mazazo. Se echó para atrás unos pasos, sacudiendo la cabeza e intentando contener las arcadas. Para cuando pudo volver a mirar a la oscuridad del interior del local, ya era demasiado tarde: una miríada de ojos enrojecidos le miraban, envueltos en la casi total oscuridad del local, como intentando comprender. Eran espectros. El contenedor no impedía el acceso; les impedía a ellos salir.
Aranda retrocedió aun más. "Dios mío, son tantos…", pensó, saltando de una mirada a otra. "Son tantos, coño, son tantos…".
Justo cuando pensaba en echar a correr para perderse de vista antes de que lo reconociesen como una presa, la horda se despertó. Fue como si alguien hubiese bajado una palanca: se lanzaron todos hacia delante, sus ojos sin pupila clavados en él. Emergiendo de las tinieblas del fondo comenzaban a despuntar más cabezas, sus brazos levantados con dedos anhelantes de carne tibia.
Aranda quiso moverse, salir de allí, pero se sorprendió a sí mismo dando pasos dubitativos en una y otra dirección. "Así es como te cogen, así es como acabas convertido en uno de ellos", dijo una voz dentro de su cabeza. A uno de los espectros le falló una pierna y cayó al suelo con un ruido blando; entonces, el efecto hipnótico en el que parecía haber caído se rompió de una forma tan manifiesta que casi pudo oír el clic. Echó a correr, cuando ellos estaban ya a apenas tres metros.
Deslizándose de nuevo por el tétrico tobogán del pánico, Aranda batió sus piernas tan rápido como pudo. Miraba alrededor, intentando encontrar un objetivo, un lugar donde esconderse. Sabía que no podía correr a ese ritmo más que unos pocos minutos, y sabía perfectamente que los caminantes no se cansaban. Nunca. Nadie como ellos sabía forzar el caparazón humano hasta límites que nadie había llegado a imaginar siquiera.
Dobló la esquina del edificio y casi cae en brazos de un espectro cuyo costado aparecía completamente sesgado. Las costillas emergían como los restos de un primigenio dinosaurio en un mar negruzco, y el brazo era apenas un hueso retorcido en el hombro, como un siniestro tótem esculpido por un demente. El espectro dejó escapar un gruñido ronco al encontrarse a Aranda prácticamente en sus brazos, pero fue demasiado lento; el joven hizo una finta y se zafó, alejándose de él con toda la rapidez que le fue posible. Sólo unos segundos después, la horda de zombis en persecución arrolló al espectro con la fuerza de una vaquilla. Éste fue arrojado contra el suelo y desapareció bajo los pies del grupo.
Mientras corría, Aranda iba pasando portales y locales abiertos. Eran una trampa, eso lo sabía demasiado bien, un laberinto de puertas cerradas y corredores que no llevaban a ninguna parte, pero sentía en el costado y el pecho que, de seguir corriendo a esa intensidad, no iba a aguantar mucho más, y la entrada a los edificios se le antojaba tentadora.
Por fin, a apenas cincuenta metros en línea recta vio unas vallas de hierro que, formando un cuadrado, cortaban el paso a una tienda de lona de los servicios de mantenimiento. A escasos centímetros se abría en el suelo la entrada de una alcantarilla cuya tapa yacía a un lado.
¡Las alcantarillas! No sabía cuánto podría avanzar bajo las calles, o si la altura de los túneles le permitiría circular en absoluto, pero no creía que los zombis fueran capaces de seguirle por el agujero, y mucho menos por unas escaleras de mano. Corrió hacia allí, sintiendo que la distancia que le separaba de sus perseguidores se acortaba cada vez más. Se obligó a un esfuerzo final y redobló la velocidad cuando se encontraba prácticamente envuelto ya en los gruñidos animales de los espectros. Por fin, apartó una de las vallas con la cadera y se lanzó por el hueco levantando los brazos y con los pies por delante.
Una explosión de dolor le cegó momentáneamente cuando cayó sobre el suelo. La sensación visual fue blanca, pese a la oscuridad reinante en aquella cloaca. Se sorprendió al encontrarse a cuatro patas, con las manos hundidas en una inmundicia oscura de tacto barroso. Miró hacia arriba y vio manos y brazos asomando por el agujero de la alcantarilla, agitándose con nerviosos movimientos, intentando apresarle. Esa visión, no obstante, le reconfortó; tal y como había pensado, los muertos vivientes carecían de la psicomotricidad suficiente para sincronizarse.
Aranda anduvo por los túneles, contento de alejarse lo más posible de aquella abertura ominosa. Había suficientes rejillas y agujeros en las salidas de la alcantarilla como para dispersar la oscuridad lo suficiente para poder ver por dónde andaba. Le preocupaba, naturalmente, encontrarse con algún muerto viviente en las tinieblas de aquellos túneles, pero se esforzó por no pensar en eso; después de todo sólo podía continuar.
Caminó durante lo que le pareció una eternidad. De tanto en cuando, se subía a alguna tubería cenicienta para asomarse por alguna rejilla y mirar el exterior. Las veces en las que podía ver lo suficiente, siempre era el mismo espectáculo: zombis vagando erráticamente por las calles sucias, cadáveres hinchados pudriéndose al sol, y escenas de coches abandonados en confusas aglomeraciones. Por lo menos sabía que avanzaba hacia el norte, adentrándose cada vez más en la parte oeste de la ciudad.
En un momento dado, se sentó en unos escalones de cemento y se sintió abrumado por una honda sensación de tristeza y desesperación. Parecía que Málaga entera había sucumbido ante el horror desbordante de la infección zombi. Era como si no quedase nadie en absoluto. El viejo sueño de encontrar un reducto controlado por supervivientes se le antojaba ahora algo lejano y poco coherente. ¿Cómo había podido dejarse llevar por una idea tan infantil y con tan poco sentido?
Permaneció sentado unos minutos, intentando decidir si volver a por su barca podía ser la mejor solución. Quizá si navegase un poco más hacia el oeste las cosas se presentasen de otro modo. Pero entonces un aullido lejano le sobresaltó: venía de los túneles que había estado siguiendo. El aullido reverberó, horrible, trayendo ecos siniestros hasta donde él estaba, y se obligó a incorporarse y continuar avanzando.
Sumido en tristes pensamientos, Aranda avanzó durante mucho más tiempo del que habría podido decir. Encontró un túnel ancho con calzadas a ambos lados de las aguas ponzoñosas y caminó por ellas a buen ritmo, utilizando las manos para no perder la referencia de la pared del túnel.
Mucho tiempo después, se encontró en lo que parecía una sala diáfana. Las paredes se perdían en todas direcciones, sumidas en tinieblas. Un único rayo de luz entraba verticalmente por un pequeño agujero de una de las tapas del techo.
Se atrevió a subir la maltrecha escalera de mano y levantar la tapa, apenas unos centímetros, lo necesario para echar un vistazo. Se encontró con una planicie completamente vacía: no había ni rastro de muertos vivientes, ni ninguna de las otras cosas que se habían repetido cada vez que había querido ver el exterior. A lo lejos pudo ver una alambrada alta, de rejilla metálica. Miró hacia otro lado y vio unas gradas de cemento de color blanco, y reconoció el sitio al instante: era la ciudad deportiva de Carranque, una extensión de varios kilómetros con dos campos de fútbol, una pista de atletismo, jardines y varios edificios con piscinas cubiertas y salas de usos múltiples.
Juan experimentó una inesperada sensación de euforia y se animó a deslizar la tapa hacia un lado y asomar la cabeza un poco más para tener una visión completa de la zona. En ese preciso instante, un objeto pequeño se le apoyó en la nuca, y una voz grave que venía desde su espalda exclamó:
– Será mejor que digas algo, cualquier cosa, o te vuelo la tapa de los sesos en este mismo instante.