Mientras su particular elenco de verdugos del Señor tomaba el edificio, el Padre Isidro había salido fuera de nuevo. A su lado, uno de los zombis se sacudió como si una mano invisible le hubiera abofeteado; pequeños jirones de su desgastada chaqueta salieron despedidos a la altura del hombro junto a una opaca llovizna de carne y polvo de un color borgoña oscuro. Un segundo más tarde le siguió el sonido del disparo que lo había provocado; era un tirador, uno de los centinelas apostado en una de las torres de iluminación del recinto. Sonrió con desdén; era tan mal tirador como cabía esperarse de un asqueroso impío, ¿y acaso Dios no lo protegería a él, de todas maneras, incluso de los proyectiles forjados por las manos del pecado?
Caminó resueltamente, zigzagueando entre el numeroso grupo de espectros que estaba ya por todas partes. Un relámpago restalló en el cielo, arrancándole un brillo maléfico en sus ojos grandes y crueles. Volvió a entrar por otra pequeña puerta que conducía a la piscina cubierta, arrastrando a uno de los zombis consigo, y desde allí accedió a los sótanos de mantenimiento donde tampoco se encontró con nadie debido a la hora temprana.
El Padre Isidro sabía perfectamente dónde estaban instalados los generadores que mantenían la electricidad en todo el complejo porque él ya había visitado Carranque en el pasado, hacía algunos años. Fue invitado por la Fundación Deportiva Municipal junto con otros miembros de la Iglesia para orquestar un plan de fomento del deporte entre los niños catequistas, y habían sido muy pródigos en enseñarles todos los entresijos y detalles de sus instalaciones.
Allí abajo, encontró las diversas máquinas zumbando con gravedad en las tinieblas del sótano. Tenían varios modelos diferentes: unos grandes, industriales, que emitían una vibración ostentosa, y otros más pequeños, colocados alrededor en diversos ángulos. Una miríada de cables interconectaban las diferentes máquinas a un aparato eléctrico en la pared.
El Padre Isidro caminó despacio hacia el panel mientras una mueca aséptica curvaba sus labios hacia arriba.
En el interior del edificio, Aranda y el resto tenían problemas. Mientras el Escuadrón era arrancado de los brazos de Morfeo y volvía a vestirse con sus habituales trajes de combate, el resto de los supervivientes arrastraba colchones y somieres hacia el corredor, intentando frenar el avance de los muertos vivientes que subían por la escalera. Eran mucho más difíciles de manejar que los espectros a los que estaban acostumbrados: más fieros, fuertes, rápidos e imprevisibles; llevaban esperando demasiado tiempo tras las alambradas y habían sido testigos de disparos y muertes, por no hablar del espectacular fuego que ardió toda la noche. Sus monótonos cloqueos se habían trocado ya en chillidos histriónicos que se instalaban en la cabeza y no te dejaban pensar en nada más. Estaban frenéticos, y buscaban con un ansia atroz la cálida y viva carne de aquéllos que tenían ante sí.
– ¡Es imposible pasar por ahí! -le dijo un hombre a Aranda, intentando hacerse oír por encima de los gritos. La escena era de pesadilla: los supervivientes intentaban mantener los grandes colchones en posición vertical formando una barrera contra los zarpazos y dentelladas de los zombis, pero éstos tironeaban, agarraban y empujaban con una violencia desmedida. Tenían que hacer oposición con al menos cinco hombres, pero aun así perdían terreno, centímetro a centímetro, lenta pero inexorablemente.
En el distribuidor a las habitaciones, Moses buscaba afanosamente a Isabel. A todos les preguntaba, mirándoles a los ojos para forzarles a recordar pese a la situación en la que se encontraban. Pero nadie parecía haberla visto.
– ¿Cuántos son? -preguntó José, apareciendo por el pasillo con el cañón del fusil dirigido hacia el suelo.
– Son muchos… -contestó Aranda-. ¿Cuántas balas tienes ahí?
– Cuatro cargadores, unos cien disparos.
– ¿Podemos abrirnos paso hasta abajo? Tenemos que llegar abajo para restaurar el control antes de que acaben esparcidos por todo el maldito edificio.
– Mierda… la enfermería… -dijo José, abriendo mucho los ojos. Pensaba en Dozer, Jaime, y quien quiera que estuviese de guardia allí.
– Lo sé, pero no nos pongamos nerviosos… ¿Podemos llegar abajo?
– Seguro que sí… -dijo Susana, que acababa de llegar hasta ellos-. Yo tengo tres cargadores más. Uriguen no tiene su fusil, se tomó su tiempo para devolverlo al almacén antes de irse a dormir.
– ¡Mierda! -espetó José.
– Tú y yo.
– ¡Vamos, vamos…! -soltó José, abriéndose paso entre la tercera y segunda fila de hombres que ayudaban a que los colchones no cedieran.
Intentó encontrar un hueco por el que brindarse un objetivo, pero no resultó ser una tarea fácil: los colchones estaban sometidos a una pugna endiablaba, y se movían continuamente bloqueando los huecos que iba encontrando. Por fin, hicieron pasar una silla hasta la primera línea de combate y, encaramándose a ella, tuvo línea directa con los sitiadores. Desde allí abrió fuego, una, dos, seis veces, todos ellos disparos certeros en la zona de la cabeza; los cuerpos, privados ya del hálito endemoniado que los movía, caían al suelo desmadejados, unos sobre otros, formando un cúmulo sangriento y espeluznante.
– Isabel… ¡Isabel estaba arriba con nosotros! -le contaba una mujer a Moses en ese mismo momento-. Nos ayudó a desplegar los contenedores para la lluvia. ¡Estaba en la azotea!
Moses, invadido por una nueva oleada de pánico, arrancó a subir los peldaños de la escalera. Su cabeza le decía que de eso hacía ya demasiado tiempo como para que no hubiera bajado todavía. Cuando había ascendido ya dos tramos completos, se regaló con la visión de Isabel que, aunque temblorosa y cabizbaja, bajaba ayudada por Michelle.
– ¡Isabel! -llamó, sintiendo un repentino escozor en los ojos; las lágrimas pugnaban por salir.
– Elle, est elle?…-dijo Michelle a caballo entre el francés y el español-. Ella es OK…
Pero Isabel, que había escuchado la voz de Moses, se tiró literalmente a sus brazos, entregada a una llantina desconsolada. Moses la recibió, rodeándola con un fuerte abrazo mientras le susurraba al oído que todo iba a salir bien, que todo estaba bien, y que no había de qué preocuparse.
Michelle esperó un tiempo prudencial. Los disparos de José, extrañamente rítmicos, ascendían por el hueco de la escalera, restallando con ecos arrastrados.
– Les morts, sont ils morts?-preguntó al fin.
Moses asintió levemente.
– Están en las escaleras, pero están acabando con ellos, con los fusiles…
– Fusiles… -repitió Michelle, algo confusa.
Moses se separó de Isabel.
– ¿Estás bien? -preguntó, buscando sus ojos.
– S… Sí. Estoy bien -respondió, todavía balbuceante-. Ahora estoy bien. No quería… no quería bajar. Yo… no sabía dónde estabas y…
– Estamos todos juntos, ya verás. ¿Quieres quedarte aquí arriba? Pero Isabel le miró con ojos enrojecidos. Era una mirada directa, con determinación.
– No. Quiero ir contigo.
Moses pareció considerar las posibilidades unos instantes.
– De acuerdo… -dijo al fin-. Vamos a bajar. En ese momento, la luz se apagó.
La contienda en la escalera se complicó muchísimo a partir de ese momento. Los fogonazos del fusil al descargar los disparos eran la única fuente de luz que tenían como referencia. José aprovechaba estas ráfagas para apuntar al siguiente objetivo, pero los espectros se movían como una ola, siempre cambiantes, y sus disparos comenzaron a ser no tan certeros. Cada estallido lumínico traía una nueva imagen de horror, como pequeños instantes capturados en una fotografía, y se daba perfecta cuenta de que ya no les acertaba en la cabeza, única posibilidad de abatirlos. Un disparo hizo volar la mandíbula de algún desdichado, el siguiente arrancó de cuajo un trozo de cuello del zombi que tenía inmediatamente delante, pero el tercero se perdió sin que hubiera tenido repercusión alguna.
– Ese hijo de puta está en el sótano de mantenimiento, con los generadores… -dijo Aranda, más para sí mismo que para los demás. Sin embargo, era imposible llegar hasta allí sin limpiar las escaleras. Apretó los dientes con fuerza. Blam. Blam. Los fogonazos conferían a la escena un tinte macabro en blanco y negro, y el aire se llenó del aborrecible hedor de la pólvora y la sangre.
En el edificio anexo, que se usaba como enfermería, las cosas no iban mejor. Carmen, o Carmencita, como la llamaban todos, había dado un buen respingo cuando el primer disparo le hizo levantar la vista de la vieja novela que estaba leyendo. El sonido era definitivamente diferente del de un trueno, más breve, más intenso, como el de un petardo que retumba en la acera de una calle. Sin embargo, llovía con demasiada intensidad como para que alguien estuviese haciendo prácticas de tiro, y sabía perfectamente que los chicos del Escuadrón de la Muerte estaban esa noche llevando a cabo su misión.
Inquieta, se asomó al exterior. Su sobresalto fue tal que la novela resbaló de su mano y cayó al suelo. Había zombis ahí fuera, dentro del recinto, a apenas treinta metros. Avanzaban erráticamente por la zona situada entre los edificios y las pistas deportivas. Se llevó una mano a la boca, sobrecogida por una oleada de pánico como no la había experimentado en mucho tiempo, pero reaccionó con rapidez y se apartó de los ventanales, lejos de su vista.
Corrió entonces pasillo adentro y bajó los pocos peldaños que la separaban de la oficina donde el doctor Rodríguez se afanaba en analizar los resultados de sus investigaciones. Había llegado sobre las cinco de la mañana, incapaz de dormir más, y había estado intentando aislar el agente patógeno que había encontrado, pero sin mucho éxito.
– D-Doctor… -dijo. Su propia voz le sonó desconocida, más aguda y trémula de lo normal.
El doctor Rodríguez levantó la vista hacia ella, mirándola por encima de sus gafas. Carmen estaba blanca como una pared encalada y rápidamente supo que algo estaba mal, definitivamente mal.
– ¿Qué ocurre, Carmen?
– Los… los… están aquí mismo…
El doctor Rodríguez pestañeó, intentando descifrar sus palabras.
– ¿Qué…?
Pero entonces, una algarabía tremenda de cristales rotos llegó hasta sus oídos. Por la intensidad del ruido, estaba claro que se trataba de los ventanales de acceso a la enfermería.
– Jesús… -dijo el doctor Rodríguez, súbitamente lívido.
– Han entrado, doctor… -susurró Carmen.
– ¿Son muchos?
– Muchos…
– Vamos… -dijo Rodríguez resueltamente-. Tenemos que empujar la cama de Jaime y llevarla donde está Dozer, sólo así podemos asegurar que podremos resistir un tiempo, hasta que alguien venga por nosotros.
Se pusieron rápidamente en marcha, confiando en que tuvieran aún un par de minutos hasta que los zombis llegaran hasta ellos. Jaime dormitaba todavía cuando llegaron; le habían dado codeína la noche anterior porque acusaba un fuerte dolor en el pecho. Cuando empezaron a empujar la cama fuera de la habitación, agradecieron que ésta tuviera ruedas; en pocos segundos llegaban junto a Dozer y cerraban la puerta doble tras ellos.
– ¿Qué… ocurre? -preguntó Dozer.
– Carmen dice que los zombis han entrado. Hemos escuchado cómo rompían el cristal de la entrada, pueden llegar en cualquier momento…
Dozer pestañeó, intentando asimilar la información. En unos pocos segundos, su mente le proporcionó una fugaz composición con los rostros de casi todos los miembros de la Comunidad, oscurecidos por un tinte opaco de color rojo intenso. Al volver a hablar, descubrió que tenía la boca totalmente seca.
– Doctor, ¿no tiene algún arma aquí? Rodríguez negó con la cabeza.
– Bien, ése es un error que quizá paguemos caro… Tenemos que bloquear la puerta… -Miró alrededor. Había un pequeño armario con medicamentos, pero no parecía demasiado pesado; sin embargo, no tenían otra cosa más que eso y las propias camas, que para colmo de males estaban dotadas de ruedas-. ¿Pueden empujar ambas camas contra la puerta?
– Sí…
De repente, escucharon un ruido indeterminado tras la puerta. Carmen dio un pequeño salto sobre sus pies. Dozer se llevó un dedo a los labios, pidiéndoles a todos silencio. Cuando volvió a hablar, lo hizo en un tono de voz susurrante, tan bajo como pudo.
– Doctor, empujen las camas… pero despacio… si no saben que estamos aquí, ni siquiera se interesarán por la puerta.
El doctor y Carmen comenzaron a empujar la cama de Dozer con todo el cuidado que les fue posible, y se aseguraron que quedara bien pegada a la puerta doble. Luego, con la misma cautela, hicieron lo propio con la cama de Jaime.
– ¿Se pueden trabar las ruedas?
El doctor se agachó, y descubrió con gratitud que las ruedas tenían un seguro para evitar su movimiento cuando no se deseaba. Accionó los seguros de todas las ruedas y se incorporó, levantando el pulgar.
– Bien… bien…
Se quedaron todos en silencio, mirando las puertas blancas y concentrados sólo en escuchar. A lo lejos se intuía un rumor incesante de agua cayendo, pero eso era todo; si había zombis ahí fuera, no podían asegurarlo. Carmen, sin apenas proponérselo, se acercó al doctor y se abrazó a su cintura. Temblaba como una hoja al viento.