XXI

Moses y el Cojo avanzaban a buen paso. Habían encontrado la calle inusualmente vacía, y avanzar por entre los edificios ya no era un camino tortuoso, lleno de situaciones peligrosas. La mayor parte del tiempo podían simplemente deslizarse entre las figuras erráticas sin recurrir a enfrentamientos, lo que era muy preferible; hacía ya tiempo que habían aprendido que las refriegas tenían una reacción lenta pero progresiva en todos los espectros a la vista, se excitaban y los atraían como un imán.

En muy poco tiempo habían llegado a la calle Álamos, que se extendía cuatrocientos metros hacia el este, donde se abría la Plaza de la Merced. Al mirar en esa dirección, se detuvieron en seco. Desde allí llegaba una horda de muertos vivientes como no la habían visto en mucho tiempo: un tumulto ingente de brazos y bocas hediondas que se movían al unísono como una ola de pesadilla.

– Jesús bendito… -musitó Moses, sin poder apartar la vista.

– Vámonos, vámonos, Mo… -dijo el Cojo, repentinamente ronco, dando pasos cortos hacia atrás.

Moses agarró al Cojo por el brazo. Señalaba con su brazo velludo.

El Cojo los vio también. A poca distancia, un hombre clavaba un cuchillo en el rostro de uno de los espectros. El zombi se sacudió brevemente y cayó desplomado al suelo convertido en un fardo inútil.

Un segundo espectro se apresuró a pasar por encima del cuerpo caído y se enfrentó al hombre, altivo y con los hombros henchidos, embravecido como un depredador a punto de saltar sobre su presa. Detrás de ellos pudo ver dos chicas jóvenes.

Antes de que pudieran reaccionar, el espectro lanzó sus manos hacia el cuello del joven. El chico se combó hacia atrás. Movía las manos con grandes aspavientos.

Saliendo de su estupor, Moses corrió hacia ellos con su barra en ristre. El Cojo sentía una profunda sensación de peligro minándole el ánimo, pero trotó detrás de su amigo, acarreando su corta pierna. Por fin, aprovechando el ímpetu de la carrera, arremetió contra el atacante y lo derribó al suelo. El joven cayó hacia atrás y permaneció en el suelo describiendo un arco sobre su espalda, boqueando como un pez que, arrebatado al mar, yace en la arena sin aire.

Moses se levantó rápidamente. El espectro estaba despertando, esto lo veía en sus pupilas de un color blanco iridiscente. Era el umbral que los muertos parecían atravesar antes de convertirse en corredores, y eso no era algo que Moses quisiese ver. Parecía a punto de saltar, como accionado por un resorte. Su rostro empezaba a reflejar una furia concentrada, cruel, desmedida. Pero Moses no iba a esperar para verlo; levantó la barra por encima de su cabeza y la dejó caer con fuerza. La barra golpeó el cráneo del cadáver con un ominoso ruido sordo, como el que produce un cántaro de barro desquebrajándose. El espectro se sacudió con un espasmo final, y permaneció inmóvil, sus ojos sin pupila prendidos en el cielo plomizo.

El Cojo atendió al joven tendido en el suelo. Tenía horribles laceraciones en el cuello y respiraba con dificultad, pero sobreviviría.

– ¡¿Estáis bien?! -gritó Moses a las dos chicas jóvenes que estaban detrás.

– S… sí… -dijo una de ellas. Les miraba con incredulidad, una sensación que Moses comprendía muy bien; sólo Dios sabía cuánto tiempo hacía que no veían otros seres humanos-. G-gracias… ¡gracias!

– ¿De dónde…?, ¿de dónde coño venís? -preguntó Moses.

– Yo…

– Tenemos que movernos, Mo -interrumpió el Cojo, sin apartar la mirada de la masa de espectros que avanzaba hacia ellos por la calle.

– Sí… vale… ¿cómo está ese tío?

– Creo que bien… ¡Venga, arriba! -dijo, ayudando al joven a incorporarse. Les miraba con una extraña mueca en el rostro, entre gratitud y miedo.

– ¿Podéis seguirnos? -preguntó Moses-. ¿Podéis correr?

– S… sí, sí… claro… -dijo Isabel, cogiendo a Mary firmemente de la mano. Roberto asintió con la cabeza, aún jadeando.

– Vámonos, entonces… -dijo el Cojo-. Si ven dónde nos escondemos nada les parará… son demasiados.

– ¿Ella está bien? -preguntó Moses, señalando a Mary. La chica le parecía un poco retrasada; miraba con divertida fascinación un viejo cable de alumbrado público que cruzaba la calle.

– Sí, está… un poco… es que John… y… David…

Moses comprendió al instante y detuvo su discurso justo cuando comenzaba a balbucear.

Empezaron a correr por la calle, tomando el mismo camino de vuelta que habían recorrido momentos antes. Moses iba en último lugar, preocupado por la retaguardia. Sabía que de las grandes masas salían los corredores, y sabíatambién que difícilmente podrían protegerse todos ante algo así armados únicamente con una barra de hierro. Se explicaba también por qué había visto tan pocos espectros antes; por algún motivo se habían ido todos a la Plaza de la Merced.

– ¡Por aquí! -decía el Cojo de tanto en cuando. En ocasiones tenía que derribar a algún zombi para asegurar el paso del grupo, mediante el simple procedimiento de imprimirle un buen empellón. La mayoría eran suficientemente torpes como para permitirles desaparecer de la escena antes de que pudieran incorporarse de nuevo. Por fin llegaron al portal y entraron todos, jadeando y resoplando, pero profundamente aliviados de haber podido escapar.

– Gracias, gracias, tíos… -decía Roberto, con lágrimas en los ojos y el labio inferior aquejado de un acusado temblor. Moses lo abrazó.

Unas horas más tarde, el grupo se encontraba apoltronado en los pequeños sofás que Moses y el Cojo tenían dispuestos en su piso. Mary daba pequeños sorbos a un vaso de agua que cogía entre las manos como si fuera un cuenco de sopa caliente, e Isabel y Roberto intentaban explicar todas las peripecias vividas últimamente. El Cojo aún sufría su dolor de muelas, pero, a indicación de Roberto, había conseguido aliviar considerablemente el dolor utilizando un diente de ajo que aún sobrevivía en la cocina.

– Cuéntame lo de ese tío otra vez -pidió Moses.

Isabel suspiró, pero no parecía molestarle. Cada vez que lo contaba añadía nuevos detalles, y Moses se dio cuenta de que, con cada revisión de la historia, parecía encontrarse un poco mejor. Cada vez era más fácil para ella ubicarse en un plano exterior a los acontecimientos, y relatarlos como si fueran un cuento viejo, ya superado. Hacía sólo unas horas que la había conocido, pero Isabel le había gustado desde el primer momento: hermosa y con una mirada directa y sincera.

– Es increíble… -dijo el Cojo-. Nunca había oído nada parecido…

– ¿Cómo coño habrá hecho eso? -preguntó Moses.

– Os dais cuenta -dijo el Cojo- de lo que… quiero decir, si pudiéramos conseguir lo mismo que él… ser capaces de deambular por entre esos zombis… eso sería… eso sería definitivo…

– Un cura… -decía Moses, más para sí mismo que para los demás.

– Había algo en sus ojos que… -dijo Roberto, con la mirada perdida en algún punto indeterminado-, no sé, estaban enloquecidos, toda su… su cara, su rostro… enloquecido, completamente fuera de sí. Teníais que haberlo visto… tan delgado.

– ¿Os acordáis de aquella vieja película, Poltergeist? -preguntó Isabel. Todos asintieron-. No la original, sino la segunda o tercera parte… salía un tío cadavérico de pelo blanco… pues nuestro cura es su puto hermano gemelo.

– Joder, sí… qué grima me daba ese tío -dijo el Cojo.

– Sea como fuere, loco o cuerdo, sacerdote o no, es un enemigo -soltó Moses, poniéndose de pie-. Por lo que decís de sus palabras, creo que él piensa que todo esto es el proverbial Día del Juicio Final, tal y como lo cuenta la Biblia, ya sabéis, donde todas las almas, los vivos y los difuntos, son invocados ante Él y sometidos a juicio.

– Joder… -dijo Roberto.

– Sí, joder. Se lo ha tomado a pies juntillas, y aunque no sabemos cómo hace su particular truquito, está usándolo para alimentar su enfermiza fantasía.

– Bueno… -interrumpió Isabel, acaparando todas las miradas-. Quiero decir, y si… o sea, todo esto de los muertos volviendo a la vida… no sé, ¿y si fuera verdad?

Moses sonrió con amabilidad.

– Bueno, Isabel… -dijo-, la parábola del Juicio Final es una de las más importantes del Evangelio. Habla del día final de la historia, de la sentencia definitiva de Dios sobre los seres humanos. Este texto aparece adornado con muchas leyendas y representaciones bastante… plásticas, pero no deja de ser una parábola.

– Lo sé, lo sé, pero… es todo tan surrealista…

– Sea como fuere, tenemos ahora un gran problema -dijo el marroquí-. ¿Cómo diríais que ese sacerdote os encontró? ¿Salíais a menudo?, ¿os asomabais a los balcones?

Roberto pestañeó, paseando la mirada entre Mary e Isabel.

– No salíamos nunca… teníamos ese supermercado justo bajo la casa, como os hemos dicho antes. Pero sí, usábamos las ventanas, claro… y la azotea. A Isabel le encantaba mirar por la ventana… se pasaba largas horas mirando la calle.

– Eso… -dijo Isabel, un poco incómoda-, eso fue cuando lanzamos las cuartillas.

– ¿Cuartillas?

– Sí… pensamos que podría haber más gente como nosotros, supervivientes, escondidos en sus casas, en alguna parte. Al fin y al cabo, si nosotros lo estábamos logrando, seguramente alguien más también… -hizo un gesto vago con las manos-…como vosotros. Así que escribí unas cuartillas, muchas… unas quinientas, y las lanzamos desde el tejado. Queríamos que el viento las propagase por todas partes. En la cuartilla pusimos la dirección donde nos encontrábamos y…

De repente, cayó en la cuenta.

– Oh, Dios… ¿así… así fue como nos encontró? Moses se revolvió en su asiento.

– Bueno, no es seguro. Se me ocurren otras formas, quizá porque os vio en la azotea, o en la ventana, o escuchó ruidos… o…

De repente abrió los ojos. Eran ya prácticamente las seis, pero en invierno anochecía temprano y el día nublado no ayudaba a prolongar la luz natural. Antes no lo había notado, pero el Cojo ya había encendido la pequeña luz de la mesita del salón.

Se levantó rápidamente y la apagó, dejando que la penumbra inundara rápidamente la habitación.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Roberto, levantándose rápidamente.

– La luz… a esos espectros no les importa, pero a un ser humano… sólo tendría que darse un pequeño paseo por el centro para encontrar dónde nos hemos escondido. ¡Qué estúpido he sido! Quizá ya nos haya encontrado.

– La luz… -dijo Mary con un débil hilo de voz.

– Cierra los batientes, Josué… -dijo Moses.

Se aseguraron de cerrar bien todas las ventanas; afortunadamente era una casa vieja y las ventanas eran estrechas y provistas de batientes de madera, no de persianas. Luego taparon la lamparita con la tela de unas camisetas y se atrevieron a encenderla de nuevo. La luz era muy tenue, pero suficiente para poder ver las formas de la habitación.

– Tendremos que tener mucho cuidado con estas cosas de ahora en adelante… -dijo Moses en voz baja, ceñudo.

– Pues me cago en su puta madre… -dijo el Cojo de repente-, como si no fuera ya bastante duro, tenemos que escondernos de noche. Vale, ¿y qué pasa si quiero asomarme de día?, ¿y si ese tío está mirando?, ¿y si no lo vemos?, ¿y si se esconde en el piso de enfrente? ¡Es una puta mierda!

– Ya pensaremos algo -dijo Moses en un tono de voz conciliador-. De cualquier forma, Josué y yo estábamos pensando en irnos a otra parte. Esto es el centro de la ciudad… es bastante posible que otras zonas estén menos pobladas de muertos vivientes. Puede que haya más gente. Puede que en otras zonas todo sea diferente.

Hubo unos instantes de silencio. La idea de escapar de algún modo había pasado por la cabeza de todos. La idea de salir zumbando por la autopista, una autopista que en sus sueños desvaídos aparecía sin coches accidentados o abandonados y vacía de esas cosas muertas, pero nunca habían considerado seriamente que fuera posible.

– ¿Y cómo… cómo vamos a hacer eso? -preguntó Isabel.

– Aún no lo sé… tengo una ligera idea… estuvimos hablando ayer de ello, y esta mañana he estado mirando un poco… y creo que puede hacerse, pero aún no lo hemos madurado mucho. Pero me imaginé que podríamos arreglar y acondicionar una vieja furgoneta que tenemos en el garaje, abajo. Está bien cerrado, así que podemos trabajar tranquilamente.

– ¿Una furgoneta? -preguntó Roberto, sin comprender. Él había visto como un grupo de zombis volcaban con facilidad un Hyundai en su ansia por atrapar a los que iban en su interior.

– Acondicionada. Cosas como… protecciones para las ruedas, cristales de rejilla metálica, barras de acero para fortalecer la carrocería, y… unas cuñas como las de un quitanieves para apartar los zombis que se pongan en medio.

– Oh… guau… -dijo Roberto, sin saber a ciencia cierta si estaba escuchando una proposición seria, o se trataba de una broma. Miró a los ojos a Moses, pero no vio en ellos ningún atisbo de humor.

– Está como una cabra. No, como un rebaño de cabras -dijo el Cojo de repente-. Le has dejado sin habla, en serio, mírale… -rió de buena gana-, cree que estás de coña.

– ¿Por qué? -preguntó Isabel. Tenía los ojos chisposos, llenos de la clase de ilusión que es capaz de conferir la idea de libertad embutida en la imagen carnavalesca de una furgoneta aclimatada para atravesar un mar de muertos vivientes-. Yo creo que es una idea genial… puede funcionar, puede funcionar.

– Bueno, ya veremos -dijo Moses con una ligera sonrisa en la comisura de los labios, visiblemente animado por el cálido apoyo de Isabel-. No vamos a resolverlo todo hoy. Ha sido un día muy duro para todos, y de todas formas no estoy muy contento con esa luz encendida sin saber cuánto puede filtrarse fuera. Málaga está tan oscura que incluso algo tan tenue puede refulgir como el faro de Alejandría. Así que, aunque es temprano, sugiero que vayamos a dormir. Ya veremos las cosas desde otro prisma mañana.


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