La contundente maniobra estratégica de los dos jóvenes tuvo inmediatas repercusiones en la recepción. Aguantando la respiración, todos fueron conscientes de que el número de atacantes estaba mermando en cuestión de segundos. Cuatro disparos más tarde, los tiradores se quedaban mirando, atónitos, a un único zombi traspasando el marco del ventanal roto, cuya pierna, completamente ennegrecida, humeaba débilmente.
José apuntó entre los ojos y disparó.
De repente, tras el eco ominoso del disparo rebotando por los altos techos de la recepción, se produjo el silencio. Aún quedaban zombis vagando por el exterior, repartidos por toda la instalación; muchos, de hecho, pero parecían caminar erráticos y no habían reparado en ellos. La hilera interminable había terminado. Lo habían conseguido.
Todos al unísono, los supervivientes se lanzaron a una ovación de profundo júbilo que sabía a victoria: un clamoroso estruendo donde todos se entregaron a dar gritos de entusiasmo, levantar los brazos en señal de triunfo, y abrazarse unos a otros con los ojos anegados en lágrimas pero con radiantes sonrisas en sus rostros agradecidos.
José soltó el fusil, dejándolo colgar, bamboleante, de la cinta de cuero que lo mantenía sujeto al hombro. Echó la cabeza hacia atrás y dejó que una sonrisa le floreciera en los labios. Extendió las manos hacia delante; le dolían todos los huesos de la mano, el antebrazo y los hombros; cada pequeño músculo gimoteaba suplicando una pausa. Incluso mantenerlos ligeramente levantados le provocaba un dolor vivo y persistente.
– ¿Estás bien, pecholobo? -le preguntó Uriguen, acercándose a él.
– No puedo disparar ni una bala más, tío.
– No pasa nada… creo que lo tenemos controlado.
Aranda llegó hasta ellos. Aunque la expresión en su rostro había perdido la gravedad de hacía unos minutos, todavía una sombra cruzaba su mirada.
– No podemos relajarnos… La enfermería… Dozer y el doctor…
– Oh, Dios… -exclamó Uriguen.
– Ese cura está por aquí… él disparó a Susana.
– ¡Vale! -exclamó Uriguen, municionando el fusil mientras hablaba-. ¡Vale, vale! Vamos allá…
– Espera… -pidió Aranda. Entonces levantó los brazos y pidió atención al resto del grupo-. ¡Atención, por favor! Esto no ha acabado, aunque estamos cerca. Lo peor ha pasado… pero necesito dos grupos. Uno irá inmediatamente a la enfermería a ver cómo están nuestros amigos, y otro se encargará de abatir a todos los caminantes que tenemos en el recinto. Todos y cada uno. Hay que identificar también por dónde entraron y ver si está controlado. No queremos una segunda oleada como ésta. Yo iré a la enfermería con Uriguen y Moses; creo que será suficiente.
– Nosotros limpiaremos el patio, Juan -dijo uno de los hombres. Había descubierto que no lo hacía mal del todo con el fusil y, por primera vez en muchísimos años, se sentía tan vivo que creía que el corazón iba a salírsele por la boca.
– De acuerdo… Hacedlo desde aquí hacia fuera… nunca perdáis de vista la recepción. Recordad que arriba hay mucha gente todavía, y tenemos a Susana que por el momento no puede moverse. Por lo menos alguien debe quedarse en la escalera.
– Yo mismo -dijo otro de los tiradores. Por Dios que no le apetecía salir ahí fuera, por mucho que dijesen que la situación estaba controlada.
– Bien… vamos… ¡Vamos, vamos!
Pero apenas salieron fuera, descubrieron el motivo que había impedido a los espectros seguir inundando el recinto. Un fenomenal incendio ardía en la puerta principal, levantando llamas fulgurantes que se erguían sobre la verja de hierro y oscurecían el techado de cemento blanco. En el suelo se apilaban varios cuerpos cuyas formas negras se adivinaban en el rescoldo de las llamas.
– Jesús… -dijo alguien.
Sin embargo, no tardaron en concentrarse de nuevo en abatir a los espectros que vagaban por las pistas. No se precipitaban, no se separaban, y no perdían de vista ni sus espaldas ni la entrada a la recepción. Después de la agotadora experiencia en las escaleras, se sentían triunfadores, invencibles, y esa adrenalina especial y nueva que recorría sus venas hacía que funcionasen mejor como equipo y los disparos eran, en su mayoría, aciertos plenos.
Aranda, Uriguen y Moses recorrieron a la carrera la distancia que les separaba de la enfermería. Sorprendieron a un caminante en muy avanzado estado de descomposición cruzando la puerta rota de cristal. Aranda pensó fascinado que era como si le hubieran raspado todo el costado: sus costillas estaban expuestas, y un órgano hinchado e irreconocible asomaba como un tumor abyecto y violáceo. Uriguen acabó con la espantosa visión de un preciso disparo.
Saliendo a recibirles encontraron a Peter.
– ¡Pí! -dijo Uriguen, sorprendido de verle.
– ¡Hey, tíos! ¿Cómo está la cosa? -preguntó.
– Más o menos controlada, Pí… ¿Cómo llegaste aquí? -dijo Aranda, más que contento de verle.
– Estaba de guardia en la torre -contestó, un poco incómodo-. Pero todo sucedió tan rápido, yo no vi… en fin… vine para acá cuando pude, justo a tiempo, creo. Iba a salir ahora… escuchamos los disparos en el patio…
– Están disparando a los muertos que quedan por las pistas… ¿Y Jaime? ¿Dozer?…
– Bien, estamos todos bien -exclamó, extendiendo una palma-. Están ahí dentro.
Todos respiraron con alivio, relajando al fin su postura, tensa hasta ese momento.
– Acabo de limpiar las habitaciones del fondo -continuó Peter-, así que esto está controlado también.
Hizo una pausa para mirar a Moses directamente a los ojos.
– Y tenemos a tu cura, Moses. Tenemos a ese hijo de puta.
En apenas tres horas, la situación dentro del campamento de Carranque se había normalizado. Las pistas deportivas fueron limpiadas, y las verjas de la entrada habían sido temporalmente cerradas apilando muebles contra ellas, ya que los goznes de la puerta habían acusado notablemente el fuego y no consiguieron hacerlas girar. La barricada, no obstante, resistía notablemente bien.
Susana había sido trasladada a la enfermería. El doctor Rodríguez limpió de nuevo la herida e hizo un fantástico trabajo de sutura. El disparo había pasado limpiamente por debajo del hueco de la clavícula, sin mayores complicaciones, así que pudieron hacerle incluso una transfusión gracias a que Susana compartía el mismo grupo sanguíneo que Dozer, entre otros. Se quedó estable y adormilada.
Los héroes del día fueron vitoreados y abrazados por todos cuando se supo su pequeña iniciativa. Estaban radiantes, aunque un poco incómodos por la atención que habían generado. Andrea se acercó y les plantó un fenomenal beso en mitad de los labios, lo que les turbó sobremanera. De hecho, también besó a José, a Uriguen y a un buen montón de otros tiradores.
También comenzaron rápidamente las tareas de limpieza, que se prolongaron por el resto del día. Nadie quería aquella amalgama de cadáveres infectando el interior del edificio. La cantidad que había de ellos en la recepción y las escaleras era sobrecogedora, y arrastrarlos afuera fue una dura prueba para todos los que intervinieron. Fue como mirar de cerca a la muerte: una vez caídos, aquellos desdichados no parecían menos humanos que ellos mismos. Formaron grandes piras y utilizaron un poco de disolvente para asegurarse que ardían debidamente. Columnas de humo negro se elevaron aquella mañana bien alto en el cielo.
La electricidad fue también restablecida con prontitud. Resultó que el sacerdote sólo había saboteado el panel principal, así que fue suficiente con cambiar algunos cables y fusibles y conectar de nuevo. Fue también afortunado que hubiese material suficiente para llevar a cabo la reparación sin tener que salir a por suministros, porque nadie tenía ya energías para ninguna incursión por las alcantarillas.
El Padre Isidro fue trasladado al pequeño despacho del doctor Rodríguez, vigilado siempre por dos guardianes armados. Aunque en ningún momento dijo nada, sobra decir que tenían pendiente una larga charla con él.
En cuanto a las bajas sufridas, hubo todavía una más. Encontraron a Julián y a Pablo entre los cadáveres, ambos con un disparo en la cabeza. Interpretaron que había sido el sacerdote, pero lo cierto es que después de morir por sus respectivas heridas, habían abierto sus ojos de nuevo y se habían levantado, confusos y con la mente nublada con un manto rojizo y primigenio. Los sonidos que llegaban a sus oídos estaban distorsionados, ahora apagados, ahora estridentes. Los disparos de los fusiles eran como dolorosas punzadas en su radar mental, y las formas de los vivos les atraían como una buena cagada a un puñado de moscas viejas y gordas: algo en el olor y en cómo refulgían. Pero no duraron mucho: fueron abatidos en medio de la multitud de muertos vivientes sin que nadie reparara en ellos. Y esta vez sí, su cerebro se desconectó como un viejo ventilador que ha girado ya demasiado y se sumieron en las neblinas opacas del olvido.
Pero nadie pudo localizar a Sandra o a Iván. Solamente cuando miraron la pizarra de tareas descubrieron que Iván tenía guardia en las alcantarillas hasta las dos de la tarde, así que dos de los hombres bajaron hasta el sótano para ver si aún seguía allí. Bromeaban con la idea de que quizá Iván no se había enterado de nada y continuaba ahí abajo sumido en el aire pútrido de sus propios pedos. Cuando llegaron, no vieron a Sandra, que apareció de improviso saltando de entre las sombras hacia la yugular de uno de ellos. Consiguieron frenarla a tiempo, pero cuando aún lidiaban con ella, intentando reducirla, la cosa horrible que una vez fue Iván vino corriendo desde el fondo del corredor, con los ojos blancos y un grito escalofriante brotando en tropel de su garganta. La cosa sí consiguió su objetivo, desnucando a uno de los hombres con un violento movimiento una vez tuvo su cabeza entre las manos.
Por fortuna para su amigo, que había quedado petrificado en el suelo con una ardiente mancha de orina en los pantalones, la algarabía de la pelea había sido escuchada en el piso de arriba, donde imperaba una febril actividad. Uno de los tiradores del patio, ya con cierta maestría en el manejo de su fusil, acabó con ellos con hasta siete disparos consecutivos. Iván se retorció en el aire haciendo grandes aspavientos con las manos antes de caer sobre el cuerpo de Sandra, privado ya de todo hálito, de una u otra clase.
Al final de la jornada se sirvió sopa caliente y se dijeron también algunas palabras sobre los caídos. Y no sólo sobre ellos, sino sobre todas las personas que habían vivido antes de la infección y que aquel día habían sido devueltas al descanso eterno del que habían sido privadas. El discurso de Moses fue particularmente hermoso: habló con voz clara y serena y tuvo aun algunos recuerdos para su hermano caído, el Cojo, y para Mary, Roberto y todos los demás. Muchos rogaron por las almas de todos ellos.
La noche trajo un silencio tan inusual que resultó no sólo estremecedor, sino también insoportable.