Sumido en el silencio total de la pequeña oficina de la tercera planta, Antonio Rodríguez escuchaba.
Le latían las sienes. Sentía las rápidas pulsaciones, el corazón y la respiración todavía acelerados. Permanecía agachado tras una mesa de despacho, sintiendo el tacto rasposo de la vieja moqueta en la mano. En la otra mano llevaba los restos de un viejo flexo de hierro. Lo había estado utilizando para golpear a gente. A pacientes del hospital.
Hacía ya un par de horas que estaba todo en silencio. Los gritos y los ruidos dejaron de escucharse y, sin embargo, el puño se cerraba sobre el flexo tan fuertemente que los nudillos estaban blancos. Su mente se repartía entre la tarea de escuchar y la de repasar las últimas horas. Las imágenes se repetían en su cerebro con contundentes mazazos. Intentaba apartarlas, pero era inútil.
Sacudió la cabeza con un pronunciado escalofrío y miró su muñeca desnuda. ¿Qué hora sería? Le parecía que había pasado una eternidad desde que empezó todo, y sin embargo, esa misma mañana se había regalado con la deliciosa rutina del desayuno: nube doble y catalana. Apenas dos horas más tarde había golpeado a un grupo de inmigrantes que estaban… estaban muertos. Estaban muertos pero habían arrancado un trozo de carne del cuello de su ayudante, y después se habían lanzado a por él también. Antonio había cogido entonces un flexo de la mesa y le había propinado un sonoro golpetazo al agresor. Un coágulo de sangre negra y espesa había salido volando por mor del contundente impacto, pero el agresor no reaccionó ni en un sentido ni en otro, siguió avanzando con una horrible mueca dibujada en el rostro. Antonio golpeó otra vez, y otra, con desmedida violencia. Se recordaba chillando mientras lo hacía, aunque entre la bruma blanca del pánico que rodeaba la escena en su cabeza, pensaba en las terribles lesiones craneales que sus golpes podían estar provocando. El agresor, sin embargo, no cejaba, avanzaba con ambos brazos levantados, contraídos en un espasmo. Por fin se escuchó un sonoro crujido. La cabeza del agresor cayó hacia un lado, la mejilla rozando su propio hombro y los ojos acuosos concentrados en él. Antonio detuvo la tormenta de golpes. Aquello no era posible. Le había descoyuntado la cabeza. Tenía que haber caído redondo al suelo. Muerte instantánea. ¿Pero acaso no había estado muerto antes también? Miró a su alrededor. Todos ellos estaban muertos. Lo veía en la mirada furibunda y apagada de sus ojos ausentes, y sin embargo, avanzaban.
Después de aquello, Antonio no recordaba muy bien cómo había sido todo. Recordaba trozos, escenas inconexas. Se veía a sí mismo buscando el manillar de la puerta y saliendo al pasillo presa del pánico. Ahora creía estar seguro: sí, chillaba todo el tiempo. En su huida se tropezó con Marisa, enfermera asistente de la planta, quien se había llevado un susto tremendo. Miró en la dirección de la que huía Antonio, y vio el grupo de muertos abandonando la Nevera.
Se quedó bloqueada: no dijo ni hizo nada más. Al cruzar las puertas dobles de la sección, Antonio miró hacia atrás y vio a Marisa en el suelo con tres de ellos encima.
Recordaba gritos. Recordaba a los guardias de seguridad intentando detener a los inmigrantes. Recordaba cuerpos caídos. Y, sobre todo, recordaba una sensación de asfixia y de bloqueo cuando, en algún momento, vislumbró una figura conocida al final del corredor. Por allí avanzaban dos figuras con bata blanca. Una era su ayudante; tenía la bata ensangrentada y una monstruosa herida en la zona del cuello, pero caminaba igualmente, la cabeza ladeada y los dientes expuestos en un gesto de rabia contenida. La otra era Marisa. Su cara a medio devorar le perseguiría en sus pesadillas durante todos los días del resto de su vida.
En algún momento se encontró a sí mismo en un ascensor, rumbo a las plantas superiores. Alguien chillaba que la planta baja era un infierno, que era imposible cruzar por allí; otro hablaba de atacantes, y un tercero de una banda de carniceros.
Una vez estuvieron arriba, todos seguían muy nerviosos. Les llegaban gritos aterradores por las escaleras. Doctores, enfermeras y pacientes por igual subían por las mismas trayendo narraciones increíbles. Antonio, pese a tener información de primera mano, no hablaba mucho. Estaba blanco como una pared encalada, y se sorprendió a sí mismo examinando el flexo que sujetaba fuertemente en la mano, como si no comprendiera qué hacía ahí.
Las siguientes horas fueron, con mucho, las peores de su vida. Era indudable que los pisos inferiores eran el escenario de una desquiciante batalla. El eco de las altas escaleras traía toda clase de sonidos espeluznantes. Las mujeres lloraban, arracimadas en una esquina. Algunos encontraban valor dentro de sí mismos y se atrevían a bajar, pero casi ninguno volvía. El doctor Morales sí que volvió, empapado en sangre, pero no consiguió decir nada. Siempre había sido un hombre cabal, entregado a su carrera, autor de varios libros de neurocirugía y cofrade de toda la vida. Pero los que vieron la expresión de horror que traía grabada en sus ojos supieron que jamás volvería a ser el mismo. Le dejaron acuclillado en el suelo, balanceándose sobre sus rodillas con un hilacho de saliva resbalando por la comisura de sus labios.
Por fin aparecieron, subiendo la escalera con terca parsimonia. No eran, sin embargo, los inmigrantes que Rodríguez había visto abajo. Eran pacientes. Eran doctores. Eran agentes de seguridad. Eran visitantes. Eran todos ellos, con las ropas rasgadas, heridas sangrantes, miembros amputados o parcialmente devorados, con las bocas hambrientas. Avanzaban erráticamente, arrastrando las piernas sin vida, ganando escalón tras escalón ante la mirada enloquecida de los últimos supervivientes del último piso del Hospital Carlos Haya.
Sin embargo, Rodríguez no recordaba gran cosa de lo que había ocurrido después. El pánico se había apoderado de todos. Le parecía que habían corrido por los pasillos hacia el interior de la planta, pero no había allí ninguna salida, sólo habitaciones con pacientes. Había habido llantos y gritos por partes iguales. Algunas de las habitaciones estaban cerradas por dentro. Las puertas de emergencia estaban bloqueadas con una gruesa cadena. Alguien había llamado a los tres ascensores con la esperanza de encontrar ahí una vía de escape, pero en su interior se encontraban más de esas cosas. Sacudidos por terribles espasmos, salieron atropelladamente ante la visión de la carne humana.
Antonio sacudió la cabeza, luchando por reaccionar; se había quedado hipnotizado con la grotesca escena que se desarrollaba ante sus ojos. Un hombre venía corriendo por el pasillo portando una silla y arremetió contra dos de los atacantes con cierto éxito. Entonces se maldijo a sí mismo por su falta de iniciativa, por no tener arrestos para enfrentarse a esos muertos vivientes. Se unió a aquel hombre, golpeando a los atacantes con la barra de metal del flexo. Los atacantes cayeron al suelo, la cabeza hendida por las heridas.
– ¡Vamos, VAMOS! -gritó el hombre, embriagado de éxito. En su frente se pronunciaban las venas hinchadas.
La combinación de silla y flexo estaba funcionando muy bien. Las patas de hierro les empujaban y el asiento les mantenía apartados. El flexo, mientras tanto, les castigaba severamente, despegando sangre y esquirlas de hueso. Pero ellos siempre volvían a levantarse. Incluso cegados por la abundancia de sangre que manaba de sus heridas, arañaban el aire y propinaban dentelladas donde nada había.
Así, muy pronto el ímpetu fue decayendo. Cada vez costaba más levantar el brazo con el flexo y propinar los contundentes golpes sobre sus enemigos. El hombre de la silla también acusaba el cansancio, y la lenta pero firme convicción de que todo aquello no conducía a nada fue agostando sus ánimos. Los muertos, un vaivén arrítmico de fatalidad, llenaban ahora la escalera.
Por fin, una zarpa contrahecha desgarró la ropa alrededor del hombro, y la silla cayó a un lado. Antonio le miró; su rostro acusaba una mueca de dolor. Tironearon de él, le arrastraron hacia la masa y desapareció entre una tormenta de brazos y dientes. Antonio huyó, cogió su cordura y se fue; corrió por el pasillo como no recordaba haber corrido jamás. Por el camino pisó un cuerpo abatido, pero ni siquiera más tarde pudo recordar si era de alguien vivo o se trataba de un cadáver desmadejado. Se alejó del grupo de atacantes, y pronto se encontró a sí mismo en una pequeña oficina situada al final de la planta. No cerró la puerta, que estaba compuesta por un enorme cristal en su mitad superior, y en cambio decidió esconderse tras la mesa de despacho. Allí permaneció bastantes horas mientras todo ocurría: carreras, gritos desgarradores, aullidos, y también otros sonidos cloqueantes que no pudo identificar. Alguien, una mujer, pedía socorro en una habitación cercana a la suya, pero hasta ese sonido terminó por fin diluyéndose.