XX

Roberto buscaba con su mirada, frenético, algún punto a su alrededor que le diera la clave con la solución a su acuciante problema. Isabel, mientras tanto, descargaba su peso contra la puerta de metal, en anticipación al momento en el que los zombis llegaran hasta ellos. Tan sólo Mary parecía ausente de la situación, concentrada en frotar sus manos hasta el paroxismo nervioso.

– ¡R-Roberto! -llamó Isabel, escuchando la voz de aquel extraño hombre acercándose, detrás de la puerta.

– ¡Lo sé!

– ¡ROBERTO!

– ¡LO SÉ, COÑO, LO SÉ!

Pero allí no había nada que pudiera usar.

Corrió entonces hacia la cornisa y echó un vistazo abajo. La fachada se extendía, fría y solemne, a sus pies. Demasiada altura, nunca conseguirían sobrevivir a una caída como ésa. Corrió a otro de los lados, de nuevo sin suerte.

La puerta metálica se estremeció con una contundente sacudida. Isabel lo miraba, expectante. Mary se llevó las manos a los oídos y cerró los ojos, como queriendo evadirse a algún mundo privado interior.

Roberto corrió hacia el otro extremo, se detuvo en seco junto al borde de la cornisa y miró. Unos geranios y unas lozanas gitanillas crecían en bulliciosa prosperidad en un balcón situado a unos escasos dos metros y medio. Unas raídas cortinas se asomaban perezosas, estremecidas por la ligera brisa de la mañana. El balcón era estrecho, pero suficiente, sí, para saltar hasta él. Roberto experimentó una cálida sensación de euforia, como si estuviera contemplando las mismísimas puertas del cielo.

Corrió de nuevo hacia Isabel, lanzándose sobre la puerta de metal para ofrecer resistencia.

– ¡Isabel, hay un balcón allí, tienes que saltar con Mary!

– ¿Q-qué?

Los golpes en la puerta cada vez eran más contundentes.

– ¡VAMOS!

Isabel tomó a Mary de la mano y, torpemente, corrieron hacia la cornisa que indicaba el mejicano. Roberto vio cómo se asomaba y le indicaba algo a Mary, pero ésta la miraba como se mira un antiguo episodio de reposición que se ha visto ya innumerables veces. Isabel intentó tironear de ella, pero sin resultado.

A través de la puerta, le llegó la voz apagada pero enervante de aquel hombre que, inexplicablemente, caminaba junto a los muertos.

– ¡Y el primer ángel tocó la trompeta, y hubo granizo y fuego mezclados con sangre, que fueron lanzados sobre la tierra…!

– ¡ISABEL, SALTA!

Pero no saltaban. No podía tampoco empujar a Mary, era demasiado peligroso; había una alta probabilidad de que se precipitase al abismo. Roberto comprendió que Isabel no iba a dar ese paso, no después de ver cómo David perdía la vida en una circunstancia similar.

– ¡… y la tercera parte de los árboles se quemó, y toda la hierba verde fue arrasada!

Algo en el tono frenético de aquella cita bíblica le puso en marcha. Se descubrió a sí mismo corriendo hacia las chicas, abandonando la puerta de metal que se abrió de par en par casi inmediatamente. Un tropel de espectros irrumpieron en la terraza; los primeros caían al suelo y eran pisoteados por los que venían detrás.

Roberto llegó hasta sus compañeras, las rodeó con el brazo y se colocó en la cornisa.

– ¡Escuchad, vamos a saltar al balcón de abajo!

Isabel intentó retroceder; le miraba con ojos presos del pánico.

Mary miraba hacia atrás, con el labio temblando de nuevo. Sus ojos se paseaban enloquecidos por entre los recién llegados.

– ¡Agarraos!, ¡YA!

Pero antes de que nadie pudiera reaccionar, Roberto saltó. Intentó mantener la verticalidad mientras apretaba a las dos chicas contra su cuerpo. La cosa salió bien: aterrizaron en el suelo de la terraza, pasando por entre los geranios y cayendo de rodillas, derribando dos viejos maceteros.

Roberto se incorporó y miró rápidamente hacia el interior de la casa. No sabía dónde habían aterrizado, ni si estaban realmente a salvo por el momento. Ante él se abría una habitación donde presidía una enorme cama de matrimonio. En las paredes colgaban numerosos retratos de algunas conocidas folclóricas. Los muebles eran oscuros y vetustos. Miró la puerta de la habitación: estaba abierta y a través de ella se veía un largo pasillo. No reconocía nada de todo aquello; nunca había estado en aquella casa. Bendito fuese el Señor por los pequeños favores: habían aterrizado en el bloque de al lado.

– Vamos… tenemos que seguir -dijo Roberto, mirando a las chicas. Mary parecía atravesar algún episodio nervioso: su pecho se agitaba con rapidez y sus ojos bailaban incesantes.

Tiraron de ella, cogiéndola de los hombros y la cintura. La casa resultó estar vacía, y la ausencia de olor les indicaba muy a las claras que no iban a tener sorpresas desagradables.

En poco tiempo habían llegado al portal. Isabel detuvo a Roberto, cogiéndolo por el brazo.

– ¡Espera!, ¿qué… qué vamos a hacer?

– Tenemos que salir fuera.

– ¿¡Qué!? -dijo Isabel con un inesperado tono agudo.

– Escúchame… -dijo Roberto, tajante. Su mirada tenía una fuerza y una convicción que Isabel no supo reconocer. No la había visto nunca antes-. Ese tío está en nuestro bloque, ¿vale? No sé cómo lo ha hecho, quién es o qué es… pero por algún motivo los zombis no van a por él. Es cuestión de tiempo que vuelva a arengar a los zombis contra nosotros. Averiguará por dónde hemos escapado, bajará abajo y los hará entrar en este edificio también. No podemos quedarnos…

– ¡NO!

– ¡ESCÚCHAME! Son lentos, sabes que lo son… la mayoría lo son. Podemos alejarnos, irnos a algún otro lado. Si corremos y lo hacemos bien, podemos alejarnos bastante, y encontrar algún otro sitio. ¿Te acuerdas cuando decíamos que podíamos intentar irnos al teatro Cervantes? No está lejos. Justo enfrente hay una comisaría de policía… quizá incluso haya alguien allí…

– Estás loco… -dijo Isabel con los ojos anegados en lágrimas. Lloraba, sobre todo, porque sabía que Roberto tenía razón. Quedarse allí era un suicidio, pero salir a la calle era como tirarse desde un segundo piso: había alguna posibilidad de salir ileso.

– Sólo sígueme… sígueme, Isa… sígueme.

Roberto cogió a Mary de la mano, y apretó fuerte. Ella le miró, pestañeando. La estudió por un momento, intentando sopesar en pocos segundos si ella soportaría un viaje como el que estaban a punto de emprender. Esperaba que funcionase; tenía que funcionar, dado que no podían hacer ninguna otra cosa. Mirando sus ojos apagados, se dijo a sí mismo que, probablemente, Mary estaba tan suficientemente retraída en sí misma que no distinguiría entre aquello y un paseo por unos grandes almacenes.

Tiró de su mano hacia la puerta, sin apartar la vista de sus ojos. Ella le siguió, dócil. Isabel venía detrás, tapándose la boca con ambas manos. Llegaron a la puerta y Roberto la abrió con cuidado infinito. Al otro lado, los muertos vivientes vagaban sin rumbo, unos hacia un lado, otros hacia el lado opuesto, sin orden ni concierto. Se volvió hacia a las chicas, dedicándoles una última mirada, cogió la mano de Mary con fuerza, aspiró hondo y salió al exterior.

No quiso perder ni un segundo en echar un vistazo o tratar de calcular una ruta entre los zombis; simplemente echó a correr hacia la derecha, rumbo a la zona del Teatro Cervantes. La sensación de euforia fue instantánea: un calor intenso en la zona del pecho y las sienes. Casi podía sentir el corazón bombeando como loco a plena potencia.

A medio camino se dio cuenta de que la calle estaba cortada. Había una barrera de coches formando una hilera, la mayoría de policía. Un par de vehículos se encontraban boca abajo y arracimados sobre los otros coches, aparentemente colisionados: sus carrocerías se entremezclaban en un amasijo informe de metal. En el lado más alejado, la fachada de uno de los edificios se había desprendido después de un aparatoso incendio, a juzgar por las paredes negras y calcinadas. Los cascotes y vigas habían caído sobre la barrera de coches, formando una barrera infranqueable.

– ¡Mierda! -soltó, confuso. A su alrededor, los muertos comenzaban a reaccionar.

– ¡Por allí! -chilló Isabel.

Corrieron por el extremo más occidental de la Plaza de la Merced, entre los coches abandonados. Mary trotaba detrás, asida de la mano. La expresión de su rostro era ilegible. Por todas partes los muertos estaban reaccionando y aumentaban su ritmo, acelerando sus pasos para encaminarse hacia ellos. Uno de los zombis, ataviado con una camiseta ajada donde aún se leía MORTALMENTE SEXY se abalanzó hacia ellos con inesperada rapidez. Casi les atrapa. Roberto pudo golpear sus brazos extendidos en el último momento.

Al llegar a la esquina, doblaron a la derecha, enfilando por la calle Álamos. A dónde iban, ninguno parecía saberlo. Roberto sólo quería poner tierra de por medio, alejarse de aquel líder oscuro que comandaba las legiones de muertos vivientes con trasnochadas citas bíblicas. Contra los zombis normales todavía tenían alguna esperanza. Contra un ser inteligente, ninguna. Corrieron unos doscientos metros, esquivando los pocos zombis sin mucho esfuerzo. La mayoría venía detrás, en lenta pero constante persecución.

– ¡N-n-no puedo MÁS! -explotó Isabel. Roberto la miró. Se agarraba el costado con una mano y su tez blanca, los cabellos adheridos a la frente por acción del sudor y sus ojos desorbitados denunciaban el terror que sentía en cada uno de sus poros. Mary jadeaba pesadamente, boqueando como un pez al que han dejado en la arena, pero parecía estar en mejor forma física que Isabel.

El mejicano miró alrededor. Había un par de zombis a apenas diez metros. Uno de ellos tenía clavado un cuchillo de cocina en la clavícula derecha. El mango de madera asomaba como el pináculo de un monumento a la demencia.

Pararon un momento, e Isabel se dobló sobre sus rodillas, tosiendo y jadeando como si intentara beberse todo el aire del mundo. Mary se sentó en el suelo tan pronto la dejaron libre, pero Roberto volvió a cogerla por las axilas, incorporándola de nuevo. Tenían que estar preparados para correr en cualquier momento.

Miró sus manos desnudas, sorprendido de su propia falta de previsión. ¿Por qué no había cogido algo, una barra de hierro, un palo de escoba, cualquier cosa? ¿En qué momento se le ocurrió salir a hacer footing por las calles de Málaga sin alguna manera de enfrentarse a los muertos vivientes?

– ¿Estás mejor? -preguntó. Su propia voz le sonó estridente, como si le llegara del interior de una caja. Pero Isabel estaba hiperventilando: el control respiratorio había sido inexistente en toda la carrera y ahora su corazón bombeaba como uno de aquellos operarios en una película acelerada de los tiempos del cine mudo.

Los dos espectros estaban ya prácticamente encima. Roberto les salió al paso, cogió el mango del cuchillo de cocina y tiró con fuerza. Le sorprendió la facilidad con la que pudo extraerlo, sin apenas resistencia. El sonido fue acuoso, burbujeante. La hoja estaba cubierta de una podredumbre negruzca y una bofetada de un olor sofocante le cortó la respiración. Ya había encontrado ese olor antes, tenía esa peculiaridad asfixiante del olor a la broza de jardín que se deja en un montón y se descompone.

Entonces ajustó los dedos alrededor del mango, apretó con fuerza y clavó el cuchillo en mitad de la frente del espectro. Lo hizo con un grito aterrador, y continuó gritando unos segundos después de haberlo hecho. El espectro bizqueó, se agitó con un par de espasmos y se derrumbó sobre el suelo.

El segundo zombi pasó los pies por encima del primero, poniendo fuera de su alcance el cuchillo. Roberto le miró. Era alto, muy alto, y lo miraba desde arriba con ojos enloquecidos. No tenía labios, sus dientes estaban expuestos y, alrededor, la piel se había retraído formando una película negruzca llena de pliegues.

Roberto trastabilló, preso de una repentina oleada de pánico que le recorrió todo el cuerpo, naciendo cálida desde la boca del estómago. Como la adrenalina aún sacaba punta a sus centros nerviosos, sintió una pronunciada sensación de mareo. A lo lejos, una caterva de espectros venía avanzando desde la entrada de la calle. Sus gruñidos animales le llegaban como una promesa de muerte.

Como un horrendo muñeco mecánico, el zombi lanzó sus manos hacia su cuello. Fue tan rápido que ya notaba la presión horrible de sus dedos crispados antes incluso de que pudiera intentar desasirse. Se encontró a sí mismo inmovilizado, sintiendo que el aire ya no pasaba a sus pulmones, asomándose a aquellos ojos sin vida, iracundos, que le miraban con un odio tan descarnado que se le antojaban hipnóticos. Sin ser del todo consciente de ello, Roberto intentaba zafarse de las mortales tenazas, pero era inútil, su adversario tenía brazos de hierro y la determinación de una locomotora a plena potencia.

Sintió que se iba… Escuchaba gritos, gritos de mujer, pero cada vez eran más lejanos. Una bruma blanca enturbió su visión, suavizando los rasgos de su atacante. Veía su silueta, pero era gris, confusa, y detrás de ésta no había ya nada. Absolutamente nada.


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