XXII

Al día siguiente anduvieron todos de bastante buen humor. Había buena química entre el grupo, y todos lo notaban. Mary tuvo sueños inquietos y sollozó a ratos, pero Isabel estuvo siempre con ella y cuando llegó la mañana se encontraba mucho mejor, y era capaz de responder preguntas sencillas con frases coherentes. Roberto celebró mucho la mermelada de las provisiones del ejército, decía que tenía un sabor que le recordaba la cocina de su abuela y repitió varias veces. El Cojo, por su parte, encontró una inesperada tregua en el tormento que se había desatado en su boca, pero para no tentar al diablo prescindió del desayuno.

Todavía de buena mañana, bajaron al garaje. Isabel no pudo esconder una expresión de decepción cuando se encontró con el lamentable aspecto que presentaba la furgoneta. Mientras descendía los escalones hacia el garaje, escuchando el plan de Moses, se había imaginado una furgoneta robusta, de grandes ruedas dentadas y aspecto sólido, capaz de transportarlos a todos fuera de aquella pesadilla, a un lugar mejor. Sin embargo, mientras explicaba sus planes para con la furgoneta, algo en el tono de voz del marroquí la volvió a tranquilizar. Tenía fe en su plan, sabía que era plausible, y notaba que iba a poner todos los medios a su alcance para conseguir hacerlo realidad.

También Roberto se dejó llevar por el entusiasmo de Moses. Escuchó con atención cómo planeaba atornillar las planchas de protección alrededor de los neumáticos, cómo imaginaba que podría solucionar el problema de las cuñas frontales sin tapar la entrada de aire del radiador y otras geniales menudencias. Su vivida expresión contagiaba, cargada de promesas de mañana.

Un poco más tarde aquel mismo día, durante el almuerzo, compartieron historias de sus peripecias individuales. Cada uno contó, con más o menos detalle, cómo habían sido los primeros días de supervivencia desde que el caos se desató. En ocasiones los relatos alcanzaban cotas lúgubres, pero todos habían pasado ya por mucho como para que ciertas cosas les afectaran demasiado.

Roberto no había hablado nunca de su propia experiencia, pero alentado por la calidez de las velas que el Cojo había dispuesto en la mesa, habló con voz baja y grave.

– ¿Os acordáis cuando las calles empezaron a llenarse de zombis y la gente se tiró a la carretera para huir? Yo también acabé por pensar que sería la mejor solución. Bueno, ya sabéis, Málaga era una mierda tan grande que empezaba a ser peligroso incluso quedarse en casa. Demasiadas bandas, pillaje, y gente desesperada que quería tus cosas, aunque fuera la maleta del abuelo cargada con calzoncillos rancios. -Hizo una pequeña pausa-. Intenté mantenerme lejos de todo eso, pero aquella tarde vi cómo una familia paraba a una furgoneta que iba por la calle. No escuché lo que decían, pero el hombre… bueno, él hablaba con el conductor a través de la ventanilla. La furgoneta aceleró por un momento, como si quisiera continuar, pero el tipo metió la mano. El conductor le arrastró durante un rato mientras su familia chillaba. Y entonces… el hombre sacó un revólver de su bolsillo con la mano libre y disparó hasta cinco veces al interior. Dejaron el cadáver en el suelo y se largaron.

– Creo que por ese tipo de cosas -dijo Moses en voz baja- no lo logramos. Creo que la infección zombi sacó lo peor de la gente.

Roberto asintió brevemente, y continuó.

– En aquel momento supe que debía irme, antes de que un adolescente con una katana me rebanase el cuello en un momento de delirio histérico. Tenía una vieja moto Rieju guardada en un garaje, así que me decidí. Vosotros ya lo sabéis: las carreteras estaban completamente colapsadas, no había forma de mover ningún vehículo un solo centímetro en ninguna dirección. El ambiente estaba tan caldeado que hubiera podido hacer volar todo por los aires con una sola cerilla: la gente se chillaba, peleaban por razones sin sentido. Aun era peor cuanto más te acercabas a según qué zonas, donde los coches habían sido ya abandonados. Era un espectáculo atroz ver el tráfico colapsado, las luces aún puestas, los motores en marcha y las puertas abiertas. Por allí ya empezaban a vagar los muertos vivientes. Nada se les escapaba, ningún conductor encerrado en su vehículo, nadie que se atreviese a adentrarse en la zona.

– Jesús… -dijo Isabel, vívidamente impresionada por el relato, narrado en el tono neutro y hasta indiferente de quien relata una atrocidad que ha superado hace tiempo.

– En la zona del Parque habían montado un auténtico fortín, alrededor del Ayuntamiento y el Banco de España -continuó Roberto-. Aún había policías, pero muchos más zombis. Aún no sé cómo me atreví a pasar, utilizando los caminos peatonales entre los arbustos del parque, pero manejaba bien aquella cabrona de moto.

– ¿Qué hacía la policía? -quiso saber el Cojo.

– Tenían allí un tinglado de mil demonios. No sé cuántas furgonetas operativas tenían dispuestas en hileras ni cuántos efectivos había allí reunidos, pero muchos más de los que se veían por las calles intentando poner orden. Les daban con todo: disparos por todas partes. Había una humareda tremenda, como si acabasen de lanzar los jodidos fuegos artificiales de la feria. Pero los zombis se levantaban, claro que se levantaban, una y otra vez, y volvían a lanzarse contra ellos.

– Oh, coño… -dijo el Cojo.

– Algunas veces me acuerdo de ellos. Me imagino que aquello… bueno, acabó mal.

Se produjo un instante de silencio donde hubo rostros cabizbajos. Roberto bebió un poco de agua y continuó su relato.

– Eventualmente conseguí llegar a la salida de Málaga. Había coches grandes y pequeños, autobuses, camiones, una hormigonera, prácticamente cualquier cosa que pudiera llevar a alguien se había puesto en marcha. Me fijé en algo: el atasco era en las dos direcciones: gente que escapaba hacia algún lugar, y gente que venía de esos lugares e intentaba entrar en Málaga, como si la salvación estuviera aquí. -Rió entre dientes-. Era como un escenario de película: una hilera interminable de luces de coche emanando un pequeño vaho debido al calor de los motores. Yo avanzaba como podía entre la circulación pero la caravana estaba completamente parada, y la gente estaba fuera de los vehículos, por todas partes, hablando entre sí, lo que complicaba aun más mi avance. Recuerdo que todavía había gente que intentaba hacer funcionar sus móviles.

– Quizá las cosas habrían sido diferentes si las comunicaciones no hubieran caído tan pronto -interrumpió el Cojo.

– Al menos el ambiente no era tan malo como en la ciudad -dijo Roberto-; menos tenso, pero igualmente dramático. Entonces… me derribaron.

– ¿Te derribaron?

– Sí. No lo vi venir. Alguien me dio un soberano codazo cuando pasaba a su lado. Caí hacia atrás y la moto siguió su curso unos metros para acabar tirada en el suelo. Me quedé sin respiración unos instantes, tumbado en el suelo, con el pecho y la espalda doloridos.

Nadie vino a ver cómo estaba, a ayudarme a incorporarme o a preguntar si necesitaba ayuda. Para cuando pude sentarme, la moto ya no estaba: se habían ido con ella.

– Qué hijo de puta… -soltó el Cojo, con una expresión asqueada en el rostro.

– Aquello lo cambió todo. Me quedé un rato por allí, apoyado en la barrera de la cuneta. Tenía una botella de agua en mi mochila, y eso es lo que hice todo aquel rato: dar pequeños sorbos mientras dejaba pasar el tiempo porque ni avanzar ni retroceder parecían tener ya sentido. La ciudad se veía a lo lejos; varias columnas de humo ascendían en lenta procesión de algunos lugares. Entonces llegaron los zombis.

Isabel escuchaba con creciente tensión. Sus ojos, despavoridos, no apartaban su atención de Roberto.

– Al principio era sólo un clamor lejano -continuó-, se escuchaba a lo lejos, como un murmullo inquietante. Entendedme: era como si la locura llegara por el sur, había gritos, y ruidos contundentes que no podíamos identificar. Pero el clamor iba in crescendo, y eso minaba el ánimo de la gente. Era tan evidente que algo llegaba, que más de uno sacó su coche como pudo de la interminable hilera y lo condujo fuera de la autovía, por las colinas gibosas de los campos de alrededor. Después de unos minutos llegó gente corriendo; eran los primeros. La gente les preguntaba al pasar, querían saber, pero ellos no se detenían, no gastaban aliento en soltar palabra. Si hubierais visto sus caras, parecían correr al borde mismo de sus fuerzas, pero aun así no se detenían. Eso me inquietó. Mucho.

– ¿Qué… qué ocurrió entonces? -preguntó el Cojo.

– Eran ellos, naturalmente. Los muertos vivientes. Habían ido creciendo en número desde la ciudad, y todas aquellas personas aferradas a sus vehículos, intentando protegerse dentro de ellos, eran como latas de albóndigas: abrir y comer. Los que morían volvían a la vida muy poco tiempo después, y se sumaban a la barbarie. Fue una carnicería, y se extendió tan rápidamente que muchos no pudieron ni reaccionar. Algunos se tiraron al monte por el lado donde yo estaba, pero aquella era una zona escarpada con numerosos cortados, y era de noche; y si había luna no lo recuerdo, pues el humo de los incendios había teñido con un espeso manto el cielo, así que decidí no seguirles. En lugar de eso crucé la mediana y me tiré campo a través de vuelta a la ciudad.

– ¿Qué cojones?, ¿volviste otra vez? -preguntó el Cojo. Roberto se encogió de hombros.

– No podía seguir corriendo por la carretera hacia el norte. Ése era el camino que casi todos seguían, pero sabía que no llegarían muy lejos… se fatigaban, se rendían, los que estaban más al norte los detenían y les preguntaban, histéricos. Y todo eso frenaba su avance. No, me salí de la carretera. La colina que iba siguiendo llevaba directamente de vuelta a Málaga, a la circunvalación. Mientras bajaba, miré hacia atrás por última vez… eran todos… zombis corredores, ya sabéis, totalmente ebrios de sangre y gritos. Y qué fuertes eran… los coches se sacudían violentamente ante sus zarandeos, ningún cristal aguantaba más de un empellón, las víctimas eran sacadas de sus vehículos por las ventanillas rotas, o perseguidas a una velocidad que ningún ser humano podría haber igualado. Entonces me volví y corrí tanto que cuando terminé estaba mareado, las sienes me palpitaban con tanta fuerza que creía que iba a sufrir una embolia.

– Coño, Roberto… pero… no lo entiendo. ¿Por qué volviste? ¿Cómo conseguiste llegar al centro de nuevo? -preguntó el Cojo.

– Viví bastantes aventuras -dijo con una sonrisa un tanto forzada-. La primera noche me quedé escondido en una caseta de información a pie de obra, detrás de una mesa. Estaba agotado, tanto mental como físicamente. Al día siguiente las cosas parecían un poco más calmadas, y avancé como pude un par de calles. Vi un restaurante y entré a ver si podía comer algo, y allí conocí a Arturo, un amigo nuestro que… murió cuando el cura nos sacó de la Plaza de la Merced.

Al oír mencionar a Arturo, Isabel cogió de la mano a Mary, quien parecía escuchar el relato con los ojos fijos en alguna parte del suelo.

– Nos quedamos dos días en el restaurante, mirando al exterior y escondiéndonos cuando ellos pasaban. Encontrábamos todavía gente en las calles, que iban presurosas a alguna parte -continuó Roberto-. Unas personas nos dijeron que había barcos cargando a la gente en el puerto, que intentarían llegar hasta allí. Nosotros escogimos nuestro propio camino, y tardamos mucho en avanzar poco. Era complicado, había zombis por todas partes y, aunque intentábamos evitarlos, no siempre era posible. Por fin nos vimos en la Plaza de la Merced, y descubrimos que no podríamos seguir avanzando. Había demasiados. Y… -dirigió una mirada a Isabel-, allí encontramos a David, haciéndonos señas para que entráramos en la casa. Ya… ya no volvimos a salir, hasta que nos encontrasteis vosotros.

Al terminar su historia, se produjo un grave silencio. Moses había permanecido callado todo el tiempo, asimilando toda aquella información. Él y el Cojo no habían salido mucho de su casa, y desconocía gran parte de toda la historia que había convertido a Málaga en un hervidero de muertos vivientes. Hubo otros relatos aquella noche, e Isabel añadió algunos detalles de su propia experiencia hasta que llegó a la Plaza de la Merced, y de cómo John había caído enfermo, pero su tono de narración fue menos tenebroso y ayudó al grupo a recuperarse del sinsabor en el que había caído.

Como para distender la lúgubre atmósfera que se había creado, a las historias tenebrosas que a cada uno le había tocado vivir le siguió una saludable conversación trivial aderezada con una tanda de chistes orquestada por el maestro de ceremonias Moses Bais. Volvieron las risas, aunque moderadas, y terminaron el día celebrando con raciones extra. Mary, que, aunque mejor, no terminaba de recuperarse del shock, pareció encontrar las raciones de caballa y merluza particularmente deliciosas, por lo que se las proporcionaron en gran número.


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