XXXVIII

A la misma hora en la que Iván despertaba sobresaltado de su pesadilla, Peter se encaramaba a una de las torres de iluminación situadas entre las pistas, a unos doscientos metros de los edificios principales. Llevaba puesto un impermeable de color oscuro y suficiente ropa de abrigo como para pasar el día entero sin acusar frío; además llevaba un termo de té caliente y, escondida en los calcetines, una cajetilla de tabaco. Naturalmente no había nadie en el campamento que le prohibiese fumar, pero aquélla era una vieja costumbre que le resultaba muy difícil abandonar.

No le importaba demasiado aquel trabajo. Aunque prefería tareas donde pudiera conversar con alguien, de vez en cuando le apetecía pasar ratos a solas, y aquellas guardias aburridas eran una excelente oportunidad para hacerlo. El fusil no le gustaba mucho; tan pronto se instaló, lo dejó apoyado contra una esquina. Tampoco era demasiado bueno con él, aunque, dada su edad, su pulso resultaba ser bastante mejor que el de muchos de los jóvenes. Le gustaba escuchar a Dozer diciéndole que si hubiera tenido veinte años menos se lo habrían llevado con ellos a sus incursiones; eso le hacía sentirse útil.

Sacó un cigarro y lo encendió, dando tres pequeñas y presurosas caladas. Era un ritual que amaba profundamente, el primer cigarro del día. Le hacía toser, claro que sí, pero le llenaba de una sensación de relajación tan reconfortante que ya no podía prescindir de ella.

Expiró una buena bocanada de humo.

– Va por vosotros, cabrones -dijo, mirando las filas de muertos vivientes. De repente, se quedó mirándolos como si algo estuviese fuera de lugar. ¿No había…? Sí, eso era… ¿no había demasiados esa mañana? Era como asistir a la maldita Carrera Urbana anual. Se agolpaban contra las vallas, formando una caterva informe que se movía como un mar picado en un día de viento.

– Jesús… -dijo, inquieto.

Se giró sobre sí mismo, siguiendo las filas de muertos, y entonces dejó caer el cigarro, que había quedado prendido al labio inferior. Se apagó casi inmediatamente al contacto con la madera húmeda del suelo. Eran los zombis… estaban entrando en el complejo.

¿Cómo había ocurrido? Había pasado por ahí no hacía ni tres minutos. Eran apenas una docena, pero su número se multiplicaba en clara progresión geométrica a medida que cruzaban las puertas de acceso. Ni siquiera recordaba haber visto esas puertas abiertas desde que estaba allí, siempre usaban las alcantarillas para desplazarse.

Peter consideró sus opciones. Pensó en bajar, pero para cuando llegara allí, los muertos ya habrían llegado a la puerta principal; ya eran un número más que considerable invadiendo el recinto y propagándose como un fuego sobre un montón de heno. Entonces cogió el fusil, con el estómago contraído y duro como una tabla de cocina, y se apostó sobre la barandilla.

Disparó tres veces consecutivas, confiando que el sonido de los disparos alertaría a los demás. Pero entonces se recordó a sí mismo que, además del fuerte aguacero, tenía el viento de frente; lo más probable es que apenas escucharan nada dentro del edificio.

Entonces, impulsado por la necesidad imperiosa de reaccionar de un modo u otro, apuntó a los zombis. Caminaban deprisa, más rápido de lo habitual, pero intentaría abatir a los que se encontrasen más cerca de la puerta, para darles el mayor tiempo posible a los de dentro. El primer disparo le arrancó a uno la oreja de cuajo: trozos diminutos de carne salieron despedidos en todas direcciones, pero eso no pareció detenerle. El segundo levantó un buen pedazo de carne de la zona de la espalda; el desgarro quedó colgando como un filete a medio cortar. Y el tercer disparo le pasó demasiado por encima y se estrelló contra la pared.

Enfurecido consigo mismo, Peter abrió sus piernas un poco más para asegurarse más estabilidad. Cogió el rifle con más firmeza y miró de nuevo por la mirilla. No le habían entrenado para corregir la trayectoria teniendo en cuenta factores como la lluvia o el viento, y de hecho, tampoco había tenido oportunidad de practicar demasiado, pero se juró a sí mismo que iba a abatir a aquel hijo de puta. Hizo un cuarto disparo, y esta vez el impacto hizo volar la tapa de la sesera, desparramando su contenido en una nube espeluznante. El zombi se desplomó como si alguien hubiera apagado un interruptor. Eso le hizo sentirse un poco mejor. Apuntó a otro, y esta vez sólo necesitó dos disparos: otra vez quedó su cuerpo tendido sobre el suelo, totalmente inmóvil.

Levantó la vista y vio que los muertos estaban llegando ya a la puerta de entrada. Hizo tres disparos más, pero los falló todos, presa del nerviosismo. Por fin, cuando creía que estaba todo perdido, vio a alguien cerrando la puerta de cristal en el último momento.

– ¡SÍ! -se oyó decir, embriagado con un renovado entusiasmo.

Intentó disparar contra los zombis que se acercaban, pero no consiguió abatirlos. Dejó un desgarro importante en el pecho de uno de los muertos, el cual se tambaleó unos cuantos pasos hacia atrás, pero recuperó el equilibrio y continuó avanzando. Entonces, mientras paseaba la mirilla intentando volver a calcular el tiro, uno de los cristales situados tras los espectros estalló inesperadamente, viniéndose abajo en mil pedazos.

Levantó la cabeza para ver mejor qué ocurría. Peter no vio cómo el Padre Isidro había disparado contra el cristal, ni escuchó el disparo desde su posición; para él, la forma vestida de negro que se hallaba frente a la vidriera no era diferente del resto de los muertos. Pero los vio precipitarse casi a la carrera contra la entrada, y con eso tuvo suficiente. Volvió a mirar por la mirilla y a concentrarse en los blancos que ofrecían más posibilidades de impacto. En los siguientes minutos, abatió al menos a diez, disparando repetidamente mientras el sonido de los truenos minaba su confianza. Los muertos seguían entrando, imparables, con una cadencia continua, y cada vez que uno cruzaba el marco de los ventanales, su esperanza de que estuvieran resistiendo ahí dentro mermaba.

Disparaba al azar, a unos y a otros; a todo lo que acababa delante de su mirilla. Cuando se quiso dar cuenta, había acabado ya con el segundo cargador y sólo le quedaba un tercero. Entonces se incorporó, exhausto, y miró hacia abajo. Los muertos se habían extendido por la práctica totalidad de las pistas deportivas. Estaban por todas partes, a su alrededor, rodeando el edificio principal y entrando en él a través de todos los ventanales ahora ya destrozados sin excepción.

Peter se sintió derrotado. No había salido nadie del edificio; ni una sola persona. No quería pensar en lo que eso significaba. No quería imaginarse la carnicería horrible que podría estar sucediendo allí dentro. Apretó los puños y aulló, un grito desgarrador que manaba de la desesperación que lo asediaba. Les gritó a los zombis allá abajo, y gritó a los cielos turbulentos, con la cara roja y las venas de la frente henchidas.

Por fin, sin darse tiempo a pensar en lo que hacía, agarró el fusil, se tapó la cabeza con el chubasquero, y empezó a bajar de la torre con decisión. Los espectros no repararon en él hasta que estuvo ya sobre el suelo enlosado, pero Peter corrió tanto como fue capaz y pasó con facilidad por entre las filas de cadáveres.

Cuando había avanzado apenas unos metros, empezó a escuchar los disparos; el sonido de las ráfagas continuadas le inundó de una súbita alegría. ¡Estaban luchando! El resplandor de los rifles iluminaba el interior de la recepción. Cuando estuvo más cerca, el número de espectros a su alrededor era mucho mayor; sin embargo, el sonido de los disparos les atraía como una bombilla atrae a las polillas en mitad de la noche; todos miraban hacia allí, y el reguero incesante de espectros que entraba en el recinto caminaba formando una columna gruesa que se dirigía hacia el edificio.

Se detuvo, girando sobre sí mismo para cubrir todos los ángulos, estudiando las reacciones de los zombis que estaban a apenas tres metros a su alrededor. Ninguno de ellos parecía tener interés en la figura encapuchada que era él; el sonido de los disparos era simplemente demasiado fuerte, acaparaba toda su atención, como una llamada imperiosa que debían atender. Contuvo la respiración mientras su mente barajaba sus opciones y el cielo desgranaba un torrente de lluvia fría sobre su cabeza.

En el interior, Susana era atendida en la medida de las posibilidades que les brindaban las circunstancias. Mientras José, Uriguen y otros cuantos valientes abatían a los espectros apostados a ambos lados de la improvisada barricada, Susana recibía un vendaje compresivo en la zona de la clavícula, gracias a un pequeño botiquín de primeros auxilios que habían localizado en las plantas superiores. Habían limpiado la zona lo mejor que habían podido y el vendaje estaba funcionando bien, aunque las primeras capas se tiñeron de sangre rápidamente. Una mujer llamada Ángela mencionó algo de puntos de presión en las arterias principales para impedir el exceso de riego por la zona, y se dedicaba a ello con manos aparentemente expertas.

– ¡CARGADOR! -gritaba José de tanto en cuando. Pero ya no se detenía ni siquiera para municionar; alguien le pasaba un nuevo rifle completamente preparado y continuaba descargando. Su cabello estaba empapado como si acabara de salir de la ducha: grandes manchas oscuras perfilaban sus axilas y la espalda.

Entre tanto, Moses y Aranda seguían concentrados, con ojos atentos, buscando al sacerdote entre los atacantes. Juan sabía que era importante conseguirlo vivo, pero no iba a arriesgar a nadie más del equipo. Bajo ninguna circunstancia. Sostenía la pequeña pistola con ambas manos, preparado para vaciar el cargador directamente entre sus ojos tan pronto lo tuviera delante.

De pronto, Moses gritó "¡ALLÍ!", y Aranda se volvió, para verlo de pie sobre una pila de cuerpos abatidos, con el brazo estirado señalando algún punto del fondo de la sala.

– ¡PÁSAME LA PISTOLA! -pidió Moses, sin dejar de mirar.

Entonces, un pequeño trozo de pared situado detrás de Moses, del tamaño de una pelota de golf, saltó por los aires. "Jesús, le está disparando…", pensó Aranda, pero Moses permaneció impasible sin apartar la mirada, con un dedo acusador extendido, y la otra mano demandando el arma.

Aranda le lanzó la pistola y Moses la cogió sin mirarla, se la llevó al frente, la sujetó con ambas manos e hizo tres disparos rápidos. Juan miró al frente, intentando discernir algo entre los rostros abominables de los espectros que seguían intentando llegar hasta ellos. Por fin, vio a una figura correr en dirección al exterior; vestía de negro y sus cabellos blancos subían y bajaban al unísono, como un alga podrida bajo el sol. Era la primera vez que tenía contacto visual directo con él, y repentinamente sintió una inusitada sensación de repulsa que le recorrió como un escalofrío.

– ¡ESCAPA! -gritó Aranda.

Moses siguió su trayectoria, manteniendo la pistola en ángulo directo, y apretó el gatillo un par de veces más. Uno de los disparos le acertó a un espectro que se puso en medio, hundiéndole el hueso entre los ojos y revelando una mucosidad negruzca y reseca. La segunda bala se perdió sin alcanzar ningún objetivo.

El Padre Isidro cruzó a través del ventanal roto, pasando entre los espectros que pugnaban por entrar, y salió al exterior. Moses gritó, con los músculos del cuello hinchados como cables que fuesen a romperse. Parecía a punto de saltar para salir en su persecución, pero Aranda sabía que eso constituía un suicidio garantizado, así que se acercó a él, temiendo lo peor. Pero Moses no saltó, devolvió la pistola a Juan y avanzó por detrás de los tiradores en dirección al almacén.


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