El viento había cambiado y traía ahora un penetrante olor a mar. El padre Isidro levantó su rostro hacia la brisa que le llegaba del sur, saboreando el intenso aroma salino y sintiendo que su cabeza se despejaba. No recordaba haber sido capaz de percibir esas cosas antes del Día del Juicio, nunca desde tan lejos del puerto o la playa. Antes era imposible con la polución y el humo de los coches, el calor contaminante de chimeneas, salidas de humos, gases, y… ahora lo veía claro… la mórbida excrecencia de las miserias humanas, sus sudores, calores corporales y humores. Sonrió, conmovido por la inabarcable sabiduría de Dios todopoderoso, que había erradicado de la faz de la Tierra todo lo que no era puro, todo lo que había corrompido la natural bondad de lo que Él había creado.
Desde su privilegiada posición, estudió la ciudad que se extendía ante sí. Había subido hasta el punto más alto en el que pudo pensar, el Monte de Gibralfaro: un pequeño pulmón natural ubicado en pleno centro de Málaga y desde el que se podía ver, en ocasiones, algunos montes de la cordillera del Atlas en África, y el Estrecho de Gibraltar. Las vistas eran magníficas: una impresionante panorámica de todo el centro, desde el puerto hasta las últimas edificaciones del extremo más septentrional. Observando los bloques de edificios arracimados sin aparente orden ni concierto, experimentó un nuevo ramalazo de júbilo. Qué silenciosa y tranquila era su nueva necrópolis; se la veía tan hermosa. Utilizando unos prismáticos que había tomado de un pequeño comercio, pudo ver perfectamente las calles y todos los Ejércitos del Señor que las recorrían incansablemente.
Sonrió, complacido. Muy pronto anochecería, y entonces vería… vería las pequeñas luces de la ignominia por excelencia, de los que se ocultaban, de los impíos, de los pecadores intentando sobrevivir en sus pequeños escondrijos, sus sucias madrigueras de pecado, intentando escapar del Juicio Supremo. Cuando anocheciera, los vería a todos, oh Señor, a todos ellos. Encenderían sus pequeñas luces, sus lámparas de queroseno, sus velas, sus generadores de emergencia, y él los descubriría. Iría a ellos portando la Luz del Señor, los arrancaría de sus cubiles y los arrojaría a los Ejércitos para ser juzgados.
El padre Isidro dejó escapar una lágrima, conmovido por el desmedido amor que experimentaba. Recorría su cuerpo como calambres eléctricos. Dios lo amaba, lo había elegido a él, entre todos los hombres y mujeres, para acometer esa gran tarea, y tenía intención de acometerla hasta agotar el último ápice de sus energías.
Permaneció allí sentado hasta que el sol se retiró, mohíno. A su alrededor, varias figuras espectrales deambulaban arrastrando los pies, indolentes al fervor religioso padecido por el sacerdote. Recurría a sus prismáticos cada pocos segundos y barría las calles, los altos edificios, cada ventana. En un momento dado, se retiró junto a unos arbustos y defecó una suerte de puré de un color desusado, mortecino, recubierto de una baba espesa y blancuzca; pero no le prestó atención. Había perdido tanto peso que los tendones del cuello se marcaban como cables de hierro, y las oquedades entre ellos eran profundas e insoportables. Sus labios eran finos y secos, apenas dos pellejos blancuzcos que repasaba continuamente con su lengua pequeña y puntiaguda.
Por fin, apareció una luz en medio de la oscuridad. Apenas un pequeño punto, pero tan discernible en la oscuridad que imperaba en la ciudad costera, que le saltó a la vista inmediatamente. Era un ático en la zona de Ciudad Jardín; ya conocía el edificio, edificio humilde lleno de personas humildes. Sonrió, bien pagado de sí mismo, de su ocurrencia de trepar al punto más alto de la ciudad para someterlos a todos, y de que estuviera dando resultado. Pero no se apresuró, continuó revisando todas las ventanas, los balcones, las lejanas calles plagadas de erráticas figuras muertas, asomado a sus prismáticos negros que aún olían a nuevo. No tardó en aparecer una segunda luz, algo más lejos, cerca de la zona del Muelle Heredia. Esta vez se trataba de un balcón espacioso donde diversos enseres se amontonaban sin sentido. Por encima de ellos, una hilera de luces prendidas en un cable, como un adorno de navidad, se mecían al viento. En el interior de la casa titilaban varias luces más; probablemente, se dijo, velas de pequeño tamaño. Y unos instantes más tarde, más luces, todas trémulas, mortecinas, en distintos puntos remotos unos de otros.
El Padre Isidro se incorporó de un salto, experimentando una sensación parecida a la euforia pero más mezquina, así que pronto desapareció, vacua.
Trotó, desmadrado como un espantajo abominable, hacia el viejo camino empolvado que zigzagueaba entre los árboles hasta las calles del centro. La oscuridad era casi completa, pero sus ojos se habían acostumbrado y tenía suficiente para percibir los volúmenes. Recibió arañazos en las pantorrillas y los brazos, pero ya no acusaba el dolor; naturalmente, cantaba.
Le llevó unos treinta minutos llegar hasta el más cercano de los edificios iluminados, en la zona de La Malagueta. Allí, el suelo estaba completamente abarrotado de cadáveres en franca descomposición, y como resultado, el aire estaba impregnado de un hedor nauseabundo: rancio y dulce, profundo y sofocante. Se preguntó brevemente qué habría podido pasar, pero pronto la idea se apartó de su mente por sí sola. Al final de la calle, una tímida luna teñía de blanco un mar negro y tranquilo.
Miró hacia arriba, a los altos balcones, y tal y como había esperado, allí estaba, apartando las tinieblas de la noche. Casi podía oír el ronroneo traqueteante de los generadores, ubicados en el balcón.
– Ya vengo -anunció, a nadie en particular-. Soy el guardián, soy el juez, jurado y verdugo.
Pasó por encima de los cuerpos caídos, y se acercó al portal, que naturalmente estaba clausurado con muebles apilados. Tironeó un rato de la puerta hasta que, a través del opaco cristal ahumado de la doble hoja, descubrió una fenomenal cadena cerrada con un enorme candado Yale.
El padre Isidro giró sobre sus pies y escudriñó varios vehículos desmadejados a lo largo de la calle. Se interesó por un viejo modelo de Seat Toledo, pero no tenía las llaves en el contacto. El siguiente coche se sacudió con un ruido horrible, más parecido a la risa de una hiena tísica que a un motor, y no arrancó. Después de algunos intentos fallidos más, por fin pudo arrancar un pequeño Daewoo de color ceniza. El motor sonó como el rugido de un tigre en la jungla: alto, solitario y poderoso.
Hacerlo dar la vuelta resultó un poco más complicado de lo que había pensado. Los cadáveres dispersos por el suelo conformaban baches que, en ocasiones, cedían bajo el peso del vehículo o hacían que las ruedas giraran alocadamente sin encontrar un punto de apoyo. Por fin, pudo alinear el morro con el portal del edificio, puso el freno de mano y revolucionó el motor. Cuando soltó el freno, el Daewoo se lanzó a gran velocidad, atravesó la puerta y se llevó consigo todos los muebles apilados, arrojando trozos de madera en todas las direcciones. Por fin, se detuvo cuando chocó contra los primeros escalones de la vivienda.
Abandonando despacio el automóvil, el padre Isidro echó un vistazo a la calle. Los zombis estaban ahora visiblemente más nerviosos. Se acercó al más próximo, que movía los brazos descontroladamente, como aquejado del baile de San Vito, lo cogió por la mano y tiró de él hacia el portal. Al segundo lo metió dentro por el sencillo procedimiento de empujarle por la espalda. Toda esta actividad estaba despertando al resto de los muertos; sus quejidos y cloqueos empezaban a subir de volumen, sus bocas se abrían, hambrientas, y sus cabezas se revolvían inquietas, buscando. Desde la distancia, empezaban a llegar cada vez en más número. Era justo lo que necesitaba.
Le llevó algunos minutos más azuzar a un buen número de espectros al interior del portal. Los zarandeaba, los golpeaba y los empujaba con fuertes empellones, y eso hacía que reaccionasen cada vez más rápidamente, cada vez más hostiles.
Como la otra vez en la Plaza de la Merced, no le costó mucho hacer que subiesen por las escaleras; apenas los encarrilaba, ellos empezaban a avanzar despacio en la dirección correcta. Palmoteaban las paredes, se enredaban en sus propias piernas y caían blandamente sobre el suelo de mármol, pero luego se levantaban y continuaban en la buena dirección.
Satisfecho, el padre Isidro empezó a entonar su canción.
Las personas que sobrevivían escondidas en su domicilio no tuvieron muchas oportunidades. El padre Isidro llevó a su horda de cadáveres resucitados y echó la puerta abajo sin mucho esfuerzo; los supervivientes nunca esperaron que los zombis llegasen hasta ellos. Allí encontró rostros aterrorizados, una mujer entrada en años y de aspecto demacrado, y dos chicas jóvenes también de apariencia enfermiza. Cuando el primer espectro cruzó el umbral, chillaron y le arrojaron una silla. Huyendo hacia el salón, volcaron la mesa de la cocina y luego corrieron de habitación en habitación mientras los espectros inundaban la vivienda. En medio de la vorágine, el padre Isidro, preso de una excitación desenfrenada, se entregaba a la tarea de recitar pasajes de la Biblia mientras empujaba a los espectros.
En la última habitación ya no hubo escape posible. El padre Isidro escuchó los gritos y se arrodilló en el suelo, mirando hacia un punto indeterminado del techo. Rezó largamente por sus almas, que habían sido encontradas culpables y sometidas al juicio último.
Cuando todo hubo terminado, se sintió laxo pero satisfecho. Le temblaban las manos y la boca era un pozo de arena. Fue a la cocina y hurgó en los estantes, pero sólo encontró cereales, legumbres y unos grandes sacos de arroz. En otro sitio encontró botes con mermeladas y varias marcas de cremas de cacao, con y sin avellanas. También garrafas grandes, llenas de agua. Bebió sin mesura, y luego hundió sus dedos largos y descarnados en el dulce alimento. Comió con lascivia, hasta sentirse enfermo.
Eso sí, antes se aseguró de dar gracias al Señor por los alimentos recibidos.
En los días que siguieron, el padre Isidro repitió su demencial misión numerosas veces. No le resultaba difícil sacar a los supervivientes de sus agujeros; en la mayoría de los casos se trataba de personas incapaces ya de seguir luchando, debilitadas física y psicológicamente. Algunas de ellas se rendían sin ofrecer resistencia, casi agradecidas de poner punto y final a esa semiexistencia rodeados de muerte. En otras, se las apañaba bien lanzando sus hordas de resucitados, a quienes azuzaba con tremenda facilidad. En eso se había vuelto terriblemente efectivo.
Casi siempre era el mismo procedimiento. Los localizaba, bien denunciados por la luz, o por la procedencia de los sonidos que le llegaban desde los locales comerciales y las viviendas en sus largos paseos. Entonces destrozaba las barreras lentamente construidas con grandes martillos, sierras mecánicas o, cuando era posible, vehículos. Era el amo absoluto de todo. Era el Rey de la ciudad.
Siempre dormía en cualquier parte, la ciudad le ofrecía mil y un lugares confortables donde reposar sus huesos: la habitación de un hotel, un dormitorio en cualquier casa. Se quedaba dormido, arrullado por los lánguidos lamentos de los muertos. Una vez durmió al lado del cadáver hinchado y podrido de lo que parecía haber sido una anciana. Ya no acusaba el olor, y desde luego no sentía rechazo por los cuerpos devastados por las marcas de la muerte.
Una mañana, después de rezar sus oraciones, el padre volvió a las calles a ocuparse de sus tareas. Mientras paseaba por el centro de la ciudad, levantó la cabeza hacia el cielo y se lo encontró de pronto, asomado a uno de los balcones de un viejo edificio. Era él… aquel mismo joven. El joven que había escapado de su primera incursión una vez entendió lo que el Señor quería de él.
Instintivamente, muy despacio, se retiró a las sombras de uno de los salientes de un edificio cercano sin perderlo de vista. Su corazón latía con renovado ímpetu en su escuálido pecho.
Varias veces en días anteriores, el rostro de aquel joven lo había mortificado por las noches, atormentándolo en medio de una nube gris y difusa en la que siempre escapaba a todos sus intentos por apresarlo. Despertaba sudando, y pedía perdón al Señor por la pobre actuación que había podido ofrecerle aquel día. Sabía que el Señor le concedería una nueva oportunidad, y por fin la tenía delante. Su enorme dentadura brilló en la sonrisa de complacencia que se dibujó en su rostro.
En ese momento, otro individuo salió al balcón. Era un tipo alto, de cuerpo atlético, con una barba rala y de aspecto marroquí. Qué apropiado, pensó, mientras sus pequeños ojos brillaban con odio en las sombras que le ocultaban. Infames, impíos que pronto se someterían al Juicio Final. Lo juró entonces en el nombre del Señor, y lo juró sobre la pureza de su propia alma.
Pero no se precipitaría. Permaneció allí estudiando sus movimientos, su lenguaje corporal y sus maneras a medida que hablaban y señalaban al horizonte. Continuó impávido, sin atreverse a mover un solo músculo, hasta que ambos se retiraron al interior de la vivienda. Entonces soltó el aire de su pecho y respiró entrecortadamente. Los tenía.
En los días siguientes acechó como un depredador por los alrededores de la casa. Quería saber cuántos eran, quería saber dónde estaban exactamente. Esta vez estaba determinado a no fracasar. Trepó hasta el último piso del edificio contiguo y allí se acurrucó, camuflado por unas vetustas cortinas grises, a espiar por la ventana. Eran muy listos, antes del anochecer cerraban todos los batientes y apenas se asomaban al balcón. Sin embargo, en las pocas ocasiones en las que lo hacían, él ya estaba allí, y vio también a una de las chicas escondidas en la Plaza de la Merced. Entonces rechinó los dientes, arropado por el polvo denso y macilento de las viejas cortinas, y los odió tan profundamente que casi sufrió un desvanecimiento.
Una vez, mientras se encontraba cerca del portal, vio salir a dos hombres. El primero era el marroquí; el segundo, un hombre que cojeaba de una pierna. Se manejaban bien, corriendo y zigzagueando entre los zombis antes incluso de que éstos pudieran reaccionar. Los siguió desde la distancia, discretamente, ocultándose entre los resucitados. Los vio entrar en una tienda de ultramarinos, donde estuvieron pocos minutos, y salir de nuevo. Llevaban unas mochilas en la espalda.
Aquella misma tarde los vio salir de nuevo, correr hacia otra de las tiendas, y volver a salir. Y al día siguiente, y al otro.
Eran como pequeñas abejitas afanadas, enredando con algún plan desconocido. El padre Isidro entraba en las tiendas una vez ellos se habían ido, y revisaba los estantes. El polvo acumulado le permitía encontrar los huecos donde ellos habían tomado productos. Encontró que faltaban diversos enseres, sobre todo de uso cotidiano, y otros más extraños, como tubos de rejilla, herramientas, montones ingentes de pilas alcalinas y hasta botas de agua, de las de plástico resistente, pero no supo extraer un mensaje de toda aquella actividad.
Por fin, una de aquellas mañanas, vio al tullido desaparecer por una de las alcantarillas asistido por el marroquí, quien, en un momento de tensión, tuvo que descabezar a uno de los espectros usando su barra de hierro. Desde su escondite, varios metros más allá, pestañeó como si de repente hubiera comprendido el concepto de la tercera dimensión en el volumen de los objetos. ¡Las alcantarillas! En su vida había pensado en ellas, pero de repente consideró la posibilidad de que debajo de la ciudad, allí donde los resucitados nunca miran, se escondiesen los impíos. Qué deliciosa paradoja, pensó, dar caza a los pecadores en las alcantarillas tal y como ellos persiguieron a los cristianos en las cloacas de la antigua Roma. Pronunció la palabra de viva voz: venganza. Sabía, a través de palabras del apóstol Pablo, que sólo Dios tiene el derecho moral de una venganza justa, pero ¿acaso no era él su instrumento, su puño de castigo, el ejecutor de su juicio último?
Una vez el marroquí hubo vuelto a la seguridad de su cubil, el padre Isidro corrió hacia la tapa de la alcantarilla, la retiró y se deslizó dentro con la agilidad de un atleta. Estaba oscuro como boca de lobo, pero allá a lo lejos aún despuntaba la luminiscencia mortecina de la luz que portaba el impuro, menguando a medida que se alejaba.
Durante mucho tiempo, el padre Isidro fue siguiendo al Cojo desde la distancia. No fue difícil, porque el hombre iba dejando un rastro de cordel por donde pasaba. Cruzaron por oscuros túneles y estrechas tuberías, se arrastraron por inmundos recovecos y caminaron con prudencia, arrastrando los pies allí donde las aguas fecales eran altas.
Lo siguió todo el tiempo, silencioso y sibilino, como el Gollum de Tolkien tras el portador del Anillo en las minas de Moria. Llegados a un punto, el Cojo se detuvo, y pareció descansar junto a una pared de cemento que corría perpendicularmente al corredor que habían venido siguiendo. Luego, volvió a retomar el camino de vuelta.
El padre Isidro reculó por el túnel, con los grandes ojos blancuzcos fijos en la luz trémula que se acercaba. Por fin, dio con un resquicio en la pared de ladrillos y desapareció por él. Esperó, jadeante, a que el Cojo pasara de largo y esperó hasta verlo desaparecer en la distancia. No había duda, iba de vuelta. Entonces continuó por el túnel hasta el punto donde había descansado, y permaneció allí de pie, mirando alrededor.
¿Qué había hecho allí? ¿Qué buscaba? Miró y buscó, escudriñó la pared con sus manos, pero no encontró nada.
Había una leve luz que se filtraba por el pequeño hueco de la tapa de una alcantarilla, pero no era suficiente para ver bien, así que trepó los dos escalones en la pared e hizo saltar la tapa con un fuerte empellón. Entró la luz y una suave brisa de aire fresco, y cuando se acostumbró de nuevo a la claridad, la pared estéril e impasible de la fachada del Corte Inglés le saludó.
Y entonces comprendió, lo entendió perfectamente. No había nada de especial en aquel túnel. El túnel no era el objetivo, era el medio. Iban a escapar… a cruzar la ciudad por debajo.
Con los tibios rayos del sol iluminando su rostro cadavérico, el padre Isidro cerró los ojos, aspiró suavemente y comenzó a sonreír.