XL

Los héroes de la jornada en aquel aciago y lluvioso día resultaron ser dos chicos jóvenes que habían llevado sus vidas de una forma bastante anónima dentro de la Comunidad. Hacían sus tareas pero, por lo general, preferían pasar su tiempo aislados, bien paseando por las pistas o recluidos en sus habitaciones.

Mientras todos luchaban en recepción intentando expulsar a los zombis del edificio, ellos se preguntaron qué pasaría si el grupo de combate caía. Estarían atrapados como ratones en su madriguera; aunque se encerrasen tras alguna de las puertas, sería sólo cuestión de tiempo que éstas acabasen venciendo ante los envites de los muertos vivientes.

Buscando una ruta de escape alternativa, los chicos consiguieron encaramarse al alféizar de la ventana. Desde allí, se sirvieron de una gruesa cañería para subir hasta el pequeño tejado a dos aguas. Hubo más de un momento de tensión porque la lluvia caía abundante y hacía que las superficies fueran resbaladizas y peligrosas, pero pronto se encontraron arriba, enfrentados a unas espectaculares vistas de las instalaciones tristemente invadidas por los caminantes.

Desde allí había varias rutas que tomar. Primero pensaron que podrían saltar de un módulo a otro hasta llegar al edificio de la enfermería. Habían hecho ciertas migas con Jaime, y desde luego sabían que Dozer estaba también allí, recuperándose de su costilla rota; podrían al menos saber si estaban bien y a salvo. Pero entonces, el más joven de los dos, asomado por el borde de la cornisa, divisó la interminable fila de espectros que entraban por las puertas de Carranque y describía una hilera hasta la recepción. Era como una columna de hormigas, que se agitaban afanosas y tercas en conseguir su objetivo.

– Tengo una idea -dijo el chico a su amigo. En sus ojos brillaba la chispa de la genialidad.

Cuando escuchó el plan, su amigo asintió con rapidez y contundencia. Volvieron sobre sus pasos, y volvieron a entrar en el edificio a través de la ventana; para entonces ya estaban completamente empapados. Fueron derechos a la pequeña oficina ubicada al principio del pasillo distribuidor, donde habían acumulado gran variedad de productos como bolsas de patatas y frutos secos, pero también una buena cantidad de botellas de alcohol, sobre todo whisky. No bebían mucho, sobre todo porque cada uno tenía responsabilidades que atender cada día y había que mantenerse sobrio y útil, pero de vez en cuando se permitían alguna pequeña reunión social, y entonces el whisky era un bien muy aplaudido.

La idea, por supuesto, era fabricar un cóctel molotov, utilizando el whisky como habían visto hacer en innumerables películas. La prueba que hicieron, utilizando una vieja camiseta como mecha, sin embargo, no funcionó en absoluto: el whisky se evaporaba rápidamente y el invento acababa resultando más una molestia temporal que otra cosa. Decepcionados, se dejaron caer en el suelo.

– En La Mitad Oscura funcionaba… -dijo el más joven.

– Pues ya ves que no. Además está la lluvia… -dijo el otro-. Necesitamos otra cosa.

Buscaron por la habitación, excitados por el sonido constante de los disparos que les llegaba desde abajo. Algunas de las mujeres seguían deambulando por los pasillos, abrazadas unas a otras; no se atrevían a bajar, porque la escalera era una alfombra salvaje de cuerpos abatidos y apilados en escalofriantes montañas.

Por fin, uno de los chicos encontró lo que buscaba: olvidados en un rincón había algunos botes de disolvente de tamaño industrial. Un gráfico naranja surcado por bordes amarillos adornaba todos los botes con una señal escrita en grandes caracteres de imprenta:


ALTAMENTE INFLAMABLE


Probaron a verter un poco en la misma esquina donde habían hecho la prueba con el whisky, y el líquido, pese a ser poco, se mantuvo en llamas durante más de medio minuto, burbujeante como un lago de lava. Satisfechos, vaciaron las grandes botellas de whisky y montaron sus pequeñas bombas: diez de ellas estuvieron pronto dispuestas en una pequeña caja de cartón rígido provista de tapadera.

Subirlas al tejado fue, sin embargo, una extraordinaria prueba de habilidad y fuerza en sí misma. Cada botella de whisky pesaba cuatro kilos y medio, así que el total ascendía a cuarenta y cinco kilos de peso. Pero finalmente, se encontraron de nuevo encaramados al tejado de dos aguas, jadeantes, con los brazos cansados y las gotas de lluvia resbalando de sus cabellos húmedos.

Muy poco después, se encontraban a menos de diez metros de la entrada principal, por donde los caminantes se infiltraban en el campamento como hinchas de algún grupo musical el día álgido del concierto estrella de la temporada.

– Con fuerza, ¿eh? -dijo el más joven prendiendo la primera mecha. Había entreabierto la caja para evitar que la lluvia mojara los trozos de tela que iban a servir de mecha.

El chico cogió la botella, la sopesó en su mano unos breves segundos y la lanzó contra la puerta. La botella evolucionó por el aire describiendo una órbita elíptica e impactó justo donde la querían; cayó entre los zombis que estaban cruzando bajo la verja de hierro y se inflamó con un ruido fabuloso, crepitante. Los espectros que fueron alcanzados se convirtieron en teas humanas, bolas de fuego que rápidamente perdieron el sentido de la orientación y quedaron inmóviles, impidiendo el paso a los que iban detrás. Corpúsculos incendiados caían de la masa incandescente que eran sus cuerpos; el suelo era un infierno llameante cuyas lenguas de fuego lamían las ropas de los zombis que pasaban alrededor.

Los chicos aullaron de contento, sorprendidos por el inesperado éxito de su plan. Daban saltos sobre sus pies y levantaban los brazos, henchidos de euforia. Cogieron un par de botellas más y las lanzaron contra la puerta. De nuevo los lanzamientos se produjeron con un acierto enorme, y la entrada de la Ciudad Deportiva se convirtió en un fulguroso horno humeante. Los espectros que habían ardido primero empezaban a caer al suelo, incapaces ya de mantenerse en pie. Su carne podrida, envuelta en las ropas que les eran propias, ardían con una facilidad fascinante. Los que venían detrás se contagiaron con rapidez, pese a la lluvia. Bien era un espectro que se giraba con un brazo envuelto en llamas, o una lengua de fuego que se abría paso por el suelo a medida que el disolvente se extendía y prendía los bajos de los zombis aglomerados en la entrada; en cuestión de medio minuto se había declarado una hoguera de proporciones considerables.

Tiraron todavía tres botellas más, para asegurarse de que la lluvia no mermara el efecto del fuego. El líquido del disolvente se propagó, codicioso. Un total de trece litros adicionales de disolvente en llamas desparramándose por la acera prendieron todo cuanto tocaron, bloqueando efectivamente la entrada al recinto; al menos, por un buen rato.

Y mientras los chicos celebraban su iniciativa en el tejado, soltando lapidarias y elocuentes frases extraídas directamente de discursos de la industria del cine americano, quiso el Señor en los Cielos darles un respiro aun mayor: de repente, dejó de llover.

El fuego redobló su intensidad.


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