Málaga se moría. Una arrastrada agonía recorría sus calles como un germen infeccioso, necrosando a sus habitantes. Los caminantes estaban ya por todas partes; se unían formando grupos, acechaban los portales y bloqueaban las carreteras. Había accidentes y coches volcados en todos los rincones. En la autopista, los conductores sufrían accidentes intentando esquivar los cuerpos macilentos y otros vehículos siniestrados, y sus ocupantes morían en la colisión. Los que sobrevivían no llegaban tampoco muy lejos: eran rápidamente alcanzados por los caminantes. De cualquiera de las dos formas, a las pocas horas, todos los fallecidos volvían a la vida con los ojos ausentes y una única motivación: dar caza a los vivos.
Encerrado en la Iglesia de la Victoria, el Padre Isidro se postraba ante el altar, como cada día durante las últimas semanas. Allí rezaba a todas horas hasta caer desfallecido por la noche, pero incluso entonces, los ruidos nocturnos de una Málaga que agonizaba lo despertaban a menudo, y las noches eran una pesadilla mortecina que vivía en intervalos de vigilia. Ya no había luz eléctrica, pero aún contaba con un suministro prácticamente inagotable de velas e incensarios que había dispuesto por doquier. El aire era denso, embriagador, penetrante.
El Padre Isidro era un hombre increíblemente delgado. Apenas se había alimentado durante las últimas semanas, desde que los muertos comenzaron a vagar por la faz de la Tierra, y había perdido peso con una rapidez fascinante. Arrodillado en aquel altar, sudaba abundantemente; su frente y todo su cuello estaban perlados por una miríada de gotitas de sudor. A veces rompía a llorar, con los ojos fuertemente apretados, mientras sus labios articulaban, en silencio, los miles de rezos y súplicas que elevaba hacia su Dios.
– ¡Señor! -explotaba de pronto, levantando la mirada hacia el altar y llamando con voz colérica-. ¡Estamos preparados, Señor, cae sobre nosotros y juzga a tu pueblo impío, Señor!
Pero Él no venía, no respondía a sus plegarias, no les llamaba para terminar lo que había empezado. Entonces, movido por un febril impulso, se levantaba y se acercaba a su libro de la Biblia, abierto en el atril por un pasaje que había leído y releído innumerables veces.
No se maravillen de esto, porque viene la hora en que todos los que están en las tumbas conmemorativas oirán su voz y saldrán; los que hicieron cosas buenas a una resurrección de vida, los que practicaron cosas viles a una resurrección de Juicio. Los hombres buscarán la muerte, y no la hallarán; y desearán morir, y la muerte ira huyendo de ellos.
El Padre Isidro temblaba de fervor cuando repasaba esas líneas. Por fin había ocurrido: Dios había llamado a justos y pecadores y los había convocado al Juicio Final. Los muertos habían abandonado sus tumbas y habían vuelto a la vida, y era cuestión de tiempo que Él los juzgase a todos: bajaría de los cielos y daría a cada cual según sus obras. ¿No lo profetizó el Apóstol Pablo en el Nuevo Testamento? El mismo Señor descenderá del cielo. Él estaba preparado, y rezaba -oh, cómo rezaba-, en preparación a Su venida.
Pero los días pasaban, y Él no venía. La ansiedad le devoraba como una enfermedad degenerativa. Consultaba la Biblia continuamente, pasando las páginas hacia delante y atrás, leyendo párrafos aleatorios. De vez en cuando se secaba el sudor de la frente con la manga de su sotana y leía algún párrafo con voz temblorosa, asintiendo mientras lo hacía.
"Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros, los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor. Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras…". -Se detuvo, con los ojos desorbitados, reflexionando unos instantes sobre lo que acababa de leer.
¿Y si él no se encontraba entre los Justos? ¿Y si Él lo encontraba indigno? Negó con la cabeza con vehemencia, como intentando arrojar esos pensamientos lejos, fuera de su cabeza. No, él había hecho lo que era necesario, lo que había que hacer, lo que Él hubiese querido. Había cerrado las puertas del templo y había mantenido a todos fuera, a los que querían escapar del Juicio Final, los que no querían ser juzgados. A Sofía y a los demás. Cómo habían corrido hacia él y aporreado las grandes puertas dobles cuando él las cerró ante ellos. Cómo habían gritado cuando se acercaron los resucitados, en lugar de sentir el gozo y la dicha del momento glorioso de encontrarse puros y redimir sus pecados. Cómo le habían engañado, tanto, tanto tiempo. Los creía hombres y mujeres Justos, servidores de Dios, devotos creyentes, pero los muertos habían venido a por todos ellos y los habían encontrado… culpables. Desgarraron sus torsos, henchidos de pecado, y separaron sus cabezas y desmembraron brazos y piernas.
Qué dicha había sentido cuando se le iluminó el camino que debía seguir. Corrió al altar, se arrodilló y permaneció allí, entregado, rezando y abriendo su corazón a Él hasta que las piernas le hormiguearon tanto que tuvo que dejarse rodar sobre un costado y llorar de dolor hasta que pudo volver a caminar.
– ¿Qué debo hacer, Señor? -imploró, con la voz rota, diluida en un sollozo lastimero-. ¡Señor, dime qué debo hacer!
Pero las ominosas paredes de roca no le respondieron, la noche no trajo ningún ruido excepto el constante frufrú de los muertos vivientes esperando en el exterior; las velas no titilaron, la señal que esperaba no llegó.
De repente la duda le asaltó, y con la duda venía mezclado un atisbo de esperanza… ¿y si Él estaba esperándolo? ¿Y si Él, en su infinita sabiduría, alabado fuese en Su Gloria, oh Señor… aguardaba un testimonio de su fe y de su devoción?, ¿alguna muestra de su Amor? ¿Y si Él…?
Una chispa se encendió en su atribulada mente, una chispa que detonó con un clic casi audible. Sus ojos se abrieron cuanto les era posible. Allí dentro, detrás de sus pupilas, bailaba el germen de la locura, infatuado por la absoluta certeza de que su Padre celestial requería que se sometiese a los Jueces: que se entregase a los difuntos resucitados, que también él se doblegase al Juicio Final.
Explotó en llanto, víctima de una fuerte taquicardia que le obligó a apoyarse contra la pared. Cuánta gratitud sentía, oh Padre misericordioso, por aquella revelación inesperada. Se preguntaba cómo había tardado tanto en descubrir el Camino Recto que le llevaría a la salvación eterna. Miró hacia las puertas del templo. Había apilado allí todos los bancos y hasta uno de los confesionarios para impedir la entrada de los difuntos.
– Oh, Señor… qué ciego he sido… -dijo, avanzando veloz hacia los bancos-. Ya voy, Señor, ya voy…
Los retiraba con extrema facilidad, y éstos caían a ambos lados con un sonoro estrépito. Sorprendía verlo desmontar la barricada pese a su pronunciada delgadez, consumido por un desbocado fervor. Por fin, retiró la última tranca y abrió las dos hojas de par en par.
La noche lo recibió, cargada del hedor que generaban los cadáveres allí congregados. La fría e inesperada brisa nocturna le secó el sudor de la frente. La luz del interior del templo, iluminado por varias decenas de velas, se desparramaba sobre las formas siniestras que esperaban fuera. Más allá sólo había oscuridad: Málaga era un manto espectral apenas iluminado por la luz de las estrellas.
El Padre Isidro, con los brazos en cruz, se ofreció a Ellos. Lo juzgarían, purgarían sus pecados con el santísimo sacramento de la redención. Miró hacia arriba, esperando ser abatido en cualquier momento. En su castigada cabeza se repetía un único mensaje incesante: "Ya voy, Señor, ya voy, Señor, ya voy…". Su sotana, mugrienta, tremolaba en el umbral, con los bajos tornados en jirones descosidos y rasgados.
Puede que fuera debido a su particular percepción de las cosas en aquel momento de entrega y rendición incondicional, pero en la lóbrega noche malagueña, el tiempo se detuvo con el sonido desacelerado de una vieja bobina de cine. El Padre Isidro contuvo su propia respiración; el silencio era tan denso, tan embriagador, que por un instante se sintió transportado. Pensó, incoherentemente, que todo había ocurrido ya, que había muerto, y que ascendía, ascendía hacia los cielos a reunirse con su Dios. Las estrellas parecieron salir a su encuentro.
Entonces bajó la cabeza y miró.
Vio un centenar de ojos sin pupila que lo taladraron con la precisión de un láser, y vio bocas muertas. Tuvo entonces sensaciones contradictorias: sintió debilidad, y sin proponérselo conscientemente, retrocedió un paso. Pero al mismo tiempo, alimentado por una fuerza que nacía de lo más profundo de su creencia religiosa, luchaba por permanecer, quedarse y atender los designios que, según creía, le llegaban desde los cielos.
– Oh, Dios mío… Dios mío, por favor, ayúdame… -gimoteó, sintiendo que el labio inferior se agitaba convulsivamente. Sin embargo, consiguió mantenerse firme, cerrando los puños y apretando los músculos del vientre. La brisa comenzó a soplar con más fuerza.
Entonces, como títeres movidos por hilos invisibles, los muertos empezaron a avanzar al unísono, de manera desgarbada. Se balanceaban de un lado a otro, chocaban con los hombros, lanzaban sus brazos hacia delante.
Se quedó quieto, congelado en un instante eterno.
Los muertos le rodearon…
Pasaron de largo.
Los muertos le rodearon, le rozaron con sus cuerpos blancos y empezaron a entrar en la iglesia, buscando, aquejados de frenéticos espasmos. El Padre Isidro pestañeaba, incapaz de comprender lo que pasaba. En cuestión de segundos se vio a sí mismo enterrado en el enjambre de cadáveres, como si fuera uno más. Miraba alrededor, sintiendo una mezcla de náusea, terror y… alivio.
¡No le atacaban! ¡No le arrancaban la carne a jirones, no le mordían, no lo sofocaban con sus manos frías de la tumba! Miraba con una mezcla de fascinación y repugnancia sus rostros descarnados. Uno de ellos, vestido con un traje de pana marrón, lucía una escalofriante herida en el cuello, lo suficientemente profunda como para caminar dando cabezadas. Al que estaba detrás le faltaba todo el maxilar inferior y la lengua le colgaba a un lado, fláccida, gris e hinchada. Otro caminaba con una gruesa barra de metal incrustada en el pecho, justo debajo del corazón. Pero ninguno de los resucitados parecía tener interés en él. En absoluto.
"¿Por qué?", se preguntaba. "¿Por qué yo?". Saltaba sin parar de una posible explicación a otra, pero las desechaba con la misma rapidez con la que aparecían en su mente. En el ínterin, los cadáveres comenzaron a moverse hacia todas direcciones. Estaba claro que la iglesia, que había sido ocupada por completo, no era ya un objetivo para ellos.
De pronto, en medio de aquel río infecto de muerte y podredumbre, y atormentado por tales pensamientos, lo comprendió. Y aquella comprensión rotunda del hecho indiscutible de que él era salvo, de que había sido juzgado y encontrado casto y libre de todo pecado, le hizo tambalearse.
– Oh, Padre… -dijo, mirando hacia el cielo cuajado de estrellas y sintiendo que un nuevo manantial de cálidas lágrimas empezaban a asomar en sus ojos, aquejados del brillo espectral de la demencia-. Guíame, Dios todopoderoso, ¿qué… qué debo hacer ahora?, ¿a dónde debo ir?
Pero allá arriba las estrellas titilaban, y nada decían. Miraba suplicante hacia todos lados, buscando una respuesta, una señal, un mensaje que él pudiera interpretar. Bien es verdad que, en aquel estado mental, el Padre Isidro podría haber interpretado hasta el vuelo errático de una mosca sobre un montón de mierda, pero el azar fue mucho más que caprichoso en aquella noche.
El viento estaba arreciando. Una pequeña cuartilla de papel traída desde no se sabía dónde le sacó de su ensimismamiento; se le pegó en el pecho, cerca del cuello. El Padre Isidro la cogió, pestañeando. Parecía un texto manuscrito con grandes caracteres.
ESTAMOS VIVOS
Estamos en el 53 de la Plaza de la Merced. Estamos sitiados. Somos 6 supervivientes y necesitamos ayuda medica urgente. Se nos acaba la comida y el AGUA. Por favor vengan a rescatarnos, acceso por tejado posible.
URGENTE
– Vivos… -murmuró el Padre Isidro, mirando la nota y releyendo sus palabras, una y otra vez.
Ésa era la señal. Todo encajaba tan suavemente en el puzzle de su destino que casi podía sentir los hilos con los que Dios le gobernaba. ¿Cómo se atrevían aquellos seis impuros a intentar escapar del sagrado Juicio Final? Examinó la letra, el acento que faltaba en la palabra "médica". Jóvenes, seguro, o gente baja, calaña que había vivido entregada al pecado. Casi podía imaginárselos, encerrados tanto tiempo en aquel refugio, subyugados ya por la impudicia y… que Dios les perdonase… la fornicación.
– Yo seré el Agua… -comenzó a decir, dando pequeños pasos hacia delante, en dirección a la Plaza de la Merced. Sus ojos eran dos océanos turbulentos viciados de locura-. Yo seré el Agua que os lave, porque yo he sido juzgado. Yo seré la Puerta que os conduzca de vuelta al Reino, al Reino del Señor…
La oscuridad se lo tragó.