Los días siguientes a la caída de David por el callejón no fueron fáciles. Un velo oscuro y ominoso, denso como la niebla fría en un prado escocés, parecía haberse tejido en la casa. No hablaron mucho entre ellos. Isabel permanecía todo el día en su cuarto, no bajaba a comer ni subía arriba a esperar a que su caballero andante apareciese en su caballo blanco. John tuvo unas pesadillas delirantes; soñaba que el suelo, que se había vuelto de tierra negra y seca, se abría para tragárselo. Mary, quien pasaba con él la mayor parte del tiempo, le puso paños húmedos e intentó consolarlo, pero estaba empeorando a ojos vista, y en los escasos periodos de lucidez que ofreció aquellos días ni siquiera se atrevieron a contarle lo de la muerte de David.
Roberto, el quinto superviviente, se concentraba en cocinar y limpiar. Decía que eso le ayudaba a seguir cuerdo, y le dejaban hacer. Aún era capaz de recordar el olor a humo que dominaba la cocina de su abuela. Las paredes, elaboradas con delgadas ramas, dejaban entrar los suaves rayos del sol mientras el humo del fogón de barro se mezclaba con una suave danza aromatizada con el olor del café y las tortitas recién cocidas. La memoria del caldo de pollo siempre le traía veladas sonrisas.
Una tarde, sin embargo, Arturo llevó a Roberto a la azotea para hablar con él en privado.
– Me preocupa John… -dijo.
– Lo sé…
– No, no lo entiendes… Roberto le miró con curiosidad.
– ¿Qué pasa si… muere? -soltó Arturo sin muchas ceremonias.
– ¿Qué pasa si muere? -repitió Roberto en voz baja, como para sí. Por fin, levantó la vista hacia su amigo, con los ojos abiertos de par en par-. Si muere… ¡si muere se…! -Se llevó ambas manos a la cara, tapándose la boca para no tener que decirlo.
Arturo asintió.
– Si muere… -dijo despacio-, volverá…
Roberto anduvo un rato de un lado a otro, con las manos en la cintura a modo de jarra y mirando el suelo.
– Es como esas putas películas…
– Sí.
– ¡Está con Mary!
– Sí.
– ¿Cuánto tardan en…?
No lo sé. Pero creo que es bastante rápido.
– Tenemos que sacarla de allí.
– No la vas a convencer… y no creo que hablarle de lo que podría ocurrir en caso de que John muera sea lo que necesita dadas las circunstancias.
Roberto le miró, como si no comprendiera. Tenía las venas del cuello hinchadas.
– ¿Y qué hacemos? -preguntó, subiendo el tono-. ¿Esperamos a que John muera, se convierta en un zombi de mierda, y le arranque a Mary la cabeza sin que nadie se dé cuenta, eh? ¿Y qué pasará cuando Isabel o tú o yo nos los encontremos a los dos en el pasillo, bloqueando el paso con sus ojos en blanco?, ¿les abrimos la puerta para que se vayan, eh? ¡Qué, dime! ¿Les damos en la cabeza con una puta lata de Fanta?
Arturo lo tranquilizó, poniendo ambas manos en sus hombros.
– Sólo digo que John no puede estar solo con una única persona en la habitación. Está mucho peor. Está amarillo. Ayer limpié su bacina, y sus heces son líquidas… fluorescentes y espumosas. Creo que se va, Rober.
Roberto pestañeó.
– ¿Y qué hacemos si muere? -preguntó de pronto, de nuevo invadido por esa sensación de presión en el pecho que ya conocía tan bien.
Arturo carraspeó. Estaba visiblemente incómodo.
– Pensé en dejarlo encerrado, pero no sé si esas puertas interiores aguantarán mucho. Hay que… darle en la cabeza. Un golpe contundente, ¿entiendes? No conozco ninguna otra cosa que funcione con… cuando… -Se calló de pronto.
– Pero tío… -dijo Roberto, con las manos de nuevo en ambas sienes-, ¿qué dices, tío?
– Escucha, hay que hacerlo. Métetelo en la cabeza. Piensa en ello mientras estás allí… porque hay que hacerlo.
Roberto se daba cuenta, claro. No había sobrevivido a la agonía indecible de una ciudad que se había ido muriendo poco a poco para no comprender que no había otra salida. Sin embargo, había intentado construir un muro a su alrededor, mantenerse alejado de todo aquel horror en la medida de lo posible, bien con la cocina o con las tareas de limpieza. Cuando fregaba los suelos, usaba abundante lejía. Le gustaba el olor a lejía, porque la lejía desinfectaba y mataba la podredumbre. Le gustaba cocinar, y poder dedicarle mucho tiempo a preparar una simple cacerola de lentejas porque representaba lo cotidiano, lo saludable, y le ayudaba a mantener viva la esperanza.
– Vale… -dijo al fin-. Voy abajo, con Mary. Podemos hacerlo por turnos. ¿Crees que podemos hablar con Isabel de esto?, ¿que nos ayude?
– Por ahora no. Es una romántica, la conoces… la muerte de David la ha destrozado.
Asintió, pero no dijo nada más. Desapareció por las escaleras y dejó a Arturo sumido en lúgubres pensamientos.
En los días siguientes, John durmió casi todo el tiempo. Aún sudaba, y su rostro había adquirido un color cetrino que le daba el aspecto de una máscara de cera. Roberto y Mary tuvieron ocasión de hablar y conocerse, y descubrieron que pasar tiempo juntos les gustaba. Roberto era mejicano, y cuando tenía sólo catorce años cogió el pequeño barco de su padre, única herencia que le había quedado, y navegó hacia Japón. Allí tuvo interesantes experiencias, y a Mary le gustaba escucharlas todas, algunas de ellas varias veces. Cuando Arturo apareció con un poco de caldo de puchero caliente para tomar el relevo, encontró a Mary riendo, y el cambio le animó. Pasaron unas horas juntos, sentados en el suelo y charlando de trivialidades.
Al día siguiente, Isabel hizo una tímida excursión fuera de su cuarto. Apareció en el desayuno, y todos celebraron su presencia. Estaba pálida y tenía grandes ojeras y los ojos hinchados, pero al menos consiguió responder a las bromas con una sonrisa y comer su magdalena. Tampoco entonces quisieron tocar ningún tema importante y la mayor parte de la conversación giró en torno a establecer teorías sobre cómo preparar café sin agua y sin electricidad.
A las once y cuarto de la mañana, Isabel se detuvo en mitad del pasillo cuando se dirigía a traer provisiones del supermercado. Le parecía escuchar un soniquete lejano, que venía de alguna parte indefinida. Era como una canción, como si alguien entonara una canción. La tonadilla tenía un tono melancólico y triste. ¿De dónde venía? Giró sobre sí misma para tratar de localizar la fuente del sonido y entonces comprendió que le llegaba a través de la ventana entreabierta. Su corazón dio un vuelco. ¡Un sonido de la calle! ¡Una canción! Se asomó con rapidez y miró en todas direcciones… al principio sólo vio la misma escena que todos los malditos días; los actores de siempre estaban todos en su sitio, puntuales, repitiendo su errático baile. Y de repente, lo vio.
Era un hombre alto e increíblemente delgado, de largos cabellos de color blancuzco. Estaba debajo de un árbol, a no mucha distancia de la ventana. Vestía levita y una sotana raída, y la miraba directamente a ella. Sus ojos eran dos puntos brillantes que habían atrapado su mirada. Y cantaba, cantaba con voz grave y anciana una vieja canción que Isabel creía haber escuchado antes en alguna otra parte.
En el barranco del Lobo
hay una fuente que mana
sangre de los españoles.
Hay pobrecitas madres, cuánto llorarán
al ver a sus hijos que a la guerra van.
Málaga ya no es un pueblo
Málaga es un matadero
donde se matan los hombres
como si fueran corderos.
Isabel no conseguía comprender. Ese hombre estaba allí, con sus piernas abiertas y los brazos extendidos a ambos lados, cantando, pero los muertos caminaban a su alrededor sin reparar en él. La escena tenía un aire surrealista que la mantuvo hipnotizada durante un buen rato.
Málaga es un matadero
donde se matan los hombres
como si fueran corderos
Por fin, sacudió la cabeza y se pasó una mano por el rostro. Tenía la boca tan seca. El hombre con sotana sonrió. Sus dientes, perfectamente alineados, eran grandes y tenían el color del marfil viejo. Despacio, levantó el brazo cuan largo era: sujetaba una pequeña cuartilla de papel. Desde esa distancia, Isabel no podía leer lo que ponía, pero reconoció la estructura de las letras; era una de sus cartas, una de las hojas de socorro que habían arrojado desde el tejado.
Entonces ocurrieron otras cosas a la vez.
Mary, en una de las habitaciones contiguas, chilló. Fue un grito largo y agudo, tan estremecedor que Isabel no pudo evitar dar un respingo. Su corazón se desbocó. Sin apartarse de la ventana, miró por el pasillo en dirección a la habitación. En su mente se dibujaron varias imágenes en rápida sucesión; eran como fotografías en blanco y negro, pero representadas con contundente claridad. Vio a Mary, en la habitación con John. Este se hallaba de pie sobre la cama. Tosía sangre, pero eso no parecía importarle; tenía la mirada fija en Mary, y era una mirada cruel.
Isabel corrió, llamando a gritos a Arturo y a Roberto. El mejicano se le adelantó, salía del lavabo cuando ella pasaba. Llegaron a la puerta del cuarto y él aprovechó el impulso de la carrera para derribarla con el hombro, sin darse tiempo a girar el picaporte. La puerta se abrió con un fuerte estruendo.
John estaba acorralado contra una esquina. Mary había volcado el somier de la cama y lo mantenía apretado contra él. Tenía los brazos extendidos y hacía fuerza con todo su cuerpo.
– ¡A-ayudadme! -pidió, con voz temblorosa.
Corrieron a ayudarla. John sacudía los brazos, intentando agarrar a alguien. Mary, exhausta, se retiró del somier y cayó derrengada a un lado. Estaba demasiado asustada para romper a llorar, pero hipaba terriblemente.
– ¡N-n-no me di c-cuenta! -decía, sin poder dejar de mirar a su amigo resucitado-. De repente él… él se…
John profirió un gruñido ronco.
Arturo apareció en la habitación, con los ojos espantados.
– John… -dijo en voz baja, incapaz de asimilar la escena que tenía ante sí.
– ¡Sácalas de aquí, hombre! -dijo Roberto, haciendo presión con el somier. John se debatía cada vez con más furia.
Arturo no reaccionó inmediatamente, pero por fin relevó a Isabel con el somier y ella pudo ayudar a su amiga a incorporarse. Una vez hubieron salido, el mejicano se volvió hacia Arturo. Tenía una pregunta que luchaba por salir, pero le costó esfuerzo formular.
– ¿Con qué lo hacemos?
Arturo le devolvió la mirada. En ella, sin embargo, se podía leer con meridiana claridad que no tenía ni la menor idea.
En el pasillo, las chicas se abrazaban. No había conocido mucho a John, pero sabía que su amiga había pasado incontables horas prodigando sus cuidados a aquel irlandés.
– Ven, vámonos… vamos a la cocina -dijo Isabel, intentando llevársela de allí.
Caminaron por el pasillo, aún cogidas por las manos, alejándose de los gruñidos hoscos y estentóreos que salían de la habitación. Cuando pasaron al lado de la ventana, Isabel recordó (como si fueran corderos) al hombre con la sotana raída y los dientes grandes. Echó un vistazo, inquieta, pero ya no estaba; allí abajo sólo quedaban los muertos. Debajo del árbol, una suave brisa arrastraba una cuartilla de papel entre los pies de aquellos monstruos.
Entonces escucharon un fuerte sonido que levantó ecos apagados en las escaleras y que parecía provenir del piso de abajo. Allí, no obstante, sólo estaba el portal, el ascensor, y unas pequeñas habitaciones que constituían la portería. Nunca bajaban, allí sólo les esperaba la improvisada barricada que habían levantado para tratar de sellar la gran puerta de doble hoja que conducía a la calle. Permanecieron abrazadas, escuchando expectantes. Casi al mismo tiempo hubo un segundo golpe. Y un tercero. Tenían una cadencia contundente, casi opresiva.
– ¡Isabel! -llamó el mejicano desde lejos-. ¡¿Qué pasa?!
Pero las chicas no contestaron, estaban absortas en los escalones que conducían a la oscuridad total de la planta baja. Un cuarto golpe vino acompañado de un crujido terrible, que a Isabel le trajo el recuerdo vivido de la tabla que mató a David. Al mismo tiempo, la oscuridad de la planta baja se retiró, ahuyentada por una inesperada fuente de luz. Isabel chilló sin poder contenerse; ahora sabía a qué pertenecían los ruidos. No sabía cómo, pero habían echado la puerta abajo. Era la luz de la calle que se desparramaba por el portal.
– ¡ROOBERTOOOO! -gritó Isabel.
Dentro de la habitación, los dos jóvenes tenían dificultades para controlar a John. Cada vez estaba más encolerizado; sacudía las manos haciendo enormes aspavientos, y abría la boca lanzando embestidas y dentelladas al aire. Sus envites eran también más fuertes. Apretaban el somier contra él, pero necesitaban de toda su fuerza para retenerlo.
– ¡T-te dejo, Arturo! -anunció Roberto, levantando la voz por encima de los gruñidos animales-. ¿Vale?, ¡¿lo tienes?!
– ¡Date prisa! -dijo Arturo, poniendo todo su cuerpo sobre el somier. Empleaba los brazos para alejar los manotazos del muerto.
Por fin, Roberto soltó el somier y salió a toda prisa de la habitación. Su objetivo era la habitación contigua. Había allí un cenicero de pie, muy pesado, hecho de metal bruñido; sería suficiente para devolver a John al dulce letargo de donde no debía haberse despertado. Pero en el pasillo reparó en las dos chicas; miraban el hueco de la escalera, inmóviles y agazapadas.
Y entonces lo escuchó… era una especie de canción, cargada de tintes melancólicos. Alguien cantaba, su voz subía, grave y profunda, desde el portal.
En el barranco del Lobo
hay una fuente que mana
sangre de los españoles.
– ¡Isabel! -llamó.
Isabel se giró, pero en la expresión de su rostro vio que tampoco ella sabía qué pasaba.
– ¡¿Quién es?! -preguntó de nuevo.
– ¡DATE PRISA, JODER, DATE PRISA! -gritó Arturo desde la habitación. Su voz denotaba un tremendo esfuerzo físico. Roberto se debatió entre ir a por el cenicero de metal o averiguar qué pasaba en el portal. Pero entonces Mary gritó, y aquel grito horrible le congeló en el quicio de la puerta donde estaba. Gritó tanto que tuvo que doblarse sobre sí misma para poder sacar todo el aire; la cara se le puso roja del esfuerzo. Isabel estaba a su lado, temblando como una hoja en un vendaval.
Eso le decidió. Corrió la distancia que le separaba de las dos chicas y pasó por delante de ellas para asomarse a las escaleras. Allí se encontró de frente con una de esas cosas, vestida con una sucia camisa gris y unos vaqueros. Faltaba gran parte de su pelo ralo y rizado, y en su lugar la piel se hallaba contraída y enrojecida como si hubiera sufrido una aparatosa quemadura. Detrás suya subía desmañadamente otro de los zombis. Le miraba con ceñuda preocupación con su único ojo sin pupila. Y detrás de éstos había un tercero, y un cuarto, y aun más… Subían en confuso tropel por las escaleras. "Son los muertos", pensó; "los muertos han entrado, han entrado". Pero vio algo más. Recostado contra la pared, a un lado, había un hombre. Supo enseguida que no era uno de los muertos vivientes por el brillo despiadado de sus ojos, por su sonrisa perfecta. Llevaba una machota en la mano y con la otra empujaba a los muertos hacia arriba. Le miraba a él y asentía.
Trastabilló, intentando apartarse de aquella visión enloquecedora. Su mente era un disco rayado que no parecía llegar a ninguna conclusión, encallada sin remedio en el mismo punto de la línea de pensamiento: han-entrado-han-entrado-han-entrado. El hombre de la machota, con una voz burlona pero poderosa, le sacó de su estado de shock bramando desde su posición en las escaleras:
– ¡Cuando Él abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto ser viviente que decía: ¡Ven! Y miré, y vi un caballo. ¡El que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Hades lo seguía: y les fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con espada, con hambre, con mortandad y con las fieras de la tierra!
Cuando el primero de los zombis estaba ya a muy poca distancia de Roberto, Isabel lo cogió por el cuello de la camiseta y tironeó fuertemente hacia sí. Roberto se combó a un lado, caminó dos pasos y reaccionó incorporándose con rapidez. Miró a Isabel, perplejo.
– ¡ARRIBA, VAMOS, ARRIBA! -gritó Isabel. Llevaba a Mary cogida por un brazo. Ésta parecía estar fuera de sí; tenía el rostro contraído y enrojecido. Sus ojos eran ventanas a una habitación vacía: no había nadie allí que gobernase el barco.
– Pero Arturo… -dijo Roberto casi en un susurro. Corrieron hacia el siguiente tramo de escaleras y él envió a las chicas arriba, después siguió por el corredor y se asomó a la habitación de John. Primero vio el colchón, que estaba ahora caído en el centro de la sala. Tenía una gran mancha de color oscuro que era casi tan grande como ancho era. Tumbado encima del colchón estaba Arturo, con los pies sobre el suelo. Una de las piernas se sacudía con febril agitación, como aquejada de involuntarios espasmos. Se agarraba el cuello con ambas manos y miraba el techo con una mueca de dolor en el rostro. De allí manaba abundante la sangre, que teñía sus manos y su pecho. Parecía querer decir algo, pero de su boca sólo salían pompas de saliva con tintes rojos. John estaba de pie, a su lado, tenía la boca bañada de sangre y le miraba. Su postura era animal: ambos brazos en actitud amenazante con los dedos trocados en garras despiadadas, las piernas flexionadas y el cuerpo ligeramente adelantado.
Roberto gritó:
– ¡JOHN!
El muerto viviente se volvió tan rápidamente que el mejicano se sorprendió. Notaba cómo el terror que había experimentado hacía pocos segundos se estaba convirtiendo en un torrente de furia. Apretó los puños. La adrenalina tensaba todos sus músculos.
Fuera, en el pasillo, el hombre del monumental mazo gritaba: "¡Ahora todo lo hago nuevo; yo soy el Alfa y la Omega!". Roberto, a punto de lanzarse sobre John para derribarlo a golpes, se contuvo en el último momento. Tenía que pensar en Mary… tenía que pensar en Isabel. Echó un rápido vistazo a Arturo. Su mano caía desmayadamente a un lado en ese momento. Su rostro estaba fláccido, un pequeño caudal se sangre se escapaba por la comisura de su boca y se deslizaba tímidamente hasta su cuello.
Salió corriendo, batiendo el suelo con una nueva e inesperada energía. Casi podía sentir a John, persiguiéndole. Los muertos vivientes habían invadido ya la mitad del corredor. Aquel hombre demencial que los dirigía seguía empujándolos hacia delante. "Jesús… lleva sotana", pensó Roberto, fijándose por primera vez en su ropa.
Trepó con rapidez por las escaleras. Los muertos parecían estar reaccionando a sus carreras; estaban excitándose y ganaban velocidad con cada movimiento. Sus pasos eran más rápidos, proferían ininteligibles gruñidos cada vez con mayor frecuencia, y le miraban directamente a él mientras alargaban las manos crispadas.
– ¡Raza de víboras! -decía el sacerdote-. ¡¿Cómo escaparéis al Juicio Divino?!
En ese momento, Roberto dio un traspiés y cayó sobre los escalones. La rodilla derecha estalló con una explosión de dolor punzante e intenso. Cerró los ojos unos segundos, intentando controlar la sensación de quemazón pulsante, y después pudo mirar hacia atrás para ver quién le perseguía. Allí estaba ya John, alargando una mano para cogerle del pie.
El mejicano reaccionó con rapidez: contrajo la pierna sana y le propinó un fuerte golpe. Fue como golpear una almohada, John no acusaba dolor. Le cogió del pie y tiró hacia sí, buscaba su carne con su boca muerta. Pero Roberto, viéndose preso, sacó fuerzas para dirigirle una serie de patadas. La cadencia pasmosa con la que le lanzó la tanda de golpes consiguió librarle de la mano que lo atenazaba. Justo a tiempo, ya llegaban los otros. Sus miradas enloquecidas le imprimieron nuevas fuerzas para incorporarse y salir corriendo.
– ¡MARY! -llamó, corriendo por el rellano y mirando todas las puertas a su alrededor.
– ¡Arriba, Roberto! -llamó Isabel-. ¡En la azotea!
– ¡Estamos jodidos! -dijo Roberto fuera de sí cuando llegó arriba. Isabel cerró la puerta de metal cuando su amigo hubo cruzado.
El pestillo quedaba del otro lado, pero no pensaban que un pestillo hubiera resultado de mucha ayuda, de todas formas. Siempre habían pensado que resistirían contra muertos vivientes sin cerebro, incapaces de resolver problemas simples como un pestillo, o una puerta cerrada por unas trancas de hierro, pero se enfrentaban ahora a un dilema nuevo, desconocido.
– ¡Es un hombre! -dijo Roberto-. ¡Ha echado abajo la puerta del portal con un mazo y ha traído esas cosas hasta nosotros!
– ¿C-cómo vamos a salir de aquí? -preguntó Isabel, mirando alrededor. El cielo estaba encapotado, pero el día era luminoso. A su alrededor se extendían los tejados de la ciudad, separados por los insalvables abismos que eran las calles.
Roberto miró a Mary. Miraba al suelo con la cabeza inclinada, como quien examina un difícil jeroglífico. Estaba apagada, se había rendido. El mejicano giró sobre sí mismo… allí no había nada que pudieran usar, y desde luego no había ninguna salida a ninguna parte. Estaban atrapados.