En tan sólo unos días se obtuvo el consenso y la aprobación para intentar hacer funcionar el helicóptero del edificio de la policía. Hubo algunos detractores, pero la democracia habló por sí misma y la mayoría impuso el resultado de la votación. La comitiva que escoltaría al piloto estaba compuesta, como no podía ser de otro modo, por Dozer, Uriguen, José y Susana.
Llegaron sin dificultades al edificio de la comisaría utilizando los túneles de las cloacas, y se sirvieron de una salida ubicada en la parte trasera, donde encontraron muy pocos zombis. Apenas cuatro metros les separaban de la misma entrada que habían utilizado la última vez, un ventanuco que se abría en la pared a casi dos metros de altura, lo que les garantizaba que ninguno de aquellos espectros iba a seguirles.
Una vez estuvieron todos dentro, siguieron su estricto protocolo de prudencia, aunque para entonces ya les había quedado claro que el edificio seguía tan vacío como lo dejaron.
– Relájate, hombre -dijo Uriguen, dando una sonora palmada a Jaime en la espalda-. Llevas el culo tan apretado que parece un tapón a prueba de niños.
Todos rieron, incluso Jaime, que hasta ese momento había parecido un poco descompuesto.
Las diáfanas salas seguían vacías; las mesas, volcadas; los papeles, dispersos por el suelo. Unos maltrechos armarios de metal formaban una montaña en mitad del recibidor principal, y al pasar junto a ellos, uno era invitado a preguntarse cuál había sido la historia de aquel lugar, qué había pasado mientras los agentes de la autoridad eran literalmente diezmados en las calles en sus intentos por detener no sólo a los espectros resucitados, sino también a la población civil que había enloquecido, entregada a la histeria colectiva cuando no al pillaje y a la violencia por la violencia.
Subieron las escaleras hacia los pisos superiores y deambularon un rato por sus estancias intentando encontrar el acceso a la azotea con el helipuerto. Jaime siempre permanecía en retaguardia, protegido por Dozer. Por fin, tras subir unas angostas escaleras de cemento, se encontraron saliendo al exterior. Allí, el hermoso EC135 de color azul y blanco descansaba, radiante, sobre sus dos grandes aletas.
Durante unos instantes nadie dijo nada. Era grande, más grande de lo que habían imaginado. El interior era espacioso, contaron con facilidad hasta seis pasajeros además del piloto. Jaime daba vueltas alrededor con una expresión extraña en el rostro. En ocasiones, pasaba la palma de la mano por su estructura, o se agachaba para mirar algún detalle.
– ¿Cómo lo ves, chico? -preguntó Dozer.
– Es fantástico -dijo Jaime rápidamente-. Esta maravilla puede lograr fácilmente, no sé, digamos una velocidad máxima de unos 260 kilómetros por hora, y deberá darnos una autonomía de vuelo de seiscientos kilómetros, puede que más.
– Seiscientos kilómetros… coño… eso está muybien. No megustaría tener que parar a repostar en cualquier parte.
– ¿Crees que podrás pilotarlo?
– Eso voy a ver ahora mismo -dijo, con una sonrisa que era mezcla de excitación y miedo.
– Quizá no funcione -dijo Susana mientras Jaime, paseando la mirada por todo el panel de instrumentos, se acomodaba en el asiento-. Quiero decir, si el helicóptero está bien, ¿por qué no lo usaron para salir de aquí? Cuando estuvimos aquí la última vez había bastantes cadáveres dentro de la comisaría.
– Quizá uno de esos chicos podridos que encontramos era precisamente el piloto -comentó José con una media sonrisa.
Susana gruñó.
– Sí, bien pudo ser eso.
Jaime estaba concentrado en los mandos. Miraba a su derecha y arriba, hacia los controles ubicados encima de su cabeza, y aún no se había atrevido ni a poner las manos sobre las palancas de control.
– Jaime… -dijo Dozer-. Si no estás seguro, déjalo en el momento que quieras. Recuerda que es sólo una primera aproximación, ¿vale? Podemos volver en cualquier momento, ya has visto lo fácil que ha sido.
– No, no… -dijo Jaime, cada vez más maravillado con el hecho de estar sentado a los mandos de un aparato como aquél.
– Deja hacer al chico, hombre… -dijo Uriguen-. El chico puede pilotar y hacer pompas de chicle con el culo, ¿eh, Jaime?
– Claro, estoy perfectamente -dijo-. Reconozco casi todos los instrumentos, creo que esto puede ir muy bien. Mira esto…
Dozer se asomó a la carlinga de cristal.
Jaime localizó entre sus pies un pequeño pedestal de instrumentos con un tacómetro de la velocidad del rotor.
– Mira… el indicador de la velocidad en el aire… altímetro, el indicador del flujo de combustible, el botón para el encendido, y esto de aquí mueve una bomba que inicia la corriente de combustible que va a los motores.
– Bueno, parece que hubieras nacido en uno de éstos -dijo Dozer sonriendo.
Como si hubiese sido la orden de despegue de la torre de control, Jaime pulsó algunos interruptores. Los indicadores se encendieron, algunas agujas comenzaron a marcar mediciones. El indicador de gasolina marcaba tres cuartos de depósito.
– Hasta tiene gasolina -dijo sin poder contener una pequeña carcajada. Accionó algunos controles más para empezar a bombear el combustible y activó el motor eléctrico conectado a un acumulador.
Entonces la máquina cobró vida. El rotor de cola comenzó a moverse lentamente con un fuerte zumbido, alcanzando rápidamente las cincuenta revoluciones por minuto. Jaime miró a Dozer, maravillado.
– Esto funciona… funciona de puta madre.
Prendió los arietes y el rotor se estabilizó, preparado para la puesta en marcha.
– Retiraos… voy a intentar levantarlo un poco.
Dozer pestañeó, inseguro, pero el chico parecía saber muy bien lo que hacía. Aranda había sido explícito en sus instrucciones: sólo familiarizarse con el aparato, prudencia máxima, nada de pruebas sin conocer exactamente lo que se estaba haciendo. Pero suponía que intentar levantarlo un poco podía incluirse en la directiva "familiarizarse con el aparato". Hizo señas a los otros para que se apartaran del helicóptero.
Con una sonora exhalación, Jaime oprimió el botón de encendido e inmediatamente brotó una llama de los reactores, la cual desapareció al consumirse el exceso de combustible. A la luz del día, los reactores funcionaban sin que se notara fuego ni humo alguno en ellos. Las aspas comenzaron a rotar, al principio lentamente, pero pronto cogieron velocidad y no fueron sino un plato sinuoso de color gris perla. Dozer pensó que el sonido era exactamente el mismo al que le tenía acostumbrado el cine de Hollywood, pero nunca había imaginado que fuese tan fuerte. El viento que despedía era tan espectacular como inesperado. Sus camisas tremolaban como si fuesen a desgarrarse y salir despedidas.
Jaime cogió la palanca de control colectivo con ambas manos. No transmitía vibración alguna, y al tacto, se sentía firme y robusta. Por fin, tiró suavemente de ella y el aparato comenzó a ascender lentamente. La sensación de euforia fue increíble. Allí mismo tenía la otra palanca, la del control cíclico. Sabía que sólo tenía que empujarla para que aquella belleza blanco-azulada comenzara a desplazarse hacia delante. Se sentía invencible, como si pudiera pilotar a través de toda la ciudad y aterrizar en la torre manca de la mismísima catedral.
Dozer observó cómo el helicóptero ascendía medio metro. A medida que lo hacía, se le dispararon todas las alarmas. Miró a sus compañeros, y pudo ver en la mirada de Susana que al menos ella compartía su nerviosismo. "Mala cosa", pensó.
Susana podía ver las señales; esa mujer les había salvado la vida más de una vez con su sexto sentido.
– ¡Jaime!… ¡JAIME! ¡BÁJALO!
Se le veía absorto, mirando hacia delante y a las palancas de mando al mismo tiempo.
– ¡NO TE ESCUCHA! -chilló Uriguen.
Dozer se movió un poco hacia delante, de forma que hubiera más posibilidades de que Jaime le viera con la vista periférica. Movía los brazos haciendo grandes aspavientos.
– ¡BÁJALO, JAIME! ¡YA BASTA, BÁJALO!
El helicóptero se inclinó apenas perceptiblemente y se desplazó unos centímetros hacia delante describiendo un ligerísimo vaivén. Dozer se congeló, incapaz de decidir qué hacer a continuación. José avanzó unos pasos, como si tuviese en mente sujetar las aletas. Pero en ese momento, el helicóptero empezó a girar de cola hacia la izquierda: el pequeño rotor trasero se cernía lentamente sobre el equipo de Dozer.
– ¡JAIMEEE! -chillaba éste, agitando los brazos más rápidamente a medida que la cabina desaparecía de su vista.
Susana se retiró al interior de las escaleras, pero José y Uriguen estaban más separados. José se tiró al suelo y puso sus manos sobre la nuca para dejar que el rotor pasara por encima de él, y Uriguen se apretó contra la pared, a la expectativa de lo que pasara después. La cola siguió su trayectoria cobrando cada vez más velocidad. Si seguía ese rumbo, calculó Dozer, ya no podría volver a aterrizar; las aletas pendían ya prácticamente fuera de la plataforma de aterrizaje.
Entonces el helicóptero giró con inesperada velocidad, descargando un poderoso coletazo contra Dozer, que fue arrojado al suelo con violencia y arrastrado varios metros. El aparato estaba fuera de control.
En el interior de la cabina, Jaime notó el golpe contra Dozer. No entendía qué estaba pasando, bien fuera porque los mandos eran más sensitivos que los controles que había utilizado en su simulador, o porque había algo que éste no había contemplado y de lo que nada sabía. Atenazado por el nerviosismo, comprendió que de seguir así podría provocar que el helicóptero escorase hacia cualquier lado, y entonces las aspas podrían chocar contra el edificio, o aun peor, alcanzar al resto del grupo. Así que accionó los controles y obligó al helicóptero a elevarse hacia cielo abierto; seguramente allí podría acabar de entender las sutiles pero definitivas diferencias con el control del aparato.
– Dios mío… -susurró Dozer desde el suelo, sintiendo una quemazón in crescendo que nacía de las costillas. Miraba cómo el helicóptero iniciaba el ascenso.
José llegó corriendo a su lado, seguido de Uriguen y Susana.
– ¿Estás bien? -preguntó.
– Estoy a tomar por culo de estar bien -soltó Dozer, con la mano en el costado y sin perder de vista el helicóptero. José siguió su mirada: el aparato estaba describiendo una media circunferencia en el aire y empezaba a ladearse sobre un costado a gran velocidad. Entonces se enderezó sólo para comenzar a avanzar con el morro inclinado hacia abajo, alejándose cada vez más del edificio.
– Dozer… el chico… -dijo Susana.
– Lo controlará, ya lo verás… lo conseguirá.
Pero el helicóptero volaba como una libélula en medio de una nube de humo de hachís. Por un momento cayó con brusquedad hacia la calle, una avenida ancha con una rotonda en el centro. Luego remontó, girando peligrosamente sobre sí mismo, y por fin fue a dar de costado contra el edificio que se levantaba en el extremo opuesto de la avenida. El impacto fue terrible: el sonido de las aspas se trocó en una pesadilla mecánica que por fin se detuvo con un ruido quejumbroso y metálico. Se levantó una enorme polvareda y cayeron grandes cascotes contra la calle. Susana miraba con ambas manos tapándose la boca. Cuando por fin pudieron ver algo, se encontraron con la visión espantosa del aparato incrustado contra la fachada, con la cola asomando hacia fuera. La cabina había acabado dentro de una habitación, sepultada por escombros. Allí moría el viejo sueño de Aranda de sobrevolar la ciudad, buscando otros supervivientes, de aterrizar en los tejados de los centros comerciales para conseguir abastecimiento, de mudar fácilmente el campamento a otros destinos menos inhóspitos, lejos de la ciudad.
– Dios bendito… -dijo al fin Susana.
– No… no ha explotado… -dijo José, sin perder de vista el aparato siniestrado-. ¡Jaime puede estar vivo!
– Puede estar vivo… -repitió Uriguen.
Susana se asomó al borde de la plataforma. El espectáculo era pavoroso: los zombis se movían frenéticamente, aullaban y agitaban los brazos como depredadores a punto de abalanzarse sobre sus presas. El impacto les había despertado.
– Hay muchísimos. Más de lo habitual.
– No importa, tenemos que ir a por Jaime -dijo Uriguen.
– Y lo haremos.
– Joder que sí -dijo José.
– Yo no voy a poder, chicos -dijo Dozer-. Creo que me he roto un par de costillas. Duele un huevo. Pero si me acercáis al borde os cubriré desde aquí. Aún puedo disparar.
– Vale… -dijo Susana con aire de preocupación-. Entonces mejor que nos demos prisa; si está vivo el tiempo es esencial, podría necesitar ayuda médica.
Movieron a Dozer con todo el cuidado que les fue posible hacia el borde del helipuerto y le acercaron su fusil. Era una magnífica posición; desde allí podía cubrir toda la rotonda y el camino que debían seguir sus compañeros hasta llegar al edificio de enfrente. No intercambiaron muchas palabras más: salieron corriendo hacia el piso de abajo con una sombra de preocupación velando sus rostros.