El doctor Rodríguez se mantenía encerrado en su pequeño laboratorio tanto tiempo como le era posible. Pidió que le llevaran la comida allí mismo, y se acostaba tarde y se levantaba temprano. Aranda pasaba largas horas acompañándole, aunque percibió que cuando se trataba de hacer pruebas y análisis, el doctor prefería trabajar en silencio. El sacerdote fue movido de nuevo a una de las habitaciones adyacentes; de vez en cuanto se regalaba con exaltados discursos llenos de ominosas citas del Apocalipsis, o se entregaba a la tarea de profetizar horribles desastres para todos los que se escondían en el campamento.
Cada vez que volvía, Aranda le preguntaba si había novedades, pero el doctor protestaba en voz baja con algunos gruñidos ininteligibles, y luego declaraba que no quería equivocarse y rogaba paciencia.
Susana se encontraba ya sorprendentemente mejor. Después de un largo y reparador sueño, aceptó una invitación a jugar a las cartas y pasó una tarde agradable en compañía de José, Uriguen y Dozer. El corpulento Dozer también se encontraba mucho mejor, y aunque durante la partida, tendido sobre la cama, estuvo inclinándose sobre un costado y el otro, no acusó dolor.
Aranda intentó también hablar en varias ocasiones con el párroco. Nunca obtuvo nada, ni siquiera su nombre real. A aquellas alturas, sus apasionados delirios le inspiraban más compasión que otra cosa.
Moses, por su lado, pasaba casi todo su tiempo con Isabel.
– Me siento como… una especie de ángel de la muerte -le dijo ella mientras compartían un atardecer cuajado de tonos anaranjados y rosas.
– ¿Qué estás diciendo? -preguntó Moses.
– No sé, Mo… Primero fue la casa de la Plaza de la Merced… luego, nosotros… tu casa de calle Beatas… ahora aquí también.
– Isabel… -dijo Moses, pasándole una mano por encima del hombro-, tú no tienes la culpa de nada de eso. El hombre que ha provocado todos esos desastres está ahí dentro, con el doctor.
– Pensé en ir a verlo…
– No quieres verlo. No quieras verlo. Es un pobre hombre demente que ha perdido el juicio. ¿Y sabes qué es lo más curioso? Si de verdad el doctor puede descubrir la razón por la que los muertos vivientes le ignoran, entonces podremos decir que quizá Dios sí le señaló a él entre todos los hombres… pero como suele ocurrir, malinterpretamos sus designios, y lo que pudo ser un vehículo para la salvación de todos los que habíamos sobrevivido, casi se convierte en la hoja de la guillotina.
Isabel reflexionó sobre sus palabras.
– ¿Qué harán con el sacerdote cuando terminen de… examinarle?
– Encerrarlo. Como a cualquier criminal. Lo mantendremos encerrado en alguna parte. Podrá salir a pasear y en Navidad tendrá una comida especial. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Isabel asintió.
– ¿Crees en Dios, Mo?
– Sí que creo. Él me ayudó a salir de la vida que llevaba. Antes… bueno… era un poco diferente de como soy ahora. Bebía mucho, vivía encerrado en mí mismo, para mí mismo. Hace poco me enfadé con él… ya sabes, cuando me arrebató a Josué. Dios, cómo quería a ese hombre. Y me enfadé con Él por permitir que todo esto sucediera… han muerto tantos, Isabel. Tantos. Pero ahora… pienso de manera diferente. Escuché a ese pobre loco hablar, escuché su historia, y ahora estoy convencido de que Él nos ha traído a ese hombre, que guarda la solución a todos nuestros problemas. De que lo conseguiremos. Que Él aprieta, pero no ahoga, y como decía mi madre, que siempre que cierra una puerta, abre una ventana.
Isabel suspiró, observando cómo las nubes evolucionaban ante sus ojos. La luz cambiaba a cada poco, arrancando destellos brillantes a las formaciones más altas mientras que la oscuridad caía lentamente sobre el campamento.
– Mo… -dijo Isabel en voz baja.
– ¿Sí?
– Abrázame.
Moses volvió a rodearla con su brazo y la atrajo hacia sí. Ella se acurrucó en su costado, apoyando la cabeza contra su hombro. Permanecieron en silencio, sin decir nada, mientras pasaba otro día. Un día más. Sólo un día más.
A las seis y cuarto del día siguiente, el doctor Rodríguez llamó a la puerta del dormitorio de Aranda. Éste le recibió medio desnudo y soñoliento.
– Antonio… dime… ¿ocurre algo?
– Creo que sé qué ocurrió -dijo, con una media sonrisa en su cara fatigada.
Aranda le miró, perplejo.
– Vale… -dijo, reaccionando al fin-. Por favor, dame sólo un minuto para ponerme algo y me lo cuentas.
Diez minutos más tarde estaban otra vez en su laboratorio. Había una buena colección de latas de refresco con cafeína sobre la mesa; era evidente que el doctor había estado trabajando toda la noche.
– Mira esto… -Le enseñó unas muestras que había colocado en unos cristales de los que se usan para observar por el microscopio. Los colocó en la pletina y le invitó a mirar con un gesto de la mano.
– ¿Qué estoy viendo? -preguntó Aranda, tras inclinarse y echar un vistazo por el ocular.
– Ah, lo siento… Bien, son trazas encontradas en la sangre de nuestro cura. Naturalmente, antes de nada debo decir que sí, indiscutiblemente, el hombre está infectado hasta los huesos del mismo agente patógeno que puede encontrarse en cualquiera de nuestros zombis. Con una sutil diferencia, pero a esto iremos luego.
– Lo imaginaba… -dijo Aranda, echando otro vistazo al microscopio. Vio unos corpúsculos redondos moviéndose perezosamente, circundados por unos puntos negros que se agitaban nerviosamente.
– ¡Claro! -dijo el doctor-. Pero encontré algo más… había indicios de una antigua enfermedad conocida como Síndrome de Guillain-Barré. Es una enfermedad muy seria, Juan. Una clase de neuropatía aguda y autoinmune que afecta al sistema nervioso, tanto al periférico como al central. Se cree que ocurre como resultado de un proceso infeccioso agudo, en donde hay un descontrol del sistema inmune… pero bueno, eso no viene al caso. Lo importante aquí es que es una enfermedad severa que nunca se pasa por alto: empieza como una parálisis ascendente con pérdida de fuerza en los miembros inferiores y posteriormente se extiende a los miembros superiores, alcanzando cuello y cara, con la consecuente pérdida de los reflejos tendinosos profundos.
– ¿Esa enfermedad tenía el sacerdote?
– La tuvo, al menos. Aquí viene lo interesante. Es obvio que nuestro cura debió ser atendido, me refiero a ayuda hospitalaria, o habría acabado muerto; de eso no hay género de duda. ¡Pues bien! El tratamiento recomendado para los enfermos de Guillain-Barré es… ¡la plasmaféresis!
El doctor le miró con una radiante sonrisa.
– Doctor, no me entero muy bien de…
– Oh… sí sí sí… la plasmaféresis… bien, es un procedimiento mediante el cual, a través de una máquina separadora celular, se produce la extracción de plasma global… ¿comprendes?
– ¿Cambiar la sangre? ¿Como una diálisis?
– En absoluto… Extracción de plasma global -dijo, poniendo mucho énfasis en la última palabra-. Toda la sangre se cambia y se renueva.
– Entiendo…
– Tiene muchas complicaciones, por eso creo que encaja. Desde hipotensión a parestesias, o gingivorragia… Estoy hablando de paros cardiacos, Juan.
– Paros cardiacos… -repitió Aranda-. Eso pudo provocar su estado de… ¿clínicamente muerto?
– Oh, desde luego que sí. En ese tiempo, es posible que el agente patógeno que hemos identificado empezara a invadirlo, a actuar. Y puede que, después de que él se recuperase, de que lo trajeran de vuelta, los procesos de plasmaféresis se reanudaran en poco tiempo. Al fin y al cabo era eso o arriesgarse a que su enfermedad acabase matándolo.
– Te sigo -dijo Aranda, vivamente interesado.
– Verás… -dijo el doctor, pasándose la punta de la lengua por el labio inferior. Intentaba encontrar una forma sencilla de explicar a Aranda su teoría-, el problema de los antivirales es que atacan al agente. Una vez leí una entrevista a Carlos Bonfil, un investigador de la Universidad de California. Él postulaba que los antivirales son ratoneras, que es preferible dejar que el sistema de cada persona controle al virus, y cuando eso sucede, ya no tenemos que preocuparnos por saber dónde se encuentra este virus. El sistema inmunológico lo localiza y acaba con él. Los medicamentos no tienen esa capacidad, pues funcionan contra un solo tipo de virus, tal como es y se comporta en el momento de utilizarlos. Eso es lo que creo que pasó en el caso de nuestro sacerdote, que la plasmaféresis dio un respiro a su sistema inmunológico, que pudo reaccionar a tiempo y controlar la infección.
Aranda se dejó caer en una silla cercana.
– ¿Pero eso explica por qué los muertos le ignoran, Antonio?
– No tengo equipo suficiente para hacer las pruebas requeridas, pero desde luego, entre otras cosas, ésa puede ser una de las causas. La transpiración constituye un proceso natural para eliminar las toxinas del organismo, y es un hecho que ciertas enfermedades como la diabetes, o algunas otras relacionadas con problemas del hígado, provocan olores característicos. Es posible que los zombis identifiquen eso de alguna manera… como pasa con las feromonas, auténticos pasaportes del mundo de los insectos.
– Sí, he leído sobre eso… -dijo, paseando la mirada por la mesa de análisis. Tenía una sola pregunta dando vueltas en la cabeza, pero casi le daba miedo formularla-. Vale… lo que quiero saber es… ¿se puede utilizar la sangre del sacerdote para conseguir reproducir los efectos de su… inmunidad frente a los zombis?
– Ésa es la sutil diferencia de la que te hablaba al principio. Verás, sería imposible hacer una vacuna con los medios de que dispongo. Esos virus se aíslan en un laboratorio y se les manipula borrándoles de su ADN la función que tienen para implantarles una nueva: la de destruir a los virus de su mismo género. Se les dota de una sustancia química que usan como arma letal contra sus ex compañeros virus. Y hacen más cosas, como insertar límites de réplicas para evitar una superpoblación. Todo eso se realiza con costosos equipos y grandes equipos humanos. Pero… también podemos hacerlo a la vieja usanza.
– ¿Cómo es eso?
– Es la historia de las vacunas -continuó el doctor. Cogió otra silla y se sentó frente a él-. En China, a los pacientes que sufrían tipos leves de viruela les arrancaban sus pústulas secas para molerlas y conseguir un polvo que luego se introducían por la nariz para conseguir inmunizarse. Los turcos ya hacían eso en el año 1700; se inoculaban con fluidos tomados de casos leves de enfermedades contagiosas, y vaya si funcionaba. La buena noticia es que nosotros ya tenemos ese "caso leve" de zombificación, o como quieras llamarlo.
– Nuestro cura.
– Nuestro cura -repitió el doctor con una sonrisa-. El agente patógeno que descubrimos está latente, vivo, activo, pero controlado por su sistema inmunológico. Se replica e instala en sus células continuamente, pero su sistema las destruye con una rapidez pasmosa. Esto generalmente acabaría con cualquier sistema rápidamente, pero a su vez el virus actúa como esas células madre de las que hablamos aquella vez, ¿recuerdas?
– Sí, sí… es lo que hace que esas cosas sigan moviéndose y viviendo incluso con sus órganos vitales destrozados.
– Eso es. Así que el sistema se replica constantemente y se mantiene estable. Es más… sospecho que el agente patógeno podría estar alargando de alguna forma la vida de ese hombre… ¿has visto su aspecto? No has visto sus heces, desde luego…
– ¿Doctor? -preguntó Aranda de repente.
– ¿Sí?
– ¿Por qué siempre dice "agente patógeno" en lugar de "virus"? Es mucho más corto…
– Hijo… -contestó el doctor-, la Seguridad Social se encargó de banalizar tanto esa palabra, que ningún profesional de la medicina debería ya usarla bajo ningún concepto.
Aranda soltó una sonora carcajada.