Al amanecer del séptimo día las cosas habían empeorado bastante. El cuarto de baño despedía un consistente hedor a heces y orina, tan penetrante que cuando abría la puerta sentía náuseas. Tuvo que recurrir a un trapo impregnado de alcohol para poder seguir utilizándolo. En la cocina, las provisiones se habían terminado. Los platos se apilaban en hilera sobre la encimera y la pila. Las reservas de velas se habían acabado, y la cera consumida se había rebañado de los ceniceros en un magro intento de reutilizarla.
Susana miró fuera, a la calle. Aún se escuchaba un incesante rumor plano, mezcla de voces, algunos chillidos agudos, y un lejano y sordo retumbar, como de maquinaria pesada. Pero con la excepción de algún coche que pasaba prudente con rumbo desconocido, la calle permanecía muda y queda.
Se sentó en el sofá, enfrentándose al hecho de que tenía que bajar a la calle. Tenía sed. Se había bebido todos los zumos, el almíbar maravilloso de las latas de melocotones, los batidos y toda la leche. Aún tenía gas butano pero no había ya nada que calentar. La pasta, las legumbres, todo el arroz almacenado… se había ido, devorado lentamente en horas y horas de angustiosa espera sin sentido. La última comida había sido ayer por la noche y consistió en una lata insípida de mejillones que tenían el color y el tamaño de un botón de trajecito de comunión.
Se situó en el rellano, frente a la puerta. De repente se le ocurrían dos decenas de razones por las que no abandonar la seguridad de la casa, pero se convenció a sí misma de que era mejor hacerlo pronto, antes de que la debilidad la consumiera. De manera que, con un rápido movimiento, abrió la puerta al fin. La oscuridad del rellano la saludó.
Escudriñó el exterior. Estaba oscuro e inhóspito; no le recordaba al entorno cálido y conocido que había llamado hogar. Volver la cabeza le produjo la misma sensación desapacible: de repente se dio cuenta de que su casa era una boca oscura, un pozo que le era extraño. Así que, animada por esa nueva sensación, comenzó a bajar las escaleras. Un escalón con paso dubitativo, luego dos… y al momento estaba trotando hacia abajo, hasta que salió por fin al exterior.
Respiró el aire fresco de octubre. El cielo era un paisaje hermoso de grises y azules, colmado de detalles y volúmenes. A lo lejos, los primeros rayos de sol arrancaban estrías anaranjadas entre las nubes plomizas. Desde el nivel de la calle, Susana pudo contemplar el espectáculo que había estado observando desde los ventanales de su casa en toda su magnitud. Recordaba a una escena sacada de una película catastrofista: coches abandonados en los cuatro carriles, sobre la mediana, sobre la acera, incluso con las puertas abiertas; periódicos y papeles arrastrados por el viento, un carrito de supermercado abatido sobre lo que parecía ser un fardo de ropa. Mirando a la derecha, a lo lejos, Susana vio un enorme tráiler detenido en mitad de la enorme rotonda. Y por encima de los edificios que tenía alrededor, el aire estaba viciado, como si el viento arrastrase pesarosamente las últimas trazas de un incendio ya extinguido.
Se dirigió despacio hacia el norte, procurando no acercarse a ninguno de los coches. No le gustaban; tan abandonados y quietos denunciaban que todo iba mal. Sin embargo, el pequeño paseo estaba discurriendo sin sorpresas, y casi estaba sintiéndose ya mejor cuando, al doblar la esquina, se enfrentó a una escena para la que no estaba preparada.
La zona de acceso del hospital estaba sitiada por una barricada irregular de sacos blancos y marrones. Alrededor había varios camiones que parecían del ejército, de color verde oscuro y con grandes atrios de loneta verde. También había coches de policía, y en uno de ellos aún cimbreaba, casi extinguida, la luz de la sirena. Alrededor había cajas, montones de sábanas y ropa blanca, un escritorio grande parcialmente destrozado, sillas diversas, y unos estantes grandes, arramblados y amontonados a un lado. Por el suelo, además, había latas, botellas, revistas, cajas de cartón, envases de plástico y otra basura diversa. Y no bien había empezado a asimilar este tremendo batiburrillo, vio también los cadáveres en el suelo. Estaban apilados en un pequeño jardincillo, formando una amalgama horripilante. También había unos cuantos desmadejados en varios otros lugares: junto a la barricada, en las escaleras de acceso, en mitad de la rampa. Uno en particular, no era más que un torso desnudo en mitad de un charco enloquecedor de sangre negra. Para completar la escena, la mayoría de los cristales a lo largo de toda la fachada estaban rotos.
Susana observó los cadáveres con creciente aversión. Sabía ya perfectamente lo que había causado toda aquella situación. Y a estas alturas podía imaginarse por qué el hospital se había convertido en un campo de batalla; allí era donde la gente había ido al sufrir heridas, o cuando empezaban a encontrarse mal. Y allí morían bien por sus heridas o al ser atacados por las cosas que ya estaban allí. Pensó en todos los enfermos en sus camas, en el tanatorio, en la sala de autopsias. Tantos cadáveres que de repente volvían a la vida. Y, por ende, tanta gente que, al morir, volvía otra vez a la vida en posición de infectar a otros a su vez…
Sacudió la cabeza, horrorizada, mientras imaginaba los pasillos del hospital infectos de muertos que habían vuelto a la vida. Los muertos visitando las camas donde los enfermos no habían podido escapar o defenderse. Entonces le sobrevino un llanto desgarrador pero silencioso, que ahogó con ambas manos sobre la cara crispada. Lloró por fin, tras una semana de horror mudo, rodeada por los vestigios de la derrota de la lucha por la vida. Y el llanto fue bueno… disolvió en parte un nudo maligno y tumefacto que había germinado dentro de ella a lo largo de todo aquel periplo. Veinte minutos más tarde, un desecho de cuartilla de papel que el viento hacía volar de un sitio a otro encontró a Susana en el mismo sitio, todavía apoyada contra la pared, con el semblante sereno y demudado, y los ojos ausentes.