El atardecer de la tercera semana del mes de febrero fue de un color rojo intenso. Casi parecía que el cielo se había incendiado por el oeste a medida que el sol desaparecía detrás de los edificios en la Plaza de la Merced. Desde su ventana, la chica observaba a los caminantes como tantos otros días. Uno de ellos, impecablemente enchaquetado, llevaba en la mano un maletín negro de ejecutivo. Estaba abierto y la tapa arrastraba por el suelo. Dentro aún se podían ver algunos documentos, sujetos por una cinta de seguridad. La chica se preguntó por qué, en el nombre del Cielo, aquella cosa se aferraba con tanto ahínco a algo tan inútil. Era como si una parte aún se obcecara por sujetarse a una vida que fue, pero que se perdió un aciago día. Se quedó mirando su corbata azul y la blanca camisa, y sintió pena por el pobre desdichado.
– Se ha acabado la última botella. La última botella… -dijo alguien entrando en la habitación.
– Pues tendremos que vivir de los zumos y los refrescos.
– También se han acabado los zumos. Sólo queda esa mierda de bebidas isotónicas.
– Ya serán mejores que beber Coca-Cola… -teorizó la chica.
– Pues no sabría decirte -dijo el joven, ajustando sus gafas sobre la nariz-. La Coca-Cola tiene varios ácidos que tienen un efecto descalcificante en los huesos, pero la bebida isotónica aun puede ser peor… Tiene vitaminas, pero están mezcladas con un agente químico muy peligroso. Lo desarrolló el Departamento de Defensa de los Estados Unidos durante los años 60 para estimular la moral de las tropas que luchaban en Vietnam. Actuaba como una droga alucinógena que calmaba el estrés de la guerra, ¿sabes?, pero sus efectos en el organismo fueron tan devastadores que fue retirado. -Hizo un gesto vago con la mano-. Alto índice de casos de migrañas, tumores cerebrales y problemas en el hígado en los soldados que la tomaron.
La chica rió con ganas la verborrea de su amigo.
– ¿De dónde leches sacas todo eso?
El joven pareció un poco ofendido, y cruzó los brazos varias veces como si estuviese incómodo.
– Lo leí. Lo leí en un blog. Antes, cuando… cuando había Internet.
– Eres increíble, Arturo -dijo con una sonrisa.
Fue, en verdad, un momento extraño, de los que no abundaban desde hacía semanas. Resistían a la invasión de los muertos vivientes en uno de los emblemáticos edificios de la Plaza de la Merced. Eran seis, aunque John, un extranjero de cincuenta y dos años que había venido a Málaga a estudiar a Picasso, estaba realmente enfermo. Lo mordieron en la pierna y perdió mucha sangre. Desde entonces la infección se había ido extendiendo, y le provocaba sudores fríos, fuertes episodios de fiebre y periodos de coma.
Pero John aguantaba, gracias a Dios. Los otros eran todos gente joven, y quitando algún momento de histeria, lo llevaban bastante bien. Salir a la calle era algo del todo irrealizable debido al número de cadáveres que vagabundeaba constantemente por la plaza, pero habían aguantado gracias a un boquete que practicaron en el suelo de uno de los pisos de la primera planta, que les condujo, como habían previsto, al pequeño supermercado de abajo. Había numerosos alimentos en lata, cereales con fechas de caducidad muy alejadas en el tiempo, garrafas de agua y muchos otros productos que podían almacenar sin que se comprometiese su salubridad: chocolates, frutos secos, barras energéticas y demás.
– ¿Cómo está John hoy? -preguntó la chica.
– Sigue igual… Seguimos necesitando medicamentos. Antibióticos. Lo ideal sería que lo viera un médico… -Miró hacia abajo, experimentado una gran impotencia.
– Quizá deberíamos hacer más de esas hojas…
– Tiramos quinientas -dijo él, pronunciando mucho cada golpe de voz.
Habían preparado quinientas cuartillas encabezadas con un visible titular: "ESTAMOS VIVOS", y habían escrito su localización exacta, cuántos eran, y sus problemas más graves: la necesidad de encontrar un médico para John y la de la falta de agua. Esperaban que las hojas se esparcieran por todas partes, y que, en algún momento, alguien encontrara alguna.
– Prepararé más. Si mañana hace viento, las tiraré desde el tejado otra vez. Estoy convencida de que alguien… en alguna parte… dará con una de ellas.
– Está todo muerto, Isa.
– Si nosotros estamos aguantando, tiene que haber más. Arturo pensó unos instantes. No compartía su ilusión, pero concluyó que no le vendría mal estar ocupada.
La clave de la convivencia, como tan bien había vaticinado Isabel, era mantenerse ocupados. Los tres pisos que usaban no eran demasiado grandes, pero suficientes como para que todos tuvieran su espacio. Intentaban mantenerlo todo limpio y ordenado, quizá en clara contraposición al hediondo caos que reinaba en la calle.
– ¿Algo nuevo? -preguntó Arturo, señalando hacia la ventana.
– La verdad… no.
Miraron ambos hacia el exterior. A Arturo no le gustaba nada hacerlo: era como mirar a un abismo negro de desesperanza, y como decía Nietzsche, si miras al abismo, el abismo devuelve siempre la mirada.
– No sé qué esperaba… -continuó Isabel-. Quizá un grupo de gente subidos en un tanque, uno grande que pudiera abrirse camino, aplastar todas esas cosas y llegar hasta aquí… -Dejó escapar una tímida risa, consciente de que semejante cosa nunca ocurriría.
– Un tanque… eso estaría bien -dijo Arturo, apartando por fin la mirada de la ventana-. A veces me pregunto qué les pasó a los militares… nunca vimos ninguno. ¿Tú viste alguno?
– No… -contestó Isabel, dándose cuenta de que nunca había pensado en la cuestión.
– Vi policías, guardia civiles… pero militares… ¿Teníamos acaso militares en Málaga? -preguntó despacio, un poco incómodo por confesar su ignorancia en el tema.
– No lo sé.
– Antes estaba el Campamento Benítez, pero se lo llevaron… ¿No era allí donde está ahora el centro comercial Plaza Mayor?
– Más o menos, creo que sí.
– Más nos hubiera valido tener militares.
– ¿Qué era lo más cercano entonces: la base de Rota, San Fernando, los legionarios…? ¿Dónde estaban, en Ceuta?
– La verdad, no tengo ni idea. Supongo que ahora da igual.
– ¿Crees que será igual en otros países? A lo mejor en algunas partes han conseguido controlarlo…
– Es posible. Quizá los ingleses; tienen un buen ejército profesional, muy disciplinado.
– ¿Y los americanos? Arturo rió.
– ¿No recuerdas lo de Nueva Orleans?, ¿la inundación aquella? Toda aquella gente estaba muriendo en sus casas, sin recibir ayuda. Tardaron tanto en reaccionar que el agua desbordada empezaba a constituir un grave peligro para la salud, por la infección y todo eso, ya sabes… agua, sol, cuerpos en descomposición. Una ecuación que no falla. ¿Y dónde estaba en aquel momento toda la grandilocuente parafernalia americana? -Rió de nuevo-. Ni idea, francamente. Increíble. Todos estos años hemos tenido a Hollywood vendiéndonos la idea de que ellos serían siempre los que salvarían el mundo en todos los casos de invasiones extraterrestres y demás, y cuando pasa algo en su propia casa, no funciona.
– Es verdad… -dijo Isabel, reconsiderando la idea.
– En definitiva, creo que debe estar todo igual. Acuérdate de la rapidez con la que se fue todo a pique.
Isabel asintió, cabizbaja.
Hubo unos instantes de silencio, que resultaron algo incómodos para ambos. No solían hablar de las malas noticias excepto cuando era absolutamente necesario, pues habían aprendido la importancia de mantener la moral alta. Sin embargo, el cauce de la conversación había conseguido bajarles los ánimos. Arturo sacudió la cabeza.
– Escucha… estaré abajo, tengo cosas que hacer. Seguro que al final todo se arregla, ¿vale?
Isabel le miró y forzó un intento de sonrisa, pero volvió a bajar la cabeza rápidamente, incapaz de sostenerla por mucho tiempo.
Cuando Arturo se hubo marchado, volvió a echar un vistazo por el ventanal. Los muertos deambulaban, chocaban entre sí, cambiaban de rumbo sin razón aparente. En silencio, los odió a todos. Uno por uno.
Al día siguiente tuvieron una pequeña reunión de urgencia, después del desayuno, para discutir el problema del agua. Sentían que su salud podría resentirse si bebían solamente bebidas carbonatadas.
– En principio tenemos cinco palés de latas de Fanta de limón, dos de naranja y dos más de Coca-Cola -explicó Arturo-. Además he calculado unos mil litros de Coca-Cola normal en botellas de dos litros. Esto debería durarnos una buena temporada, pero existen unos problemas. Aparte del azúcar, está el problema de la cafeína: puede dar lugar a taquicardia, insomnio, dolor de cabeza, temblores y crisis de ansiedad. No necesitamos nada de eso, especialmente porque no contamos con ningún fármaco, ni siquiera una vulgar aspirina. Por si fuera poco, la combinación del ácido fosfórico con azúcar refinado y la fructosa que estas bebidas pueden tener, dificulta la absorción de hierro en el organismo, lo cual puede llevar a anemia. Otra cosa que no queremos aquí, por la cuenta que nos trae.
– Vaya… -dijo David, un chico alto y enjuto.
– Así que tenemos que pensar dónde conseguir agua. No a corto plazo, no inmediatamente, pero sí convendría ir estudiándolo.
Un murmullo generalizado les puso a todos de acuerdo.
– Eso no va a ser nada fácil -dijo Isabel.
– Está la idea del tablón… -dijo David.
Encontraron el tablón en la azotea, detrás del tendedero de la ropa, apoyado contra la pared. Era una tabla enorme, de al menos cuatro metros de largo, y reforzada con varas de hierro. Tenía restos de pintura por todas partes, así que pensaron que debía haberse usado como andamiaje en tareas de pintura. Si eso era cierto, seguramente contaba con la resistencia necesaria para soportar el peso de una persona.
También estaba la ventana. El edificio de enfrente, por la parte de atrás, parecía completamente vacío; nunca vieron ni escucharon nada en su interior. Sin embargo, una de las ventanas estaba abierta de par en par. Alguien tuvo la idea de usar el tablón para cruzar hasta el otro edificio, dado que la distancia entre ambas fachadas no era mayor que la altura de la tabla. En la práctica, nadie había querido arriesgarse a salvar esa distancia cruzando por una tabla abandonada en una azotea: la intemperie la había vuelto gris y macilenta, y resultaba sencillo imaginarla crujiendo, partiéndose por la mitad y cayendo al vacío.
– ¡No sabemos qué ventajas nos va a traer cruzar enfrente! -exclamó Isabel. Siempre había sido una voz en contra de la idea de cruzar la calle por ese método.
– Podría haber agua -dijo David.
– ¿Las cisternas? -preguntó alguien.
– Se habrán evaporado en este tiempo. Además, no debe suponer una cantidad de agua muy grande -contestó Isabel.
– No hay otra manera, Isabel.
– Sometámoslo a votación. ¿A favor de cruzar con la tabla? -dijo Mary, una chica rubia de aspecto frágil, levantando la mano.
Isabel miró alrededor y soltó un sonoro bufido. Ella era la única en contra.
Por la tarde, después de una frugal comida a base de albóndigas enlatadas con tomate, pusieron en práctica la idea del tablón. El día era favorable: tranquilo y con total ausencia de viento.
– Iré yo… -dijo David-. Soy el más delgado…
Mary le miró con una creciente sensación de pánico; ella era tanto o más delgada que él, y todavía más pequeña. Pero David le dedicó una mirada tranquilizadora.
– Iré yo… ¿vale?
Ella le sonrió, visiblemente aliviada.
Empujaron la tabla por la ventana, con mucho cuidado, y la apoyaron sobre el alféizar del edificio de enfrente. La probaron con las manos, haciendo presión.
– Parece bastante fuerte -observó Arturo.
– Ya veremos -comentó David, ayudándose de una silla para encaramarse a la ventana. Una vez arriba, se agarró de los marcos para hacer fuerza con el pie en varios puntos.
– Por Dios, ten cuidado, Deivid -dijo Isabel. Siempre le llamaba David, pronunciado a la inglesa.
Se agachó hasta ponerse a cuatro patas, y comenzó a avanzar despacio. La tabla no era muy ancha, apenas ochenta centímetros, lo que no ayudaba a imprimirle confianza. Intentaba no mirar abajo, donde los muertos arrastraban los pies en desmadejado tropel.
Nadie decía nada. Arturo y otro chico se apresuraron a sujetar el tablón cuando David se hubo alejado un poco. Avanzaba unos centímetros cada vez, primero una rodilla, luego la otra. Notaba que, a medida que ganaba terreno, la tensión se iba apoderando de él. Se sentía la cara roja. No quería sudar, pero se conocía demasiado bien, y sabía que en poco tiempo sus manos iban a dejar húmedos rastros en la madera.
– Vas bien… ya casi estás, tío… -le animaban desde atrás.
Pero entonces, un poderoso sonido llenó el aire, ominoso, terrible. Les atenazó el corazón a todos. Isabel dejó escapar un pequeño grito. Era la tabla: amenazaba con un buen y sonoro crujido.
– ¡Retrocede! -le llamaban sus compañeros, fuera de sí-. ¡Se parte, David, se parte!
David aguantaba la respiración. Tenía los brazos tensos como cables, y el estómago era un músculo prieto y dolorido. Muy despacio, volvió la cabeza hacia atrás, intentando no perder el equilibrio. Vio las caras de sus amigos: eran un mapa de las tierras yermas del terror.
– Eh… no pasa nada… -dijo, intentando mostrar una buena sonrisa, pero no tuvo tiempo. La tabla volvió a crujir, un fuerte y definitivo crac, seguido de un sonido que parecía el de un revólver de gran calibre. La tabla de partió en dos, levantando una nube de polvo blanco. David se precipitó hacia el vacío, con las manos extendidas. Cayó un par de pisos más abajo, en mitad de la pequeña calle que separaba los edificios y se partió ambas piernas y los dos brazos. Su boca escupió un aparatoso chorro de sangre.
Isabel chillaba. Arturo permanecía asomado con los brazos extendidos; no había sido lo bastante rápido como para cogerle por los pies. Miraba abajo, al fardo descoyuntado que era ahora su amigo. No acababa de asimilarlo… había sido tan rápido… Detrás suya le llegaba el sordo rumor de unos gritos, como amortiguados por una almohada. Alguien lloraba… ¿Mary, era Mary? A través de la piadosa neblina que cubría toda la escena, Arturo creyó comprender lo que veía abajo… se le habían echado encima, estaban encima del cuerpo de su amigo. Al principio uno, luego dos… tironeaban de las extremidades, clavaban sus bocas inmundas en todas las heridas. Arturo negaba con la cabeza, pero no podía apartar la vista de aquel dantesco espectáculo. Con creciente horror, empezó a ser consciente del sonido de una sirena que venía in crescendo de abajo, de la calle. Entonces lo entendió del todo… No era una sirena. Era David, aún estaba vivo, y gritaba, gritaba con tal intensidad que Arturo tuvo que cerrar los ojos, taparse los oídos y abrirse camino hacia el interior de la casa.
Seis negritos. Uno fue devorado, y cinco quedaron.