El Escuadrón regresó al campamento sin ninguna incidencia. Uriguen llevaba la radio a la espalda, en forma de macuto. Salieron, como de costumbre, por una ventana de la parte de atrás, ya que el portal estaba ahora infecto de caminantes intentando acceder. Desde allí llegaron a las alcantarillas, donde deshicieron el camino andado hasta el polideportivo.
Unos minutos más tarde, en la sala común del complejo, y en medio de cierta expectación, Uriguen colocaba la emisora de radio sobre la mesa. Aranda la examinó con manifiesto interés.
– ¿Podemos emitir con esto y nos escucharán con cualquier aparato de radio convencional? -fue su primera pregunta.
– En toda la provincia -confirmó Dozer-. Eso seguro. No vamos a tener ninguna interferencia en absoluto… todo el espectro para nosotros.
– ¿Funciona? -preguntó un hombre con una poblada barba pelirroja.
– Es lo que tenemos que averiguar. Por lo pronto, le falta la batería. Quiero decir, completamente. Podría intentar algún apaño para enchufarla a uno de nuestros generadores… -dijo pensativamente-, pero podría quemarla de forma irremediable. Recuerdo que había unas baterías recargables de 1,2 amperios… eran especiales para conectar equipos de electro-medicina, microcámaras, receptores y cosas así…
– De las de 500 gramos -dijo José-. Las conozco.
– Eso es. Si pudiéramos echarle el guante a una de ésas… Susana amartilló su fusil con un firme movimiento.
– Nenas, coged vuestros bolsos… ¡vamos de compras!
Al día siguiente, el interruptor de encendido de la emisora prestaba todo un nuevo caudal de vida al aparato por obra y gracia de la nueva batería. Dozerestaba encantado con el dispositivo. Habían grabado un mensaje indicando dónde estaban, cuántos eran, y muchos otros datos como la sugerencia del acceso por las alcantarillas. Lo transmitían ininterrumpidamente.
– ¿Crees que alguien lo escuchará? -preguntó Peter, un hombre de pelo rojizo y el rostro surcado por una miríada de arrugas. Estaban en la pequeña oficina donde habían instalado la emisora. La luz crepuscular del atardecer se filtraba, tenue, por una pequeña ventana.
– Seguro -dijo Dozer. Intentaba, sin mucho éxito, abrir una de esas bolas de plástico cargadas de pastillas de chicle-. Bien, mira… imagina que has sobrevivido y estás escondido, en tu casa, en una oficina, donde sea… vas resistiendo pero ya no hay agua, la comida termina agotándose y no puedes salir a comprar precisamente. Así que esperas que alguien te rescate; ¿qué harías? No hay electricidad, Internet no funciona, no hay ninguna emisión de televisión. Pero los aparatos de radio son otra cosa. Hay toneladas de pilas por todas partes, y muchos de esos transistores, sobre todo los viejos, aguantan semanas enteras con un par de las gordas.
– Sí, suena como un buen plan.
Dozer miró por la ventana. Las nubes se desgranaban en tonalidades rosas y azules, teñidas por los últimos rayos del sol.
– Estoy… estoy seguro de que hay más gente.
– Será fantástico encontrar más gente… -dijo Peter, un poco incómodo por el deje de amargura que registró en la voz de Dozer.
– Cuando todo se fue a tomar por culo, ¿sabes?, acabábamos de comprar una barbacoa… Nunca había tenido una barbacoa antes.
Sé que eso deja mi hombría en entredicho -dijo con una sonrisa-, pero es cierto. Compré una grande, de ésas que requieren obra para instalarla. Cuando la estaba metiendo en la furgoneta, un tipo se paró y se ofreció a ayudarme, así que acepté, y cuando terminamos, el tipo me felicitó por la compra. Eso me gustó, ¿sabes a qué me refiero?, o sea, ¿cuántas veces encuentras a alguien así? Pues cuando llegué a casa, otro tío me ve bajando la barbacoa, se acerca con una sonrisa y me dice "¿cuándo es la barbacoa?". Y se queda allí un rato hablando de ese modelo y del que él tiene en el jardín de sus suegros. Pues escucha… llego a casa, le pregunto a mi vecino que si me puede ayudar a hacer el encofrado para montar la barbacoa y me dice que por supuesto… aparece con latas de cerveza. Es verano, hace buen tiempo y pasamos algunas horas charlando sobre las especificaciones de la barbacoa mientras hacemos el trabajo. Cuando terminamos, su mujer viene a buscarlo, ve mis discos al pasar por el salón y descubrimos que es una fan de El Último de la Fila, como yo. En serio… me sentí como si, de repente, hubiera ingresado en una especie de club que ni siquiera sabía que existía.
Peter soltó una carcajada, y por unos instantes rieron de buena gana. La risa se desvaneció, no obstante, y compartieron un rato de silencio, sumidos en ensoñaciones y recuerdos de un pasado que parecía tan remoto como irrecuperable.
– Es curioso… -dijo Peter de pronto-. Pasé la mayor parte de mi juventud como en una antesala, siempre esperando que pasase algo con mi vida, como si aún no hubiese empezado. ¿Conoces esa sensación?; como cuando te hablan de no sé qué sitio que es la leche, y un buen domingo organizas toda una excursión para ir allí, y recorres todo ese laaaargo camino esperando llegar al final, y cuando llegas… cuando llegas descubres que en realidad no era para tanto, y que en realidad, el camino en sí era lo que merecía la pena. Pero cuando descubres eso, ya es tarde, naturalmente. Pues, joder, eso es lo que yo siento que pasó con mi juventud.
Dozer, que había estado jugueteando con una vieja grapadora hasta ese momento, detectó el cambio en la inflexión de la voz y le miró con interés.
– Ahora tengo maravillosos recuerdos de aquella época, pero como te decía, cuando la viví no fui consciente de que era, de hecho, maravillosa. Recuerdo… recuerdo aquellos larguísimos veranos, las piedras romas y gastadas calentadas por el sol en la playa. ¿Y qué me dices del indescriptible olor a césped recién cortado?, o el embriagador aroma a Copertone que las extranjeras dejaban tras de sí cuando te cruzabas con ellas, o el olor a sal que se quedaba impregnado en aquellas colchonetas descoloridas que solía haber en Playamar. ¿Y la sensación impagable de tener todo el tiempo del mundo, sentir cada día que todo marchaba bien, y la paz de espíritu que daba el saber que nadie esperaba gran cosa de ti? Dios, qué bueno era todo aquello.
– Muchas de esas cosas no volverán ya, tío -dijo Dozer, a quien la evocación de todas aquellas sensaciones había dejado pensativo.
– A eso me refiero. Éste es el final, como decía la canción de Morrison. Y siento una profunda tristeza por no haberme dado cuenta de lo increíble que era la vida, cuando la vida me rodeaba.
Inmersos en aquellos lúgubres pensamientos, dejaron que el silencio bañara la estancia. La noche llegaba, y desdibujaba con rapidez las formas de los muebles a su alrededor.
La raza humana siempre había divagado sobre multitud de posibles amenazas, desde meteoritos gigantes con ciertas posibilidades de entrar en curso de colisión con la Tierra hasta la descongelación de los casquetes polares, pasando por la amenaza nuclear que tan en boga estuvo por los ochenta. Pero nunca pensaron que la humanidad se vería sometida por esa piedra filosofal que tanto ansiaba, el sueño loco y quimérico de vagar por la tierra atrapados en una horrible forma de vida eterna.
La llegada de la radio tuvo, además, un efecto de inyección moral en la Comunidad. Esa nueva esperanza anidó en los corazones de los supervivientes y durante días fue el tema de conversación preferido por todos. Buscaban cualquier excusa para desviarse de sus quehaceres y dejarse caer por la pequeña oficina. Preguntaban por el estado de la radio y sonreían cuando se les informaba de que la radio funcionaba bien, gracias, y que no, no hacía falta ningún sistema de refrigeración adicional, ni ningún soporte de madera aislante para asegurar que el pequeño trasto cogiera humedad o estática, como sugirió un carpintero llamado Diego que deseaba, a toda costa, contribuir a la noble empresa de propagar el mensaje. Una ingeniera de Siemens sugirió estudiar el mecanismo de la radio para construir un segundo aparato, preocupada por la posibilidad de que dejara de funcionar, dada su antigüedad.
Aranda decidió aprovechar el buen talante cooperativo de los supervivientes para poner sobre la mesa una idea que había estado barajando prácticamente desde que se instaló en el polideportivo. Lo vieron cuando, utilizando las alcantarillas, consiguieron llegar hasta la comisaría de policía que estaba más o menos a un kilómetro y medio hacia el sur. Era azul y blanco, espectacular, y arrancaba hermosos destellos al sol asentado sobre su plataforma en el tejado del edificio: un hermoso helicóptero de pequeño tamaño. Aranda lo expuso en una de las muchas reuniones de control que celebraban: quería volver allí e intentar pilotarlo.
– Es una locura, Juan -cortó uno de los asistentes-. Pilotar un helicóptero no es como probar a conducir un coche aun sin tener ni idea. Quizá puedas elevarte un poco, pero lo más normal es que derives rápidamente a un lado o a otro y te precipites hacia el asfalto que está cuatro pisos más abajo. Esa caída, cuando vas envuelto en una jaula de hierro con un rotor girando a gran velocidad sobre tu cabeza, sólo tiene un final posible.
Hubo varias voces mostrándose de acuerdo con esa opinión. La mayoría de las miradas se constituían en una clara negativa a la propuesta, pero Aranda continuó, impasible. Su voz de mando, un don natural del que nunca había sido consciente, devolvió el silencio a los asistentes.
– Un helicóptero solucionará, de manera definitiva, nuestro problema principal: la maniobrabilidad. Llevamos meses limpiando los edificios circundantes, con la esperanza de poder aumentar el perímetro de la comunidad, pero cada vez que nuestro equipo sale a la calle, constituye un riesgo demasiado evidente como para que podamos resistirnos a la idea de que, algún día… sufriremos una baja.
De nuevo, unos murmullos apagados recorrieron la sala. Aranda dejó que se extinguieran por sí solos antes de proseguir.
– Hay un buen número de soluciones disponibles en esta ciudad que podrían hacer nuestro trabajo más fácil, más seguro. Pensemos en… ametralladoras, lanzallamas… todas esas cosas están disponibles si podemos pensar cuidadosamente en las posibilidades, pero intentar llegar hasta ellas se nos antoja imposible. Las autopistas están colapsadas, las calles inundadas de caminantes. Pensemos también en… -barrió la sala con la mirada- otros supervivientes. Qué fácil… qué sencillo sería dejarse ver desde el cielo, sobrevolar la ciudad, toda la Costa del Sol, las innumerables urbanizaciones que se extienden por todas partes buscando otros núcleos de resistencia. Gente que, como nosotros, han conseguido crear núcleos fortificados y esperan que alguien dé un paso para terminar con el sitio que los caminantes imponen sobre ellos. Por todo esto quisiera, en primer lugar, preguntar a la sala si alguien tiene alguna idea sobre cómo pilotar un helicóptero.
Hubo un silencio repentino. Las cabezas se volvían, buscando alguna reacción entre sus compañeros. Algunos negaban con la cabeza, y aunque el discurso de Aranda había hecho que muchos se replanteasen la situación, todos entendían que sus gestos eran de reprobación, no de respuesta.
Por fin, un chico joven de aspecto delicado, que había estado dedicándose exclusivamente a las tareas de mantenimiento de la piscina, levantó una mano.
– ¿Jaime? -preguntó Aranda. Todas las cabezas se volvieron.
– El helicóptero tiene tres mandos diferentes -dijo despacio tras unos segundos-. El cíclico, que controla la inclinación a izquierda y derecha, y el cabeceo; permite inclinar el morro arriba y abajo, variando el plano de rotación del rotor principal. El colectivo controla la potencia, el ángulo de las palas del rotor principal, para subir y bajar. Los pedales controlan el giro a derecha e izquierda variando el ángulo de las palas del rotor de cola. -Dudó un momento-. Existe también el mando del motor, que generalmente es automático, aunque algunos son manuales.
Jaime calló, e incapaz de sostener la mirada de Aranda por más tiempo, bajó la cabeza, concentrándose en juguetear con sus manos. La sala se llenó con un rumor producido por numerosos comentarios en voz baja.
– Jaime… -preguntó Aranda, escrutando su juvenil rostro. ¿Cuántos años debía tener, diecinueve, veintidós?-. ¿Has pilotado alguna vez un helicóptero?
– E-en realidad no. Aranda pestañeó, perplejo.
– ¿Cómo sabes esas cosas? -preguntó.
Jaime jugó de nuevo con sus propias manos antes de responder.
– Bueno…, yo… lo aprendí en un… simulador de vuelo.
– ¡RIDÍCULO! -chilló alguien inmediatamente, y la sala entera se entregó a un griterío de opiniones entremezcladas como no lo había conocido antes. Un par de chicas abandonaron la reunión dando grandes pasos hacia las dobles puertas de salida. Aranda tuvo que rogar silencio durante casi un minuto antes de recobrar el control, pero por fin pudo volver a dirigirse a Jaime.
– Jaime… ¿qué tipo de simulador de vuelo era ése?
Durante unos instantes, que a Aranda le parecieron eternos, Jaime no contestó. Su rostro estaba encendido por la tensión a la que se le había sometido, por sentirse foco de la atención de todos. Miró vagamente a su alrededor. Allí estaban todos. Todos los demás. Los conocía a todos ellos. Allí estaba Peter… Elena… Ramón… Ramón le miraba ceñudo, nunca le había visto así, pero aunque no se le ocurría ninguna razón por la que pudiera estar enfadado con él, sin embargo así era.
– Yo… -empezó a decir, sintiendo la lengua rasposa-. No era… quiero decir, era un simulador de verdad. Era el mismo que usan en las academias de vuelo… Usan ese tipo de software para ahorrar combustible y evitar riesgos innecesarios con aparatos de verdad. Normalmente, cuando tienes al menos cuarenta horas de vuelo en simulador puedes… puedes pasar a la cabina de uno de verdad. Bueno…, ese software se usa en cabinas simuladas donde los mandos y los asientos son totalmente realistas… y no miras una pantalla, sino que toda la carlinga es una pantalla en sí misma, así la sensación de inmersión es completa. Pero yo utilizaba una versión pirata de ese software, el FLYIT, y… estaba adaptada para funcionar con un mando de consola tradicional, y una pantalla estándar de PC, así que no sabría… no sabría decir si podría pilotar un helicóptero o no. Oh, y hay otra cosa… -añadió con rapidez-, los helicópteros que usaban la Guardia Civil o la Policía Nacional son los EC135, creo recordar, y FLYIT sólo emulaba los Bell, Robinson, Enstrom y algún otro. Así que…
Tan pronto hubo añadido esa aclaración, volvió a bajar la cabeza; sus mejillas estaban tan rojas que parecía haber pasado todo el día tumbado bajo el sol de agosto.
Otra vez el murmullo de los comentarios llenó la sala. Pero Aranda notó el cambio: las expresiones en las caras ya no eran de manifiesto rechazo; comenzaban a aceptar la posibilidad. En las dos horas siguientes acordaron estudiar el tema con la debida calma y minuciosidad. Muchos de los miembros de la pequeña comunidad de Carranque aún estaban en contra de intentar siquiera pilotar el helicóptero, pero Aranda estaba satisfecho: había plantado su semilla, y vaya si estaba creciendo rápido y fuerte.