Sandra tenía veinticinco años cuando se despertó aquella mañana para ver el amanecer desde su pequeña ventana. Mientras se lavaba con unas toallitas húmedas, silbaba contenta. En ningún momento sospechó que jamás volvería a ver una puesta de sol.
Sandra era una de las pocas personas que estaban contentas con su situación actual. La vida no le había ido demasiado bien: dejó el colegio a los dieciséis para entregarse a una vida disipada donde conceptos como una micra de cocaína capturaban el noventa por ciento de su campo de atención. Unos meses después de cumplir diecisiete años se quedó embarazada de un gitano que malvivía en el barrio de La Palmilla; era la primera vez que hacía el amor y ni siquiera le gustó, más bien le pareció soez y doloroso. Su madre se ocupó de su bebé, que contra todo pronóstico consiguió crecer sano y fuerte. Para ella era apenas un recuerdo brumoso entre las telarañas de la adicción.
A poco de cumplir la mayoría de edad, su amiga Julia falleció de una infección generalizada en su cuerpo. Julia se inyectaba todo lo que caía en su mano, utilizando gran parte de la pensión mínima de su abuela. Una mañana, Julia se sentó en la cocina a esperar a que ella terminara de guisar su estofado de patatas. No probó bocado, pero se llevó la olla exprés para venderla y sacar algo para la dosis de la noche. Su abuela no dijo nada.
Cuando Julia murió, convertida ya en una delgada broma de sí misma, Sandra se asustó de veras. Intentó desengancharse, pero descubrió que era mucho más duro de lo que jamás había imaginado. No recurrió a nadie, quiso hacerlo sola. Sudaba y tiritaba de frío a un tiempo, en ocasiones chillaba como una posesa o bien se quedaba inerte, sin fuerzas apenas para retirar el hilo de saliva que le colgaba de la comisura de su boca. Por la mañana, sintiendo los brazos tensos como cables, se miraba en el espejo y sentía deseos de romper el cristal: la que desde allí la miraba era una versión abyecta y aberrante de lo que ella misma fue alguna vez.
No lo consiguió. A la tercera noche, se lanzó a la calle, robó dinero a un taxista que estaba de tertulia con unos compañeros, y se fue a pillar un gramo de la primera mierda que pudo encontrar. Despertó a eso de las seis y media, fría como un témpano, en un banco de la Alameda. Cómo había llegado allí, no lo recordaba, pero tan pronto consiguió ponerse en pie se fijó un objetivo: conseguir un poco más. Sólo un poco más, y seguiría dejándolo.
Fue su vecina Miriam quien le hizo frente en el rellano del piso donde vivía, después de dos días sin tener noticias de ella. El rostro de Sandra estaba lívido, y las ojeras, tan pronunciadas que parecía maquillaje barato de una fiesta infantil de Halloween. Miriam se la llevó a su cuarto y la sentó en la cama; se enfadó con ella, le habló, la zarandeó y la abrazó, y por fin la convenció para entrar en un programa del Proyecto Hombre.
Aunque tardó un par de meses en conseguir siquiera cruzar la puerta del edificio para informarse, allí consiguió librarse de la tremenda losa de su adicción.
Cuando completó el programa, le consiguieron un alquiler y un empleo de cuatro horas por lamañana como cajera de una importante cadena de supermercados. La chica lo hizo bien, y renovaron su contrato de prueba, el de los tres y los seis meses. Comenzaba a levantar cabeza. Conseguía su propio dinero y hacía cursos subvencionados con fondos europeos por las tardes. De cocina, de masajista, de esteticista.
Una noche la tentaron para salir de copas con algunas compañeras; era el cumpleaños de alguien y se prometió a sí misma tomarse unos sorbos y volver a casa zumbando, lejos de la noche, como le habían enseñado en el programa. Pero en el primer tugurio al que fueron conoció a un chico de ojos avispados y sonrisa espectacular. Era tan diametralmente opuesto al joven que la dejó encinta que automáticamente se sintió atraída por él. Era atractivo, y todo su lenguaje corporal parecía decir "sexo". Bailaron y tomaron caros combinados de vodka, gin-tonic y ron, y rieron, cómo rieron, hasta que él pasó un dedo por la línea de sus labios y le hizo señas para que le acompañara a los aseos.
Sandra, embriagada por el cálido aturdimiento del alcohol, quería dárselo todo. Lo deseaba tanto. Pero cuando entraron en el pequeño cubículo del retrete y ella buscó sus labios con un deseo casi animal, sus ojos se toparon con algo que él sujetaba delante de ellos: su antiguo amante, el dueño absoluto de su alma. Una bolsita de plástico con un polvo blanco en su interior.
Cuatro semanas más tarde, Sandra había perdido su empleo. Recibió varias llamadas de control de la gente del programa, pero el timbre del teléfono era como una letanía sin sentido sonando en los márgenes de su consciencia.
Muy poco después, sobrevino la Infección. Las viejas redes de distribución de cocaína se rompieron: ya no había nadie que vendiese aquella mierda, y casi nadie que quisiera comprarla. Las calles empezaron a vaciarse. Sandra tuvo que enfrentarse por tercera vez al Quinto Jinete del Apocalipsis, el mono, pero cuando estuvo preparada para enfrentarse de nuevo a la calle, era demasiado tarde: nadie respondía al teléfono, su vecina se había marchado. El mundo se había acabado.
Sobrevivió como pudo. Le debía la vida a un señor de cincuenta y pico llamado Pablo, que la ayudó en aquellos duros días del comienzo. Durante unos días les fue muy bien. Eventualmente, llegaron hasta Carranque, donde vieron a los supervivientes tras las alambradas. Habían estado intentando salir de la ciudad por el oeste, rumbo a la autovía que les llevaría a zonas menos pobladas. Pablo no lo consiguió por poco. En el último momento, un zombi le derribó al suelo donde desapareció bajo una montaña de cuerpos. Dozer y José llegaron corriendo y dispararon contra todos ellos, pero era demasiado tarde. Antes de morir, Pablo se debatió durante unos pocos segundos con un manantial de sangre saliendo a borbotones de su nuez cercenada. José impidió que volviese a alzarse con un certero balazo en la cabeza.
La pequeña comunidad de Carranque era lo mejor que le había pasado nunca. Ahora tenía ocupaciones y tareas que atender, de modo que cada día se sentía parte de algo. Algo importante. Hablaba con unos y con otros, y sentía que el flujo de afecto circulaba en los dos sentidos. Siguió además los sencillos consejos de Aranda para superar sus recuerdos y su falta de autoestima: cuidar de sí misma como nunca lo había hecho, empezando por cosas sencillas, físicas, tangibles, de resultados inmediatos. Ella optó por sus manos. Se las cuidaba con esforzada dedicación, hidratándolas con cremas, puliendo los padrastros, moldeando las uñas primorosamente con ayuda de una lima pequeña. Cuando las miraba, y observaba el hermoso trabajo que había hecho, se sentía fortalecida, y sabía en ese instante que podía seguir con el resto de su cuerpo; primero por fuera, luego por dentro. Así, cada mañana daba la bienvenida al nuevo día con renovadas energías, y los espectros que se arremolinaban tras las rejas le importaban cada vez menos.
Aquella mañana bajó a los sótanos, conforme al plan de tareas de aquel día. Su jornada comenzaba limpiando las salas inferiores a golpe de fregona. No tenían agua que malgastar, pero empleaban fregasuelos no jabonoso y abundante lejía, productos con los que contaban en cantidades industriales. Era una zona de mucho trasiego últimamente, desde que se dedicaban a vigilar las alcantarillas por si aparecía aquel loco extravagante que había acabado con los amigos de Moses e Isabel, así que había que limpiar al menos dos veces a la semana. Esa parte no le gustaba demasiado, principalmente porque era una actividad solitaria, pero después le tocaba cocina, y allí siempre se charlaba de casi todo, además de ser la Central del Cotilleo de la comunidad.
Cuando había limpiado ya media sala, Alan apareció en la habitación. Venía de la cámara de al lado, donde estaba uno de los accesos al alcantarillado. Cargaba uno de los rifles con los que estaba tan familiarizado el Escuadrón de la Muerte.
– ¡Buenos días! -saludó Sandra.
– Hey, chica -dijo Alan sin mucha energía.
– ¿Qué tal te ha ido?
– Joder… estoy roto. Toda la noche metido en esa cloaca, en la oscuridad. Es muy jodido…
– Me lo imagino…
– Tuve que darme de hostias para no quedarme dormido. Te juro que nos va a dar algo malo si seguimos respirando toda la mierda que hay ahí abajo. Ojalá hayan cazado a ese cabrón lunático de los cojones y podamos dejar esto.
– Ya veremos -dijo Sandra-. ¿Quién te reemplaza?
– Creo que Iván… ¿Le has visto?
– No, no lo he visto.
– Joooodeeeeer -dijo despacio, arrastrando mucho las sílabas-. Como se haya quedado dormido le voy a machacar el nabo con dos piedras.
Sandra dejó escapar una pequeña carcajada.
– Pues yo no puedo más… te lo juro. Me caigo de sueño… -dijo Alan. Sandra constató que parecía realmente abatido.
– Vete si quieres… cuando venga Iván ya le digo yo que te has tenido que ir.
– No sé…
– Al fin y al cabo, el que se retrasa es él, ¿no?
– Eso es verdad. ¡Qué coño!
– Pues venga… -dijo Sandra, sonriente-, a dormir, campeón.
– ¡Pues sí! Me voy… ea… Nos vemos luego.
Alan desapareció por el corredor y Sandra se detuvo unos instantes para verlo alejarse, hasta que desapareció escaleras arriba. Pensó que Alan le gustaba, un poco al menos, pero no deseaba enredarse con historias y relaciones complicadas. Se sentía fantásticamente bien. Cogió la fregona con ambas manos y se concentró en la tarea, silbando la primera tonadilla que le saltó a la mente.
Casi había terminado cuando un pequeño ruido metálico la sobresaltó. Provenía del otro lado del corredor, donde estaba situado el acceso a las cloacas. Por un momento, su mente conjuró viejos miedos en forma de escenas de muertos vivientes irrumpiendo en tropel por el pasillo, pero su nuevo enfoque optimista de la vida apartó todo pensamiento lúgubre de la cabeza, y rápidamente divergió hacia Iván. Tenía que ser Iván, trasteando para zambullirse en el túnel, a vigilar.
– ¿Iván?
No hubo respuesta.
Probó de nuevo, a un volumen de voz mayor, pero otra vez se encontró sumida en el silencio. Por unos segundos, la fría garra del miedo la atenazó; notaba el bloqueo en la base del cerebro, paralizando sus piernas y oprimiéndole el pecho. Le trajo recuerdos oscuros de tiempos remotos, cuando cabalgaba a lomos del Quinto Jinete. Pero al poco tiempo se sintió estúpida, y se esforzó por superar su estado.
Se dirigió resuelta hacia la sala donde estaba el acceso a las cloacas. Habían instalado una barra metálica alrededor para permitir bajar y subir cómodamente, pero la tapa estaba quitada, arrumbada en un lado como un gigantesco y descolorido botón. El agujero, sin embargo, era otra cosa: un ojo negro profundo y extraño que la miraba amenazante.
– ¿Iván? -preguntó.
Entonces algo tiró de su pelo hacia abajo, forzándola a combarse dolorosamente sobre su espalda. Quiso chillar, pero descubrió que no podía; de repente le picaba el cuello, una especie de quemazón intensa y dolorosa que iba in crescendo. Inmediatamente, tuvo una sensación extraña, cálida, como si alguien hubiese derramado un cuenco de sopa caliente sobre su pecho. Las piernas le fallaron, y se derrumbó en el suelo como una marioneta a la que le han cortado los hilos. Sandra vivía la escena como si se hubiese proyectado unapelícula en su mente; una película que empezaba a perder el color y a volverse borrosa, en la que una bruma negra empezaba a emborronar los márgenes de su visión.
Cayó a un lado contra el suelo con un golpe sordo. Tenía delante suya la imagen desdibujada de su propia mano. Pensaba a cámara lenta, como si le costase componer las palabras correctamente, y respirar era cada vez más difícil. Tuvo la sensación asfixiante de tener algo atravesado en la garganta, pero aunque quería toser, su cuerpo ya no respondía. Quiso mover los dedos, pero tampoco consiguió nada. Bizqueó, tratando de enfocar su mano, y descubrió que estaba cubierta de sangre. "Qué mierda", pensó con cierta incoherencia. "Voy a tardar una eternidad en quitar toda esa porquería… mis uñafs… los padrastofs… miff mffnof…".
Sandra murió mirándose la mano.