II

Julio tenía veintiún años cuando vio por primera vez un cadáver. No era un cadáver horrible, no estaba podrido, ni tenía heridas. Sólo estaba blanco, blanco como la mismísima nieve. Y estaba blanco porque acababan de sacarlo del fondo de la playa. Era un ahogado.

La policía, por supuesto, no permitía que nadie se acercase, pero Julio y todos los demás tenían una buena vista desde lo alto del rompeolas. Se decía que lo había encontrado una alemana mientras paseaba al amanecer; la marea lo había arrastrado, desnudo y tieso como un viejo leño, hasta la orilla. La policía había hecho fotos, habían hablado con la alemana y tomado numerosas notas. Habían examinado el cadáver y lo habían cubierto al fin con una especie de loneta oscura, que tenía el brillo y la textura del plástico. Todo eso lo había visto Julio desde su privilegiada posición.

Tan sólo diez minutos más tarde, mientras el juez y los policías intercambiaban documentación, el cadáver se sacudía con una arremetida tan fuerte que la loneta se deslizó a un lado. Todo el mundo se volvió para mirar. Julio lo miró con cierta fascinación; el sol bañaba su carne blanca y húmeda confiriéndole un aspecto jabonoso. Entonces, torpemente, el ahogado comenzó a incorporarse emitiendo gruñidos y ásperos cloqueos. Sus brazos temblaban, parecía que en cualquier momento iba a caerse de bruces contra la arena. Dos de los policías, saliendo por fin del estado de shock, corrieron hacia el hombre y le sujetaron de los brazos para ayudarle a sostenerse.

Pero entonces… entonces el ahogado atacó a uno de los policías con una violencia fuera de todo baremo. Lo derribó sobre la arena mientras su compañero aún intentaba determinar qué estaba pasando. Su cabeza era un martillo demoledor; subía y bajaba como en un baile enloquecedor dando dentelladas sobre la cara del policía, que intentaba protegerse con los brazos. Sin éxito, pronto sus brazos también estuvieron llenos de sangre. Finalmente, varios hombres se abalanzaron sobre el ahogado para agarrarlo. La escena estaba salpicada de gritos.

Tanto Julio como sus compañeros permanecían petrificados. La sangre salía a borbotones de uno de los agentes en el suelo, otro se agarraba un brazo con dolor. El ahogado se debatía, poseso de una demencia primigenia y brutal. Por fin, uno de los policías le encañonó con su arma y le disparó en una pierna. El falso ahogado cayó al suelo, pero de la herida no brotó sangre. La carne, hendida, era una cueva negra y ominosa; el ahogado se levantaba sin acusar dolor alguno, su mirada llena de despiadada tenacidad.

Julio, inconscientemente, dejó de respirar. Su estómago se había contraído hasta doler. Un segundo disparo le hizo estremecerse de pies a cabeza. La misma pierna. Diminutos coágulos espeluznantes salieron despedidos por la parte de atrás de la pierna, pero no se detuvo. El policía trastabilló y disparó una tercera vez, esta vez en la zona de la clavícula, pero tampoco entonces se detuvo.

Presa del pánico, el policía hizo un cuarto disparo. Esta vez el impacto le alcanzó en la mandíbula e hizo volar trozos de carne y dientes en todas direcciones; y tampoco eso lo detuvo. Hubo gritos de horror. Alguien había cogido un raquítico palo y estaba golpeando al ahogado desde atrás. La desaparecida mandíbula supuraba ahora un denso puré negruzco que caía en cuajarones sobre su abotargado pecho, pero sus blancas manos aún buscaban desesperadamente al policía.

Un quinto disparo alcanzó al ahogado encima del ojo derecho. El impacto entró limpiamente y le hizo retroceder dos pasos. Allí, bizqueó con gesto confundido y, por fin, cayó al suelo cuan largo era, sin flexionar rodillas o extender las manos.

Julio se descubrió en pie. Todos se habían puesto en pie y habían retrocedido varios pasos. El sol de las cuatro de la tarde, brumoso, tintaba la escena de tonos dorados, y la piel del ahogado le recordaba a Julio al pollo frito. El policía en el suelo era por fin atendido: había perdido el conocimiento y su cara era un repulsivo espectáculo de sangre, carne y músculos expuestos. La nariz era un muñón irreconocible. Varios hombres miraban con estupor el cadáver del ahogado, sus bocas cubiertas por manos temblorosas. Sus ojos recorrían las heridas abiertas, pero casi nadie decía nada.

– ¿Qué cojones ha pasado? -bramó uno de los hombres mientras se movía erráticamente de un lado para otro-. ¡¿Qué cojones de mierda ha pasado?!

Y entonces, como activados por un resorte, los demás comenzaron a reaccionar y a interaccionar atropelladamente.

– Joder… joder… joder… -repetía otro hombre.

– …sí, mi compañero herido… No, no, se ha acabado… en la playa de La Cala, a la entrada, una ambulancia… -barbullaba el policía por su radio.

– …joder… joder…

– Está muerto.

– …por Dios que alguien llame…

– ¡Joder, está muerto!

– ¡…coño!

En medio de la algarabía, Julio supo que el policía en el suelo había muerto. Su sangre había oscurecido una enorme cantidad de arena debajo de su cuerpo inmóvil.

– Dios… -dijo de pronto Alberto, uno de sus compañeros-. Qué pasada…

– La… hos… tia… -musitó otro, asegurándose de marcar muy bien cada sílaba.

– El hijo de puta… -dijo Alberto-. ¡Qué fuerte!

– …la boca, los dientes… -susurraba Flavio mientras frotaba su incipiente perilla con desconcertante tenacidad.

Julio, sin embargo, aún no se había atrevido a unirse a sus colegas, cuyos aspavientos eran cada vez más pronunciados, haciendo algún comentario. Algo le preocupaba sobremanera. Algo, en toda la escena, estaba completamente mal.Algo chillaba a pleno pulmón denunciando que algono estaba funcionando como debiera, y la sensación era tan fuerte que Julio sintió un pitido agudo en los oídos.

– Pero estaba ahogado… -dijo de pronto Flavio.

– Qué coño va a estar ahogado, tío, pero tú has visto al hijo de puta… ése era un traficante y en cuanto lo han pillaose ha puesto como loco… -dijo Alberto.

– Sí, sí… listo, que ere mulisto. Ése estaba más muerto que mi abuela, te lo juro…

– Sí, anda, gilipolla,no veas qué muerto estaba; tú lo flipas… ¿no has visto lo que ha hecho con el policía o qué? -protestó Alberto, en tono visiblemente enfadado.

– Pues estaba muerto, más blanco que una paré…-Flavio miraba al suelo, intentando encontrar algo de coherencia a sus propias palabras.

Por fin, Julio habló con voz clara:

– Estaba muerto antes,pero luego ya no lo estaba.

Hubo unos momentos de silencio. En sus cabezas, manejaban las palabras de Julio como se paladea un pimiento rojo chileno: con miedo a morder, a asimilar la noticia en todas sus significaciones por lo que su mensaje implícito supondría. Las miradas se concentraban ahora, ensimismadas, en la escena que ocurría abajo en la playa. Allí, la mayoría de los hombres hablaban atropelladamente entre sí. Algunos se inclinaban con fascinación sobre el cadáver del falso ahogado, y una mujer de larga cabellera pelirroja señalaba con rápidos ademanes la herida en la cabeza. El policía seguía hablando por radio con gesto afectado.

– Esto es la polla -dijo Flavio.

En ese momento llegó otro coche patrulla. Los dos policías se apearon del vehículo y bajaron con agilidad las rocas que les separaban de la playa. Había muchos aspavientos y manos que señalaban, intentando explicar lo que había pasado, y mientras tanto, a medida que la noticia se propagaba, llegaban más y más curiosos de La Cala y La Araña, dos pequeños pueblos cercanos. Después de unos instantes, el coche patrulla recién llegado se marchó con la sirena puesta.

– Mira a ése -dijo Alberto, señalando al policía-. No para de hablar por radio.

Julio se fijó. Lo cierto era que el hombre no se había separado de su aparato. Escuchaba durante un buen rato mientras iba de un lado a otro, dando rápidos giros.

– ¡¿Y la ambulancia?! -le preguntaban algunas voces. Pero el policía les pedía calma con gestos de la mano.

La ambulancia, sin embargo, nunca llegó.

Treinta y dos minutos más tarde, la cantidad de gente arremolinada en torno a la escena era apabullante. Julio, Alberto y Flavio habían conseguido permanecer en primera línea, siguiendo con mórbida fascinación el desarrollo de los acontecimientos. A su alrededor, la gente compartía todo tipo de historias. Un tipo enjuto y de pelo gris, otrora conductor de tráilers y que vivía en las antiguas casitas de pescadores de La Cala -desde antes de que el boomturístico cambiara el pueblo para siempre- aseguraba que su cuñado, pescador de toda la vida, había visto una vez varias formas humanoides buceando a toda velocidad por debajo de su barca, una buena noche de junio, un día después de Luna llena. Para él, estaba claro que en las fosas abisales de La Cala había una población de seres blancos, sin sangre y sin pulso, y capaces de una violencia sin parangón. Dos señoras rollizas que parloteaban a su lado simplemente se escandalizaban de que, en medio de semejante situación, hubiera alguien capaz de dejarse llevar por tamaño disparate.

Pero el hecho inequívoco y fascinante de que un ahogado, ya blanco e hinchado por acción del agua salina, oficialmente dictaminado difunto y dejado debajo de una lona de plástico, se había incorporado y devorado parcialmente a un policía estaba en boca de todos.

Aproximadamente una hora después de que el agente de policía hubiera muerto, una oleada de gritos germinó en algún punto indeterminado de la playa y se extendió implacable, como un hediondo pedo furtivo, entre toda la gente presente. El motivo era la vieja lona de plástico que ahora cubría los dos cuerpos: el del policía sin rostro y el del falso ahogado. Se movía. Otra vez.


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