XII

– Me llamo Juan Aranda y estoy vivo -dijo Juan con voz tranquila.

– Eso parece, pero quédate tranquilo y no te muevas -dijo la voz-. No puedes verme pero te estoy apuntando con un Heckler & Koch G36. ¿Sabes lo que es un Heckler & Koch, hijo?

– No.

– Es un rifle de puta madre, eso es lo que es. Podría llegar a los ochocientos metros con esta belleza. Los proyectiles salen de esta preciosidad a 920 metros por segundo. Quizá te interesen estas cosas, o quizá no, pero me gustaría que tuvieses bien claro que si te atreves tan sólo a girarte, esparciré todos tus sesos a tres metros de distancia antes de que puedas pestañear. ¿Te ha quedado eso bastante claro?

– Clarísimo -dijo Aranda despacio, pronunciando muy bien cada golpe de voz.

– Bien. Veo que estás tranquilo, eso me gusta, porque así yo también estaré tranquilo. Todos tranquilos. Ahora dime, ¿hay alguien más contigo ahí abajo? Piénsalo bien antes de contestar, porque si escucho aunque sea un pedo viniendo de esa mierda de cloaca de la que sales, dispararé.

– No, estoy solo -dijo Juan-. Aunque es posible que haya algunos zombis en los túneles.

Hubo un pequeño silencio antes de que la voz volviera a hablar.

– Bien. Eso podemos solucionarlo. Nunca he visto una de esas cosas subir por una escalera de mano. Ahora dime, ¿tienes algún arma?, ¿algún cuchillo?

– En mi mochila tengo algunas herramientas, pero la tengo a mi espalda, ¿ves las cintas? No podría coger nada desde aquí.

– Y así quiero que sea -soltó la voz-. ¿Estás herido?, ¿tienes alguna herida? No me importa si te han arrancado una pierna entera o apenas es una mierda de costra de maricón en un codo, si tienes alguna herida quiero saberlo y será mejor que no mientas.

– No, no estoy herido -contestó Juan, suspirando.

– Eso está muy bien -dijo la voz-, pero tengo aún otra pregunta. ¿De dónde coño vienes, y a dónde coño ibas?

Juan suspiró.

– ¿Crees que podría al menos subir? No quiero que uno de esos muertos me coja por las piernas. Me tenderé en el suelo, si quieres, y responderé a tus preguntas. No soy peligroso, sólo tengo veinticinco años y ni siquiera peso mucho.

De nuevo una pequeña pausa.

– Está bien, hagamos eso. Pero si intentas algo…

– Dispararás, ya lo sé -le interrumpió Juan.

Muy despacio, Juan se ayudó de los brazos para abandonar la alcantarilla, y sin mirar alrededor, se tendió obediente en el suelo con las manos detrás de la nuca. El suelo estaba caliente y seco, y después de las horas que había pasado recorriendo los túneles húmedos y fríos, esa sensación le reconfortó.

Escuchó cómo la tapa de la alcantarilla se cerraba detrás suya.

– Lo has hecho muy bien, Juan Aranda -dijo la voz de nuevo-. Creo que existe una posibilidad de ser amigos, después de todo. Ahora cuéntame tu historia y ya veremos qué pasa después.

Tomando aire, Juan le contó su historia a grandes rasgos, sin entrar demasiado en detalles. Algunos retazos de sus aventuras de supervivencia en el Rincón; la muerte de sus familiares, cómo había conseguido ocultarse del pillaje y la violencia en las últimas etapas de la infección, y también cómo había decidido ir hacia Málaga, y todo su periplo hasta llegar allí.

– Así que, en realidad, no iba a ninguna parte. Miraba por las rejillas y las tapas de alcantarilla de vez en cuando para ver si encontraba seres humanos vivos, pero hasta este momento no he tenido suerte. Y aun eso parece que está por ver -dijo al fin, atreviéndose a manifestar que empezaba a cansarse de esa actitud.

Entonces un par de botas negras se pararon delante de su cara.

– Vamos, dame la mano y levántate.

Juan miró hacia arriba. Se trataba de un hombre grande, de fascinante envergadura, dos metros quince de altura y unas anchas espaldas esculpidas en músculos como el resto de su cuerpo. Su corte de pelo estilo cepillo le confería un aire de marine estadounidense.

Juan se incorporó y todavía se sintió más pequeño estando de pie junto a él.

– Aquí todos me llaman Dozer, Juan Aranda -dijo, ofreciéndole una mano.

– Ya puedo ver por qué -dijo Juan, mirando hacia arriba para encontrarle los ojos. Le devolvió el saludo estrechando su mano mientras experimentaba una sensación de alivio al ver su sonrisa. Parecía sincera.

– Perdona todo ese rollo de Quentin Tarantino… hoy no te puedes fiar de nadie. De hecho hemos tenido algunos problemas en el pasado, ¿sabes? ¡Además me has dado un susto de cojones! -dijo riendo-. Estaba ahí sentado, limpiando el rifle, cuando la tapa de la alcantarilla se ha abierto de repente. Joder… pensaba que estábamos perdidos.

– Ah, disculpa… no sabía que…

– Ya, ya, claro -le cortó Dozer-. No pasa nada. Oye, ven… es mediodía. Los demás están comiendo; te presentaré.

– ¿Hay más? -preguntó Juan, ilusionado.

– Sí, coño… somos cerca de una treintena, y aún siguen llegando algunos, como tú.

Juan le miró fascinado. Su blanca sonrisa le pareció hermosa, porque era una sonrisa sana; llevaba demasiado tiempo viendo gente muerta en diferentes estados de descomposición, demasiadas bocas con dientes negros, infectos de coágulos resecos de heridas que habían dejado de sangrar.

Cuando llegaron al comedor, Aranda sintió flaqueza en sus delgadas piernas. Ver a toda aquella gente sonriéndole y ofreciéndole un bocado era mucho más de lo que se había atrevido a soñar; aunque había imaginado algún tipo de campamento donde sobrevivían seres humanos, nunca había llegado a materializar ninguna visión concreta al respecto, y allí había rostros, palabras amables, palmadas en el hombro, e incluso felicitaciones por haberlo logrado, por resistir, por estar vivo. Le dejaron lavarse y le dieron ropas nuevas, ya que las suyas presentaban un aspecto más que lamentable después de su paseo por las cloacas, y por fin se sentó a la mesa con un grupo de gente.

– Espero que te guste la pasta -dijo una mujer joven vestida con un mono azul poniéndole un plato delante-. Es lo que más tenemos por aquí.

– Ya lo creo… la pasta es estupenda -dijo Aranda.

– Dozer nos ha dicho que vienes del Rincón, que llegaste hasta aquí en una barca -dijo otro hombre.

– Sí. Una pequeña barca que encontré en El Palo. Casi no lo consigo. Pero conseguí hacerme con un pequeño motor fueraborda.

– Tuviste mucha suerte, y muchos cojones también -dijo Dozer-. La mayoría de la gente que tenía barcas se largaron en ellas hace tiempo. No sé si consiguieron llegar a alguna parte, o si el mar se los tragó, pero no queda ningún barco en ninguna parte.

– Esto te va a gustar -dijo la mujer-. Estamos muy organizados, y el tipo de vida que llevamos aquí te pone las pilas.

– Eso es cierto. Deberías haber visto cómo era Susana al principio -dijo el hombre, señalando a la mujer que le había puesto el plato de pasta-. Vaya si se puso las pilas… deberías ver cómo usa esos rifles, y apuesto que cada uno pesa al menos ocho kilos.

– Cuatro kilos -dijo Susana, sin desviar la mirada de Juan.

– Lo que sea, sigue siendo mucho para ir corriendo y apuntando con ellos. En fin, es esta situación. Cambia a las personas, para bien o para mal.

– Como la guerra -dijo Aranda, pensativo.

– Como la puta guerra, tú lo has dicho -dijo Dozer, apurando una lata de Aquarius de limón.

– Por cierto, no me he presentado -dijo el hombre levantando ambas manos, como si de pronto hubiera recordado que había olvidado la llave del gas abierta-. Me llamo Antonio Rodríguez, y soy médico, algo que por aquí escasea. Así que si te encuentras mal o necesitas consultar algo, puedes acudir a mí.


– ¡Eso es genial! -dijo Juan-. Un médico…

– Y que lo digas -dijo Dozer-. Dale las gracias a Susana, ella lo sacó del hospital Carlos Haya cuando estaba todo lleno de zombis.

– Otra vez lo mismo… -dijo Susana, resoplando-. Eso no fue así. Él salió por su propio pie y nos encontramos. Fue pura suerte que ambos lo consiguiéramos… en un momento dado, la zona se quedó vacía de zombis.

– ¿Vacía?

– Sí. Se fueron a alguna otra parte, pero aún no sabemos por qué y sospecho que nunca lo sabremos. Aunque personalmente tengo una teoría y creo que fueron desplazados hacia las salidas: la autovía, el puerto… allí era donde se reunía la gente, los que intentaban escapar. Cuando empezaron a volver, lo hicieron como una marea. Venían del centro, en un número tan grande que por un momento creí que no lo conseguiríamos.

– Por entonces ya éramos unos cuantos -dijo el doctor Rodríguez.

– Exacto. Así que tuvimos la idea de meternos aquí dentro.

– Fue una idea cojonuda -brindó Dozer con su lata vacía.

– De hecho, sí. Estaba todo cerrado, así que no tuvimos que limpiar esto de cadáveres. Y las neveras de las cocinas estaban a reventar de víveres, sobre todo conservas, pero también carne. Creo que se preparaban para algún evento. Hay más carne congelada de la que podremos consumir en varios meses.

– Guau… -exclamó Aranda-. ¿Y el agua? ¿Y la electricidad? ¿Cómo resolvisteis…?

– Termínate la pasta -le interrumpió Susana-. Te enseñaremos esto y veremos en qué quieres ocuparte.

Aranda asintió, todavía sonriendo, y se metió en la boca una cucharada de macarrones que le supieron a gloria bendita.

El campamento se encontraba en el polideportivo de Carranque, en el extremo oeste de la ciudad. Era grande, espacioso, completamente vallado y situado cerca de la autovía y de instalaciones como supermercados, farmacias, ferreterías, grandes superficies, varios centros de salud y un hospital, el Carlos Haya. Contaba con grandes torres de iluminación -que habían girado para que iluminase el exterior y no sólo las pistas deportivas-, dos pabellones cubiertos, un graderío lateral, una piscina cubierta y otra piscina olímpica descubierta; una pista de atletismo, un campo de hockey de césped artificial, cuatro pistas de paddle, un frontón, dos vestuarios con ducha, grandes salones, una cafetería y numerosos almacenes. Los diferentes cubículos de oficinas habían sido reacondicionados para acomodar dormitorios. La piscina, sobre todo, había resultado ser un valioso bien, sobre todo desde que la falta de electricidad había terminado por provocar también la escasez de agua. Ningún grifo hacía manar ya el esencial elemento. Por lo tanto, la piscina se utilizaba como baño comunitario, y se mantenía higiénica gracias al cloro y a los polvos germicidas que sí abundaban.

En el campamento, que algunos llamaban Macondo en honor al libro de García Márquez, habitaban unas treinta personas, como había dicho Dozer, todas ellas supervivientes de la pandemia que había asolado el mundo meses antes. La mayoría tenía experiencia lidiando con los caminantes; habían sobrevivido a más de un enfrentamiento directo antes de llegar. Otros, como Susana, habían aprendido sobre la marcha. Tenían también muchos generadores de electricidad: una batería completa de Berlans 3000 que habían traído del cercano Carrefour, y dos grandes Caterpillar 1250 sacados de una obra en las calles de atrás. También encontraron varios Wilson Perkins trifásicos en las instalaciones que habían acoplado a la red.

Se esforzaban mucho por ahorrar electricidad, porque la electricidad significaba gasóleo, y conseguirlo representaba cada vez más riesgo. Así que el campamento entero se iba a la cama temprano, y no contaban con televisores y otras frivolidades que enchufar a la red. Sí que mantenían, casi siempre, una o más radios encendidas. Las únicas emisoras que captaban eran en inglés, aunque entrecortadas y envueltas en estática; y aunque algunos podían leer el idioma con cierta soltura, ninguno de ellos comprendía gran cosa. Sin embargo, les gustaba sentir que no eran los últimos supervivientes en un mundo lleno de cadáveres resucitados.

En las semanas que siguieron, Aranda llegó a ser muy popular en el campamento. Tenía un carisma especial, y caía bien a todo el mundo casi instantáneamente. Era tranquilo, sabía escuchar, y siempre tenía soluciones a los problemas que se iban presentando, no importaba de qué clase fueran: un problema inesperado con una tubería, mejoras en la administración y gestión de los alimentos, o un sistema de turnos optimizado. En poco tiempo, la frase "veamos qué dice Aranda de eso" estaba en boca de todos.

De las treinta personas que vivían en la Ciudad Deportiva, un reducido grupo se había especializado en el uso de las armas. Dozer y otros dos habían sido grandes aficionados a la caza y además eran buenos deportistas, así que ellos eran los que hacían las salidas a por suministros, cuando había que hacerlas. Eran extraordinariamente buenos. También se ocupaban de los indeseables que, con cierta periodicidad, pasaban junto al refugio, cuando el campamento aún era joven y no había tantos zombis. Un grupo de ellos, conduciendo motos de gran cilindrada, se plantaron cerca de la puerta principal haciendo girar las motos en círculos. Llevaban armas, y entre disparos al aire sugirieron a gritos que era mejor que algunas de las mujeres se fueran con ellos, para perpetuar la especie. Dozer y los otros hicieron varios disparos en rápida sucesión y absolutamente todas las armas cayeron al suelo, las manos que las sujetaban reducidas a muñones sanguinolentos. Se marcharon haciendo rugir sus motos, zigzagueando entre los muertos vivientes. Pero aquello fue cuando todavía se veían indeseables por las calles. Ya no había ninguno.

Susana formaba parte de ese grupo. Demostró tener un talento natural con el uso de las armas y una puntería fuera de lo común. Se entrenaba duro todos los días para mejorar su forma física, y había descubierto que hacerlo le fortalecía no sólo el cuerpo, sino que también reforzaba su entereza mental. Había cambiado sobremanera desde que abandonó su apartamento, hacía ya algunos meses, y se sentía orgullosa de ese cambio, de haber dejado atrás a una Susana temerosa e indecisa con la que ya no se identificaba.

Una mañana, Juan se encontraba en la pista de atletismo, sentado en una vieja silla de plástico a la que las inclemencias del tiempo habían ennegrecido. Estudiaba los movimientos de los espectros, agarrados con sus dedos huesudos a la verja metálica. Cuando se ponía a la vista, todas las miradas se concentraban en él. Si se acercaba lo suficiente, causaba un buen revuelo entre sus filas: sus ceños se fruncían, los dientes aparecían, y sus ojos blancuzcos parecían capaces de taladrarle. Pero si comenzaba a alejarse de nuevo hasta ponerse fuera de su campo de visión, perdían el interés en él y comenzaban a vagar. Era como si los zombis funcionasen con un programa muy básico, manejando solamente unas pocas variables. Algo podía estar ahí o no, pero no parecía que entraran en la consideración de "estar ahí pero escondido", por ejemplo.

Una inesperada voz a su derecha hizo que rompiera el hilo de sus pensamientos y diera un respingo.

– ¿Qué tal, joven? -preguntó Dozer.

– Coño… no te oí llegar -dijo Aranda, disculpándose.

– Ya lo veo -contestó, medio divertido. Aunque hacía frío, iba vestido con pantalones cortos y una camiseta sin mangas, un par de tallas por debajo de la que hubiera necesitado.

Dozer siguió la mirada de Aranda.

– Casi me he acostumbrado a ellos -dijo.

– ¿En serio? -preguntó Aranda-. A mí aún me dan escalofríos. Hace un rato vi uno vestido con el uniforme del SAMUR. Llevaba un estetoscopio al cuello y un agujero del tamaño de una pelota de golf en la zona de la clavícula. Bueno, me pregunté cuál había sido su historia, cómo había acabado así. Quizá fue infectado por la misma persona a la que trató de ayudar. Quizá nunca tuvo una oportunidad.

– Sé lo que quieres decir. A veces olvidamos que alguna vez fueron personas, como tú o como yo.

– En fin -dijo, moviendo la mano en el aire-. Eso fue hace ya mucho tiempo.

Dozer lo observó, taciturno, con los ojos entrecerrados.

– Ése es el pensamiento correcto, ¿sabes?

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir… que si vas metiendo esas ideas en la cabeza de los demás, especialmente en los de mi grupo, bueno… son ellos o nosotros, Aranda. Si tienes un podrido delante y dudas, aunque sea por un segundo, acabarás al otro lado de la verja con los ojos en blanco y el culo lleno de gusanos. No podemos andarnos con remilgos.

– No quería…

– Lo sé, créeme, lo sé -interrumpió Dozer-. Pero superar aquello fue una parte esencial del adiestramiento. Nos costó bastante andar y correr entre ellos disparándoles como si fuesen latas de Pepsi en una valla. -Bajó la cabeza, buscándose las manos-. A veces te encuentras con cosas que son difíciles de olvidar cuando vuelves a casa y te tumbas en la cama. Sencillamente no se van, no puedes dormir y olvidarlas, y no desaparecen cuando lavas tu cuerpo para quitarte toda la sangre después de una trifulca con esos zombis. No todas esas cosas parecen monstruos. A veces te encuentras un rostro, mirándote directamente a la cara, y por un segundo vislumbras la humanidad que perdieron. Casi dan pena. Y titubeas, ya lo creo que titubeas. Pero ésas son sus armas. Ésas son sus jodidas armas. Por eso acabaron con todo. Sencillamente… no podemos permitirnos recordar siquiera que todos esos cuerpos muertos fueron hombres y mujeres, amigos, esposos, gente corriente con hipotecas y planes para el verano.

Aranda se había vuelto para mirarle. Parecía abatido y más pequeño de lo habitual. Sus ojos encerraban un deje de tristeza y, por un instante, Aranda atisbó unos horizontes desconocidos en la personalidad de aquel hombretón, pozos de oscuridad que encerraba dentro de sí, que no compartía con nadie más. Pero en su cabeza se dibujó una imagen tan vivida que parecía refulgir en su rica variedad de tonos cromáticos. En ella aparecía Dozer, después de una de sus misiones en el exterior, sentado en una esquina de su habitación; los ojos ausentes clavados en sus botas manchadas de sangre, y derramando lágrimas por todos aquellos espectros.

– ¿Lo entiendes? -dijo de repente Dozer, con el semblante serio.

– Sí que lo entiendo, Dozer. Lo siento.

– Oh, vamos, no es culpa tuya. -Volvió la cabeza hacia las hileras de espectros que rodeaban la Ciudad Deportiva -. Pero mientras sigamos poniéndoles motes, como podridos, zombis, mordedores o caminantes, más tardaremos en llamarles por su verdadero nombre. Son víctimas, Aranda. Gente muerta. Eso es lo que son. Aranda asintió, pensativo.

Una inesperada y fría ráfaga de viento sacó unas hojas secas de debajo de la vieja silla y las arrastró varios metros más allá. Detrás de la verja, como respondiendo al cambio de temperatura, uno de los muertos levantó la cabeza y pareció otear el cielo.

Aranda lo miró, y el espectro le devolvió la mirada. Fascinado por aquella actitud, permaneció unos instantes mirándole directamente a sus ojos acuosos y blancuzcos. Sintió un escalofrío. Algo en sus ojos parecía anunciar que ese viento era un viento de cambio.


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