Capítulo 3

– No llego a entender cómo se las ha podido arreglar la encargada del suministro de comidas, ¿y tú? -preguntó Frances Webberly-. Está claro que esta cocina es suficientemente grande para nosotros. Supongo que aunque tuviéramos lavaplatos o microondas tampoco los usaríamos. Pero los encargados del avituallamiento… están acostumbrados a todas las comodidades modernas, ¿no crees? ¡Qué sorpresa se debe de haber llevado esa pobre mujer al llegar y ver que aún vivíamos prácticamente en la Edad Media!

Malcolm Webberly, que estaba sentado a la mesa, no hizo ningún comentario. Había oído las palabras intencionadamente alegres de su esposa, pero tenía la cabeza en otra parte. A fin de evitar una conversación potencial que no quería entablar con nadie, se dispuso a cepillar los zapatos en la cocina. Supuso que Frances, que le conocía desde hacía más de treinta años y que, en consecuencia, sabía perfectamente la aversión que tenía por hacer dos cosas a la vez, lo vería ocupado en su humilde tarea y lo dejaría en paz.

Sentía un gran deseo de que le dejaran solo. Lo había estado deseando desde el preciso instante en que Eric Leach le había dicho: «Male, siento mucho llamarte tan tarde, pero tengo algo que contarte». Después le había puesto al corriente de los detalles de la muerte de Eugenie Davies. Necesitaba estar solo durante un rato para poner en orden sus sentimientos, y aunque una noche en vela junto a una esposa que roncaba ligeramente le había dado un buen número de horas para analizar cómo le habían afectado las palabras «atropellamiento y fuga», cayó en la cuenta de que lo único que había sido capaz de hacer era imaginarse a Eugenie Davies tal y como la había visto por última vez: el viento del río sacudiéndole la melena rubia y resplandeciente. Se había cubierto la cabeza con un pañuelo tan pronto como había salido de su casa, pero el pañuelo se le había aflojado durante el paseo; se lo había quitado, lo había doblado de nuevo, y en el momento en que intentaba ponérselo en la cabeza, el viento le había alborotado los mechones de pelo que le colgaban por encima de los hombros.

Él le había dicho con rapidez: «¿Por qué no te dejas el pelo suelto? El reflejo de la luz en el pelo hace que parezcas…». ¿Qué? ¿Bella?, se había preguntado. Pero en todos los años que hacía que él la conocía, ella nunca había sido una gran belleza. ¿Joven? Hacía más de diez años que ambos habían dejado de estar en la flor de la vida. Se figuró que la palabra que buscaba era, en realidad, tranquila. El reflejo del sol en el pelo hacía que pareciera tener una aureola alrededor de la cabeza, y eso le recordó a un serafín que hablaba de paz. Sin embargo, a medida que esos pensamientos le venían a la cabeza, cayó en la cuenta de que nunca había visto a Eugenie Davies en paz consigo misma y que en ese momento -a pesar del engaño de la aureola creado por la luz y el viento- aún no había encontrado la paz que tanto anhelaba.

Sin poder apartar esos pensamientos de la mente, Webberly untaba los zapatos diligentemente con betún. Mientras lo hacía, se percató de que su mujer aún le estaba hablando:

– … hizo un trabajo estupendo. Pero gracias a Dios que ya era de noche cuando llegó la pobre mujer, porque sólo Dios sabe cómo habría podido trabajar si hubiera podido ver con claridad cómo tenemos el jardín.- Frances se rió con tristeza-. No pararé hasta conseguir un estanque y unos cuantos lirios, le dije ayer por la noche a nuestra estimada lady Hillier. De hecho, ella y sir David están contemplando la posibilidad de instalar un jacuzzi en el invernadero. ¿Lo sabías? Yo le respondí que un jacuzzi en el invernadero me parecía muy buena idea y que estaba muy bien si era eso lo que querían, pero por lo que a mí respectaba, un pequeño estanque era lo que siempre había deseado. «Y un día lo tendremos», le declaré. «Si Malcolm dice que lo tendremos, así será.» Evidentemente, tendremos que avisar a alguien para que arranque las malas hierbas y para que se lleve el viejo cortacésped del jardín, pero eso no se lo dije a nuestra querida lady Hillier…

«Tu hermana Laura», pensó Webberly.

– …ya que tampoco habría comprendido de qué le estaba hablando. Ha tenido jardinero desde hace… no recuerdo cuánto tiempo hace. Pero cuando llegue el momento y tengamos el dinero, tú y yo tendremos nuestro pequeño estanque, ¿no es verdad?

– Eso espero -respondió Webberly.

Frances se relajó tras la mesa de la pequeña y abarrotada cocina y contempló el jardín desde la ventana. Se había pasado tanto rato allí en los últimos diez años que había dejado la marca del zapato en el suelo de linóleo, y había surcos en forma de dedo en la repisa de la ventana en la que se había pasado tantas horas agarrada a la madera. «¿Qué debía de pensar mientras permanecía allí hora tras hora cada día de la semana? -se preguntaba su marido-. ¿Qué intentaba hacer? ¿Por qué no lo conseguía?» Un momento más tarde obtuvo su respuesta:

– Hace un día bastante bueno -le informó-. Radio Uno ha afirmado que esta tarde volverá a llover, pero creo que se han equivocado. ¿Sabes? Creo que esta mañana voy a salir al jardín para trabajar un poco.

Webberly levantó los ojos. Frances, que según parece se dio cuenta de que él la estaba mirando, se dio la vuelta, y con una mano todavía en la repisa y la otra asiendo con fuerza la solapa de la bata, le dijo:

– Creo que hoy soy capaz de hacerlo. Malcolm, creo que hoy seré capaz.

¿Cuántas veces le había dicho eso mismo con anterioridad?, se preguntó Webberly. ¿Cien? ¿Mil? Y siempre con la misma proporción de esperanza y engaño. Malcolm, voy a trabajar en el jardín, esta tarde voy a ir paseando hasta las tiendas, no cabía duda de que se sentaría en un banco de Prebend Gardens o que llevaría a Alfíe a dar un paseo o que probaría el nuevo salón de belleza del que hablaban tan bien… tantas intenciones buenas y honestas que se convertían en nada en el último momento, cuando la puerta principal se alzaba implacable ante Frances y, por mucho que lo intentara y Dios sabe que lo hacía, ni siquiera podía levantar la mano derecha lo suficiente para asir el tirador de la puerta.

– Franje… -le dijo Webberly.

Le interrumpió con ansiedad:

– La fiesta lo ha cambiado todo. El hecho de que nuestros amigos hayan venido a casa… que hayamos estado acompañados por ellos. Me siento bien… todo lo bien que puedo estar.

La presencia de Miranda junto a la puerta de la cocina le ahorró a Webberly tener que responder. Con un «¡Ah, estáis aquí!», dejó la maleta y una pesada mochila en el suelo y se dirigió hacia los fogones, donde Afile -el pastor alemán de la familia- se estaba atiborrando de los restos de la fiesta. Le hizo una caricia enérgica entre las orejas, y como respuesta el perro se tumbó en el suelo y le ofreció el estómago para que le siguiera acariciando. Ella entendió lo que quería y, por lo tanto, se detuvo para besarle en la frente y el perro le correspondió con un babeante beso.

– ¡Cariño, eso es totalmente antihigiénico! -le advirtió Frances.

– Eso es amor de perro -le replicó Miranda-. Y, según dicen, es el más puro de todos, ¿no es verdad, Alfie?

Alfie bostezó.

Miranda se dio la vuelta y les dijo a sus padres:

– Me voy, pues. La semana que viene tengo que entregar dos trabajos.

– ¿Tan pronto? -Webberly dejó los zapatos a un lado-. No has estado en casa ni cuarenta y ocho horas. Cambridge puede esperar un día más, ¿no?

– El deber me llama, papá. Además, tengo dos exámenes. Aún quieres que me intente sacar la licenciatura, ¿verdad?

– Entonces, espera un poco. Si te esperas a que acabe de cepillar estos zapatos, te llevo a la estación de King's Cross.

– No hace falta. Cogeré el metro.

– Entonces te llevo a la parada de metro.

– Papá -dijo con un paciente tono de voz. Situaciones como ésas se habían repetido a menudo en los veintidós años que tenía y, por lo tanto, ya estaba acostumbrada a las vueltas que tenía que dar-. Un poco de ejercicio me sentará bien. Explícaselo, mamá.

– Pero y si empieza a llover cuando… -protestó Webberly.

– ¡Santo cielo, Malcolm, no se derretirá!

Pero sí que lo hacen, contestó Webberly en silencio. Se derriten, se rompen y desaparecen en un instante. Y cuando lo hacen siempre es lo último que uno espera que suceda. Con todo, sabía que era de sabios retirarse en una situación en la que dos mujeres se habían aliado contra él; así pues, dijo:

– Entonces te acompaño un trozo a pie. Alf necesita su paseo matinal, Randie.

En ese preciso instante Miranda estaba a punto de expresar su disconformidad sobre el hecho de que un padre escoltara a una hija a plena luz del día, como si ésta fuera incapaz de cruzar un paso cebra por sus propios medios.

– ¿Mamá?

Miranda miró a su madre en busca de ayuda, y ésta, encogiéndose de hombros, le replicó:

– No has sacado a pasear a Alfie, ¿verdad, cariño?

Miranda se rindió con cierto tono de afable irritación:

– Está bien, acompáñame, pesado. Pero no pienso esperarme a que acabes de sacar brillo a los zapatos.

– Ya me encargaré yo de los zapatos -anunció Frances.

Webberly cogió la correa del perro y salió de casa tras su hija. Una vez fuera, Alfie sacó una pelota de tenis de entre los arbustos. Cuando Webberly lo sacaba a pasear siempre hacían la misma ruta: pasearían hasta Prebend Gardens, allí su dueño le quitaría la correa del collar y le lanzaría la pelota de tenis sobre la hierba, con lo cual Alfie echaría a correr tras ella, se negaría a devolvérsela y correría como un loco por los alrededores durante un cuarto de hora, como mínimo.

– No sé quién tiene menos imaginación -espetó Miranda mientras observaba cómo el perro jadeaba entre las hortensias-: el perro o tú. Mírale, papá. Sabe lo que vais a hacer. Es consciente de que no le espera ninguna sorpresa.

– A los perros les gusta la rutina -le replicó Webberly a su hija mientras Alfie salía triunfante con una pelota vieja y peluda entre los dientes.

– A los perros, sí. Pero ¿y a ti? ¡Por el amor de Dios! ¿Siempre lo llevas a los mismos jardines?

– Es una especie de paseo meditativo que hago dos veces al día -le contestó-. Por la mañana y por la noche. ¿No te parece bien?

– Paseo meditativo -se burló-. Papá, eres un mentirosillo. De verdad.

Después de atravesar la verja delantera, giraron a la derecha y siguieron al perro hasta el final de Palgrave Street, donde hizo el esperado giro a la izquierda que les llevaría hasta Stamford Brook Road y a Prebend Gardens, que estaban al otro lado de la calle.

– Fue una buena fiesta -afirmó Miranda mientras cogía a su padre del brazo-. Creo que mamá se lo pasó bien. Además, nadie dijo nada… ni se preguntó… bien, como mínimo, a mí no…

– Sí, estuvo bien -asintió Webberly, presionando el brazo a un lado para acercarla más a él-. Tu madre se lo pasó tan bien que esta mañana me estaba diciendo que quería salir al jardín a trabajar. -Sintió cómo su hija le miraba, pero él siguió con la mirada al frente.

– No lo hará -replicó Miranda-. Sabes que no lo hará. Papá, ¿por qué no insistes para que vuelva a ese médico? Hay soluciones para la gente como mamá.

– No puedo obligarla a hacer más de lo que hace.

– No, pero podrías… -Miranda suspiró-. No sé. Hacer algo. Algo. No comprendo por qué nunca has adoptado una actitud firme con mamá. En serio.

– ¿En qué estás pensando?

– No sé, si ella pensara que estás dispuesto… bien, si le dijeras: «Hasta aquí hemos llegado, Frances, ya no puedo más. Quiero que vuelvas a ese psiquiatra, sino…».

– Si no, ¿qué?

Webberly sintió que su hija se desanimaba:

– Es eso, ¿verdad? Ya sé que nunca la dejarías. Sí, claro, si lo hicieras, ¿cómo podrías seguir viviendo? Sin embargo, debe de haber algo que tú, nosotros, aún no hayamos pensado. -Y entonces, como para ahorrarle la molestia de tener que responder, se percató de que Alfie estaba observando un gato con demasiado interés. Cogió la correa de manos de su padre, le dio una sacudida y le dijo:

– Ni lo sueñes, Alfie.

Cuando llegaron a la esquina, cruzaron la calle y se despidieron con cariño. Miranda se dirigió hacia la izquierda, lo que la conduciría a la parada de metro de Stamford Brook, y Webberly siguió caminando a lo largo de la verde verja de hierro que marcaba el límite de la parte este de Prebend Gardens.

Al cruzar la verja de hierro forjado, Webberly soltó al perro de la correa y le arrebató la pelota de tenis de entre los dientes. La lanzó todo lo lejos que pudo por encima de la hierba y observó cómo Alfie corría tras ella. Cuando Alfie consiguió coger la pelota, hizo lo que era habitual: se alejó corriendo hasta el extremo más lejano del jardín y empezó a corretear alrededor del parque. Webberly contempló cómo avanzaba de un banco a un arbusto, de un árbol a un sendero, pero él permaneció en el mismo sitio por el que habían entrado; tan sólo se desplazó hasta el negro banco desportillado que estaba muy cerca del tablón de anuncios en el que colgaba la información sobre los eventos venideros de la comunidad.

De hecho, los leyó sin asimilarlos: fiestas de Navidades, ferias de antigüedades, subastas de coches. Se sintió satisfecho al ver que el número de teléfono de la comisaría local de policía estaba en un lugar destacado y que el comité responsable de organizar un programa de Vigilancia Vecinal iba a reunirse en el sótano de una de las iglesias. Vio todo eso, pero después se habría sentido incapaz de dar fe de ello. Porque a pesar de que había visto los seis o siete trozos de papel que colgaban tras el cristal del tablón de anuncios y de que se había tomado la molestia de leerlos uno por uno, lo que en realidad veía era a Frances junto a la ventana de la cocina, mientras que su hija le decía con amabilidad y con una fe ciega en él: «Sé que nunca la abandonarás. ¿Cómo podrías hacer algo así?». Esa última frase le resonaba en el cerebro cual eco con un elevado grado de ironía.

Abandonar a Frances habría sido lo último que se le habría ocurrido la noche en que recibió una llamada para que fuera a Kensington Square. La llamada le había llegado a través de la comisaría de Earl's Court Road, donde hacía poco le habían ascendido a inspector y donde le habían asignado un nuevo sargento -Eric Leach-de compañero. Leach fue el que condujo el coche por Kensington High Street, que por aquel entonces estaba un poco menos abarrotado de coches que en la actualidad. Como Leach era nuevo en el distrito se pasaron de largo y acabaron dando la vuelta por Thackeray Street -que tiene ese aire de aldea en medio de una gran ciudad- y llegaron a la plaza desde la parte sudeste. Eso hizo que fueran a parar directamente delante de la casa que buscaban: un edificio Victoriano de ladrillo rojo con un medallón blanco en la parte superior del aguilón en el que estaba escrita la fecha de construcción: 1879. Era relativamente nuevo, si se tenía en cuenta que el edificio más antiguo de la zona se había erigido unos doscientos años antes.

Un coche patrulla, que había llegado al escenario del crimen al mismo tiempo que la ambulancia, seguía aparcado en la acera, a pesar de que ya no tenía las luces encendidas. El equipo médico ya hacía un buen rato que se había ido, al igual que los vecinos, que sin duda se habían acercado hasta el lugar de los hechos, tal y como suelen hacer cada vez que se oyen las sirenas de la policía en una zona residencial.

Webberly abrió la puerta de golpe y se encaminó hacia la casa. Junto a una superficie enlosada que tenía un jardín central, se erigía una pequeña tapia de ladrillo que estaba coronada por una valla negra de hierro forjado. También había un cerezo de adorno que, como era habitual en esa época del año, cubría el suelo de flores róseas.

La puerta principal estaba cerrada, pero seguro que alguien les había estado esperando, porque tan pronto como Webberly pisó el primer escalón, la puerta se abrió de golpe y el policía uniformado que les había llamado a la comisaría les hizo entrar en la casa. Parecía abatido. Les contó que era la primera vez que investigaba la muerte de un niño. Había llegado después de la ambulancia.

– Tenía dos años -les anunció en un sepulcral tono de voz-. El padre le ha hecho la respiración boca a boca y el equipo médico ha hecho todo lo que estaba en sus manos. -Movió la cabeza de un lado a otro, apesadumbrado-. No pudieron hacer nada. Ya estaba muerta. Lo siento, señor, pero es que tengo un bebé en casa y uno no puede dejar de pensar que…

– No pasa nada, hijo -le tranquilizó Webberly-. Yo también tengo un hijo pequeño. -No hacía falta que le recordaran lo breve que era la vida y lo alerta que debían estar los padres para evitar que cualquier contratiempo acabara con la vida de sus hijos. Su hija Miranda acababa de cumplir dos años.

– ¿Dónde ha sucedido? -preguntó Webberly.

– En el cuarto de baño. En el del piso de arriba. Pero ¿no le gustaría hablar con…? La familia está en la sala de estar.

Webberly no necesitaba que ningún policía joven le dijera lo que tenía que hacer, pero como en ese momento estaba desconcertado, no tenía ningún sentido intentar aclarárselo. En vez de eso, miró a Leach y le dijo:

– Diles que enseguida iremos a hablar con ellos. Después… -Movió la cabeza hacia las escaleras y se dirigió al policía-. Enséñemelo. -Lo siguió por una escalera que giraba alrededor de un pequeño roble del que colgaban con frondosidad las hojas de un helecho.

El cuarto de baño de los niños estaba en la segunda planta de la casa, junto a la habitación de los niños, un lavabo y un dormitorio que pertenecía al otro niño de la familia. Los padres y los abuelos tenían sus habitaciones en la primera planta. El piso de arriba estaba ocupado por la niñera, un inquilino y por una mujer que… bien, el policía se figuró que debía de ser la institutriz, aunque la familia no la llamaba así.

– Les da clases a los niños -explicó el policía-. Bien, supongo que sólo al mayor.

A Webberly le sorprendió que tuvieran una institutriz en esos tiempos y para niños tan pequeños; luego entró en el cuarto de baño en el que había sucedido la tragedia. Leach, después de haber cumplido con sus obligaciones en el piso de abajo, se unió a él. El policía volvió a su puesto, junto a la puerta principal.

Los dos detectives inspeccionaron el cuarto de baño con pesimismo. Era un lugar demasiado trivial para que la muerte hiciera acto de presencia de un modo tan repentino. Aun así, sucedía con tanta frecuencia que Webberly se preguntó cuándo la gente entendería por fin que no podían dejar a los niños solos ni un minuto siempre que estuvieran cerca de dos centímetros de agua.

No obstante, en la bañera había más de dos centímetros de agua. Como mínimo había veinticinco; ya se había enfriado y en la superficie flotaban un barco de plástico y cinco patitos amarillos e inmóviles. Una pastilla de jabón descansaba en el fondo, junto al desagüe, y una bandeja de baño de acero inoxidable, con desgastadas puntas de goma, cubría la bañera de punta a punta y contenía una manopla, un peine y una esponja. Todo parecía normal. Pero también se intuía que tanto el pánico como la tragedia habían estado presentes en el cuarto de baño.

A un lado, había un toallero volcado en el suelo. La alfombrilla, empapada, yacía arrugada bajo el lavabo. Una papelera de mimbre estaba boca abajo. Sobre las blancas baldosas se veían las huellas del equipo medicalizado que evidentemente no se habría preocupado en lo más mínimo de dejar el cuarto limpio y ordenado mientras intentaban reanimar al niño.

Webberly podía imaginarse la escena como si hubiera estado allí mismo, porque en realidad había presenciado algo parecido cuando iba de uniforme: los del equipo medicalizado no habrían dado muestras de pánico, sino que habrían irradiado una calma intensa, inhumana e impersonal; le habrían comprobado el pulso y la respiración, y si las pupilas reaccionaban; habrían iniciado la reanimación cardiopulmonar de inmediato. Enseguida habrían sabido que estaba muerta, pero no se lo habrían dicho a nadie porque su trabajo consistía en hacer vivir a la gente, costara lo que costara, pero no habrían dejado de intentarlo y la habrían llevado a toda velocidad hacia el hospital, sin dejar de intentar reanimarla, porque siempre cabía la posibilidad de que la vida pudiera resurgir de nuevo del leve indicio que quedaba cuando el alma abandonaba el cuerpo.

Webberly usó un bolígrafo para poner la papelera de mimbre en pie, y le echó un vistazo. Seis pañuelos de papel arrugados, medio metro de hilo dental y un tubo vacío de pasta de dientes.

– Inspecciona el botiquín, Eric -le dijo a Leach, mientras él se iba a analizar la bañera. Observó con detalle cada uno de los lados, los grifos y el desagüe, la cal que lo bordeaba y el agua. Nada.

– Hay aspirinas para niños, jarabe para la tos y unas cuantas recetas. Cinco, señor -añadió Leach.

– ¿Para quién?

– Para Sonia Davies.

– Apunte los nombres de los medicamentos. Precinte el cuarto de baño. Me voy a hablar con la familia.

Pero en la sala de estar no sólo se encontró con la familia, porque en la casa vivía mucha más gente; además, cuando la tragedia acaeció, interrumpiendo su rutina de cada noche, en la casa había mucha más gente que la que allí vivía. En realidad, la sala de estar parecía estar abarrotada de gente, a pesar de que sólo había nueve personas presentes: ocho adultos y un niño con un atractivo mechón de pelo medio rubio medio blanco sobre la frente. Con el rostro pálido como la tiza, permanecía entre los protectores brazos de un hombre mayor que, según me imaginé, debía de ser su abuelo; éste llevaba una corbata -tenía todo el aspecto de ser el recuerdo de una universidad o de un club-que el chico asía y entrelazaba con los dedos.

Nadie hablaba. Estaban muy conmocionados y daba la impresión de que se mantenían en grupo para poder prestarse toda la ayuda que fuera posible. Casi toda la ayuda se la dedicaban a la madre, sentada en un rincón de la sala, una mujer que debía de tener -al igual que Webberly- unos treinta años. Era de complexión pálida, y sus grandes ojos estaban como idos, viendo una y otra vez lo que una madre nunca debería llegar a ver: el lánguido cuerpo de su hija en manos de unos extraños que pugnaban por salvarle la vida.

Cuando Webberly se dio a conocer, uno de los dos hombres que permanecía junto a la madre se alzó y dijo que era Richard Davies, el padre de la niña que habían llevado al hospital. El motivo de que usara ese eufemismo se puso de manifiesto cuando miró en dirección al niño, su hijo. Muy sabiamente, no quería hablar de la muerte de su hija delante de su hermano.

– Mi mujer y yo hemos estado en el hospital. Nos han dicho que…

Al oírlo, una joven -que estaba sentada en el sofá al lado de un hombre de su misma edad que le rodeaba los hombros con los brazos-empezó a llorar. Era el tipo de llanto horrible y gutural que se acaba convirtiendo en los sollozos típicos de la histeria.

– No la he dejado sola -imploraba, y a pesar de sus lamentos Webberly se percató de que tenía un fuerte acento alemán-. Juro por Dios Todopoderoso que no la he dejado sola ni un minuto.

Evidentemente, eso planteaba la pregunta de cómo había muerto.

Debía interrogarles a todos, pero no a la vez.

– ¿Era la encargada de vigilar a la niña? -le preguntó Webberly a la chica alemana.

En ese momento, la madre exclamó:

– ¡Yo soy la culpable de todo!

– ¡Eugenie! -gritó Richard Davies.

El otro hombre que estaba junto a ella, con el rostro resplandeciente a causa de la pátina de sudor que lo cubría, dijo:

– ¡Eugenie, haz el favor de no hablar así!

– Todos sabemos de quién es la culpa -espetó el abuelo.

– ¡No, no, no! ¡No la he dejado! -gimoteaba la chica alemana mientras que su compañero la sostenía entre sus brazos y le decía: «¡Todo va bien!», aunque era obvio que no era verdad.

Había dos personas que no decían nada: una mujer mayor que no apartaba los ojos del abuelo y una mujer pelirroja que llevaba una bonita falda tableada y que observaba a la mujer alemana con abierta aversión.

Demasiada gente. Demasiadas emociones. Una confusión cada vez mayor. Webberly les ordenó a todos, a excepción de los padres, que salieran de la sala, pero que no se marcharan de la casa. También insistió en que alguien se quedara con el niño pequeño.

– Ya me encargaré yo de eso -anunció la mujer pelirroja, obviamente la «institutriz» que había mencionado el joven agente-. ¡Vamos, Gideon! ¡A ver cómo van esas matemáticas!

– Pero tengo que ensayar -protestó el niño, mirando con seriedad de un adulto a otro-. Raphael me ha dicho que…

– Muy bien, Gideon. Vete con Sarah-Jane. -El hombre con la cara cubierta de sudor se apartó de la madre y se agachó junto al niño-. Ahora no tienes que preocuparte por tu música. Ve con Sarah-Jane, ¿de acuerdo?

– ¡Vamos, chico!

El abuelo se puso en pie, con el niño entre sus brazos. El resto del grupo fue saliendo tras él hasta que sólo quedaron en la sala los padres de la niña muerta.

Incluso ahora, en el jardín de Stamford Brook, mientras Alfie ladraba a los pájaros, perseguía ardillas y esperaba a que su dueño le llamara de nuevo junto a él, incluso ahora en el parque, Webberly podía ver a Eugenie Davies tal y como la había visto esa lejana noche.

Ataviada simplemente con unos pantalones grises y una blusa azul claro, no se movió ni un centímetro. No le miraba ni a él ni a su marido. Sólo repetía: «¡Dios mío! ¿Qué será de nosotros?». E incluso entonces hablaba para ella, no para los hombres.

– Hemos estado en el hospital -dijo el marido, dirigiéndose a Webberly en vez de responderle a ella-. No pudieron hacer nada. No nos lo dijeron aquí, en casa. No lo hicieron.

– No -asintió Webberly-. Eso no les corresponde a ellos. Lo dejan para los médicos.

– Sin embargo, lo sabían. Mientras estaban aquí. Lo sabían, ¿verdad?

– Supongo que sí. Lo siento.

Ninguno de los dos lloraba. Lo harían más tarde, cuando se dieran cuenta de que la pesadilla que estaban experimentando en ese momento era más bien una realidad que tendrían que soportar el resto de sus vidas. Pero en ese momento estaban paralizados por el dolor: el pánico inicial, la crisis de la rápida intervención, la invasión de extraños en su casa, la espera agonizante en la sala de un hospital, la actitud de un doctor cuya expresión, sin lugar a dudas, lo decía todo.

– Nos dijeron que después la dejarían ir… bien, el cadáver, quiero decir -explicó el marido-. Insistieron en que no nos la podíamos llevar ni hacer preparativos… ¿Por qué?

Eugenie bajó la cabeza. Una lágrima cayó en sus entrelazadas manos.

Webberly se acercó una silla para estar a la misma altura que Eugenie, y le indicó a Richard Davies que hiciera lo mismo; éste se sentó junto a su mujer y la cogió de la mano. Webberly se lo explicó lo mejor que pudo: cuando acontecía una muerte inesperada, cuando moría alguien que no estaba bajo los cuidados de un médico y que pudiera firmar el certificado de defunción, cuando alguien moría de accidente -ahogado, por ejemplo-, la ley dictaba que se tenía que practicar una autopsia.

– ¿Me está diciendo que la desmenuzarán? ¿Que la abrirán en canal? -preguntó Eugenie mientras alzaba la vista.

Webberly, intentando esquivar la pregunta, respondió:

– Determinarán las causas exactas de su muerte.

– Pero la causa ya la sabemos -replicó Richard Davies-. Estaba… por Dios… estaba en la bañera. Después oímos los gritos, los lamentos de las mujeres. Corrí hacia arriba en el instante en que James bajaba a toda prisa…

– ¿James?

– Se aloja con nosotros. Estaba en su habitación y bajó corriendo.

– ¿Dónde estaban todos los demás?

Richard miró a su mujer como si esperara que ésta respondiera. Negó con la cabeza y sólo dijo:

– La abuela y yo estábamos en la cocina, empezando a preparar la cena. Era la hora del baño de Sonia y… -Vaciló un momento, como si al pronunciar el nombre de su hija se hiciera más real aquello que no soportaba pensar.

– ¿No sabe dónde estaban todos los demás?

– Papá y yo estábamos en su sala de estar -respondió Richard Davies-. Estábamos mirando ese… Dios… ese partido de fútbol estúpido e infernal. De hecho, estábamos viendo el fútbol mientras que Sosy se ahogaba en el piso de arriba.

Creo que el hecho de oír el diminutivo de su hija fue lo que hizo que Eugenie se desmoronara. Empezó a llorar a moco tendido.

Richard Davies, atrapado en su propio dolor y desesperación, no cogió a su mujer entre sus brazos, tal y como a Webberly le hubiera gustado que hiciera. Sólo pronunció su nombre y le dijo inútilmente que todo iba bien, que la niña estaba con Dios y que éste la quería tanto como ellos. Y que Eugenie, más que nadie, lo sabía, ¿verdad? Porque su fe en Dios y en su bondad era total.

«¡Vaya manera más fría de consolarla!», pensó Webberly.

– Señor y señora Davies, me gustaría hablar con los demás -dijo Webberly. Y mirando a Eugenie, añadió:

– Necesitará un médico. Más valdría que fuera a llamarlo.

Mientras Webberly hablaba, se abrió la puerta de la sala de estar y apareció el sargento Leach. Asintió con la cabeza para indicarle que había acabado la lista y que había sellado el cuarto de baño. Webberly le indicó que dispusiera la sala de estar de tal modo que pudieran interrogar a los residentes de la casa.

– Gracias por su ayuda, inspector -dijo Eugenie.

«Gracias por su ayuda.» Webberly pensaba en esas palabras mientras avanzaba con dificultad. ¡Qué curioso era que tan sólo cuatro palabras pronunciadas con un tono de voz de infelicidad hubieran conseguido cambiarle la vida: había pasado de detective a caballero errante en el transcurso de un simple segundo!

Mientras llamaba a Alfie se decía a sí mismo que había sido a causa del tipo de madre que era. La clase de madre que Frances -que Dios la perdone- nunca habría podido ser. ¿Cómo era posible no admirarlo? ¿Cómo era posible no desear ayudar a una madre así?

Alfie, ¡ven! -gritó mientras el pastor alemán perseguía a un terrier que llevaba un Frisbee en la boca-. ¡Venga, vamos a casa! ¡No te ataré!

El perro, que parecía haber entendido esa última promesa, se dirigió hacia Webberly a toda velocidad. Parecía haber disfrutado mucho corriendo por el parque, ya que los costados le palpitaban y la lengua le colgaba. Webberly asintió en dirección a la verja y el perro se encaminó hacia allí; luego se sentó obedientemente, sin apartar los ojos de los bolsillos de Webberly a la espera de una recompensa por haberse portado tan bien.

– Tendrás que esperar hasta que lleguemos a casa -exclamó Webberly, y después analizó sus propias palabras.

En realidad, la vida era así, ¿verdad? Al final del día y durante muchos años, todo lo que era de alguna importancia en el pequeño y triste mundo de Webberly siempre se veía pospuesto al momento de llegar a casa.


Lynley cayó en la cuenta de que Helen ni siquiera había bebido un sorbo de té. Helen había cambiado de posición en la cama y observaba cómo Lynley se hacía un lío con el nudo de la corbata mientras la miraba por el espejo.

– Así pues, se trata de alguien que Malcolm Webberly conocía -comentó-. ¡Qué mal lo debe de estar pasando! ¡Y enterarse precisamente cuando estaba celebrando las bodas de plata!

– No creo que la conociera muy bien -replicó Lynley-. Era una de las personas implicadas en el primer caso que resolvió como inspector en Kensington.

– Eso sucedió hace muchos años. Debió de ser alguien que le impresionara mucho.

– Supongo que sí.

Lynley no le quería explicar los motivos. En realidad, no quería contarle nada relacionado con esa lejana muerte que Webberly investigó. Que un niño se ahogara ya era bastante terrible en sí mismo, pero en la nueva situación en la que se encontraban en ese momento de su vida, Lynley pensó que debería ser delicado y discreto, ya que su mujer estaba esperando un hijo.

«Estamos esperando un hijo -se corrigió a sí mismo-, un hijo al que nunca le pasará nada malo.» El hecho de discutir el daño que había padecido otro niño le parecía tentar a la suerte. O, como mínimo, eso era lo que Lynley se repetía a sí mismo mientras se vestía.

En la cama, Helen se dio la vuelta y se puso de espaldas a él, con las piernas levantadas y con un almohadón junto al estómago.

– ¡Dios! -se lamentó.

Lynley se le acercó, se sentó en el borde de la cama y le acarició el pelo castaño.

– Ni siquiera has probado el té. ¿Te gustaría que te trajera otra cosa?

– Lo que de verdad me gustaría es encontrarme bien.

– ¿Qué dice la doctora?

– En ese aspecto es un pozo de sabiduría: «Me pasé los cuatro primeros meses de cada embarazo pegada a la taza del váter. Se le pasará, señora Lynley. Así son las cosas».

– ¿Y hasta entonces?

– Supongo que tendré que resignarme y no pensar en comida.

Lynley la observó con cariño: la curva de la mejilla y la forma de la oreja se asemejaban a un caparazón. Sin embargo, tenía la piel de un ligero color verdoso, y la forma de asir la almohada parecía indicar que estaba a punto de sentirse mareada otra vez.

– Ojalá pudiera ponerme en tu lugar, Helen.

Se rió tenuemente y replicó:

– Ése es el típico comentario que hacen los hombres cuando se sienten culpables y cuando tienen la certeza de que lo último que desearían hacer en esta vida sería traer un bebé al mundo. -Alargó la mano para acariciarle la suya-. Sin embargo, te agradezco la intención. ¿Ya te vas? Desayunarás, ¿verdad, Tommy?

Le aseguró que comería algo. De hecho, sabía que no tenía escapatoria. Si Helen no insistía lo bastante para que comiera, entonces Charlie Denton -criado, mayordomo, cocinero, asistente, aspirante a actor, seductor impenitente, o cualquier otra cosa que eligiera llamarse ese día en concreto-atrancaría la puerta hasta que Lynley hubiera devorado un plato de cualquier cosa.

– ¿Y tú? -le preguntó a su esposa-. ¿Qué planes tienes? ¿Vas a ir a trabajar?

– Francamente, preferiría no ir; de hecho, me gustaría permanecer quieta durante las próximas treinta y dos semanas.

– ¿Quieres que llame a Simon?

– No. Tiene que resolver el asunto ese de la acrilamida. Necesitan los resultados de aquí a dos días.

– Ya lo entiendo. Pero ¿le eres indispensable?

Simon Allcourt-St. James era médico forense, un experto cuya especialidad le llevaba con regularidad a la tribuna de los testigos para confirmar las pruebas del Fiscal del Estado o para reforzar la postura de la defensa. En este ejemplo en particular, estaba trabajando en un caso civil en el que el pleito implicaba determinar qué cantidad de acrilamida absorbida a través de la piel podía considerarse una dosis tóxica.

– Me gustaría pensar que sí -respondió-. Pero, de todos modos… -Se la quedó mirando mientras esbozaba una sonrisa-. Me gustaría contarle la noticia. A propósito, ayer por la noche se lo dije a Barbara.

– ¡Ah!

– ¡Ah, Tommy! ¿Qué se supone que quieres decir con eso?

Lynley se levantó de la cama. Se dirigió hacia el armario, donde el espejo de la puerta le mostró lo mal que se había anudado la corbata. Deshizo el nudo y empezó de nuevo.

– Le dijiste a Barbara que no lo sabe nadie más, ¿verdad, Helen?

Hizo todo lo que pudo por incorporarse. No obstante, le costaba un gran esfuerzo y se tumbó de nuevo.

– Sí, se lo dije. Y como ella ya lo sabe, pensaba que también podríamos…

– Preferiría no hacerlo todavía.

El nudo de la corbata estaba peor que la primera vez. Lynley desistió en el intento, echó la culpa al tejido y se fue a buscar otra. Sabía que Helen le estaba observando y que esperaba que le diera una explicación lógica que justificara su decisión.

– Ya sé que es pura superstición, cariño. Pero si guardamos el secreto, habrá menos probabilidades de que ocurra algo malo. Ya sé que es una estupidez. Sin embargo, es lo que creo. Había pensado no decir nada a nadie hasta que… bien, hasta que se notara.

– Hasta que se notara -repitió la frase pensativamente-. ¿Estás preocupado?

– Sí. Preocupado. Asustado. Nervioso. Inquieto. Y a menudo, confundido. Sí, creo que eso define cómo me siento.

– Te quiero, cariño -le dijo con una sonrisa.

Esa sonrisa requería una confesión. Se la debía.

– Has de pensar en Deborah. Simon será capaz de hacer frente a esa noticia, pero Deborah se sentirá muy mal cuando se entere de que estás embarazada.

Deborah era la esposa de Simon, una mujer joven que había sufrido tantos abortos que parecía un acto deliberado de crueldad mencionar un embarazo sin complicaciones delante de ella. No es que no fuera a mostrar su alegría por la pareja. Y en cierto modo seguro que se alegraría, pero en lo más profundo de su ser, allí donde abrigaba sus propias esperanzas, sentiría cómo el hierro candente del fracaso le abrasaba la piel de sus sueños, y esa piel ya había sido quemada demasiadas veces.

– Tommy -dijo Helen con dulzura-. Deborah se enterará tarde o temprano. ¿No crees que le dolerá cuando de repente me vea llevando ropa de embarazada sin que nosotros le hayamos contado que estamos esperando un hijo? En ese momento sabrá por qué no se lo hemos contado. ¿No crees que eso le dolerá aún más?

– No estoy diciendo que lo mantengamos en secreto mucho tiempo -replicó Lynley-. Sólo una temporadita, Helen. Para que tengamos suerte, más que por Deborah. ¿Harías eso por mí?

Helen lo observó del mismo modo que él la había estado observando a ella. Notaba cómo se impacientaba mientras ella lo estudiaba, pero no se movió, a la espera de una respuesta.

– ¿Estás contento de que vayamos a tener un hijo, cariño? ¿Te hace realmente feliz?

– Helen, estoy encantado.

Sin embargo, incluso cuando pronunciaba esas palabras, Lynley se preguntaba por qué no se sentía así. Se preguntaba por qué tenía la sensación de que estaba cumpliendo con una obligación que ya había pospuesto durante mucho tiempo.

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