Capítulo 24

Jill entró en su dormitorio tambaleándose. Sus movimientos eran torpes. Se sentía impedida a causa de su tamaño. Abrió de golpe el armario en el que guardaba la ropa, pensando «Richard, oh Dios mío, Richard», cambiando de opinión y preguntándose qué hacía de pie delante del armario de la ropa. Sólo podía pensar en el nombre de su prometido. Lo único que era capaz de sentir era una mezcla de terror y un profundo odio hacia sí misma por las dudas que había tenido, dudas que había estado abrigando y alimentando en el mismo instante que… ¿Que qué? ¿Qué le había sucedido?

– ¿Está vivo? -había gritado por teléfono cuando la voz le había preguntado si era la señorita Foster, la señorita Jill Foster, la mujer cuyo nombre Richard llevaba en la cartera en el caso de que algo…

– ¡Santo Cielo! ¿Qué ha sucedido? -le había preguntado Jill.

– Señorita Foster, si fuera tan amable de venir al hospital -le había sugerido la voz-. ¿Necesita un taxi? ¿Quiere que le avise uno? Si me da la dirección, llamaré a uno.

La idea de esperar cinco minutos -o diez o quince-le parecía inconcebible. Jill dejó caer el teléfono y, como pudo, se fue en busca del abrigo.

El abrigo. Eso era. Había ido al dormitorio en busca del abrigo. Pasó las manos por entre la ropa que colgaba del armario hasta que sintió el tacto del cachemir. Lo descolgó de la percha y se lo puso como pudo. Manoseó los botones de cuerno, calculó mal dónde iban, pero no se molestó en abrocharlos de nuevo cuando vio que el dobladillo del abrigo le colgaba cual cortina inclinada. De la cómoda sacó una bufanda -la primera que encontró, no importaba- y se la pasó por el cuello. Se colocó un gorro negro de lana sobre la cabeza y agarró el bolso. Se dirigió hacia la puerta.

Una vez en el ascensor, apretó el botón del aparcamiento subterráneo y deseó que el pequeño cubículo bajara sin detenerse en ninguna planta. Se dijo a sí misma que era una buena señal que la hubieran llamado desde el hospital y que le hubieran pedido que fuera hasta allí. Si las noticias fueran malas, si la situación fuera -podía arriesgarse a pronunciar la palabra-mortal, no la habrían llamado, ¿verdad? ¿No habrían mandado a un policía para que fuera a buscarla o para hablar con ella? En consecuencia, el hecho de que la hubieran llamado quería decir que estaba vivo. Estaba vivo.

Se encontró haciendo tratos con Dios mientras empujaba las puertas del aparcamiento. Si Richard vivía, si su corazón o lo que fuera se recuperaba, entonces cedería con el nombre del bebé. La bautizarían con el nombre de Cara Catherine. Richard podría llamarla Cara en casa, a puerta cerrada, entre los familiares, y ella misma también la llamaría de ese modo. Pero en el mundo exterior, los dos la llamarían Catherine. En la escuela la matricularían con el nombre de Catherine. Sus amigos la llamarían Catherine. Y Cara aún sería mucho más especial porque sería el nombre que sólo sus padres usarían. Es justo, ¿verdad, Dios? ¡Ojalá Richard siguiera con vida!

El coche estaba aparcado en la sección siete. Lo abrió, rezando para que se pusiera en marcha, y por primera vez en la vida comprendió la importancia de tener un vehículo moderno y seguro. Pero el Humber fue de gran importancia en su pasado -su abuelo había sido su único propietario-y cuando le había dejado el coche en herencia, lo había mantenido por amor a su abuelo y en recuerdo de las excursiones campestres que habían hecho. Al principio, sus amigos se habían reído del coche, y Richard le había sermoneado sobre los peligros -no tenía airbag ni reposacabezas, y los frenos eran inadecuados-, pero Jill había continuado conduciéndolo con tozudez y no tenía ninguna intención de dejar de hacerlo.

«Es mucho más seguro que los coches que corren por ahí hoy en día -declaraba con lealtad cada vez que Richard intentaba hacerle prometer que no lo conduciría más-. Es como un tanque.»

– Sólo te pido que no lo conduzcas hasta que hayas tenido el bebé, y debes prometerme que no permitirás que Cara se acerque a ese coche -le había replicado.

«Catherine -había pensado-. Se llamará Catherine.» Pero eso era antes. Eso era cuando pensaba que las cosas no podían pasar en un instante: cosas como esas que lo cambiaban todo, y que hacían que lo que había parecido tan importante el día anterior se convirtiera en una bagatela.

Con todo, le había prometido no conducir el Humber, y había mantenido esa promesa durante los dos últimos meses. Por lo tanto, tenía serios motivos para pensar que quizá no arrancaría.

Lo hizo. Arrancó como una seda. Pero el aumento de tamaño de Jill hizo que tuviera que reajustar el pesado asiento delantero. Se inclinó hacia delante y bajó la mano en busca de la palanca metálica. La levantó y cambió el peso de lado. El asiento no se movía.

– ¡Maldita sea! ¡Venga! -exclamó y lo intentó de nuevo. Sin embargo, o bien el artilugio se había corroído por el paso de los años o bien había algo que bloqueaba el raíl sobre el que descansaba el enorme asiento.

Cada vez más ansiosa, pasó los dedos por el suelo. Tanteó la palanca, y después el extremo de ésta. Tanteó los muelles del asiento. Tanteó el raíl. Después lo encontró. Algo duro, delgado y rectangular bloqueaba el viejo raíl de metal, y estaba colocado de tal manera que era prácticamente inamovible.

Frunció el ceño. Tiró del objeto. Lo movió de un lado a otro cada vez que se quedaba atascado. Maldijo. Las manos se le llenaron de sudor. Y por fin, por fin, consiguió hacerlo caer. Lo sacó de debajo del asiento, lo alzó y lo colocó sobre el ancho asiento de al lado.

Se percató de que era una fotografía, una fotografía en un marco de madera de lo más monástico.

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