Capítulo 16

Barbara Havers se enteró del accidente de Webberly a las ocho menos cuarto de esa mañana cuando la secretaria del comisario jefe la llamó por teléfono mientras Barbara se estaba secando con una toalla después de la ducha matinal. Le informó que según las instrucciones del inspector Lynley, que ahora ejercía el cargo de comisario jefe de manera provisional, ella, Dorotea Harriman, tenía que llamar a todos los detectives que trabajaran en el departamento de Webberly. Tenía poco tiempo para hablar y, en consecuencia, se ahorró los detalles: Webberly se encontraba en Charing Cross Hospital, su estado era crítico, estaba en coma y había sido atropellado por un coche la noche anterior mientras paseaba el perro.

– ¡Por todos los santos, Dee! -exclamó Barbara-. ¡Atropellado! ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Crees que…? ¿Es posible que…?

La voz de Harriman se volvió más tensa, lo que le indicó a Barbara todo lo que necesitaba saber sobre el esfuerzo que la secretaria de Webberly estaba haciendo para parecer profesional a pesar de la preocupación que sentía por el hombre para el que había trabajado durante casi una década.

– Es todo lo que sé, agente. La policía de Hammersmith lo está investigando.

– Dee, ¿qué demonios sucedió? -le preguntó Barbara.

– Es un caso de atropellamiento y fuga.

Barbara sintió que se mareaba. Al mismo tiempo, sintió que la mano que sostenía el auricular se le quedaba paralizada, como si ya no formara parte de su cuerpo. Colgó el teléfono en un estado de confusión y se vistió con mucho menos interés del que normalmente mostraba por su aspecto físico. De hecho, no tuvo oportunidad de mirarse al espejo hasta mucho más tarde, cuando entró en el lavabo de señoras y vio que vestía calcetines rosas, pantalones pitillo color verde con la parte de las rodillas arrugada, y una camiseta lila descolorida en la que las palabras LA VERDAD NO ESTÁ AHÍ AFUERA, SINO AQUÍ DENTRO estaban escritas con una elaborada escritura gótica. Metió una rebanada de pan a toda prisa en la tostadora, y mientras se calentaba, se secó el pelo y se aplicó dos pinceladas de colorete fucsia en las mejillas para darle un poco de color al rostro. Con la tostada en la mano, reunió sus pertenencias, cogió las llaves del coche y salió a toda prisa para iniciar la mañana de trabajo… sin abrigo, sin bufanda y sin tener la menor idea de dónde se suponía que debía ir.

De repente, cuando ya había bajado seis escalones de la puerta principal, el aire frío la hizo reflexionar: «¡Espera, Barbara!», se dijo, al entrar de nuevo en el piso y obligarse a sentarse a la mesa que utilizaba para comer, planchar, trabajar y preparar la mayor parte de lo que utilizaba para sus comidas diarias. Se encendió un cigarro y se convenció a sí misma de que tenía que calmarse si quería ser de utilidad para alguien. Si el accidente de Webberly y el asesinato de Eugenie Davies guardaban alguna relación, no podría ayudar en la investigación si continuaba yendo de un lado a otro cual ratón electrificado.

Y había relación entre los dos eventos. Estaba dispuesta a jugarse su carrera por ello.

La noche anterior no se había sentido muy satisfecha de su segundo viaje a The Valley of Kings y Comfort Inn. Lo único que había averiguado era que J.W. Pitchley era un cliente habitual en ambos establecimientos, pero tan habitual que ni los camareros del restaurante ni el recepcionista nocturno del hotel recordaban si le habían visto allí la noche que Eugenie Davies había sido asesinada.

– ¡Sí, y tanto, este caballero tiene mucho éxito con las mujeres! -le había comentado el recepcionista mientras examinaba la fotografía de Pitchley a la vez que escuchaba cómo el comandante James Bellamy y su esposa tenían una especie de discusión sobre las distinciones de clases en un antiguo episodio de Arriba y abajo que estaban mirando en un vídeo cercano. El recepcionista del turno de noche había hecho una pausa, había mirado durante un momento el drama que estaba teniendo lugar, había negado con la cabeza y, soltando un suspiro, había exclamado: «Ese matrimonio nunca funcionará», antes de volverse hacia Barbara, de entregarle la fotografía que había conseguido en West Hampstead y de proseguir-: Trae mujeres muy a menudo. Siempre paga en metálico y hace que las mujeres se esperen allí, escondidas en la sala. Lo hace para que nunca las vea ni llegue a sospechar que tienen intención de utilizar la habitación durante unas cuantas horas para sus relaciones sexuales. Este hombre ha estado aquí varias veces.

En The Valley of Kings sucedió prácticamente lo mismo. J. W. Pitchley había probado todos los platos del menú del restaurante y los camareros recordaban todo lo que había pedido en los últimos cinco meses, pero por lo que respectaba a sus compañeras… eran rubias, morenas, pelirrojas, con pelo cano… Todas eran inglesas, obviamente. ¿Qué más se podía esperar de una cultura tan decadente?

El hecho de mostrar la fotografía de Eugenie Davies junto a la de J.W Pitchley no la había llevado a ninguna parte. Y sí, Eugenie también era una mujer inglesa, ¿verdad?, le habían comentado tanto los camareros como el recepcionista. Sí, podría haber estado con él alguna noche. Pero quizá no. La gente sólo tenía interés en el caballero. ¿Cómo era posible que un hombre normal y corriente tuviera tanto éxito con las mujeres?

– En el peligro cualquier refugio es bueno -había musitado Barbara por respuesta-. Supongo que entienden lo que quiero decir.

No lo habían entendido y ella no se había molestado en explicárselo. Había optado por irse a casa y esperar a que llegara la hora de que abrieran el St. Catherine por la mañana.

Eso era lo que se suponía que debía estar haciendo, se percató Barbara mientras estaba sentada delante de su pequeña mesa, fumando y esperando que la nicotina le pusiera el cerebro en marcha. Había algo oscuro en la persona de J.W. Pitchley, y si el hecho de que la mujer muerta llevara su dirección apuntada no era suficiente indicación, sí que lo era que esos dos matones hubieran saltado por la ventana de su cocina y que lo hubiera pillado escribiendo un cheque para uno de ellos.

No podía hacer nada que sirviera de ayuda al comisario jefe Webberly. Pero podía continuar con lo que tenía previsto, para ver si podía averiguar lo que ocultaba J.W. Pitchley, también conocido como James Pitchford. Lo que averiguara podría ser lo que le relacionara con el asesinato y con la agresión a Webberly. Y si ése era el caso, ella quería ser la persona encargada de atrapar a ese desgraciado. Se lo debía al comisario jefe, porque tenía una deuda con Malcolm Webberly que nunca podría pagar.

Un poco más calmada, consiguió sacar el abrigo de lana del armario, junto con una bufanda a cuadros escoceses que se puso alrededor del cuello. Ataviada de una forma más apropiada para el frío de noviembre, se adentró de nuevo en la gélida y húmeda mañana.

Tuvo que esperar a que St. Catherine abriera, y aprovechó la oportunidad para comerse un bocadillo caliente de panceta y champiñones, preparado con ese estilo de café antiguo que ya estaba desapareciendo de la ciudad. Después llamó al Charing Cross Hospital, donde le informaron que no había habido cambios respecto al estado de salud de Webberly. A continuación llamó al inspector Lynley, quien le respondió desde el móvil mientras iba en camino hacia el Departamento de Policía. Le contó que había estado en el hospital hasta las seis, momento en el que se había dado cuenta de que si seguía en la sala de espera de la Unidad de Cuidados Intensivos sólo conseguiría ponerse nervioso, y que tampoco podría hacer nada por mejorar el estado de salud de Webberly.

– Hillier está allí -dijo Lynley con brusquedad, y esas tres palabras lo explicaron todo. En circunstancias normales, el subjefe de policía Hillier no era una persona muy afable. En circunstancias difíciles, debía de ser simplemente insoportable.

– ¿Y el resto de la familia? -le preguntó Barbara.

– Miranda ha venido desde Cambridge.

– ¿Y Frances?

– En casa. Laura Hillier está con ella.

– ¿En casa? -Barbara frunció el ceño-. ¿No te parece un poco raro, inspector?

– Helen ha llevado ropa y un poco de comida al hospital. Randie se dirigió al hospital con tantas prisas que ni siquiera llevaba zapatos y, en consecuencia, Helen le ha llevado unos zapatos deportivos y un chándal por si se quiere cambiar. Me llamará si hay algún cambio repentino. Me refiero a Helen, claro está.

– Señor… -Barbara se preguntó por qué Lynley se mostraba tan reticente. Aún quedaba mucha tierra por labrar y tenía intención de coger la azada. Era una policía de pies a cabeza y, por lo tanto, dejando de lado por un momento las sospechas sobre J.W. Pitchley, no podía evitar preguntarse si el hecho de que Frances Webberly no hubiera ido al hospital podría significar algo más que no fuera tan sólo el estado de conmoción. De hecho, no podía evitar preguntarse si podría significar que se había enterado de la infidelidad de su marido-. Señor, por lo que respecta a Frances, se ha planteado si…

– ¿Qué tienes pensado hacer hoy por la mañana, Havers?

– Señor…

– ¿Qué has conseguido averiguar sobre Pitchley?

Lynley le estaba dejando muy claro que no tenía ninguna intención de hablar de Frances Webberly con ella; por lo tanto, Barbara intentó ocultar su irritación -aunque sólo fuera por ese momento-y le contó lo que había descubierto sobre Pitchley el día anterior: su comportamiento sospechoso, la presencia en su casa de dos gamberros que habían saltado por la ventana para no tener que vérselas con ella, el cheque que había estado escribiendo, la confirmación del recepcionista nocturno y de los camareros de que Pitchley era un cliente habitual tanto de The Valley of Kings como del Comfort Inn.

– Así pues, lo que pienso es lo siguiente: si se cambió el nombre una vez a causa de un crimen, ¿quién nos asegura que no lo cambió una segunda vez a causa de otro?

Lynley le respondió que le parecía poco probable, pero le dio luz verde para continuar. Quedaron en encontrarse más tarde en el Departamento de Policía.

A Barbara no le costó demasiado tiempo examinar dos décadas de documentos legales en St. Catherine, ya que sabía muy bien lo que andaba buscando. Y lo que por fin encontró la envió a toda prisa al Nuevo Departamento de Scotland Yard, desde donde llamó por teléfono a la comisaría que se ocupaba de la zona de Tower Hamlets; se pasó una hora intentando localizar y hablando con el único agente que siempre había trabajado allí. Su habilidad para recordar el más mínimo detalle y el hecho de que hubiera guardado suficientes notas como para escribir sus memorias varias veces, le proporcionaron a Barbara el filón de oro que había estado buscando.

– ¡Y tanto! -exclamó con lentitud-. ¡Es un nombre muy difícil de olvidar! ¡Toda la familia nos ha estado dando la lata desde que pusieron un pie sobre la capa de la tierra!

– Pero con respecto al hombre que… -le insistió Barbara

– Puedo contarle una o dos historias sobre él.

Apuntó todo lo que el detective le contaba y, tan pronto como colgó el teléfono, se fue en busca de Lynley.

Lo encontró en su oficina, de pie junto a la ventana, con una expresión solemne. Según parecía, había pasado por casa después de ir al hospital y antes de ir a la comisaría, porque tenía el aspecto de siempre: perfectamente acicalado, bien afeitado y vestido de forma adecuada. La postura que adoptaba era el único indicio de que la situación no era normal. Siempre había sido un hombre con la espalda muy recta, pero ahora parecía hundido, como si llevara sacos de grano a sus espaldas.

– Lo único que Dee me ha dicho es que estaba en coma -dijo Barbara a modo de saludo.

Lynley le hizo un recuento a Barbara de la gravedad de las lesiones del comisario jefe. Concluyó diciendo:

– La única buena noticia es que el coche no lo atropello «del todo». La fuerza del impacto hizo que saliera disparado hacia un buzón; fue un accidente grave, pero podría haber sido peor.

– ¿Hubo algún testigo?

– Sólo una persona que vio cómo un vehículo negro se alejaba a toda velocidad por Stamford Brook Road.

– ¿Como el coche que atropello a Eugenie?

– Era grande -contestó Lynley-. Según el testigo, podría haber sido un taxi. Le pareció ver que estaba pintado en dos tonalidades: negro y con el techo gris. Hillier asegura que el techo le debió de parecer gris por el reflejo de las farolas sobre el negro.

– ¡Olvidémonos de lo que ha dicho Hillier! -se mofó Barbara-. Hoy en día los taxis están pintados de maneras muy diferentes: de dos colores, de tres colores, rojos y amarillos o cubiertos de arriba abajo con anuncios publicitarios. Diría que sería mejor guiarnos por lo que dijo el testigo. Y ya que estamos hablando otra vez de un coche negro, creo que los dos casos están relacionados, ¿no cree?

– ¿Con el de Eugenie Davies? -Lynley no esperó la respuesta-. Sí, creo que están relacionados. -Le hizo un gesto con una libreta que había cogido de encima del escritorio, y se puso las gafas mientras daba la vuelta a la mesa para sentarse, inclinando la cabeza para indicarle a Barbara que hiciera lo mismo-. Pero de hecho aún no tenemos nada por lo que empezar, Havers. He estado repasando las notas con la esperanza de encontrar algo, pero no he llegado muy lejos. Lo único que he podido constatar es que las versiones de Richard Davies, su hijo y Ian Staines no coinciden respecto al hecho de que Gideon viera o no a su madre. Staines asegura que Eugenie tenía intención de pedirle dinero a Gideon para poder pagar sus deudas antes de que perdiera la casa y todas las pertenencias, pero también asegura que su hermana le dijo, después de haberle prometido que hablaría con su hijo, que había surgido un imprevisto y que, en consecuencia, no le pediría el dinero a Gideon. Mientras tanto, Richard Davies asegura que ella no le había pedido ver a Gideon, sino todo lo contrario. Dice que quería que ella intentara ayudar a Gideon con el problema del miedo al escenario y que ésa era la razón por la que se iban a encontrar; es decir, que lo había sugerido el mismo Davies. Gideon confirma esa teoría, más o menos. Me explicó que su madre nunca había intentado verlo o que, como mínimo, él no se había enterado. Lo único que sabe es que su padre quería que se encontraran para ver si podía ayudarle con su música.

– ¿También tocaba el violín? -preguntó Barbara-. No vi ninguno en su casa de Henley.

– Gideon no se refería a que su madre fuera a darle clases. De hecho, me contó que en realidad ella no podía hacer nada por ayudarle con su problema que no fuera «ponerse de acuerdo» con su padre.

– ¿Qué querrá decir con eso teniendo en cuenta el estado en el que se encuentra?

– No lo sé. Pero estoy seguro de una cosa: no tiene miedo al escenario. Ese hombre tiene graves problemas.

– ¿Quieres decir que se siente culpable? ¿Dónde estaba hace tres noches?

– En casa. Solo. O, al menos, eso es lo que dice. -Lynley lanzó la libreta sobre el escritorio y se quitó las gafas-. Y eso tampoco nos ayuda a obtener información a partir del correo electrónico de Eugenie Davies, Barbara. -La puso al corriente sobre esa cuestión, y concluyó diciendo-: El mensaje estaba firmado por un tal Jete. ¿Te sugiere algo ese nombre?

– ¿Crees que se puede tratar de un acrónimo? -Consideró las posibles palabras que podrían empezar por una de esas cuatro letras, y lo único que le vino a la mente fue justo y engullir. Intentó relacionar sus pensamientos con otros mensajes electrónicos-. ¿Piensas que Pitchley puede haber cambiado de apodo?

– ¿Qué has conseguido averiguar de él en St. Catherine? -le preguntó Lynley.

– He encontrado un filón de oro -contestó-. En St. Catherine me han confirmado que se llamaba James Pitchford hace veinte años.

– ¿Y dónde está el filón de oro?

– En lo que le voy a contar a continuación -respondió Barbara-. Antes de llamarse Pitchford, tenía otro nombre: se llamaba Jimmy Pytches, señor, el pequeño Jimmy Pytches de Tower Hamlets. Cambió su nombre por el de Pitchford seis años antes del asesinato de Kensington Square.

– Es extraño -asintió Lynley-, pero no tiene nada de malo.

– En sí mismo, no. Pero si uno se cambia de nombre dos veces y hay dos gamberros que saltan por la ventana cuando la policía llama a la puerta, uno no puede evitar pensar que hay algo que huele a chamusquina. Por lo tanto, llamé a la comisaría de Tower Hamlets y pregunté si alguien se acordaba de un tal Jimmy Pytches.

– ¿Y bien? -preguntó Lynley.

– Pues que presta atención a lo que voy a decirte: toda la familia tiene problemas con la justicia. Ya los tenían entonces y los siguen teniendo ahora. Hace muchos años, cuando Pitchley todavía se hacía llamar Pytches, un bebé murió mientras lo cuidaba. En aquella época era un adolescente, y después de la investigación no pudieron acusarle de nada. Al final, la investigación judicial lo calificó de muerte en la cuna, pero antes Jimmy tuvo que pasarse cuarenta y ocho horas retenido en la comisaría y tuvo que soportar los interrogatorios, ya que le consideraban el sospechoso número uno. Ten. Echa un vistazo a mis notas, si quieres.

Lynley lo hizo, poniéndose las gafas de nuevo.

– Que un segundo bebé muriera mientras él vivía en la misma casa -apuntó Barbara. Lynley examinó la información-. La verdad es que no queda muy bien, ¿no crees, inspector?

– Si en realidad mató a Sonia Davies y permitió que Katja Wolff cargara con las consecuencias… -empezó Lynley, pero Barbara le interrumpió:

– Quizás eso explique por qué Katja nunca pronunció palabra cuando la arrestaron, señor. Supongamos que ella y Pitchford hubieran estado liados, de hecho, estaba embarazada, y cuando Sonia se ahogó, ambos sabían que la policía investigaría a Pitchford a causa de la otra muerte, una vez que averiguaran quién era de verdad. Si hubieran podido conseguir que pareciera un accidente, un descuido…

– ¿Qué motivo podría haber tenido para matar a la hija de los Davies?

– Podía estar celoso de lo que la familia tenía. También podía estar enfadado por la forma en que trataban a su amada. Quizá quisiera librarla de su situación, o quizá quisiera vengarse de una gente que poseía algo que él nunca podría alcanzar y, por lo tanto, decidió eliminar a la niña. Katja asume la responsabilidad por él, ya que conoce su pasado y piensa que sólo le caerá un año o dos de condena por negligencia, mientras que a él le habría caído condena perpetua por asesinato premeditado. Y a ella nunca se le ocurre pensar cómo reaccionará un jurado ante su silencio sobre la muerte de un bebé discapacitado. Y piense en lo que les debía de pasar por la cabeza por aquel entonces: el infierno de Mengele en Auschwitz y cosas así, inspector, y ella negándose a decir lo que sucedió. En consecuencia, el juez la acusa de todo lo posible, la condena a veinte años de cárcel, y Pitchford desaparece de su vida, dejando que ella se pudra en la cárcel mientras él se hace rico en la Bolsa.

– ¿Y después qué? -le preguntó Lynley-. Sale de la cárcel y ¿qué, Havers?

– Le cuenta a Eugenie lo que sucedió de verdad y quién lo hizo. Eugenie le sigue la pista a Pitchley del mismo modo que yo se la seguí a Pytches. Va a enfrentarse con él, pero nunca lo consigue.

– Porque…

– Porque la atropellan en medio de la calle.

– Ya entiendo. Pero ¿quién la atropella, Barbara?

– Creo que Leach también va a por él, señor.

– ¿A por Pitchley? ¿Por qué?

– Katja Wolff quiere justicia. Eugenie también. La única forma de conseguirla es haciendo desaparecer a Pitchley, pero no creo que se atreva.

Lynley negó con la cabeza y le preguntó:

– Entonces, ¿cómo explicas lo que le ha sucedido a Webberly?

– Creo que ya sabes la respuesta.

– ¿Por las cartas?

– Creo que ha llegado el momento de entregarlas. Has de comprender que son muy importantes, inspector.

– Havers, fueron escritas hace más de diez años. No tienen nada que ver con este asunto.

– ¡Erróneo, erróneo, erróneo! -Barbara se tiró del rojizo flequillo para indicar su frustración-. ¡Mira! Imaginemos que había algo entre Pitchley y Eugenie. Imaginemos que ésa era la razón por la que se encontraba en su calle la otra noche. Imaginemos que él ha ido en secreto a Henley para verla, y que durante una de esas citas encuentra las cartas. Se ha vuelto loco de celos y, por lo tanto, se libra de ella y después va a por el comisario jefe.

Lynley negó con la cabeza y afirmó:

– Barbara, no tienes razón en todo. Estás manipulando los hechos para que encajen en tu teoría. Pero los hechos no encajan, y el caso no está solucionado.

– ¿Por qué no?

– Porque hay demasiados cabos sueltos. -Lynley fue contando con los dedos cada una de las razones-. ¿Cómo podría Pitchley haber tenido un romance con Eugenie Davies sin que Ted Wiley se enterara, teniendo en cuenta que Wiley mantenía un control estricto de todas las entradas y salidas de Doll Cottage? ¿Qué tenía Eugenie que confesarle a Wiley y por qué murió la noche anterior a la anunciada confesión? ¿Quién es Jete? ¿Con quién se encontraba en esos pubs y hoteles? ¿Y qué hacemos con la coincidencia de que Katja Wolff saliera de la prisión en la misma época en la que se producen dos casos de atropellamiento y fuga, cuyas víctimas son de extrema importancia en el caso que la condenó?

Barbara suspiró, dejó caer los hombros y asintió:

– De acuerdo. ¿Dónde está Winston? ¿Qué puede decirnos de Katja Wolff?

Lynley le puso al corriente sobre el informe que Nkata le había pasado sobre las idas y venidas de la mujer alemana desde Kennington hasta Wandsworth de la noche anterior. Concluyó diciendo:

– Está convencido de que tanto Yasmin Edwards como Katja Wolff le ocultan algo. Cuando se enteró de lo de Webberly, dejó un mensaje que decía que se iba a su casa para interrogarlas de nuevo.

– Así pues, también piensa que los dos casos de atropellamiento y fuga están relacionados.

– Sí, y yo también estoy de acuerdo. Están relacionados, Havers. Lo único que pasa es que no lo vemos con claridad. -Lynley se puso en pie, le devolvió las notas a Barbara y empezó a coger material de su escritorio-. Vayamos a Hampstead. A estas alturas seguro que el equipo de Leach debe de haber averiguado algo con lo que podamos trabajar.


Winston Nkata permaneció sentado delante de la comisaría de Hampstead durante más de cinco minutos antes de salir del coche. A causa de una colisión en cadena de cuatro coches que se había producido en la enorme rotonda situada justo antes de cruzar Vauxhall Bridge, Winston había tardado más de noventa minutos en llegar desde el sur de Londres. Estaba satisfecho, ya que el hecho de haberse quedado sentado en el coche mientras los bomberos, las ambulancias y la policía de tráfico se encargaban de la confusión de trozos de metal y de los heridos le había dado el tiempo que necesitaba para adaptarse al lío que se había hecho durante el interrogatorio de Katja Wolff y Yasmin Edwards.

Había metido la pata hasta el fondo. Había revelado sus intenciones. Había embestido cual toro que acaban de soltar del toril sesenta y siete minutos después de haber abierto los ojos esa mañana, corriendo desde casa de sus padres hasta Kennington en la hora más temprana que había considerado razonable. Soltando bufidos y arañando el suelo con las patas, deseoso de bajar los cuernos y atacar, se había montado en ese chirriante ascensor con la estimulante sensación de que estaba a punto de resolver el caso. Y había tomado todas las medidas posibles para cerciorarse de que su misión en Kennington sólo guardaba relación con el caso. Porque si Katja Wolff le estaba ocultando algo, y Yasmin Edwards lo desconocía, y si podía averiguar qué era lo que le ocultaba de tal forma que pudiera crear un distanciamiento entre las dos mujeres, entonces nada podría evitar que Yasmin Edwards le contara lo que él sabía a ciencia cierta que era verdad: que Katja Wolff no se encontraba en casa durante la noche del asesinato de Eugenie Davies.

Se había dicho a sí mismo que ésa era su única intención. Sólo era un policía que estaba cumpliendo con su deber. Su piel no significaba nada para él: suave y tersa, del color de los peniques acabados de acuñar. Su cuerpo tampoco le importaba: ágil y firme, con una cintura que se inclinaba sobre unas caderas acogedoras. Sus ojos eran unas meras ventanas: oscuros como las sombras e intentando ocultar lo que eran incapaces de ocultar, la ira y el miedo. Y esa ira y ese miedo debían ser utilizados, utilizados por él, ya que ella no le importaba, ya que era tan sólo una presidiaría perezosa que una noche se había cargado a su marido a navajazos y que se había juntado con una asesina de bebés.

No era responsabilidad suya solucionar el hecho de que Yasmin Edwards hubiera metido a una asesina de bebés en su casa, la misma en la que vivía su propio hijo, y Nkata lo sabía. Pero no dejaba de repetirse a sí mismo, aparte de darles la oportunidad que necesitaban en la investigación, que sería muy positivo que el distanciamiento que pudiera crear entre esas dos mujeres condujera a una separación que alejara a Daniel Edwards de una asesina convicta como tal.

Se negó a escuchar lo que ya sabía: que la propia madre del niño también era una asesina convicta. Después de todo, había matado a un adulto. No había nada en su historial que indicara que sentía inclinaciones por matar niños.

Por lo tanto, cuando llamó al timbre de Yasmin Edwards estaba convencido de que estaba cumpliendo con su deber. Y cuando al principio vio que no contestaban, se limitó a interpretar esa ausencia de respuesta como una provocación. Le hizo replantearse los motivos por los que estaba allí, y siguió llamando hasta que les obligó a abrir la puerta.

Nkata era un hombre que había tenido que soportar prejuicios y odio durante casi toda su vida. Era imposible ser miembro de una raza minoritaria en Inglaterra sin recibir un tratamiento hostil de un centenar de sutiles formas cada día. Incluso en el Departamento de Policía, donde había asumido responsabilidades que no tenían nada que ver con su color de piel, había aprendido a controlarse, sin permitir nunca que los demás se le acercaran demasiado, sin bajar jamás la guardia del todo, con el fin de no tener que pagar el precio al presuponer que la familiaridad en el trato significaba igualdad de mentes. Ése no era el caso, al margen de lo que pudiera pensar un observador no iniciado. Y sabio era el hombre negro que nunca lo olvidaba.

A causa de todo esto, hacía mucho tiempo que Nkata se consideraba incapaz de hacer ese tipo de juicios que había aprendido a experimentar en manos de los demás. Pero después del interrogatorio de esa mañana en el edificio Doddington Grove, había aprendido que sus opiniones eran tan limitadas, y tan capaces de conducirle a conclusiones infundadas, como las opiniones de la mayoría de los miembros analfabetos, mal vestidos y mal hablados del Frente Nacional.

Las había visto juntas. Había visto cómo se saludaban, cómo hablaban, cómo andaban juntas cual pareja que se dirige a Galveston Road. Había sido consciente de que la mujer alemana tenía a otra mujer por compañera. Así pues, cuando esas dos mujeres habían entrado en la casa y habían cerrado la puerta a sus espaldas, había permitido que la silueta de un abrazo tras la ventana dejara volar su imaginación como si de un caballo salvaje se tratara. Que una lesbiana se encontrara con una mujer y que entraran juntas en una casa sólo podía querer decir una cosa. O, al menos, eso era lo que había pensado. En consecuencia, había permitido que sus convicciones interfirieran en el segundo interrogatorio que había llevado a cabo en casa de Yasmin Edwards.

Si se hubiera llegado a imaginar de qué manera iba a meter la pata, se habría limitado a llamar por teléfono al número de la tarjeta que Katja Wolff le había entregado. Harriet Lewis en persona le había corroborado la historia. Sí, era la abogada de Katja Wolff.

Sí, había estado con ella la noche anterior. Sí, habían ido juntas hasta Galveston Road.

– ¿Se marcharon a los quince minutos de llegar? -le preguntó Nkata.

– ¿De qué va todo esto, agente?

– ¿Qué hicieron en Galveston Road? -le preguntó.

– Nada que sea de su incumbencia -le había respondido la abogada, tal y como Katja Wolff le había asegurado que haría.

– ¿Cuánto tiempo hace que es clienta suya? -le preguntó a continuación.

– Nuestra conversación ha terminado -le había respondido-. Trabajo para la señorita Wolff, no para usted.

Así pues, no había averiguado nada, a excepción del convencimiento de que lo había hecho todo mal, y que tendría que justificarse delante de la única persona que pretendía imitar: el inspector Lynley. Y cuando el tráfico empezó a congestionarse cerca de Vauxhall Bridge, y cuando después se paró completamente al empezar a sonar las sirenas y a brillar las luces intermitentes, se sintió agradecido no sólo porque se tenía que desviar, sino también por el tiempo que tendría para pensar cómo le iba a contar lo que había sucedido en las últimas doce horas.

En ese momento se hallaba contemplando la puerta de entrada de la comisaría de Hampstead, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para salir del coche. Entró en el edificio, mostró su identificación y avanzó poco a poco para cumplir con la penitencia que sus acciones requerían.

Los encontró a todos en la sala de incidencias, donde la reunión de la mañana estaba llegando a su fin. El tablón de anuncios estaba lleno de todos los quehaceres que se tenían que llevar a cabo ese día y a quién habían sido asignados, pero el murmullo de los agentes al marcharse le indicó que habían sido informados de lo que le había sucedido a Webberly.

El inspector Lynley y Barbara Havers se quedaron atrás, comparando dos hojas impresas. Nkata se acercó a ellos y les dijo:

– Lo siento, pero ha habido una colisión en cadena cerca de Vauxhall Bridge.

Lynley, mirándole por encima de las gafas, le respondió:

– ¡Ah! ¡Hola, Winston! ¿Cómo ha ido?

– No he conseguido que ninguna de las dos cambiara su declaración.

– ¡Maldita sea! -murmuró Barb.

– ¿Habló con Edwards a solas? -le preguntó Lynley.

– No hizo falta. Wolff estaba con su abogada, inspector. Esa mujer resultó ser su abogada, y ésta me lo confirmó cuando la llamé. -Su rostro debió de mostrar cierta culpabilidad, porque Lynley le observó durante un buen rato, durante el que Nkata sintió toda la tristeza de un niño que ha hecho enfadar a sus padres.

– Cuando hablamos por teléfono me pareció que estaba bastante convencido -subrayó Lynley-, y cuando usted está seguro de algo, suele tener razón. ¿Está seguro de que habló con su abogada, Winnie? Wolff podría haberle dado el número de teléfono de una amiga para que se hiciera pasar por su abogada cuando usted la llamara.

– Me dio su tarjeta de visita -respondió Nkata-. ¿Y qué abogado estaría dispuesto a mentir por un cliente cuando el agente sólo quiere que le responda sí o no? Pero sigo pensando que esas mujeres ocultan algo. Lo único que pasa es que no he enfocado bien la cuestión. -Después, ya que su admiración por Lynley siempre superaba la necesidad de quedar bien ante los ojos de su inspector, añadió-: He metido la pata y no he conseguido averiguar nada. Preferiría no tener que volver a interrogarlas.

– Bien, sólo Dios sabe las veces que yo misma la he metido, Winnie -apuntó Barbara Havers para animarle, y Nkata le lanzó una mirada de agradecimiento. Ella sí que había metido la pata bien metida, y eso le había costado suspensión de empleo, perder el rango y seguramente la posibilidad de ascender dentro del Departamento de Policía. Pero, como mínimo, ella había conseguido atrapar al asesino al final del caso, mientras que él no había hecho más que complicar las cosas.

– Sí, bien. Todos nos hemos equivocado alguna vez -le respondió Lynley-. No pasa nada, Winston. Ya lo solucionaremos. -Sin embargo, a Winston le pareció que lo decía con cierto desengaño, y su madre aún lo iba a estar mucho más cuando le contara lo que había pasado.

«Cariño, ¿en qué estabas pensando, hijo?», le diría.

Y ésa era una pregunta que preferiría no contestar.

Hizo un esfuerzo por prestar atención a las últimas novedades del caso, ya que se había perdido la reunión de la mañana. Habían relacionado los números de teléfono que aparecían en el contestador de Eugenie Davies con sus respectivos nombres y direcciones. Y se había identificado a toda la gente que había dejado un mensaje en su contestador. La mujer que se hacía llamar Lynn había resultado ser una tal Lynn Davies…

– ¿Es de la familia? -preguntó Nkata.

– Todavía no lo sabemos.

– … cuya dirección está muy cerca de East Dulwich.

– Havers se encargará de entrevistarla -afirmó Lynley. Prosiguió informándole que el hombre no identificado que había dejado un mensaje y que le había pedido con tono airado a la señora Davies que hiciera el favor de coger el teléfono era un tal Raphael Robson, cuya dirección de Gospel Oak lo situaba más cerca del escenario del crimen que a cualquier otro, a excepción de J. W. Pitchley, por supuesto-. Yo me encargaré de interrogar a Robson. -Luego, como si ya supiera que tendría que alentar las habilidades de Nkata, se volvió hacia él y le dijo-: Me gustaría que viniese conmigo.

– De acuerdo -asintió Nkata.

Lynley continuó explicando que los informes de la compañía de teléfonos confirmaban lo que Richard Davies les había dicho sobre las llamadas que su ex mujer había hecho y recibido. Habían empezado a telefonearse a principios de agosto, en la época en que su hijo había tenido los problemas de Wigmore Hall, y habían continuado hasta la mañana anterior a la muerte de Eugenie, cuando Davies le había dejado un breve mensaje. Lynley le contó que también había muchas llamadas de Staines. Por lo tanto, las historias de esos dos hombres habían sido corroboradas por las pruebas de las que disponían.

– ¿Puedo hablar un momento con los tres? -se oyó desde la puerta cuando Lynley acabó de hacer sus comentarios. Se dieron la vuelta y comprobaron que el comisario Leach había regresado a la sala de incidencias, y que tenía un trozo de papel en la mano con el que gesticulaba mientras decía-: Vengan a mi despacho, si son tan amables. -Después desapareció, dando por sentado que lo iban a seguir.

– ¿Ha conseguido averiguar el paradero del hijo que Wolff tuvo mientras estaba en la cárcel? -le preguntó Leach a Barbara Havers cuando entraron en su despacho.

– No me ocupé de ese asunto, porque fui a casa de Pitchley en busca de una fotografía. Pero hoy me ocuparé de ello. No obstante, no hay nada que indique que Katja Wolff quiera averiguar dónde está su hijo, señor. Si hubiera querido encontrarle, habría ido a hablar con la monja. Sin embargo, no lo ha hecho.

Leach carraspeó la garganta como si no acabara de estar de acuerdo. Luego le ordenó:

– De todas maneras, compruébelo.

– De acuerdo -respondió Barbara-. ¿Quiere que me encargue de eso antes o después de ir a ver a Lynn Davies?

– No importa. Limítese a hacerlo, agente -le contestó malhumorado-. Nos ha llegado un informe desde el otro lado del río. El equipo forense ha analizado los trozos de pintura que encontraron sobre el cuerpo.

– ¿Y? -preguntó Lynley.

– Tendremos que cambiar de estrategia. Los del Departamento del Crimen Organizado dicen que la pintura tiene celulosa mezclada con disolvente para diluirla. Eso no concuerda con nada que haya sido usado para pintar coches en los últimos cuarenta años, como mínimo. Aseguran que los trozos de pintura proceden de algo antiguo. Como mucho, de la década de los cincuenta.

– ¿De los cincuenta? -preguntó Barbara con incredulidad.

– Eso explica por qué el testigo de ayer por la noche pensó que era una limusina -apuntó Lynley-. Los coches eran grandes en los años cincuenta. Los Jaguar, los Rolls-Royce y los Bentley eran enormes.

– Así pues, alguien la atropello con uno de esos coches antiguos -dijo Barbara Havers-. ¡Sí que estaba desesperado!

– Podría ser un taxi -subrayó Nkata-. Un taxi fuera de circulación, vendido a alguien que lo reparó y que lo usa como vehículo particular.

– ¡Taxi, coche antiguo o carro dorado! -exclamó Barbara-. Ninguno de los sospechosos tiene un coche de esas características.

– A no ser que usaran un coche prestado -apuntó Lynley.

– No podemos descartar esa posibilidad -asintió Leach.

– ¡Volvemos a estar como al principio! -exclamó Barbara.

– Haré que alguien empiece a investigarlo. Eso y los garajes especializados en coches antiguos. Aunque si se trata de un coche de los cincuenta, no creo que podamos esperar demasiadas abolladuras. En aquella época los coches parecían tanques.

– Pero tenían parachoques de cromo -precisó Nkata-. Enormes parachoques de cromo que podían romperse.

– Así pues, también tendremos que echar un vistazo a las tiendas que venden partes sueltas. -Leach tomó nota-. Sustituir es más fácil que reparar, sobre todo si se sabe que la policía va a ir tras la pista. -Llamó a la sala de incidencias y ordenó que le asignaran a alguien esa tarea. Después colgó el teléfono y le dijo a Lynley-: ¡Podría ser una mera coincidencia!

– ¿De verdad lo cree, señor? -le preguntó Lynley en un mesurado tono de voz que le indicó a Nkata que el inspector buscaba algo más que la simple respuesta que el comisario le pudiera dar.

– Me gustaría creerlo. Pero entiendo que es como llevar una venda puesta: es creer lo que uno quiere creer en esta situación. -Observó el teléfono como si deseara que sonara. Los otros no pronunciaron palabra. Al cabo de un rato, musitó-: Es un buen hombre. Puede que se haya equivocado alguna que otra vez, pero ¿quién de nosotros no lo ha hecho? El hecho de que se haya equivocado no implica que no sea un buen hombre. -Se volvió hacia Lynley, y parecieron decirse algo que Nkata era incapaz de entender-. ¡Venga! ¡Al trabajo!

Una vez en la calle, Barbara Havers le dijo a Lynley:

– Lo sabe, inspector.

– ¿El qué? ¿Quién? -preguntó Nkata.

– Leach -contestó Barbara-. Sabe que Webberly está relacionado con Eugenie Davies.

– ¡Claro que lo sabe! Trabajaron juntos en ese caso. No me sorprende. Ya nos lo podíamos haber imaginado.

– De acuerdo, pero lo que no sabíamos…

– ¡Ya basta, Havers! -replicó Lynley. Intercambiaron una larga mirada antes de que Barbara dijera a la ligera-: ¡Ah! ¡Bien! Entonces me voy. -Después de hacerle un gesto amistoso a Nkata, se dirigió hacia el coche.

Como consecuencia inmediata de esa breve conversación, Nkata notó la reprimenda tácita en la decisión de Lynley de no contarle las nuevas noticias que él y Barbara acababan de averiguar. Nkata era consciente de que se merecía que no se lo contaran -Dios era testigo que no había demostrado tener el nivel de habilidad necesario para hacer lo correcto con una información valiosa-, pero por otra parte pensaba que había sido lo bastante prudente al relatar la metedura de pata de esa mañana para que no le consideraran un incompetente total. Era evidente que ése no había sido el caso.

Nkata sintió una gran pena por su situación.

– Inspector, ¿quiere que me retire? -le preguntó.

– ¿De qué, Winston?

– Del caso. Ya sabe. Si soy incapaz de hablar con dos mujeres sin liarlo todo…

Por su parte, Lynley pareció totalmente confundido, y Nkata sabía que tendría que ir más lejos, admitiendo lo que preferiría mantener en secreto. Dirigió la mirada hacia Barbara, que ya había entrado en su minúsculo coche y estaba en el proceso de intentar arrancar el viejo motor de su Mini.

– Lo que le quiero decir es que si no sé qué hacer con un hecho cuando lo conozco, supongo que entiendo el porqué de su negativa a comunicarme otro hecho. Pero eso tampoco quiere decir que sea menos eficaz, ¿verdad? Aunque está claro que esta mañana no he demostrado mucha eficacia. Por lo tanto, lo que le quiero decir es… que si quiere que deje el caso… lo que le quiero decir es que lo comprenderé. Debería haber sabido cómo tratar a esas dos mujeres. En vez de pensar que lo sabía todo, debería haber pensado que quizás algo se me escapaba. Pero no lo hice, ¿no es verdad? Y, en consecuencia, cuando hablé con ellas lo estropeé todo. Además…

– Winston -Lynley le interrumpió con decisión-. Dadas las circunstancias, sean las que sean, creo que necesita un cilicio. No obstante, puedo asegurarle que por esta vez podemos eximirle del castigo.

– ¿Cómo dice?

Lynley sonrió, y añadió:

– Tiene un futuro muy prometedor, Winnie. A diferencia de todos los demás, no tiene ni una sola mancha en el expediente. Me gustaría verle seguir en esa línea. ¿Comprende?

– ¿Que lo he estropeado todo? ¿Que si vuelvo a meter la pata me harán…?

– No. Lo único es que me gustaría mantenerle al margen si… -De manera inusitada, Lynley se detuvo para pensar en una frase que explicara algo pero sin llegar a revelar lo que quería mantener en secreto-… si nuestros procedimientos son puestos en duda en algún momento; es decir, que prefiero que la responsabilidad sea mía y no suya.-Pronunció esa frase con tal delicadeza que Nkata lo comprendió cuando relacionó las palabras de Lynley con lo que Barbara Havers había dicho sin darse cuenta antes de marcharse.

– ¡Por todos los santos! -exclamó con expresión de incredulidad-. ¡Ha descubierto algo que no quiere revelar!

– ¡Buen trabajo! -respondió Lynley con ironía-. Pero yo no le he dicho nada.

– ¿Lo sabe Barbara?

– Sí, pero sólo porque se encontraba allí. El responsable soy yo, y quiero que las cosas sigan así.

– ¿Lo que ha descubierto podría llevarnos al asesino?

– Creo que no, pero podría hacerlo.

– ¿Son pruebas?

– Preferiría no hablar de ello.

Nkata no podía dar crédito a lo que estaba oyendo.

– ¡Entonces debe contarlo! Tiene que comunicarlo. No puede guardarse el secreto sólo porque piense… ¿Qué piensa?

– Que los dos casos de atropellamiento y fuga seguramente están relacionados, y que necesito ver de qué manera antes de dar un paso que pueda destrozar la vida de una persona. O lo que queda de ella. Es una decisión personal. Winnie. Y con el fin de protegerle a usted, le sugiero que no siga haciendo más preguntas.

Nkata observó al inspector, incapaz de creer que precisamente Lynley estuviera actuando por cuenta propia. Sabía que podía insistir y acabar en la misma situación que él -y que Barbara-, pero era lo bastante ambicioso para tener en cuenta la sabiduría que había en las palabras del inspector. Con todo, no pudo evitar decirle:

– ¡Ojalá no siguiera por ese camino!

– Objeción anotada -respondió Lynley.

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