Capítulo 7

– Quizás había quedado con su ex marido -precisó el comisario Leach respecto al hombre que Ted Wiley había visto en el aparcamiento del Club para Mayores de 6o Años-. El divorcio no implica un adiós para toda la vida. Créanme. Se llama Richard Davies. Averigüen su paradero.

– También podría ser la tercera voz masculina que oímos en el contestador -añadió Lynley.

– ¿Podría repetirme lo que decía esa voz?

Barbara Havers leyó el mensaje de sus notas:

– Parecía enfadado. -Barbara, distraída, empezó a golpear el papel con el bolígrafo-. ¿Saben? Estoy empezando a creer que nuestra Eugenie se dedicaba a enemistar a sus amigos masculinos.

– ¿Se refiere a ese otro tipo…Wiley? -le preguntó Leach.

– Es posible -apuntó Havers-. De momento, hemos oído tres voces masculinas en su contestador automático. Sabemos que, según lo que nos ha contado Wiley, estuvo discutiendo con un hombre en el aparcamiento. También sabemos que deseaba hablar con Wiley, que tenía algo que contarle, algo que él consideraba muy importante… -Havers se detuvo y miró a Lynley.

Sabía lo que estaba pensando y lo que quería decir: «También tenemos las cartas que escribía a un hombre casado y un ordenador con acceso a Internet». Era evidente que Barbara esperaba a que Lynley le diera permiso para proseguir, pero él se mantuvo en silencio; por lo tanto, terminó diciendo sin convicción:

– Si quieren saber lo que pienso, creo que deberíamos interrogar a todos los hombres que la conocían.

Leach hizo un gesto de asentimiento y añadió:

– Entonces, empiecen por Richard Davies. Consigan toda la información que puedan.

Se encontraban en la sala de incidentes, donde todos los agentes informaban sobre las actividades que les habían sido asignadas. Después de que Lynley llamara al comisario mientras regresaba a la ciudad, Leach había asignado más hombres al Departamento de Informática de la Policía Nacional, con el fin de que averiguaran el paradero de todos los Audis azul marino o negros cuya matrícula acabara con las letras ADY. Había asignado un agente a British Telecom para que redactara una lista de todas las llamadas que se habían recibido y que se habían hecho desde Doll Cottage, y había destinado otro a Cellnet para que averiguara el número del móvil desde el cual se había realizado una llamada a casa de Eugenie Davies.

De toda la información que habían reunido ese día, sólo el agente encargado del equipo forense había aportado un dato útil. Habían encontrado partículas diminutas de pintura en la ropa de la mujer muerta. También habían encontrado más de esas partículas en el cadáver, especialmente alrededor de los miembros mutilados.

– Están analizando la pintura -declaró Leach-. Una vez que hayan acabado, quizá podamos saber la marca del coche que la atropello. Pero eso llevará su tiempo. Ya saben cómo van las cosas.

– ¿Saben de qué color es la pintura? -preguntó Lynley

– Negra.

– ¿De qué color es el Boxter que han confiscado?

– Por lo que respecta a… -Leach ordenó a sus hombres que continuaran con su trabajo y se dirigió hacia la oficina-. Es de color plateado y está limpio. Tampoco esperaba que ese hombre, por muy forrado que esté, fuera a atropellar a una mujer con un motor que es más caro que la casa de mi madre. No obstante, el coche sigue confiscado, ya que eso nos está ayudando a obtener información.

Se detuvo delante de una máquina de café y metió unas cuantas monedas. Un líquido viscoso empezó a gotear lastimosamente en un vaso de plástico.

– ¿Quiere? -le preguntó Leach mientras le ofrecía el vaso.

Havers aceptó, aunque pareció arrepentirse de su decisión tan pronto como lo probó. Lynley fue más sabio y rechazó la oferta. Leach se preparó un café para él y les condujo hacia la oficina; cerró la puerta tras ellos con el codo. El teléfono estaba sonando y gritó «Leach» mientras dejaba el café sobre la mesa, se aposentaba en la silla y les indicaba a Lynley y a Havers que hicieran lo mismo. «Hola cariño -respondió a medida que se le iluminaba el rostro-. No… no… ¿cómo dices? -Se volvió hacia los dos detectives-. Esme, en este momento no puedo hablar, pero déjame que te diga que nadie ha dicho nada de volver a casarse, ¿de acuerdo?… Sí, muy bien. Ya hablaremos más tarde, cariño.» Dejó el teléfono sobre la base y exclamó:

– ¡Hijos! ¡Divorcio! ¡Una verdadera pesadilla!

Lynley y Havers profirieron muestras de comprensión. Leach tomó un sorbo de café y no hizo ninguna referencia a la llamada.

– Nuestro amigo Pitchley ha pasado por aquí esta mañana con su abogado para hablar un rato. -Les puso al día de todo lo que el hombre de Crediton Hill les había contado: que no sólo reconocía el nombre de la víctima del caso de atropellamiento y fuga, sino que la conocía y que vivía en su casa cuando la hija de la mencionada víctima fue asesinada-. Se ha cambiado el nombre de Pitchford a Pitchley por razones que no quiso explicar. Me gustaría pensar que habría descubierto su identidad tarde o temprano, pero han pasado veinte años desde que lo vi por última vez y ha llovido mucho desde entonces.

– No es de extrañar que no lo reconociera -apuntó Lynley.

– Sin embargo, ahora que sé quién es, debo decirles que hay algo que no me acaba de cuadrar en este asunto, al margen de que el Boxter sea suyo. Hay algo del tamaño de un dinosaurio que le ronda por la cabeza. Lo noto.

– ¿Se le consideró sospechoso de la muerte de la niña? -preguntó Lynley. Se percató de que Havers había pasado una hoja de la libreta y que anotaba toda la información en un papel que parecía tener manchas de salsa marrón.

– Al principio no se consideró que nadie fuera sospechoso. Hasta que no se leyeron todos los informes, parecía un caso de negligencia. Ya saben a lo que me refiero: una idiota rematada se va a contestar el teléfono mientras la niña está en la bañera. La criatura intenta coger un patito de goma. Se resbala, se da un golpe en la nuca y el resto ya se lo pueden imaginar. Un evento desafortunado y trágico, pero esas cosas pasan. -Leach sorbió un poco más de café y cogió un documento de encima de la mesa que usó para gesticular-. Sin embargo, cuando llegó el informe del forense, vimos que había moratones y fracturas de las que nadie podía dar cuenta; por lo tanto, todo el mundo se convirtió en sospechoso. Enseguida se supo que había sido la niñera. ¡Estaba hecha una buena pieza! Me puedo haber olvidado de la cara de Pitchford, pero a esa vaca alemana… no hay la más mínima posibilidad de que la olvide. Esa mujer era más fría que el hielo. Sólo nos permitió que le hiciéramos una entrevista, una, no se crean, sobre el bebé que murió estando a su cargo, y ya no dijo nada más. Ni al Departamento de Investigación Criminal ni a su abogado. A nadie. Se tomó su derecho a guardar silencio a rajatabla. Ni tampoco vertió jamás una lágrima. Pero ¿qué más se podía esperar de una alemana? La familia estaba como loca por ajustar cuentas con ella.

Por el rabillo del ojo, Lynley vio cómo Havers iba golpeando el papel con el bolígrafo. Se volvió hacia ella y vio que observaba a Leach con los ojos entornados. No era el tipo de mujer que acostumbrara a soportar ningún tipo de intolerancia -desde la xenofobia a la misoginia-y sabía que estaba a punto de hacer un comentario que no complacería al comisario en lo más mínimo. Por lo tanto, intercedió y dijo:

– Así pues, la procedencia de la chica fue un factor negativo para ella.

– Fue su maldito carácter alemán lo que la perjudicó.

– «Lucharemos contra ellos en las playas» -murmuró Havers.

Lynley le lanzó una mirada y ella se la devolvió.

O bien Leach no la oyó o bien optó por ignorarla, y Lynley se sintió agradecido. Lo último que necesitaban era discutir entre ellos a causa de las diferencias de opinión sobre lo que era políticamente correcto.

El comisario se reclinó en la silla y les preguntó:

– ¿No encontraron nada más aparte de la agenda y de los mensajes telefónicos?

– Encontramos una postal de una mujer llamada Lynn, pero de momento no nos parece que guarde ninguna relación con el caso -respondió Lynley-. Según parece, su hija murió y la señora Davies asistió al funeral.

– ¿No encontraron correspondencia? -preguntó Leach-. ¿Cartas, facturas o similares?

– No -contestó Lynley sin mirar a Havers-. No encontramos correspondencia. Sin embargo, hallamos un baúl repleto de material relacionado con su hijo: periódicos, revistas y programas de conciertos. El comandante Wiley nos contó que Gideon y la señora Davies no se veían, pero por la colección de recortes que guardaba, llegamos a la conclusión de que la señora Davies no era la causante de ese distanciamiento.

– ¿Creen que fue el hijo? -preguntó Leach.

– O quizás el padre.

– Eso nos lleva otra vez a la discusión del aparcamiento.

– Sí. Es posible.

Leach apuró la bebida y estrujó el vaso de plástico.

– No obstante, ¿no les parece extraño haber encontrado tan poca información en la mismísima casa de la víctima?

– Era un lugar con cierto aire monástico, señor.

Leach observó a Lynley, y éste se fijó en Leach. Barbara Havers no paraba de garabatear en su libreta. Durante un momento nadie dijo nada. Lynley esperaba que el comisario le diera la información que quería. Leach no lo hizo. Se limitó a decir:

– Entonces, vayan a interrogar a Davies. No creo que sea muy difícil averiguar su paradero.

El plan ya estaba decidido y ya les habían asignado su quehacer, y con toda rapidez Lynley y Havers se encontraron de nuevo en la calle rumbo a sus respectivos coches. Havers se encendió un cigarrillo y le preguntó:

– ¿Qué piensas hacer con esas cartas, inspector?

Lynley sabía perfectamente a qué cartas se refería.

– Se las devolveré a Webberly -respondió-cuando llegue el momento.

– Si se las devolvemos… -Havers dio una larga calada y exhaló el humo en un arranque de frustración-. Si se corre la voz de que las has cogido del escenario del crimen y de que no las has entregado… mejor dicho, que las hemos cogido y que no las hemos entregado… ¡Maldita sea! ¿Te das cuenta de la situación en la que nos encontraremos, inspector? Y, además, está el ordenador ese. ¿Por qué no le has dicho lo del ordenador a Leach?

– Se lo diré, Havers -respondió Lynley-, cuando sepa con exactitud lo que contiene.

– ¡Por el amor de Dios! -exclamó Barbara-. Eso es ocultar…

– Escucha, Barbara. En este momento sólo hay una manera de que el hecho de que tengamos el ordenador y las cartas se haga público, y sabes muy bien a lo que me estoy refiriendo. -La miró fijamente y esperó a que atara cabos.

Le cambió la expresión de la cara al responder:

– No soy ninguna chivata, inspector. -Él se dio cuenta de lo mucho que Barbara se había ofendido.

– Ese es el motivo por el que trabajo contigo, Barbara -añadió mientras desactivaba el sistema de seguridad del Bentley. Abrió la puerta antes de volver a dirigirle la palabra, y por encima del techo le dijo-: Si me han asignado este caso para proteger a Webberly, quiero saberlo y que me lo digan a la cara y sin rodeos. ¿No te parece?

– Lo que me parece es que no quiero meterme en líos -le respondió Havers-. Uno de nosotros dos fue degradado hace dos meses, y si la memoria no me falla, no fuiste tú precisamente. -Tenía el rostro pálido, y observaba a Lynley con una expresión que no era propia de la beligerante agente con la que hacía años que trabajaba. En los últimos cinco meses había sufrido una derrota tanto profesional como psicológica, y Lynley cayó en la cuenta de que de él dependía que no sufriera otra.

– Havers, ¿preferirías dejar el caso? No hay ningún problema. Una llamada telefónica y…

– No quiero dejarlo.

– Pero podría convertirse en un caso complicado. De hecho, ya lo es. Entiendo perfectamente que puedas…

– No digas tonterías. No pienso dejarlo, inspector. Tan sólo quiero que hagamos las cosas con cuidado.

– Ya lo hacemos -le aseguró Lynley-. Las cartas de Webberly no guardan ninguna relación con el caso.

– Espero que tengas razón -le contestó Havers. Se apartó del Bentley-. Así pues, sigamos. ¿Qué nos toca hacer a continuación?

Lynley pensó en lo que Barbara le acababa de decir y consideró durante un momento cuál sería la mejor manera de enfocar lo que les habían acabado de asignar.

– Barbara, tienes todo el aspecto de necesitar ayuda espiritual -le dijo-. Averigua la dirección del convento de la Inmaculada Concepción.

– ¿Y tú qué piensas hacer?

– Seguiré el consejo de nuestro comisario. Iré a ver a Richard Davies. Si no ha pasado mucho tiempo desde que hablara con su ex mujer o la viera, quizá sepa lo que ésta le quería confesar a Wiley

– Tal vez quisiera hablarle de él -apuntó Barbara Havers.

– Es una posibilidad -contestó Lynley.


Cuando Jill Foster era una estudiante de quince años, nunca había tenido dificultad alguna para hacer todos los deberes que le mandaban en clase. Había leído todo Shakespeare (antes de los veinte), había recorrido Irlanda de punta a punta en autostop (a los veintiuno), había estudiado dos carreras en Cambridge (antes de cumplir los veintidós), había viajado sola por la India (a los veintitrés), había explorado el río Amazonas (a los veintiséis), había bajado el Nilo en canoa (a los veintisiete), estaba escribiendo un estudio definitivo sobre Proust (todavía en proceso), estaba adaptando las novelas de F. Scott Fitzgerald para la televisión (también en proceso)…

Jill Foster nunca había experimentado el menor incidente a lo largo de su vida, ni en el ámbito deportivo ni en el intelectual.

Sin embargo, en su vida personal había sufrido muchas más dificultades. Se había propuesto casarse y tener hijos antes de cumplir los treinta y cinco, pero le había parecido más difícil de lo que en un principio se había imaginado, ya que su propósito implicaba la cooperación entusiasta de otra persona. Había deseado casarse y tener hijos, y en ese orden. Sí, estaba muy de moda vivir con alguien. Uno de cada tres cantantes, estrellas de cine o atletas profesionales eran una prueba fehaciente de ello, y se les felicitaba a diario en la prensa sensacionalista por su fútil habilidad de reproducirse, como si el acto de reproducción en sí mismo precisara de un talento especial que tan sólo ellos tenían. No obstante, Jill no era el tipo de mujer que se dejara influenciar con facilidad por cualquier cosa que pareciera estar en boga, especialmente por lo que respectaba a su Lista Personal de Logros. Uno no conseguía lo que quería tomando atajos que no eran más que meras modas pasajeras.

Las secuelas de la relación que había mantenido con Jonathon le habían minado durante un tiempo la confianza que tenía en sus propias habilidades para llevar a cabo sus objetivos maritales y maternales. Pero entonces Richard había aparecido en su vida, y pronto se dio cuenta de que podría conseguir lo que hasta entonces le había sido negado. En el mundo de sus abuelos -incluso en el de sus padres- haberse convertido en amante de Richard antes de llegar a un compromiso formal habría sido considerado algo tanto temerario como ruinoso. De hecho, seguro que en la actualidad aún existían más de una docena de columnistas de consultas sentimentales cuyo consejo -teniendo en cuenta lo que se proponía Jill- habría sido esperar el anillo, las campanas de la iglesia y el confeti antes de embarcarse en ningún tipo de intimidad con el novio en cuestión, o, como mínimo, haber utilizado lo que en términos eufemísticos se designaba «precauciones», hasta que el trato quedara firmado, sellado y registrado tal y como era costumbre. Pero el hecho de que Richard hubiera ido tras ella después de que Jonathon se negara a dejar a su mujer constituía una fase de su vida que era halagüeña y esencial a la vez. El deseo que él sentía por ella había causado que ella le deseara de igual forma, y estaba muy satisfecha de sus sentimientos, ya que, después de Jonathon, había empezado a preguntarse si alguna vez volvería a ser capaz de sentir esa pasión desenfrenada -diferente a cualquier pasión-por otro hombre.

Además, Jill había reparado en que esa pasión estaba estrechamente ligada al hecho de la fecundación. Quizás hubiera sido consecuencia de la naciente certeza de que le quedaban muy pocos años para ser madre, pero cada vez que ella y Richard hacían el amor en esos primeros meses, su cuerpo se había esforzado por atraerlo hasta lo más profundo de su ser, como si el mero hecho de aproximarse más a él pudiera garantizar que su contacto físico engendraría un hijo.

Así pues, había hecho las cosas al revés, pero ¿qué importaba? Estaban contentos de estar juntos, y Richard se le entregaba totalmente.

Aun con todo, a veces tenía sus dudas, producidas por el recuerdo de las promesas y las mentiras de Jonathon. Y, a pesar de que cada vez que le surgían esas dudas se repetía a sí misma que esos dos hombres eran totalmente diferentes, había momentos en que un gesto de preocupación en el rostro de Richard o un silencio en medio de una discusión desencadenaba en su interior un sinfín de preocupaciones; cuando eso ocurría, tenía que hacer un gran esfuerzo para convencerse de que ese desasosiego era innecesario e irreal.

«Aunque Richard y yo no llegáramos a casarnos -se repetía a sí misma en los peores momentos-, Catherine y yo estaríamos perfectamente. ¡Por el amor de Dios! Siempre puedo recurrir a mi carrera profesional. Además, ya hace mucho tiempo que ha pasado la época en la que las madres solteras se consideraban parias de la sociedad.»

«Pero, de hecho, eso no era lo más importante», le razonaba un alma que solía hacer planes con mucha antelación. «Lo más importante era el matrimonio, el marido y la familia, que a su modo de ver estaba formada por padre, madre e hijo.»

Así pues, le dijo dulcemente a Richard con esa idea en la mente:

– Cariño, si lo vieras, estoy convencida de que te gustaría.

Se encontraban en el coche de Richard e iban de Shepherd's Hush a South Kensington para reunirse con el agente inmobiliario encargado de tasar el piso de Richard. Según la mentalidad de Jill, estaban avanzando en la dirección correcta porque era obvio que, cuando naciera la niña, no podrían vivir en famille en Braemar Mansions. No tenían suficiente espacio.

Se sentía satisfecha en secreto porque Richard había manifestado su intención de casarse con ella, pero no alcanzaba a entender por qué no podían dar el paso siguiente e ir a ver una casa idónea -totalmente reformada-que ella había encontrado en Harrow. El hecho de que fueran a mirarla no implicaba que tuvieran que comprarla, por el amor de Dios. Y como ella aún no había puesto su piso a la venta -cuando ella lo había sugerido, Richard le había respondido: «No nos vayamos a quedar sin casa los dos a la vez»-, había muy pocas probabilidades de que ir a ver una casa en venta implicara que la fueran a comprar ese mismo día.

– Te daría una idea de lo que tengo pensado para nosotros -le dijo-. Y si cuando la veas no te gusta, como mínimo sabremos de inmediato que no es lo que quieres y podré adaptarme a tus gustos.

Era obvio que no tenía ninguna intención de hacerlo. Simplemente tendría que actuar de una forma prudente y sutil para conseguir convencerle.

– No tengo ninguna necesidad de verla para saber lo que tienes en mente, cariño -le respondió Richard mientras avanzaban con dificultad a través de un tráfico que, teniendo en cuenta la hora del día, no era tan denso como de costumbre-. Comodidades modernas, doble cristal en las ventanas, moqueta y un gran jardín tanto en la parte delantera como en la trasera. -Se volvió hacia ella y le sonrió con ternura-. Si me dices que no es verdad, te invito a cenar.

– Tendrás que invitarme de todas formas -le respondió-. Si tengo que permanecer en pie mientras cocino, se me pondrán las piernas como dos jamones.

– Dime que me he equivocado respecto a la casa.

– Ya sabes que has acertado. -Se rió. Le acarició con cariño, y le pasó los dedos por encima de la sien, totalmente cubierta de pelo cano-. Y no empieces a sermonearme, si es eso lo que piensas hacer, ¿de acuerdo? No he hecho ningún esfuerzo por encontrarla. El agente inmobiliario simplemente me llevó hasta Harrow.

– Tal y como debería ser -respondió Richard. Le acarició el estómago, enorme a más no poder, la piel tirante cual timbal-. ¿Estás despierta, Cara Ann?

«Catherine Ann», le corrigió pacientemente, pero no en voz alta. En cierta manera, se había recuperado del desasosiego con el que había llegado al piso de Shepherd's Bush esa misma mañana. No había necesidad de hacerlo enfadar de nuevo. Aunque era poco probable que una discusión sobre el nombre de su futura hija pudiera causar un cataclismo emocional, creía que lo que Richard había tenido que sufrir bien merecía su comprensión.

«Ya no amaba a esa mujer», se repitió a sí misma. Después de todo, hacía muchos años que estaban divorciados. Se había alterado tanto porque había sufrido un sobresalto muy desagradable al contemplar el cadáver ensangrentado de alguien con quien una vez había compartido la vida. Eso podía consternar a cualquiera, ¿o no? Si le hubieran pedido que identificara el cuerpo mutilado de Jonathon Stewart, ¿no habría ella reaccionado de la misma manera?

Con esas ideas en mente, decidió que podrían llegar a un acuerdo con respecto a la casa de Harrow. Estaba segura de que su obstinación haría que él se comprometiera. Haciendo una concesión, le dijo:

– De acuerdo. Hoy no iremos a Harrow. No obstante, Richard, ¿estás de acuerdo con lo de las comodidades modernas?

– ¿Con que tengamos cañerías decentes y doble cristal en las ventanas? -le preguntó-. ¿Moqueta, lavavajillas y todo lo demás? Me atrevo a decir que puedo vivir con todo eso, siempre que tú también estés, las dos, claro está. -Le dedicó una sonrisa, pero ella todavía notó cierta profundidad en sus ojos, una especie de pesar por lo que podría haber sido.

«Sin embargo, no es posible que todavía ame a Eugenie -pensó con insistencia-. No es posible y no puede, porque aunque la amara, está muerta. Está muerta.»

– Richard -prosiguió-, he estado pensando en los pisos, en el tuyo y en el mío. ¿Cuál crees que deberíamos vender primero?

Frenó para detenerse en un semáforo cerca de la estación de Notting Hill, donde una desagradable multitud ataviada con la ropa negra tan característica de Londres obstruía las calles y las ensuciaba con su parte de basura.

– Creía que todo eso ya estaba decidido.

– Sí, es verdad, pero he estado pensando…

– ¿Qué? -Parecía andar con pies de plomo.

– Bien, creo que mi piso se vendería más fácilmente, eso es todo: lo he reformado y modernizado de arriba abajo, el edificio es muy elegante y el barrio es inmejorable. Además, es de propiedad absoluta. Supongo que nos daría suficiente dinero para poder invertirlo en la casa sin que tengamos que esperar a vender los dos pisos antes de que tengamos una casa para todos.

– Pero… si ya habíamos tomado una decisión -replicó Richard-. Y el agente inmobiliario está a punto de llegar…

– Seguro que podemos aplazar la cita. Podemos decirle que hemos cambiado de opinión. Cariño, seamos francos. Tu piso ha quedado anticuado. Es más viejo que Matusalén. Además, le quedan menos de cincuenta años de arrendamiento. El edificio no está mal del todo, si los propietarios se decidieran a arreglarlo, pero pasarán meses antes de que puedas venderlo. Mientras que el mío… Seguro que te das cuenta de lo diferentes que podrían ser las cosas.

El semáforo se puso en verde y continuaron avanzando entre el tráfico. Richard no pronunció ni una palabra hasta que giró por el paraíso de tiendas de antigüedades que era Kensington Church Street.

– Meses. Sí, de acuerdo. Tal vez tarde meses en vender mi piso. ¿Qué problema hay? De todas maneras, no podrás cambiarte de casa en los próximos seis meses.

– Pero…

– Sería imposible en el estado en que te encuentras, Jill. Peor aún, sería una tortura y podría ser peligroso. -Giró delante de la iglesia Carmelita y continuó avanzando entre autobuses y taxis hacia Palace Gate y South Kensington. Continuó calle arriba y dobló la esquina en Cornwall Gardens-. ¿Estás nerviosa, cariño? Apenas has dicho nada sobre el hecho de tener un hijo. Y yo últimamente he estado bastante preocupado, primero Gideon, ahora este… este otro asunto, y no te he cuidado como debería. Soy consciente de ello.

– Richard, entiendo tu preocupación por Gideon. No quiero que pienses que…

– Lo único que pienso es que te adoro, que vamos a tener un hijo y que vamos a establecer nuestra vida juntos. Y si deseas que pase más tiempo contigo en Shepherd's Bush ahora que casi estás a punto de salir de cuentas, estaré encantado de hacerlo.

– Ya pasas todas las noches conmigo. No te puedo pedir nada más, ¿no crees?

Dio marcha atrás y aparcó a unos veinticinco metros de Braemar Mansions, apagó el motor y se volvió hacia ella:

– Me puedes pedir lo que quieras, Jill. Y si te hace feliz poner tu piso a la venta antes que el mío, entonces también me hace feliz a mí. Pero no quiero tener nada que ver con un traslado de casa hasta que hayas dado a luz y te hayas recuperado de ello, y dudo mucho que tu madre esté en desacuerdo conmigo.

Ni siquiera Jill podía estar en desacuerdo. Sabía que a su madre le daría un ataque si la veía empaquetando todas sus pertenencias y yendo de un sitio a otro que no fuera de la cocina al lavabo antes de que hubieran pasado tres meses desde el parto. «El nacimiento de un hijo hace que el cuerpo de la madre sufra un trauma, cariño -le habría dicho Dora Foster-. Mímate. Quizá sea la única oportunidad que tengas de hacerlo.»

– ¿Bien? -le preguntó Richard sonriéndole con dulzura-. ¿Qué me contestas?

– ¡Eres tan horriblemente lógico y razonable! ¿Cómo quieres que discuta contigo? Tienes razón en lo que has dicho.

Se inclinó hacia ella, la besó y le dijo:

– Eres afable incluso en los momentos de derrota. Y si no me equivoco -señaló el antiguo edificio eduardiano mientras daba la vuelta al coche y la ayudaba a bajar-, nuestro agente inmobiliario es muy puntual. Y creo que eso es muy buena señal.

Jill esperó que así fuera. Un hombre alto y rubio estaba subiendo las escaleras de la entrada principal de Braemar Mansions, y a medida que Jill y Richard se acercaban, observó la hilera de timbres y apretó el que parecía ser el de Richard.

– Nos está buscando a nosotros, ¿verdad? -gritó Richard.

El hombre se dio la vuelta y le preguntó:

– ¿El señor Davies?

– Sí.

– Thomas Lynley -le contestó-. Del Nuevo Departamento de Scotland Yard.


Lynley, al presentarse, solía fijarse en las reacciones de la gente que no esperaba su visita, y eso mismo es lo que hizo a medida que el hombre y la mujer de la acera se detenían antes de empezar a subir las escaleras de un edificio venido a menos situado en el extremo oeste de Cornwall Gardens.

La mujer seguramente sería delgada en circunstancias normales, pero en ese momento estaba hinchada debido al embarazo. Los tobillos, por ejemplo, eran del tamaño de una pelota de tenis, y le hacían resaltar excesivamente los pies, que ya eran grandes y desproporcionados con su altura. Andaba bamboleándose de un lado a otro como si quisiera mantener el equilibrio.

Davies, en cambio, andaba encorvado, y no había duda que esa curvatura empeoraría a medida que se hiciera mayor. Su pelo había perdido el color original -bermejo o rubio, no era fácil de adivinar- y lo llevaba peinado hacia atrás sin hacer ningún esfuerzo por ocultar su finura.

Tanto Davies como la mujer parecieron sorprendidos cuando Lynley se presentó, quizá la mujer un poco más porque se quedó mirando a Davies, y le dijo: «¿Richard? ¿Scotland Yard?», como si necesitara su protección o se preguntara por qué la policía había ido a verles.

– ¿Se trata de… -preguntó Davies, pero no continuó, probablemente porque se dio cuenta de que las escaleras principales no eran el mejor lugar para entablar una conversación con un agente de policía-. Entre. Estábamos esperando a un agente inmobiliario. Nos ha sorprendido mucho verle a usted aquí. A propósito, ésta es mi prometida.

Prosiguió diciendo que se llamaba Jill Foster. Debía de tener unos treinta años -era sencilla, pero tenía una piel muy bonita y el pelo, del color de las pasas de Corinto, le llegaba hasta debajo de las orejas-y, al verla, Lynley se había imaginado que debía de ser una de las hijas de Davies o quizás una sobrina. Le hizo un gesto de asentimiento, sin pasar por alto la tensión con la que asía el brazo de Davies.

Davies les hizo entrar en el edificio y subió las escaleras hasta un piso de la primera planta. Tenía una sala de estar que daba a la calle, un oscuro rectángulo interrumpido por una ventana que en ese momento tenía las cortinas corridas. Davies, que se disponía a abrir las cortinas, le dijo a su prometida:

– Siéntate, cariño. Pon los pies en alto. -Luego se volvió hacia Lynley-. ¿Le apetece tomar algo? ¿Té? ¿Café? Estamos esperando a un agente inmobiliario, tal y como ya le he dicho, y no pasará mucho tiempo antes de que llegue.

Lynley les aseguró que su visita no sería muy larga, y aceptó una taza de té para poder ganar tiempo y echar un vistazo a la confusión de pertenencias que atestaba la sala de estar. Éstas consistían en fotografías caseras de escenas al aire libre, innumerables fotografías del virtuoso hijo de Davies, y una colección de bastones tallados a mano que estaban dispuestos en círculo sobre la chimenea, al estilo en que se exhiben las armas en los castillos escoceses. También había un exceso de muebles de antes de la guerra, montones de periódicos y revistas, y un despliegue de otros recuerdos relacionados con la carrera de violinista de su hijo.

– Richard lo guarda todo -le dijo Jill Foster a Lynley mientras sesentaba con cuidado sobre una silla que requería que la tapizaran y la rellenaran de nuevo, ya que mechones de lo que parecían trozos de algodón amarillentos salían disparados como si fueran las primeras flores de primavera-. Debería ver las otras habitaciones.

Lynley cogió una fotografía del violinista de cuando era niño. Estaba de pie instrumento en mano, mirando atentamente a lord Menuhin, que también le miraba con el instrumento en la mano y le sonreía con ternura.

– ¿Gideon? -preguntó Lynley.

– El irrepetible, el inimitable -respondió Jill Foster.

Lynley la observó. Ella le sonrió, quizá para borrar la amargura de sus palabras, y añadió:

– La alegría de Richard. El centro de su vida. Es comprensible, pero a veces es agotador.

– Supongo que sí. ¿Cuánto tiempo hace que conoce al señor Davies?

Con un gruñido y un esfuerzo por levantarse, exclamó:

– ¡Ostras! ¡Esto es incomodísimo! -Se levantó del sillón que había escogido, se sentó en el sofá, levantó las piernas y se puso un cojín bajo los pies-. ¡Santo Cielo! ¡Aún me quedan dos semanas! Empiezo a comprender por qué lo llaman «salir de cuentas». -Apoyó la espalda en otro cojín. Ambos estaban tan gastados como el mobiliario-. Hace tres años.

– ¿Está contento de volver a ser padre?

– Sí -contestó Jill-. Y eso que la mayoría de hombres de su edad ya son abuelos. Pero sí, a pesar de su edad, está contento.

Lynley sonrió, y anunció:

– Mi mujer también está embarazada.

La expresión del rostro de Jill cambió ligeramente; una conexión se había establecido entre ellos.

– ¿De verdad? ¿Será el primero, inspector?

Lynley asintió con la cabeza y respondió:

– Debería seguir el ejemplo del señor Davies. Parece encantado.

Jill sonrió y le miró de buen humor.

– Es igual que una clueca: «No subas la escalera demasiado rápido, Jill. No uses transporte público. No conduzcas si hay mucho tráfico. No. Sencillamente no conduzcas, cariño. No salgas a pasear sin que nadie te acompañe. No bebas nada que tenga cafeína. Llévate el móvil a todas partes. Evita las multitudes, el humo del tabaco y los conservantes». La lista es interminable.

– Está preocupado por usted.

– Sí, es bastante halagador, pero a veces me entran ganas de encerrarle dentro de un armario.

– ¿Tuvo la oportunidad de hablar con su ex mujer? Del embarazo, me refiero.

– ¿Con Eugenie? No. Nunca llegamos a conocernos. Ex esposas y esposas actuales. Bien, en mi caso, futura esposa. A veces pienso que es de sabios mantenerlas aparte, ¿no cree?

En ese momento Richard Davies volvió a entrar en la sala; llevaba una bandeja de plástico en la que había una taza y un platillo de té, una jarra de leche y un cuenco con terrones de azúcar. Le preguntó a su prometida:

– Cariño, tú no querías té, ¿verdad?

Jill le respondió que no. Richard se sentó junto a ella y, después de dejar el té de Lynley sobre la mesita que había al lado del sillón en el que Jill se había sentado al principio, levantó los doloridos e hinchados pies de Jill y los colocó sobre su regazo.

– ¿Qué podemos hacer por usted, inspector? -le preguntó.

Lynley sacó una libreta del bolsillo de la chaqueta. Le pareció una pregunta interesante. De hecho, el comportamiento de toda la familia Davies le parecía interesante. Era incapaz de recordar la última vez que le habían ofrecido una taza de té de bienvenida después de presentarse en una casa sin avisar y de darse a conocer. La reacción normal a una visita inesperada de la policía solía implicar sospecha, alarma y ansiedad, por mucho que intentara ocultarlo la persona que recibía la visita.

Davies, como si respondiera a lo que Lynley estaba pensando, dijo:

– Supongo que ha venido por lo de Eugenie. No he podido ser de gran ayuda cuando sus colegas de Hampstead me han pedido que… bien, que la identificara. Hacía años que no veía a Eugenie y las heridas… -Levantó las manos de debajo de los pies de su prometida e hizo un gesto de impotencia.

– Sí -respondió Lynley-. He venido a hablar de la señora Davies.

En ese momento Richard Davies miró a su prometida y le preguntó:

– ¿No preferirías acostarte un rato, Jill? Ya te avisaré cuando llegue el agente inmobiliario.

– Estoy bien -le replicó-. Comparto tu vida, Richard.

Le apretó la pierna y se volvió hacia Lynley.

– Si ha venido hasta aquí, entonces es que era Eugenie. Habría sido demasiado optimista pensar que otra persona tuviera su documentación.

– Era la señora Davies -le confirmó Lynley-. Lo siento.

Davies hizo un gesto de asentimiento, pero no parecía afligido.

– Han pasado casi veinte años desde que la viera por última vez. Siento mucho que haya sufrido ese accidente, pero la pérdida, nuestro divorcio, sucedió hace mucho tiempo. He tenido muchos años para recuperarme de su muerte, si entiende lo que le quiero decir.

Lynley lo entendía perfectamente. Si Davies hubiera estado lamentando su pérdida desde entonces, eso implicaría una devoción digna de la antigua diosa romana Victoria o una obsesión enfermiza, y ambas cosas venían a ser lo mismo. Sin embargo, Davies tenía una idea equivocada que hacía falta corregir.

– Me temo que no fue un accidente. Su ex mujer fue asesinada, señor Davies.

Jill Foster se incorporó y dejó caer el cojín en el que apoyaba la espalda; luego exclamó:

– Pero no… Richard, ¿no me dijiste que había…?

Richard Davies se quedó mirando a Lynley fijamente, las pupilas cada vez más dilatadas.

– Me dijeron que era una caso de atropellamiento y fuga -precisó Davies.

Lynley se lo explicó. La información que le habían dado era incompleta porque aún no habían recibido el informe del médico forense. Un examen inicial del cuerpo de la mujer muerta -por no decir nada del lugar en el que había sido encontrada- les había hecho concluir que había sido atropellada por alguien que se había dado a la fuga. Sin embargo, un examen más detallado había revelado que la habían atropellado más de una vez, que alguien había movido el cadáver de sitio, y que las marcas de neumático que habían encontrado en el cuerpo y en la ropa indicaban que todo había sido realizado por el mismo coche. Por lo tanto, el conductor del coche era un asesino, y la muerte no podía ser considerada accidente, sino homicidio.

– ¡Santo Cielo! -Jill alargó la mano para coger la de Richard Davies, pero éste no se la cogió. Parecía haberse adentrado en sí mismo, aturdido, en un lugar oscuro del que ella no podía sacarle.

– Pero ni siquiera me insinuaron que… -Se quedó mirando al vacío, murmurando-. ¡Dios mío! La situación no podría ser peor. -Se volvió hacia Lynley-. Tendré que decírselo a Gideon. ¿Me permitirá que sea yo el que se lo cuente a mi propio hijo? Hace meses que no se encuentra bien. Es incapaz de tocar. La noticia podría provocar… ¿Dejará que sea yo el que se lo cuente? Aún no habrá salido en los periódicos, ¿verdad? ¿En el Evening Standard? No saldrá publicado antes de que se lo cuente a Gideon, ¿verdad?

– Eso es asunto de la oficina de prensa -respondió Lynley-. Pero no publicarán la noticia hasta que haya sido notificada a los familiares. Y usted nos puede ser de ayuda con eso. Aparte de Gideon, ¿hay otros miembros en la familia?

– Los hermanos de Eugenie, pero sólo Dios sabe dónde pueden estar. Sus padres estaban vivos hace veinte años, pero quizás hayan muerto. Frank y Lesley Staines. Frank era cura anglicano, puede empezar por él e intentar averiguar su paradero a través de la iglesia.

– ¿Y los hermanos?

– Tenía uno más pequeño y uno mayor que ella. Douglas e Ian. Una vez más, no sabría decirle si están vivos o muertos. Cuando conocí a Eugenie, ésta hacía tiempo que no veía a ningún miembro de su familia, y no los vio ni una sola vez durante el tiempo en que estuvimos casados.

– Intentaremos encontrarlos. -Lynley cogió la taza de la que colgaba una bolsa de té Typhoo de uno de los lados. La quitó y vertió una nube de leche-. ¿Y usted, señor Davies? ¿Cuándo fue la última vez que vio a su ex mujer?

– Cuando nos divorciamos. Debe de hacer unos dieciséis años. Tuvimos que firmar ciertos papeles, y fue entonces cuando la vi.

– ¿Y desde entonces?

– Nada. Sin embargo, había hablado con ella hace poco.

Lynley dejó la taza y le preguntó:

– ¿Cuándo?

– Me había estado llamando con regularidad para preguntarme por Gideon. Se había enterado de que no estaba bien. Supongo que fue… -Se volvió hacia su prometida-. ¿Cuándo tuvo lugar ese concierto horroroso, cariño?

Jill Foster lo miró tan fijamente que era obvio que él sabía perfectamente el día que se había hecho ese concierto.

– El treinta de julio, ¿no?

– Sí, eso es. -Se volvió hacia Lynley-. Eugenie empezó a llamar poco tiempo después. No recuerdo cuándo fue exactamente. Quizás alrededor del quince de agosto. Desde entonces estuvimos en contacto.

– ¿Cuándo habló con ella por última vez?

– ¿Algún día de la semana pasada? No lo recuerdo con exactitud. No se me ocurrió anotarlo. Llamó aquí y dejó un mensaje. Le devolví la llamada. No había mucho que contarle; por lo tanto, la conversación fue breve. Gideon, le agradecería mucho que mantuviera en secreto lo que voy a contarle, inspector, padece pánico agudo a tocar en público. Hemos dicho a todo el mundo que se trata de agotamiento, pero eso es una especie de eufemismo. Eugenie no se lo creyó, y supongo que el público no se lo creerá durante mucho más tiempo.

– ¿No visitó a su hijo? ¿No se puso en contacto con él?

– Si lo hizo, Gideon no me lo ha contado. Y me sorprendería mucho, inspector, porque Gideon y yo estamos muy unidos.

La prometida de Davies bajó los ojos. Lynley pensó que tal vez esa devoción entre hijo y padre sólo existiera por una parte, que tal vez sólo fuera instigada por Richard Davies.

– Tenemos la certeza de que su mujer se dirigía a ver a un hombre que vive en Hampstead. Llevaba su dirección apuntada. Se llama J.W. Pitchley, pero es posible que le conozca por su nombre anterior, James Pitchford.

Davies dejó de acariciar los pies de Jill Foster con las manos. Se quedó más quieto que una escultura en tamaño natural de Rodin.

– ¿Le recuerda? -le preguntó Lynley.

– Sí, le recuerdo. Pero… -Se volvió de nuevo hacia su prometida-. Cariño, ¿estás segura de que no quieres acostarte un rato?

La expresión de su rostro evidenció de modo inconfundible sus intenciones: en ese momento no habría nadie capaz de convencerla de que se fuera a descansar a la cama.

– Olvidarme de alguien de esa época de mi vida habría sido prácticamente imposible, inspector. Usted tampoco lo habría hecho si la hubiera vivido. James vivió con nosotros unos cuantos años antes de que Sonia, nuestra hija… -Dejó la frase inacabada e hizo un gesto con los dedos como para explicar el resto.

– ¿Sabe si su ex mujer seguía en contacto con este hombre? Le hemos entrevistado, pero lo niega. No obstante, ¿le habló de él su ex mujer durante alguna de sus conversaciones telefónicas?

Davies negó con la cabeza y contestó:

– Nunca hablamos de ningún tema que no guardara relación con Gideon o con su salud.

– ¿Jamás le contó nada de su familia, de la vida que llevaba en Henley-on-Thames, o de los amigos que había hecho allí? ¿O de posibles amantes?

– Nunca me contó nada de eso, inspector. Eugenie y yo no nos separamos en las mejores circunstancias. Un día se marchó de casa y eso fue todo. No hubo explicaciones ni discusiones ni excusas. Un día estaba allí, al día siguiente ya se había ido, y cuatro años más tarde sus abogados se pusieron en contacto conmigo. Así pues, nuestra relación no se caracterizaba precisamente por la amabilidad. Debo admitir que no me entusiasmó demasiado recibir noticias suyas.

– ¿Le parece probable que estuviera saliendo con otro hombre cuando se marchó? ¿Con alguien que pudiera haber entrado de nuevo en su vida?

– ¿Se refiere a Pitches?

– Pitchley -le corrigió Lynley-. Sí. ¿Cree que podría haber estado liada con Pitchley cuando éste se hacía llamar James Pitchford?

Davies pensó en ello y respondió:

– Era mucho más joven que Eugenie, tal vez unos quince años. ¿O sólo diez? Pero Eugenie era una mujer atractiva; por lo tanto, supongo que puede que hubiera algo entre ellos. Permítame que le sirva otro té, inspector.

Lynley aceptó el ofrecimiento. Davies apartó las piernas de Jill Foster con cuidado, se levantó y se dirigió hacia la cocina. El sonido del agua les indicó que había tenido que esperar uno o dos minutos a que hirviera el agua de la tetera. Lynley se preguntó sobre el tiempo que eso le habría hecho ganar. ¿Por qué quería y necesitaba ese tiempo? Era cierto que la noticia le había cogido por sorpresa y que por la mañana ya había tenido que afrontar una experiencia desagradable; además, Davies pertenecía a una generación para la que cualquier exteriorización de los sentimientos equivalía a pasearse por Picadilly Circus con el torso desnudo. Asimismo, su prometida observaba con atención cada una de sus reacciones; por lo tanto, el hombre tenía motivos para querer estar un rato solo y recobrar la calma. Pero, aun así…

Richard Davies regresó a la sala, pero esa vez también llevaba un vaso de zumo de naranja. Se lo entregó a su prometida y le dijo:

– Te hacen falta vitaminas, Jill.

Lynley cogió su taza de té, le dio las gracias y prosiguió:

– Su mujer salía con un hombre en Henley-on-Thames, un hombre llamado Wiley. ¿Le habló de él durante alguna de sus conversaciones?

– No -contestó Davies-. De verdad, inspector, nos limitábamos a hablar de Gideon.

– El comandante Wiley nos contó que Gideon y su madre estaban un poco distanciados.

– ¿De verdad? -le preguntó Davies-. Yo no lo definiría así. Eugenie se marchó un día y nunca más regresó. Si quiere llamarlo distanciamiento, supongo que puede hacerlo. Pero yo más bien lo llamaría abandono.

– ¿Qué sabe de sus pecados? -preguntó Lynley.

– ¿Cómo dice?

– Le dijo al comandante Wiley que deseaba confesarle algo. Quizá se estaba refiriendo al hecho de haber abandonado a su hijo y a su marido. A propósito, nunca llegó a hacer su confesión. O, como mínimo, eso es lo que nos ha contado el comandante Wiley.

– ¿Cree que ese Wiley…?

– En este momento sólo estamos recogiendo información, señor Davies. ¿Le gustaría añadir algo más a lo que ya me ha dicho? ¿Hay algo que su ex mujer le dijera que en ese momento no le pareciera importante pero que ahora…?

– Cresswell-White -respondió Davies en un tono casi meditativo; sin embargo, cuando repitió el nombre lo hizo con mucha más convicción-: Sí, existía un tal Cresswell-White. Recibí una carta de él, y supongo que Eugenie también debía de haber recibido una.

– ¿Y Cresswell-White es…?

– Seguro que también recibió una carta de él, porque cuando dejan en libertad a los asesinos, tienen por costumbre informar a las familias. Por lo menos, eso era lo que ponía en mi carta.

– ¿Asesinos? -preguntó Lynley-. ¿Ha tenido noticias del asesino de su hija?

A modo de respuesta, Richard Davies abandonó la sala, recorrió un corto pasillo y entró en una habitación. A continuación se oyó el ruido de cajones y de armarios abriéndose y cerrándose. Cuando volvió, llevaba un sobre de tamaño legal que le entregó a Lynley. Contenía una carta de un tal don Bertram Cresswell-White, abogado de categoría superior y demás títulos, y había sido enviada desde el número cinco de Paper Buildings, Temple, Londres. Informaba al señor Richard Davies de que la prisión de su Majestad de Holloway dejaría en libertad condicional a la señora Katja Wolff en la fecha que se indicaba a continuación. Si la mencionada señora Katja Wolff hostigaba, amenazaba o establecía cualquier tipo de contacto con el señor Davies, éste debía informar de inmediato al señor Cresswell-White, abogado de categoría superior.

Lynley leyó la carta y prestó especial atención a la fecha: doce semanas antes de que Eugenie Davies muriera.

– ¿Ha intentado ponerse en contacto con usted? -le preguntó.

– No -respondió Davies-. Créame, si lo hubiera hecho, le juro por Dios que habría… -Dejó de fanfarronear, lo que indicaba que ya no era el hombre que había sido-. ¿Cree que es posible que localizara a Eugenie?

– ¿La señora Davies no le comentó nada?

– No.

– ¿Cree que se lo habría contado si la hubiera visto?

Davies movió la cabeza a uno y otro lado, no porque quisiera negarlo, sino porque estaba confundido. Después respondió:

– No lo sé. En cierta época sí que lo habría hecho. Claro que me lo habría contado. Pero después de tanto tiempo… No lo sé, inspector.

– ¿Puedo quedarme con esta carta?

– Por supuesto. ¿La buscará, inspector?

– Haré que uno de mis hombres la encuentre.

Lynley prosiguió con el resto de sus preguntas, y de ellas sólo consiguió averiguar la identidad de la tal Cecilia que le había escrito una nota a Eugenie Davies: se llama sor Cecilia Mahoney, la amiga íntima de Eugenie Davies en el convento de la Inmaculada Concepción. El convento estaba ubicado en la misma Kensington Square, donde la familia Davies había vivido hacía mucho tiempo.

– Eugenie se había convertido al catolicismo -dijo Richard Davies-. Odiaba a su padre; cuando no estaba sermoneando desde el pulpito, se comportaba como un maníaco furioso, y le pareció la mejor forma de vengarse de él por una niñez horrible. Por lo menos, eso es lo que Eugenie me contó.

– ¿Sus hijos fueron bautizados por la Iglesia católica? -preguntó Lynley.

– Sólo si Eugenie y Cecilia lo hicieron en secreto, ya que a mi padre le habría dado un ataque. -Davies sonrió con cariño-. En cierto modo, era un padre de familia bastante tiránico.

«¿Y usted ha seguido su ejemplo a pesar de esa amabilidad que ahora muestra? -se preguntó Lynley-. Sin embargo, eso nos lo tendrá que decir Gideon.»

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