Capítulo 29

Winston Nkata salió del cuarto de baño y se encontró a su madre sentada bajo una lámpara de pie; le había quitado la pantalla para poder trabajar con mejor luz. Estaba haciendo trabajos de encaje. Había ido a clases de ese tipo de labores con un grupo de mujeres de la iglesia, y estaba empeñada en perfeccionar ese arte. Nkata no sabía por qué. Cuando le había preguntado la razón por la que había empezado a entretenerse con bobinas de hilo de coser, lanzaderas y lazos, su madre le había respondido: «Me mantiene las manos ocupadas, cariño. Y sólo porque algo se haya dejado de hacer, no quiere decir que no valga la pena probarlo».

Nkata pensó que de hecho tendría algo que ver con su padre. Benjamin Nkata roncaba con tal intensidad que era imposible que nadie pudiera dormir en la misma habitación que él, a no ser que consiguiera dormirse antes y que tuviera un sueño muy profundo. Si Alice Nkata estaba despierta después de las once menos cuarto, que era la hora en que acostumbraba a irse a dormir, era evidente que estaba realizando sus labores para no tener que aguantar los ronquidos y los rugidos de su marido mientras ella se frustraba por su insomnio.

Nkata se dio cuenta de que esa noche se trataba de eso. En el preciso instante en que salió del cuarto de baño, le dio la bienvenida no sólo su madre con sus encajes, sino también los ronquidos de su padre en sueños. Parecía como si alguien estuviera atormentando un grupo de osos dentro del dormitorio de sus padres.

Alice Nkata levantó la mirada de su trabajo, por encima de sus gafas de media luna. Llevaba su vieja bata de felpa amarilla, y su hijo frunció el ceño con desaprobación al verlo.

– ¿Dónde está la que te regalé para el Día de la Madre? -le preguntó.

– ¿Dónde está el qué? -inquirió su madre.

– Ya sabes a qué me refiero. A la bata nueva.

– Es demasiado bonita para llevarla por casa, cariño -contestó. Y antes de que pudiera protestar y decirle que las batas no se tenían que guardar por si a uno le invitaban a tomar el té con la reina, y de preguntarle por qué no se la ponía, ya que se había gastado el salario de dos semanas para poder comprársela en Liberty’s, ella le preguntó:

– ¿Adónde vas a estas horas?

– Pensaba pasar por el hospital para ver cómo está mi superior -le respondió-. El caso ya está solucionado, el inspector arrestó al tipo que había hecho los atropellamientos, pero mi superior todavía está… -Se encogió de hombros-. No sé. Creo que es lo que tengo que hacer.

– ¿A estas horas? -preguntó Alice Nkata, echando un vistazo al diminuto reloj Wedgwood que descansaba sobre la mesilla: era el regalo que su hijo le había hecho por Navidades-. No conozco ningún hospital de por aquí que le guste recibir visitas a medianoche.

– No es medianoche, mamá.

– Ya sabes lo que quiero decir.

– De todos modos, no puedo dormir. Estoy demasiado nervioso. Ya que no puedo echarle una mano a la familia… No sé, creo que es lo correcto.

Lo miró de arriba abajo y comentó con ironía:

– Por lo bien vestido que vas, cualquiera diría que vas a su boda.

«O, si nos ponemos así, a su funeral», pensó Nkata. Pero ni siquiera quería pensar en nada que tuviera que ver con el estado de Webberly y, por lo tanto, se esforzó por pensar en otra cosa: como las razones por las que había creído que Katja Wolff era la asesina de Eugenie Davies, así como la conductora que le había ocasionado esas graves lesiones al comisario jefe; también pensó en lo que de hecho significaba que Katja Wolff no fuera culpable de ninguno de esos delitos.

– Se debe mostrar respeto en las situaciones que lo requieren. Has criado a un hijo que sabe lo que se debe hacer, mamá.

– ¡Humm! -exclamó su madre, pero se dio cuenta de que estaba satisfecha-. Entonces, ve con cuidado. Si te encuentras con algún chico blanco con el pelo rapado y botas militares, evita cruzarte con él. Ve por la otra acera. Te lo digo en serio.

– De acuerdo, mamá.

– No me respondas «de acuerdo, mamá» como si no supiera de lo que estoy hablando.

– No te preocupes -le contestó-. Ya sé que lo sabes.

La besó en la cabeza y salió del piso. Sintió una punzada de remordimiento por haberle mentido -no lo había hecho desde la adolescencia-, pero se dijo a sí mismo que era por una buena causa. Era tarde y habría tenido que darle demasiadas explicaciones; tenía que ponerse en camino.

Fuera, la lluvia estaba causando los daños habituales en el edificio en el que vivían los Nkata. Se habían formado charcos de agua a lo largo de los pasillos exteriores que había entre los pisos, y se habían quedado estancados en el desprotegido nivel superior a causa del viento; se filtraban hasta los otros niveles a través de las grietas de los pasillos y del edificio en sí, que hacía tiempo que había sido construido pero que nunca había sido reformado. En consecuencia, la escalera estaba resbaladiza y era peligrosa, también como de costumbre, porque las bandas de goma de los escalones se habían desgastado -a veces las arrancaban los niños que tenían demasiado tiempo libre y demasiadas pocas cosas que hacer para llenarlo- y el hormigón que los revestía quedaba al descubierto. Y abajo, en lo que se consideraba el jardín, la hierba y los parterres de flores de tiempos remotos se habían convertido en una extensión de barro cubierta de latas de cerveza, envoltorios de comida para llevar, pañales de usar y tirar y otros detritos humanos que indicaban con elocuencia el nivel de frustración y desesperación en el que la gente caía cuando pensaba -o sabían por experiencia-que sus opciones eran limitadas a causa del color de su piel.

Nkata les había sugerido a sus padres más de una vez que se cambiaran de casa; de hecho, les había insistido en que él les ayudaría a hacerlo. Pero habían rechazado todas sus ofertas. Si la gente empezaba a arrancar las raíces en la primera oportunidad que se le presentara, le había explicado Alice Nkata a su hijo, la planta entera moriría. Además, quedándose donde estaban y teniendo un hijo que había podido escapar de lo que en verdad podría haberle arruinado la vida para siempre, servían de ejemplo para el resto de vecinos. No había necesidad de pensar que sus propias vidas estaban limitadas, si entre ellos vivía alguien que les había mostrado que eso no era así.

«Asimismo -había proseguido Alice Nkata-, la Estación de Brixton nos queda muy cerca. Y también Loughborough Junction. Para mí está muy bien, cariño. Y para tu padre también.»

Así pues, sus padres seguían allí. Y él vivía con ellos. Tener su propio piso aún le resultaba demasiado caro, y aunque no fuera así, quería quedarse en casa de sus padres. Les proporcionaba una sensación de orgullo que necesitaban, y él necesitaba dárselo.

Su coche relucía bajo una farola, recién lavado por la lluvia. Entró y se abrochó el cinturón.

Era un trayecto corto. Después de unas cuantas vueltas ya se encontraba en Brixton Road, desde donde empezó a dirigirse hacia el norte, rumbo a Kennington. Aparcó delante del centro de jardinería, donde permaneció sentado durante un momento, mirando al otro lado de la calle a través de las ráfagas de lluvia que el viento agitaba entre su coche y el piso de Yasmin Edwards.

En parte se había sentido obligado a ir hasta Kennington por la certeza de que había actuado mal. Se había dicho a sí mismo que lo había hecho mal pero por buenas razones, y creía que eso era bien cierto. Estaba casi seguro de que el inspector Lynley habría usado las mismas tácticas con Yasmin Edwards y su amante, y estaba convencido de que Barbara Havers habría hecho lo mismo, o más. Pero, evidentemente, sus intenciones habrían sido mucho más nobles que las suyas, y por debajo de su comportamiento no habría pasado una fuerte corriente de una agresión que era incoherente con la invasión que había perpetrado en la vida de esas mujeres.

Nkata no estaba muy seguro de dónde procedía esa agresión, o de lo que indicaba de él como agente de policía. Sólo sabía que la sentía y que necesitaba librarse de ella para poder volver a sentirse cómodo en su trabajo.

Abrió la puerta del coche de golpe, la cerró con cuidado después de salir, y cruzó la calle en dirección al bloque de pisos. La puerta del ascensor estaba cerrada. Cuando estaba a punto de llamar al timbre del piso de Yasmin Edwards, se detuvo, y se quedó con el dedo cerniéndose sobre el timbre adecuado. Sin embargo, llamó al piso de abajo, y cuando una voz de hombre preguntó quién era, le dio su nombre y le informó que alguien le había llamado por ciertos actos de gamberrismo que se habían producido en el aparcamiento. ¿Sería tan amable el señor -miró la lista de nombre con rapidez-el señor Houghton de mirar unas cuantas fotografías para ver si reconocía alguna cara entre el grupo de jóvenes que habían arrestado en la vecindad? El señor Houghton consintió en hacerlo y le abrió la puerta del ascensor. Nkata subió hasta el piso de Yasmin Edwards con cierto remordimiento por la forma en que había entrado, pero se dijo a sí mismo que después pasaría un momento por el piso de abajo y que se disculparía por la táctica que había usado.

Las cortinas estaban corridas en las ventanas de Yasmin Edwards, pero por la parte de abajo, y por detrás de la puerta, se filtraba un halo de luz; se oía el sonido de las voces del televisor. Cuando llamó a la puerta, ella acertadamente le preguntó quién era, y cuando él le respondió, se vio obligado a esperar durante treinta segundos eternos mientras ella decidía si le dejaba entrar.

Cuando se hubo decidido, se limitó a abrir la puerta unos diez centímetros, lo suficiente para que viera que llevaba unas mallas y un jersey muy holgado. Era rojo, del color de las amapolas. Yasmin no dijo nada, pero lo miró sin pestañear y sin la más mínima expresión en el rostro; sin darse cuenta eso le recordó quién era y lo que siempre sería.

– ¿Puedo pasar? -le preguntó.

– ¿Para qué?

– Para hablar.

– ¿De qué?

– ¿Está aquí?

– ¿Usted qué cree?

Oyó cómo se abría la puerta en el piso de abajo, y supo que el señor Houghton debía de estar preguntándose dónde estaba el policía que iba a mostrarle esas fotografías.

– Está lloviendo -le advirtió-. La humedad y el frío me están calando los huesos. Si me deja entrar, sólo me quedaré un minuto. Cinco, como máximo. Se lo prometo.

– Dan está durmiendo y no quiero que se despierte. Tiene que ir a la escuela y…

– De acuerdo, hablaré en voz baja.

Tardó otro momento en decidirse, pero al final se hizo a un lado. Se dio la vuelta y se encaminó hacia el lugar donde se encontraba antes de que él llamara a la puerta, dejando que él la acabara de abrir y que la cerrara con cuidado tras él.

Vio que estaba mirando una película en la que Peter Sellers empezaba a andar sobre el agua. Era una ilusión óptica, claro está, ese tipo de cosas simuladas pero que, sin embargo, sugerían muchas posibilidades.

Cogió el mando a distancia pero no apagó el televisor. Se limitó a bajar el sonido y a seguir mirando la película.

Captó el mensaje y no la culpó por ello. Aún lo trataría peor cuando le dijera lo que había venido a decirle.

– Hemos arrestado al conductor -le informó-. No fue… no fue Katja Wolff. Resultó ser que tenía una coartada perfecta.

– Sé lo de su coartada -contestó Yasmin-. Número cincuenta y cinco.

– ¡Ah! -Miró al televisor y luego la miró a ella.

Estaba sentada con la espalda recta. Parecía una modelo. Tenía el cuerpo perfecto para serlo, y ataviada con ropa moderna, habría quedado perfecta en las fotografías, salvo por su cara y por la cicatriz de la boca que le hacía parecer cruel, utilizada y enfadada.

– Seguir las pistas es parte del trabajo, señora Edwards -añadió-. Guardaba relación con la víctima y, por lo tanto, no podía pasarlo por alto.

– Supongo que hizo lo que tenía que hacer.

– Usted también -le contestó-. Eso es lo que he venido a decirle.

– Seguro que sí -replicó-. Chivarse es siempre lo más correcto, ¿no es verdad?

– No le dio elección cuando me mintió sobre dónde estaba la noche que esa mujer fue atropellada. O confirmaba su historia poniendo su vida -y la de su hijo-en peligro o decía la verdad. Si no estaba aquí, podría haber estado en cualquier otra parte, y por lo que sabíamos entonces, bien podría haber estado en West Hampstead. No podía permitirse el lujo de seguirle la corriente, mantener la boca cerrada y aceptar las graves consecuencias.

– Sí, bien. Katja no se encontraba en West Hampstead, ¿no es así? Y ahora que ambos sabemos dónde estaba y por qué, ya podemos dormir tranquilos. Ya no tendré problemas con la policía, ya no perderé a Dan, y usted ya no tendrá que dar vueltas en la cama mientras se pregunta cómo demonios puede acusar de algo a Katja Wolff, cuando a ella ni siquiera se le pasó por la cabeza hacerlo.

A Nkata le costaba comprender que Yasmin siguiera defendiendo a Katja a pesar de su traición. Pero se obligó a pensar antes de responder, y se dio cuenta de que lo que la mujer estaba haciendo tenía cierto sentido. A los ojos de Yasmin Edwards, seguía siendo el enemigo. No sólo era policía, lo que siempre le haría sentir incómoda, sino que también era la persona que le había obligado a percatarse de que estaba viviendo una farsa, participando en una relación que sólo existía en lugar de otra, otra que era mucho más importante para Katja, más deseada y simplemente inalcanzable.

– No -replicó-. Eso no me hacía perder el sueño.

– Yo creo que sí -fue su desdeñosa respuesta.

– Lo que quiero decirle -prosiguió- es que si no pudiera dormir no sería por ese motivo.

– Lo que usted diga -contestó. Volvió a coger el mando a distancia-. ¿Eso es todo lo que me quería decir? ¿Que hice lo correcto y que debería estar contenta porque nunca podrán acusarme de ser cómplice de una persona que no hizo nada?

– No -respondió-. No es todo lo que he venido a decirle.

– ¿No? Entonces, ¿qué más quiere contarme?

De hecho, no lo sabía. Deseaba decirle que había ido a verla porque las razones que le habían impulsado a presionarla habían sido muy confusas desde el principio. Pero si le decía eso, le estaría contando algo que era obvio y que ella ya sabía. Y él tenía más que la certeza de que ella se había dado cuenta de que los motivos que cualquier hombre pudiera tener para mirarla, hablar con ella o pedirle algo -esbelta, cálida y, sin lugar a dudas, viva- siempre serían confusos. Y también tenía la certeza de que no quería que lo comparara con esos otros hombres.

– No puedo dejar de pensar en su hijo, señora Edwards.

– Pues olvídese de él.

– No puedo -contestó. Y sin darle tiempo a replicar, prosiguió-: Las cosas son así. Tiene muchas posibilidades de ser un ganador, y usted lo sabe, pero sólo si sigue el camino adecuado. Y allí afuera hay muchas cosas que pueden apartarle del camino.

– ¿Se cree que no lo sé?

– Yo no he dicho eso -replicó-. Pero tanto como si le caigo bien como si me odia, podría ser amigo de su hijo. Me gustaría mucho.

– ¿El qué?

– Ser alguien para su hijo. Le caigo bien. Lo puede ver usted misma. Si lo saco de este barrio de vez en cuando, tendrá la oportunidad de relacionarse con gente como Dios manda. De relacionarse con un hombre que juega limpio, señora Edwards -se apresuró a añadir-. A un chico de su edad le hace mucha falta.

– ¿Por qué? Según me dijo, usted también pasó por eso.

– Sí, así es. Me gustaría contarle mis experiencias.

– Pues guárdeselas para sus propios hijos -dijo con un gruñido.

– Cuando los tenga, así lo haré. Les transmitiré mi experiencia, pero mientras tanto… -Suspiró-. Se trata de lo siguiente: su hijo me cae bien, señora Edwards. Me gustaría pasar con él el tiempo libre que tengo.

– ¿Haciendo qué?

– No lo sé.

– No le necesita.

– No le estoy diciendo que me necesite -repuso Nkata-. Pero necesita a alguien. A un hombre. Usted misma lo ve. Y pienso que…

– No me importa lo que piense. -Apretó el botón y subió el volumen. Lo más alto que pudo para que captara el mensaje.

Miró en dirección al dormitorio, preguntándose si el chico se despertaría, si entraría en la sala de estar, y si con su sonrisa de bienvenida confirmaría que lo que Winston Nkata estaba diciendo era verdad. Pero el aumento de volumen no traspasó la puerta cerrada, y si lo hizo, para Daniel Edwards sólo fue un ruido más en la noche.

– ¿Todavía guarda mi tarjeta? -le preguntó Nkata.

Yasmin no respondió; tenía los ojos clavados en el televisor.

Nkata sacó otra y la dejó sobre la mesilla que había delante de ella.

– Si cambia de opinión, llámeme. También puede llamarme al móvil. A cualquier hora. No importa.

Siguió sin responder y, en consecuencia, salió del piso. Cerró la puerta despacio, con suavidad.

Ya estaba en el aparcamiento, cruzando el suelo cubierto de charcos para llegar a la calle, cuando se percató de que había olvidado su promesa de pasar un momento por casa del señor Houghton para enseñarle la placa y para disculparse por el modo en que había entrado en el edificio. Se dio la vuelta para hacerlo y observó el edificio.

Vio que Yasmin Edwards estaba de pie junto a la ventana. Le estaba mirando. Y entre las manos sostenía algo que él deseaba con todas sus fuerzas que fuera la tarjeta que le acababa de entregar.

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